ecesitaba generar una carga eléctrica a una escala con la que ni siquiera Ben Franklin había soñado. Así, mientras Jericó se ponía manos a la obra recogiendo y uniendo cadenas, Miriam y yo empezamos a reunir vidrio, plomo, cobre y jarras en cantidad suficiente para armar una batería gigantesca. Rara vez he disfrutado tanto con un proyecto. Miriam y yo no solo trabajábamos juntos, éramos compañeros, de un modo que recordaba la alianza que había formado con Astiza. La recatada timidez con que había topado al principio se había perdido en algún lugar de los túneles subterráneos de Jerusalén, y ahora ella mostraba una confianza enérgica que fortalecía el valor de cualquiera con quien trabajaba. Ningún hombre quiere ser un cobarde en proximidad de una mujer. Ella y yo trabajábamos hombro con hombro; rozándonos más de lo necesario, al mismo tiempo que yo recordaba el punto exacto en mi mejilla donde su beso me había abrasado. No hay nada más deseable que una mujer que no has poseído.
Mientras trabajábamos podíamos oír el eco de los cañones franceses, y tratar de medir el alcance al tiempo que sus primeras trincheras avanzaban hacia las murallas. Hasta las entrañas del palacio de Djezzar temblaban cuando una bola de hierro impactaba en los muros exteriores.
Franklin denominó «batería» a una hilera de botellas de Leiden porque le recordaba una batería de cañones, dispuestos eje contra eje para concentrar el fuego. En nuestro caso, cada jarra adicional podía conectarse con la última para intensificar la posible sacudida de los soldados franceses que yo pretendía. Pronto tuvimos tantas que cargarlas todas de energía mediante fricción —haciendo girar una manivela— parecía tarea de Sísifo, como hacer rodar una roca montaña arriba sin cesar.
—Ethan, ¿cómo vamos a hacer girar los discos de vidrio el tiempo suficiente para alimentar este enorme aparato? —preguntó Miriam—. Necesitamos un ejército de molenderos.
—No un ejército, sino una espalda más ancha y una mente más corta. —Me refería a Big Ned.
Desde que había desembarcado en Acre había estado considerando mi reencuentro con el corpulento y malhumorado marinero. Debía pagar por su traición en la puerta de Jerusalén, y no obstante seguía siendo un peligroso gigante aún resentido por sus pérdidas en las cartas. La clave consistía en no tropezarse con él cuando yo estaba en desventaja, así que planeé cuidadosamente mi lección. Supe que se había enterado de mi milagrosa reaparición y que se jactaba de que todavía me debía una pelea, tan pronto como dejase la protección de las faldas de mi mujer. Cuando me informaron de que le había tocado ayudar a arreglar presurosamente la mampostería del foso al pie de la torre clave de Acre, comparecí para echar una mano desde la poterna superior.
Una muralla es más sólida que nunca cuando no presenta grietas en las que las balas de los cañones puedan fisgonear, y es por eso que Smith y Phelipeaux quisieron hacer arreglos. Era un trabajo arriesgado: los francotiradores británicos intercambiaban fuego con excelentes tiradores franceses mientras unos pocos voluntarios, entre ellos Ned, trabajaban fuera de las murallas en la oscuridad. A pesar de mis problemas con Ned y Tom, había llegado a admirar la pétrea determinación de los marineros rasos ingleses, la pasta de trabajador de los pobres y analfabetos que tenían poco del idealismo de los voluntarios franceses salvo una lealtad tenaz a la Corona y al país. Ned estaba hecho de esa pasta. Mientras los mosquetes destellaban y detonaban en la negrura —¡cómo echaba de menos mi rifle!—, se bajaban capazos de piedras, mortero y agua al equipo de reparación que se ocupaba de picar, raspar y tapar. Cerca del amanecer treparon finalmente por una escala de cuerda como monos huidizos, mientras las balas silbaban, y tendí el brazo a cada uno de ellos para ayudarlos a entrar. Finalmente solo quedó abajo Ned. Dio un buen tirón a la escala.
La expresión en su cara al ver que su vía de escape se aflojaba y caía amontonada a sus pies fue impagable. Hay algo que decir a favor de la venganza.
Me asomé.
—No resulta divertido quedarse fuera, ¿verdad, Ned?
Su cabeza se encendió como una cebolla roja cuando me reconoció siete metros más arriba.
—¡Así que te has atrevido a salir del palacio del pacha, chapucero yanqui! ¡Creía que no te acercarías a menos de ciento cincuenta kilómetros de marineros británicos honrados después de la lección que te di en Jerusalén! ¿Y ahora pretendes abandonarme en este foso y dejar que los franceses te hagan el trabajo? —Formó bocina con las manos y gritó—: ¡Este hombre es un cobarde!
—Oh, no —repliqué—. Solo quiero que pruebes tu vil traición, y ver si eres lo bastante hombre como para enfrentarte a mí cara a cara, en lugar de cerrarme puertas en las narices o esconderte en el pantoque de un navío.
Se le saltaron los ojos como si les hubiesen inyectado vapor.
—¿Enfrentarme a ti cara a cara? ¡Vive Dios, te arrancaré los miembros uno a uno, tramposo, si tienes el valor de pelear conmigo como un hombre!
—Confiar en el tamaño es propio de un matón, Big Ned —respondí—. Lucha conmigo limpiamente, espada contra espada como hacen los caballeros, y te daré una soberana lección.
—¡Maldita sea, desde luego que lo haré! ¡Lucharé contigo con pistolas, pasadores, porras, dagas o cañones!
—He dicho espadas.
—¡Entonces déjame subir! ¡Si no puedo estrangularte, te partiré en dos!
Así pues, una vez pactado el duelo a mi satisfacción, arrié una cuerda, icé la escala y dejé que Ned entrara en Acre justo antes de que la luz del alba lo convirtiera en un blanco.
—Te he demostrado más clemencia de la que tú me mostraste —salmodié mientras me miraba con el ceño fruncido, sacudiéndose el mortero de la ropa.
—Y yo te devolveré la clemencia que mostraste en las cartas. ¡Crucemos las espadas y acabemos con esto de una vez por todas! ¡Ahora no te dejaría escapar aunque me devolvieras diez veces mi dinero!
—Me reuniré contigo en los jardines de palacio. ¿Prefieres estoque, sable o alfanje?
—¡Alfanje, vive Dios! ¡Algo que corte los huesos! ¡Y traeré a mis esbirros para que te vean desangrarte! —Miró a los otros hombres que presenciaban nuestro diálogo—. Nadie se burla de Big Ned.
Mi buena disposición para batirme en duelo con semejante animal procedía de pensar en las cartas que vendrían. Franklin era siempre una inspiración, y mientras trabajaba en la fragua nueva de Jericó meditaba sobre cómo el sabio de Filadelfia habría utilizado el ingenio en lugar de la fuerza. Entonces puse manos a la obra.
El sabotaje fue sencillo. Desarmé la empuñadura de tela y madera del alfanje de Ned, monté otra de cobre, raspé el puño para que mi oponente lo sujetara con firmeza y pulí todo el ensamblaje. El metal es conductivo.
La preparación de mi arma resultó más compleja. Vacié el puño, lo llené de plomo, doblé la envoltura para proporcionarme un mayor aislamiento y, justo antes de que llegara mi adversario, conecté el extremo a un alambre grueso procedente de la máquina de manivela que había construido para generar una carga por fricción. La hacía girar, almacenando electricidad en el acero de mi alfanje, cuando mi oponente compareció en el patio.
Ned me miró con los ojos entrecerrados.
—¿Qué es eso, maldito chapucero yanqui?
—Magia —dije.
—¡Eh, quiero un combate justo!
—Y lo tendrás, hoja contra hoja. Tus músculos contra mi cerebro. Nada más justo que eso, ¿no?
—Ethan, te partirá como un leño —advirtió Jericó cuando me hube preparado—. Es una locura. No tienes ninguna posibilidad contra Big Ned.
—El honor exige que crucemos las espadas —recité con resignación igualmente ensayada—, sean cuales sean su destreza y su tamaño.
Supongo que no es deportivo incitar a un toro, pero ¿qué matador no agita una capa?
Concedí algunos minutos para que una multitud de marineros reunidos apostara contra mí —cubrí todas las apuestas, con un préstamo del metalúrgico, pensando que bien podía sacar tajada de tantas molestias— y luego me puse en guardia en el camino del jardín donde íbamos a batirnos. Me agradó pensar que las muchachas del harén miraban desde arriba, y sabía que también Djezzar hacía lo propio.
—¡En guardia, grandullón! —grité—. ¡Si pierdo, te entregaré hasta el último chelín, pero si pierdes tú, tendrás obligaciones conmigo!
—¡Si pierdes, cogeré lo que me debes de los filetes y las chuletas en que te habré convertido!
La multitud rugió al oír esta gracia y Ned se pavoneó. Entonces embistió blandiendo la hoja.
Paré el golpe.
Ojalá pudiera decir que hubo cierto manejo de la espada valiente y experto cuando contrarresté su fuerza bruta con destreza y atlética agilidad. En lugar de eso, cuando los aceros entrechocaron, se produjo simplemente una lluvia de chispas y un fuerte estallido como un disparo que hicieron que los espectadores gritaran y saltaran. Nuestras hojas solo se tocaron, pero Ned salió despedido hacia atrás como si un mulo le hubiese propinado una coz. Su alfanje voló por los aires y estuvo a punto de alcanzar a uno de sus compañeros de tripulación, mientras él se derrumbaba como Goliat y quedaba tendido, los ojos en blanco. La espada me produjo una punzada en la mano, pero me había aislado de lo peor de la sacudida. El aire olía a quemado.
¿Estaba muerto?
Lo toqué con la punta de mi espada y se agitó como una de las ranas de Galvani. La multitud guardaba silencio, asombrada.
Finalmente Ned se estremeció, parpadeó y se encogió de miedo.
—¡No me toques!
—No deberías desafiar a tus superiores, Ned.
—¡Caray! ¿Qué has hecho?
—Magia —volví a decir. Apunté con la espada a los demás—. Gané a las cartas con justicia, y he ganado este duelo. Bien. ¿Quién más quiere retarme?
Retrocedieron como si fuera un leproso. Un contramaestre se apresuró a lanzarme la bolsa de apuestas que sujetaba. Dios bendiga la estúpida inclinación por el juego de los marineros británicos.
Ned se incorporó mareado.
—Nadie me ha ganado nunca. Ni siquiera mi papá, no desde que tuve ocho o nueve años y pude darle una paliza.
—¿Me respetarás por fin?
Sacudió la cabeza para aclarársela.
—Tengo obligaciones contigo, como has dicho. Posees extraños poderes, patrón. Ahora me doy cuenta de ello. Siempre sobrevives, estés en el bando que estés.
—Solo uso mi cerebro, Ned. Si te aliaras conmigo, te enseñaría a hacer lo mismo.
—Sí, quiero servir contigo, no luchar. —Se puso torpemente en pie y se tambaleó. Podía imaginarme el tremendo hormigueo que todavía sentía. La electricidad duele—. Los demás, escuchadme —dijo con voz ronca—. No os metáis con el americano. Y si lo hacéis, os las veréis conmigo. Ahora somos socios.
Me dio un abrazo, como un gigantesco simio.
—¡No toques la espada!
—Ah, sí. —Se apartó apresuradamente.
—Bien, necesito tu ayuda para hacer más magia, pero esta vez contra los franceses. Necesito a un tipo que pueda hacer girar mi aparato como el mismísimo diablo.
¿Puedes hacer eso, Ned?
—Si no me tocas.
—No, estamos en paz —confirmé—. Ahora podemos ser amigos.
Hubo una extraña tregua mientras los franceses cavaban como topos hacia las murallas de Acre, emplazando la artillería que les quedaba. Ellos cavaban y nosotros esperábamos, con ese fatalismo perezoso que abruma a los sitiados. Era Semana Santa y, compartiendo el espíritu de aquellas festividades, Smith y Bonaparte acordaron un intercambio de prisioneros para recuperar a los hombres capturados en incursiones y escaramuzas. Djezzar se paseaba por las murallas como un gato inquieto, murmurando sobre la perdición de los cristianos y todos los infieles, y luego se sentaba en una gran butaca en la torre de la esquina para motivar a sus soldados mirándolos con ojos feroces. Yo trabajaba en mi proyecto eléctrico, pero me resultaba difícil recabar la ayuda de Jericó porque el Carnicero, Smith y Phelipeaux no dejaban de encargar armamento. En el combate cuerpo a cuerpo sobre las defensas, con poco tiempo para recargar, el acero sería tan importante como la pólvora.
La tensión era visible. El rostro hasta cierto punto querúbico del metalúrgico se había vuelto más tenso, los ojos ensombrecidos. Los cañones franceses disparaban a todas horas, rara vez veía la luz del día y estaba intranquilo por mi creciente proximidad con Miriam. Y sin embargo era la clase de hombre incapaz de negar nada a nadie, ni de permitirse una falta de calidad. Trabajaba incluso cuando Miriam y yo nos derrumbábamos en rincones opuestos del arsenal y nos sumíamos en un sueño turbulento y exhausto.
Así, el quincallero nos despertó en la oscuridad que precedía al alba del 28 de marzo cuando el fuego de los cañones franceses se intensificó, señalando un ataque inminente. Incluso en las profundidades del sótano de Djezzar, las vigas del techo temblaban con el bombardeo. Caía polvo. El temblor levantaba chispas de la fragua.
—Los franceses están poniendo a prueba nuestras defensas —conjeturé aún atontado—. Retén a tu hermana aquí abajo. Sois más valiosos como metalúrgicos que como blancos.
—¿Y tú?
—Aún no está lista, pero voy a ver cómo podría utilizarse mi cadena.
Eran las cuatro de la madrugada, las escaleras y rampas se hallaban alumbradas por antorchas. Fui arrastrado por una marea de soldados turcos y marineros británicos que subían a las murallas, todos maldiciendo en su idioma. En el parapeto el bombardeo era atronador, acentuado por algún que otro estruendo cuando una bala de cañón impactaba contra el muro, o un silbido cuando otra pasaba sobre nuestras cabezas. Se veían destellos en las filas francesas, indicando la situación de sus cañones.
Smith estaba allí, con una sonrisa extraña en los labios, paseándose detrás de un contingente de marinos británicos. Phelipeaux subía y bajaba por las murallas como un loco, usando una confusa mezcla de francés, inglés, árabe y gestos impacientes con las manos para dirigir la artillería de la ciudad. Al mismo tiempo se izaban faroles de señales en la torre de la esquina para pedir apoyo naval.
Miré entre la penumbra, pero no pude distinguir a las tropas enemigas. Tomé prestado un mosquete y disparé hacia donde suponía podían estar, con la esperanza de atraer puntitos de luz a modo de respuesta, pero los franceses eran demasiado disciplinados. De manera que seguí a Phelipeaux hacia la torre. Esta temblaba como un árbol siendo talado.
Ahora nuestra artillería comenzaba a responder, interrumpiendo con sus fogonazos el tamborileo constante del fuego francés, pero dando también a los artilleros enemigos una referencia para apuntar. Los proyectiles empezaron a volar más alto, y se produjo un estallido cuando una bala de cañón golpeó las almenas de la muralla y fragmentos de roca salieron despedidos como los trozos de una granada. Un cañón turco se desarmó y se desplomó, entre los gritos de hombres cegados.
—¿Qué puedo hacer? —pregunté a Phelipeaux, tratando de contener el temblor natural de mi voz.
Todo aquel fragor me lastimaba los oídos. Los muros y el foso tendían a repetir y amplificar los estallidos, y el aire estaba impregnado de ese hedor acre y embriagador de pólvora quemada.
—Id a buscar a Djezzar. Es el único hombre al que sus soldados temen más que a Napoleón.
Me alegré de tener una excusa para correr a refugiarme dentro del palacio, y casi choqué con Haim Farhi en las dependencias del pachá.
—¡Necesitamos a vuestro amo para que ayude a reforzar la moral de sus soldados!
—No puede ser molestado. Está en el harén.
Por los calzones de Casanova, ¿cómo podía estar en celo el gobernador en un momento como ese? Pero entonces se abrió una puerta en una escalera que llevaba arriba y apareció el Carnicero, sin camisa, barbudo, los ojos brillantes, una mezcla de sátiro y profeta Elías. Se había metido dos pistolas en el fajín y blandía un viejo sable prusiano. Un esclavo trajo una cota de malla medieval oxidada y una camiseta de fieltro. Antes de cerrar la puerta a su espalda, pude oír el parloteo excitado y el llanto de las mujeres.
—Phelipeaux os necesita —dije sin necesidad.
—Ahora los francos se acercarán lo suficiente para que pueda matarlos —prometió.
Los primeros albores del día perfilaban la loma de observación de Napoleón cuando regresamos a la torre. Vi que los navíos británicos se habían acercado hacia tierra en la bahía de Acre, pero su artillería no podía alcanzar la columna de asalto. Ahora podía distinguir a una masa de hombres en las trincheras poco profundas, como un gran ciempiés oscuro. Muchos llevaban escalas de mano.
—Han abierto una brecha en la torre justo encima del foso —informó Phelipeaux—. No es grande, pero si entran, los turcos saldrán huyendo. Han circulado demasiados rumores sobre lo que sucedió en Jafa. Nuestros otomanos están demasiado nerviosos para luchar y demasiado asustados para rendirse.
Me asomé para mirar el hoyo negro del foso seco que se extendía muy abajo. Los franceses podrían entrar en él muy fácilmente, pero ¿lograrían salir?
—Usad un barril de pólvora —sugerí—. O medio barril, y el resto clavos y balas. Arrojadlos sobre ellos cuando intenten entrar en la brecha.
El coronel monárquico sonrió.
—Ah, mi sanguinario américain. ¡Tenéis instinto de guerrero! ¡Alumbraremos el camino al corso!
—¡Napoleón! —bramó Djezzar, encaramándose a su butaca de observación de suerte que era tan visible como una bandera—. ¡Pon a prueba a este mameluco! ¡Te follaré como acabo de follar a mis esposas! —Las balas pasaron silbando, sin alcanzarlo milagrosamente—. ¡Sí, abanícame como mis mujeres!
Nos apresuramos a bajarlo.
—Si os matan, todo estará perdido —sermoneó Phelipeaux.
El Carnicero escupió.
—Esto es lo que pienso de su puntería. —Su cota de malla giraba por el dobladillo mientras se pavoneaba de un lado a otro de la torre, cerciorándose de que sus hombres se mantenían firmes—. ¡No creáis que no os vigilo!
A medida que el paisaje se tornaba gris pálido con el sol naciente, vi cuánto se había precipitado Napoleón. Sus trincheras eran aún demasiado poco profundas y una veintena de sus hombres ya había sido alcanzada. Varios cañones franceses habían quedado inutilizados en su batería de reserva porque sus terraplenes eran inadecuados, y el viejo acueducto estaba siendo erosionado por nuestro fuego, que rociaba de cascotes a sus tropas acurrucadas. Sus escalas de mano parecían ridículamente cortas.
Sin embargo, se oyó un fuerte grito, la tricolor ondeó y los franceses atacaron. Siempre con ímpetu, ellos.
Esa era la primera vez que veía su valor temerario desde el otro lado, y resultó un espectáculo pavoroso. El ciempiés atacó y engulló el terreno entre trincheras y foso con celeridad alarmante. Los turcos y los marinos británicos intentaron frenarlos con disparos, pero el experimentado fuego de protección francés nos obligaba a agachar la cabeza. Solo acabamos con unos pocos. Se precipitaron por el borde del foso hasta el fondo. Sus escalas eran demasiado cortas —su exploración había sido precipitada—, pero los más valientes saltaron, cogieron las atrofiadas escalas y permitieron que otros compañeros los siguieran. Otros dispararon desde el otro lado del foso a la brecha que habían abierto y mataron a algunos de nuestros defensores. Las tropas otomanas empezaron a quejarse.
—¡Silencio! ¡Os parecéis a mis mujeres! —bramó Djezzar—. ¿Queréis saber lo que os haré si huís?
Ahora la infantería francesa apuntaló sus escalas sobre el otro lado del foso. La parte superior distaba varios metros de la brecha, un error de cálculo imperdonable. Ese era el momento, cuando se impulsaran hacia arriba, en el que podrían agarrarse a una cadena colgada. Si permanecía descargada, les permitiría entrar a raudales en la ciudad y Acre sufriría la misma suerte que Jafa. Pero si estaba electrificada…
Los turcos más valientes se asomaban para disparar o arrojar piedras, pero tan pronto como lo hacían eran alcanzados por los franceses que apuntaban desde el otro lado del foso. Un hombre lanzó un fuerte grito y se precipitó abajo. Yo disparaba un mosquete, maldiciendo su imprecisión.
Algunos otomanos comenzaron a desertar de sus cañones. Los marineros británicos trataron de detenerlos, pero eran presas del pánico. Entonces Djezzar bajó de lo alto de la torre para impedirles salir, blandiendo su sable prusiano y rugiendo.
—¿De qué tenéis miedo? —gritó—. ¡Miradlos! ¡Sus escalas son demasiado cortas! ¡No pueden entrar! —Se asomó, descargó las dos pistolas y se las entregó a un turco—. ¡Haz algo, vieja! ¡Recárgalas!
Sus hombres, escarmentados, volvieron a abrir fuego. Por muy asustados que estuviesen de los formidables franceses, Djezzar los aterrorizaba.
Entonces un meteoro en llamas cayó de la torre.
Era el barril de pólvora que yo había sugerido. Chocó, rebotó y estalló.
Siguieron un gran estruendo y una nube que irradiaba astillas de madera y fragmentos de metal. Los granaderos apiñados se tambalearon, los más próximos hechos pedazos, otros gravemente heridos, y todavía más aturdidos por la explosión. Los hombres de Djezzar gritaron y abrieron fuego en serio contra los desconcertados franceses, haciendo más estragos.
Así, el asalto terminó antes de empezar de verdad. Con su artillería incapaz de disparar demasiado cerca de su carga, sus escalas demasiado cortas, la brecha demasiado pequeña y la resistencia recién envalentonada, los franceses habían perdido ímpetu. Napoleón había apostado por la rapidez en detrimento de una tediosa preparación del asedio, y había perdido. Los atacantes se volvieron y comenzaron a retirarse con dificultad por donde habían venido.
—¿Veis cómo huyen? —gritó Djezzar a sus hombres.
Y, en efecto, las tropas turcas se pusieron a gritar de asombro y confianza renovada. ¡Los implacables francos se retiraban! ¡No eran invencibles después de todo! Y desde ese momento una nueva seguridad en sí misma se apoderó de la guarnición, una confianza que la sostendría durante las largas y aciagas semanas que seguirían. La torre se erigiría en el punto de reunión de la resistencia no solo para Acre sino también para todo el imperio otomano.
Cuando por fin el sol coronó las colinas del este e iluminó por completo el lugar, los estragos se hicieron visibles. Casi doscientos de los soldados de Napoleón yacían muertos o heridos, y Djezzar se negó a aflojar el fuego para dejar que los franceses recuperasen a sus compañeros. Muchos murieron, gritando, hasta que a la noche siguiente los supervivientes pudieron ser trasladados finalmente fuera de peligro.
—¡Hemos enseñado a los francos la hospitalidad de Acre! —se jactó el Carnicero.
Phelipeaux estaba menos satisfecho.
—Conozco al corso. Esto no ha sido más que un tanteo. La próxima vez vendrá más fuerte. —Se dirigió a mí—. Más vale que vuestro pequeño experimento funcione.
El fracaso del primer asalto de Napoleón tuvo un efecto curioso en la guarnición. Los soldados otomanos estaban alentados por la efectividad de su rechazo, y por primera vez atendieron sus obligaciones con orgullosa determinación en lugar de resignación fatalista. ¡Los francos podían ser derrotados! ¡Djezzar era invencible! ¡Alá había escuchado sus oraciones!
Los marineros británicos, en cambio, se volvieron más serios. Una larga sucesión de victorias navales los había vuelto creídos con respecto a «enfrentarse a los franchutes». El valor de los soldados franceses, no obstante, era conocido. Bonaparte no se había retirado. En lugar de eso sus trincheras se cavaban con más energía que nunca. Los marineros se sentían atrapados en tierra firme. Los franceses utilizaban espantapájaros para atraer nuestro fuego y desenterraban nuestras balas de cañón para disparárnoslas.
No ayudaba el hecho de que Djezzar estuviese convencido de que los cristianos que vivían en Acre debían de conspirar contra él, aun cuando los atacantes franceses provenían de una revolución que había abandonado el cristianismo. Ordenó que varias docenas de ellos, más dos prisioneros franceses, fuesen encerrados dentro de sacos y arrojados al mar. Smith y Phelipeaux no podían parar al pacha como Napoleón no había podido contener a sus tropas en el saqueo de Jafa, pero muchos ingleses concluyeron que su aliado era un loco al que no era posible controlar.
La inquieta enemistad de Djezzar no se limitaba a los seguidores de la cruz. Salih Bey, un mameluco de El Cairo y viejo archienemigo, había huido de Egipto después de la victoria de Napoleón allí y vino para hacer causa común con Djezzar contra los franceses. El pacha lo recibió calurosamente, le dio una taza de café envenenado y arrojó su cuerpo al mar en menos de media hora desde su llegada.
Big Ned dijo a sus compañeros que depositaran su confianza en «el mago», o sea, yo. Prometió que el mismo truco que me había permitido derrotarlo a él, un hombre que me doblaba en tamaño, nos ayudaría a triunfar sobre Napoleón. Así pues, siguiendo nuestras indicaciones, los marineros construyeron dos toscos cabrestantes de madera en cada lado de la torre. La cadena colgaría como una guirnalda de la fachada, su elevación controlada por medio de esas poleas. Luego trasladé mi aparato de botellas de Leiden con manivela a un piso situado a media torre, que contenía la poterna desde la que había retado a Big Ned. Una cadena más pequeña con un gancho se conectaría con la más grande, y esa cadena a su vez se empalmaría por medio de una barra de cobre a mis botellas.
—Cuando lleguen, Ned, debes accionar la manivela como el mismo diablo.
—Encenderé a los franchutes como una hoguera de Todos los Santos, patrón.
Miriam ayudó a montar el dispositivo, sus ágiles dedos idóneos para conectar las botellas. ¿Habían conocido también esa hechicería los antiguos egipcios?
—Ojalá el viejo Ben estuviese aquí para verme —comenté cuando descansábamos en la torre una noche, nuestra brujería metálica brillando a la tenue luz procedente de las aspilleras.
—¿Quién es el viejo Ben? —murmuró ella, recostándose en mi hombro mientras nos sentábamos en el suelo. Tal proximidad física ya no parecía sorprendente, aunque yo soñaba con más.
—Un sabio americano que contribuyó a fundar nuestro país, lira un francmasón que conocía a los templarios, y hay quien cree que tenía sus ideas en la cabeza cuando gestó los Estados Unidos.
—¿Qué ideas?
—Bueno, no lo sé, exactamente. Que en teoría un país debe defender algo, supongo. Creer en algo.
—¿Y en qué crees tú, Ethan Gage?
—¡Eso es lo que Astiza solía preguntarme! ¿Todas las mujeres lo hacéis? Acabé por creer en ella y, tan pronto como lo hice, la perdí.
Me miró con tristeza.
—La echas de menos, ¿verdad?
—Como tú debes de echar de menos a tu prometido que murió en la guerra. Como Jericó echa de menos a su esposa, Big Ned a su Little Tom y Phelipeaux a la monarquía.
—Y aquí estamos, un corro de dolientes. —Guardó silencio un momento y luego añadió—: ¿Sabes en qué creo yo, Ethan?
—¿En la Iglesia?
—Creo en la alteridad que defiende la Iglesia.
—¿Te refieres a Dios?
—Me refiero a que hay algo más en la locura de la vida que solo demencia. Creo que en toda vida hay raros momentos en que sentimos esta alteridad que nos rodea por todos lados. La mayor parte del tiempo permanecemos encerrados, solos y ciegos, como un polluelo en su huevo, pero de vez en cuando rompemos el cascarón para echar una miradita. Los bienaventurados tienen muchos de esos momentos, y los malvados ninguno. Pero cuando lo haces, cuando has percibido que es verdaderamente real, mucho más real que la pesadilla en la que vivimos, todo es soportable. Y creo que si puedes encontrar a alguien que cree lo mismo que tú, que presiona el huevo que nos constriñe… bueno, entonces los dos juntos podéis romper el cascarón por completo. Y eso es a lo máximo que podemos aspirar en este mundo.
Me estremecí por dentro. ¿Era la monstruosa guerra en la que había estado atrapado durante el último año un falso sueño, un cascarón que me tenía encerrado? ¿Sabían los antiguos cómo abrir el huevo?
—No sé si he tenido nunca ni un solo momento. ¿Significa eso que soy malvado?
—Los malvados no lo admitirían jamás, ni siquiera ante sí mismos. —Su mano tocó mi barba incipiente, sus ojos azules como el abismo en el fondo del arrecife de Jafa—. Pero cuando te llegue el momento debes aprovecharlo, dejar entrar la luz.
Y entonces me besó, esta vez en los labios, su aliento cálido, su cuerpo apretado contra el mío, sus pechos aplastados contra mí y su torso tembloroso.
Entonces me enamoré, no solo de Miriam, sino también de todos. ¿Parece insensato? Durante el más breve de los suspiros me sentí vinculado a todas las demás almas turbadas de nuestro loco mundo, una extraña sensación de comunidad que me llenó de congoja y amor. De modo que le devolví el beso, inclinándome. Finalmente olvidaba el dolor de la larga ausencia de Astiza.
—Conservé tus ángeles de oro, Ethan —murmuró ella, sacando una bolsa de terciopelo que llevaba colgando entre sus pechos—. Ahora puedes recuperarlos.
—Quédatelos, como regalo. —¿De qué me servirían?
Y entonces hubo un estruendo, una lluvia de mortero y toda nuestra torre tembló como si una mano gigante la sacudiera para sacarnos de ella. Por un momento temí que se hundiera, pero poco a poco dejó de oscilar y se asentó un poco, el suelo ligeramente inclinado. Sonaron las cornetas.
—¡Han hecho estallar una mina! ¡Ya vienen!
Había llegado la hora de probar la cadena.