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P

legué a Acre como un héroe, pero no por haber escapado de la ejecución en masa de Jafa. Más bien me vengué de los franceses con información oportuna.

Mohamed y yo encontramos al escuadrón británico al segundo día de navegación. Los navíos iban encabezados por los acorazados Tigre y Theseus, y cuando avanzamos al socaire del buque almirante saludé nada menos que al mismísimo diablo amistoso, sir Sidney Smith.

—Gage, ¿sois realmente vos? —gritó—. ¡Creíamos que os habíais vuelto con los franchutes! ¿Y ahora volvéis con nosotros?

—¡Con los franceses por la traición de vuestros marineros británicos, capitán!

—¿Traición? ¡Pero si dijeron que habíais desertado!

¿No os parece una mentira descarada de Big Ned y Little Tom? Sin duda me creían muerto e incapaz de contradecirlos. Es la clase de tergiversación que se me habría ocurrido a mí, lo cual incrementó mi indignación.

—¡Ni hablar! ¡Vuestros matones me cortaron la retirada! Nos debéis una medalla.

¿No es cierto, Mohamed?

—Los franceses intentaron matarnos —dijo mi compañero de embarcación—. Me debe diez chelines.

—¿Y aquí estáis, en el medio del Mediterráneo? —Smith se rascó la cabeza—. ¡Maldición! Para ser un hombre que aparece por todas partes, cuesta trabajo saber de qué lado estáis. Bien, subid a bordo y resolvamos esto.

De modo que subimos al navío de ochenta cañones, un gigante comparado con la frágil gabarra en la que habíamos estado navegando, que fue remolcada. Los oficiales británicos registraron a Mohamed como si pudiera sacar una daga en cualquier momento, y a mí me miraron con dureza. Pero ya había decidido hacer el papel de agraviado, y además tenía un triunfo en mis manos. De modo que relaté mi versión de los hechos.

—… Y entonces la puerta de hierro se cerró delante de mis narices mientras el cerco de canallas franceses y árabes se cerraba…

Pero en lugar de la indignación y la compasión que merecía, Smith y sus oficiales me miraron con escepticismo.

—Admitidlo, Ethan. Dais la impresión de cambiar de bando con excesiva facilidad —dijo Smith—. Y de salir de los aprietos más imposibles.

—Sí, es un rebelde americano —terció un teniente de navío.

—Esperad. ¿Creéis que los franceses me dejaron escapar de Jafa?

—Los informes dicen que nadie más lo hizo. Encontraros resulta bastante singular.

—¿Y quién es este salvaje, entonces? —preguntó otro oficial, señalando a Mohamed.

—Es mi amigo y salvador, y mejor hombre que vos, apostaría.

Ahora se enfurecieron, y seguramente estuve a punto de ser retado a un duelo. Smith se apresuró a intervenir.

—Vamos, no hay necesidad de esto. Tenemos derecho a hacer preguntas concretas, y vos tenéis derecho a contestarlas. Francamente, Gage, no había recibido información demasiado útil de vos en Jerusalén, pese a la inversión de la Corona. Entonces mis marineros me dicen que habéis conseguido un rifle muy caro y notable. ¿Dónde está?

—Me lo robó un maldito ladrón y torturador francés llamado Najac —respondí—. Si me había unido a los franceses, ¿qué diablos hago andrajoso, herido, chamuscado, balanceándome en una barca con un camellero musulmán y desprovisto de armas? —Estaba furioso—. Si me había unido a los franceses, ¿por qué no estoy ahora mismo en la tienda de Napoleón bebiendo clarete? Sí, esclarezcamos la verdad. Llamad a esos marineros granujas ahora mismo…

—Little Tom perdió el brazo y lo mandaron a casa —dijo Smith. Pese a mi indignación, aquella noticia me tranquilizó. Perder un miembro suponía una condena a la miseria—. Big Ned ha sido asignado a tierra, con la mayor parte de la tripulación del Dangerous, para reforzar las defensas de Djezzar en Acre. Quizá podréis discutirlo con él allí. Contamos con una mezcolanza de hombres resueltos para rechazar a Bonaparte, una combinación de turcos, mamelucos, mercenarios, granujas e ingleses. Incluso tenemos un oficial de artillería francés monárquico que se ha pasado a nuestro bando, Louis-Edmond Phelipeaux. Está reforzando las fortificaciones.

—¿Estáis aliado con un francés y dudáis de mí?

—Ayudó a organizar mi evasión de la Prisión del Temple en París y es un camarada tan leal como uno podría desear. Es curioso cómo los hombres escogen su bando en tiempos peligrosos, ¿verdad? —Me miró con detenimiento—. Potts y Tentwhistle muertos, Tom lisiado, ningún beneficio y, sin embargo, aquí estáis. Jericó dice que también os creía muerto o desertado.

—¿Habéis hablado con Jericó?

—Se encuentra en Acre, con su hermana.

Bueno, había buenas noticias. Había estado distraído por mis propios problemas, pero experimenté una oleada de alivio al saber que Miriam estaba por el momento fuera de peligro. Me pregunté si aún tenía mis querubines. Respiré hondo.

Sir Sidney, he terminado con los franceses, os lo puedo asegurar. Me colgaron cabeza abajo sobre un pozo lleno de serpientes.

—¡Por Dios, qué bárbaros! No les dijisteis nada, ¿verdad?

—Por supuesto que no —mentí—. Pero ellos sí me dijeron algo, y puedo probar mi lealtad con ello.

Era el momento de jugar mi triunfo.

—¿Qué os dijeron?

—Que la artillería de asedio de Bonaparte viene por mar, y con algo de suerte podremos capturarla antes de que sus tropas arriben a Acre.

—¿De veras? Bueno, eso cambiaría las cosas, ¿no? —Smith sonrió—. Localizadme esos cañones, Gage, y os concederé una medalla. Una hermosa medalla turca: son más grandes que las nuestras y muy llamativas. Las entregan a manos llenas, y podéis apostar a que os reservaré una si decís la verdad. Por una vez.

Naturalmente llovió, aguando nuestras posibilidades de avistar a la flotilla francesa, y luego cayó la niebla, reduciendo todavía más la visibilidad. La oscuridad no tardó en hacer que los ingleses volviesen a creer que yo era un doble agente, como si pudiera controlar el tiempo. Pero si nosotros teníamos dificultades para localizar a los franceses, a ellos les costaría aún más trabajo eludirnos. La niebla era también su enemigo.

De modo que los franceses se tropezaron con nosotros la mañana del 18 de marzo, cuando el capitán Standelet trataba de doblar el cabo Carmelo y entrar en la amplia bahía delimitada por Haifa, en el sur, y Acre, en el norte. Tres navíos, entre ellos el de Standelet, escaparon. Pero otros seis no lo consiguieron, y los cañones de asedio, que disparan balas de diez kilos, fueron apuntalados en sus bodegas. De un plumazo habíamos capturado el arma más potente de Napoleón. En una mañana de trabajo fui proclamado baluarte de Acre, lince de Jafa y centinela de las profundidades. Además conseguí una medalla adornada con piedras preciosas, la Orden del León del Sultán, que luego compró Smith para saldar el pago que debía a Mohamed, además de unas cuantas monedas.

—Si sabes cómo gastar menos de lo que ganas, tendrás la piedra filosofal —sermoneó—. He estado leyendo a vuestro Franklin.

Y así llegué a la antigua ciudad de los cruzados. Nuestra ruta por mar fue seguida en paralelo por tierra por columnas de humo que marcaban el avance de las tropas de Napoleón. Habían llegado noticias de una serie constante de escaramuzas entre sus regimientos y los musulmanes del interior, pero era en Acre donde se decidiría el combate.

La ciudad se halla en una península que se adentra en el Mediterráneo en el extremo norte de la bahía de Carmelo, y por lo tanto está rodeada en dos terceras partes de mar. La península se extiende al suroeste desde el continente, y su puerto está formado por un rompeolas. Acre es más pequeña que Jerusalén, sus murallas marítimas y terrestres miden menos de dos kilómetros y medio de perímetro, pero es más próspera y casi igual de populosa. Para cuando llegamos los franceses ya estaban asediando la ciudad por tierra, con tricolores ondeantes dibujando el arco de sus campamentos.

Acre es una ciudad hermosa en tiempos normales, sus murallas marítimas delimitadas por arrecifes de color verde mar y las terrestres bordeadas por campos verdes. Un antiguo acueducto, ya en desuso, conducía desde su foso hasta las filas francesas. La gran cúpula de cobre verde de su mezquita central, unida a un minarete en forma de aguja, realza un perfil encantador de tejas, torres y toldos. Los pisos superiores forman arcos sobre callejuelas sinuosas. Mercados a la sombra de toldos de vivos colores llenan las calles principales. El puerto huele a sal, pescado fresco y especias. Hay tres grandes complejos de tabernas y almacenes para los visitantes marítimos, el Khan el-Omdan, el Khan el-Efranj y el Khan a-Shawarda. Compensa esta hermosura el palacio del gobernador en la muralla septentrional, un sombrío bloque de los cruzados con una torre redonda en cada esquina, solo alegrado por el hecho de que las ventanas de su harén dan a unos frescos jardines entre la mezquita y el palacio. El sólido fuerte y el laberíntico trazado medieval de tejados me trajeron a la mente la imagen de un director de escuela severo e intimidante destacando en una animada clase de niños pelirrojos.

La zona administrativa y religiosa ocupa el cuarto nororiental de la ciudad, y las murallas de tierra miran al norte y al este, confluyendo en la esquina en una enorme torre. Esta resultaría un factor tan determinante para el subsiguiente asedio que con el tiempo los franceses la apodarían la tour maudite: la torre maldita. Pero ¿podía defenderse Acre?

Era evidente que muchos creían que no. Llevamos la pequeña embarcación de Mohamed a tierra, siguiendo a la lancha del Tigre, y cuando arribamos al muelle este estaba repleto de refugiados impacientes por abandonar la ciudad. Smith, Mohamed y yo nos abrimos paso a empujones por entre una muchedumbre al borde del pánico. La mayoría eran mujeres y niños, pero no pocos eran mercaderes ricos que habían entregado a Djezzar sobornos exorbitantes para huir. En la guerra, el dinero puede significar supervivencia, y las noticias sobre matanzas habían recorrido la costa con gran celeridad. La gente cogía las pocas pertenencias que podía acarrear y pujaba por un pasaje a bordo de los buques mercantes del litoral. Una mujer sudorosa abrazaba un servicio de café de plata, con sus hijos pequeños aferrados a su vestido y llorando. Un mercader de algodón había introducido pistolas cargadas en un fajín cosido con monedas de oro. Una adorable niña de diez años, de ojos oscuros y labios temblorosos, sujetaba un perrito que no dejaba de retorcerse. Un banquero utilizó una cuña de esclavos africanos para abrirse paso hasta la vanguardia.

—Tanto me da esta chusma —dijo Smith—. Estaremos mejor sin ellos.

—¿No confían en su guarnición?

—Su guarnición no confía en sí misma. Djezzar tiene temple, pero los franceses han aplastado cada ejército con el que se han topado. Vuestra artillería ayudará. Tenemos cañones más grandes que los de Boney, e instalaremos una batería en la Puerta de Tierra, donde confluyen las murallas marítimas y terrestres. Pero será la torre de la esquina el hueso más duro de roer. Es la más alejada del apoyo de nuestra artillería naval, pero también el punto más sólido de la muralla. Es la maldita bisagra de Acre, y nuestro verdadero secreto es un hombre que odia a Boney todavía más que nosotros.

—Os referís a Djezzar el Carnicero.

—No, me refiero al compañero de clase de Napoleón en la École Royale Militaire de París. Nuestro Louis-Edmond le Picard de Phelipeaux compartió pupitre con el granuja corso, lo creáis o no, y el aristócrata y el provinciano se amorataron las piernas a puntapiés cuando eran adolescentes. Era Phelipeaux quien siempre superaba a Napoleón en los exámenes, fue Phelipeaux quien se graduó con mayores honores, y Phelipeaux quien consiguió los mejores destinos militares. De no haber acaecido la Revolución, obligando a nuestro monárquico amigo a salir de Francia, probablemente habría sido el superior de Napoleón. El año pasado entró en Francia como agente clandestino y me rescató de la Prisión del Temple, haciéndose pasar por un jefe de policía que debía trasladarme a otra celda. Jamás ha perdido contra Napoleón, y tampoco lo hará esta vez. Venid a conocerlo.

El «palacio» de Djezzar parecía una Bastilla trasplantada. El torreón de los cruzados había sido remodelado para albergar troneras, no encanto, y dos terceras partes de la artillería del Carnicero apuntaban a su propio pueblo en lugar de a los franceses. Cuadrada y terca, la ciudadela era tan implacable como el gobierno con mano de hierro de Djezzar.

—Hay un arsenal en el sótano, barracones en la planta baja, oficinas administrativas en el primer piso, el palacio de Djezzar sobre este y el harén en la parte de arriba —explicó Smith, señalando.

Pude ver las ventanas enrejadas del harén, cual jaula de pájaros hermosos. Como por solidaridad, unas golondrinas revoloteaban entre ellas y las palmeras de abajo. Después de irrumpir en un harén en Egipto, no experimentaba el menor deseo de explorar este. Aquellas mujeres me habían dado miedo.

Pasamos junto a corpulentos centinelas otomanos, franqueamos una enorme puerta de madera tachonada de hierro y accedimos al lúgubre interior. Después del deslumbrante sol de Levante, el interior parecía un calabozo. Parpadeé mirando a mi alrededor. En aquel piso se hallaban las dependencias de los guardias partidarios del régimen de Djezzar, y emanaban una austeridad castrense. Los soldados nos miraban con timidez desde las sombras, donde limpiaban mosquetes y afilaban hojas. Parecían tan alegres como reclutas en Valley Forge. Luego se oyeron unos pasos presurosos que venían de la escalera y un francés ágil y enérgico bajó de un salto, vestido con un uniforme blanco bastante mugriento de los Borbones. Debía de ser Phelipeaux.

Era más alto que Napoleón, elegante en sus movimientos y revestido de esa lánguida confianza en uno mismo que otorga la alta alcurnia. Phelipeaux hizo una cortés reverencia, su pálida sonrisa y sus ojos oscuros pareciendo medirlo todo con el cálculo de un artillero.

Monsieur Gage, me han dicho que tal vez habéis salvado a nuestra ciudad.

—No lo creo.

—Los cañones franceses que capturasteis serán inestimables, os lo aseguro. ¡Ah, qué ironía! ¡Y un americano! ¡Somos Lafayette y Washington! Menuda alianza internacional formamos aquí: británicos, franceses, americanos, mamelucos, judíos, otomanos, maronitas… ¡todos contra mi antiguo compañero de clase!

—¿De veras fuisteis juntos a la escuela?

—Él miraba mis respuestas. —Sonrió—. ¡Venid, ahora miraremos nosotros!

Su brío ya me agradaba.

Phelipeaux nos condujo por una escalera de caracol hasta que salimos a la azotea del castillo de Djezzar. ¡Qué magnífica vista! Después de la lluvia de los últimos días el aire era prístino, el lejano monte Carmelo un risco azuláceo al otro lado de la bahía. Más cerca, los franceses que se congregaban eran nítidos como soldados de plomo. Tiendas y toldos se desplegaban como un carnaval de primavera. Desde Jafa, sabía cómo sería la vida en sus filas: comida abundante, bebidas de importación para levantar el ánimo de los grupos de asalto, y cuadros de prostitutas y criadas para cocinar, lavar y dar calor por la noche, todo a precios exorbitantes pagados alegremente por unos hombres que creían tener muchas posibilidades de morir pronto. Aproximadamente a un kilómetro y medio, tierra adentro había una loma de treinta metros de altura, y allí pude ver a un grupo de hombres y caballos entre banderas ondeantes, fuera del alcance de nuestra artillería.

—Sospecho que es allí donde Bonaparte instalará su cuartel general —dijo Phelipeaux, alargando la pronunciación italiana con aristocrático desdén—. Lo conozco, ¿sabéis?, y sé cómo piensa. Ambos haríamos lo mismo. Extenderá sus trincheras y tratará de minar nuestras murallas con zapadores. Así que sé que él sabe que la torre es fundamental.

Seguí el movimiento de su dedo. Estaban subiendo cañones a las murallas, y fuera de ellas se extendía un foso seco, sembrado de piedras, de unos seis metros de profundidad por quince de ancho.

—¿No hay agua en el foso?

—No ha sido concebido para eso, el fondo se encuentra más arriba del nivel del mar, pero nuestros ingenieros tienen una idea. Estamos construyendo una presa en el Mediterráneo, junto a la Puerta de Tierra de la ciudad, que llenaremos de agua marina con la ayuda de bombas. Podría verterse en el foso en un momento de crisis.

—No obstante, este plan aún tardará semanas en llegar a su conclusión —dijo Smith.

Asentí.

—Y, mientras tanto, tenéis vuestra torre.

Era enorme, como un promontorio junto al mar. Supuse que parecía todavía más alta desde el lado francés.

—Es la más fuerte de la muralla —dijo Phelipeaux—, pero también pueden disparar contra ella y atacarla desde dos flancos. Si los republicanos abren brecha en ella, entrarán en los jardines y podrán desplegarse para sorprender a nuestras defensas por la espalda. Si no lo logran, su infantería perecerá en vano.

Traté de observar el cuadro con su vista de ingeniero. El acueducto en ruinas partía de las murallas en dirección a los franceses. Se interrumpía justo antes de llegar a nuestro muro próximo a la torre, a la que antaño había suministrado agua. Vi que los franceses cavaban zanjas a lo largo del mismo porque procuraba protección contra el fuego hostil. A un lado había lo que parecía un estanque seco. Los franceses plantaban estacas de medición en su interior.

—Han desecado una presa para hacerse una depresión protectora en la que instalar una batería —explicó Phelipeaux como si me leyera el pensamiento—. Pronto la ocuparán los cañones más ligeros que han traído por tierra.

Miré hacia abajo. El jardín era un oasis de sombra en medio de los preparativos militares. Probablemente las mujeres del harén estaban acostumbradas a visitarlo. Ahora, con tantos soldados y marineros guarneciendo las defensas de arriba, debían de estar encerradas bajo llave.

—Hemos añadido casi cien cañones a las defensas de la ciudad —dijo Phelipeaux—. Ahora que hemos capturado las piezas más pesadas de los franceses, tenemos que mantenerlos a distancia.

—Lo que supone no dejar que Djezzar se rinda —enmendó Smith—. Y vos, Gage, sois la clave para ello.

—¿Yo?

—Vos habéis visto al ejército de Napoleón. Quiero que digáis a nuestro aliado que puede ser derrotado, porque puede serlo si él lo cree. Pero antes debéis creerlo vos. ¿Es así?

Reflexioné un momento.

—Bonaparte se abotona los pantalones como todos los demás. Solo que aún no se ha topado con nadie tan agresivo como él.

—Exacto. Entonces venid a conocer al Carnicero.

No tuvimos que esperar para ser recibidos. Después de Jafa, Djezzar reconocía que su supervivencia dependía de sus nuevos aliados europeos. Nos condujeron a su sala de audiencias, una estancia elegantemente decorada pero modesta, con un techo tallado con ornamentos y el suelo recubierto de alfombrillas orientales superpuestas. Unos pájaros trinaban dentro de jaulas de oro, un pequeño mono daba saltos atado con una correa y una especie de gran felino de la jungla moteado nos miraba adormilado sobre un cojín, como si meditara si valía la pena molestarse en comernos. Recibí una sensación parecida del Carnicero, que estaba sentado muy tieso, su envejecido torso transmitiendo aún fuerza física. Nos sentamos con las piernas cruzadas frente a él mientras sus guardaespaldas sudaneses nos observaban con cautela, como si pudiéramos ser asesinos en lugar de aliados.

Djezzar contaba setenta y cinco años y parecía un profeta apasionado, no un abuelo bondadoso. Su poblada barba era blanca, los ojos de pedernal, y su boca dibujaba una mueca cruel. Había alojada una pistola en su fajín, y una daga descansaba al alcance de su mano. Pero su mirada delataba también la desconfianza en sí mismo de un matón enfrentado a otro: Napoleón.

—Pacha, este es el americano del que os hablé —me presentó Smith.

Me evaluó de un vistazo —mi ropa de marinero prestada, las botas sucias y la piel curtida por el exceso de sol y agua salada— y no trató de ocultar su escepticismo. Pero también sentía curiosidad.

—Escapasteis de Jafa.

—Los franceses quisieron matarme con los demás prisioneros —dije—. Nadé mar adentro y encontré una pequeña gruta en las rocas. La matanza fue horrible.

—Con todo, la supervivencia es la marca de los hombres notables. —El Carnicero era un superviviente astuto, desde luego—. ¿Y ayudasteis a capturar la artillería del enemigo?

—Parte de ella, por lo menos.

Me examinó.

—Sois ingenioso, creo.

—Lo mismo que vos, pacha. Tan ingenioso como cualquier Napoleón.

Sonrió.

—Más, creo yo. He matado a más hombres y fornicado con más mujeres. Así pues, ahora es una prueba de voluntades. Un asedio. Y Alá me ha obligado a usar a infieles para combatir a infieles. No confío en los cristianos. Andan siempre conspirando.

Pareció un comentario ingrato.

—Ahora mismo estamos conspirando para salvaros el pescuezo.

Se encogió de hombros.

—Habladme de ese Bonaparte. ¿Es un hombre paciente?

—En absoluto.

—Pero es activo cuando se trata de conseguir lo que quiere —enmendó Phelipeaux.

—Atacará vuestra ciudad con ímpetu, pronto, aun sin los cañones —dije—. Cree en un ataque veloz de fuerza abrumadora para quebrantar la voluntad de un enemigo. Sus soldados son buenos en su oficio, y su artillería es certera.

Djezzar cogió un dátil de una taza y lo examinó como si nunca hubiese visto uno. Luego se lo llevó a la boca y lo masticó por un costado al mismo tiempo que hablaba.

—En tal caso quizá debería rendirme. O huir. Son dos veces más numerosos que mi guarnición.

—Con los navíos británicos lo sobrepasáis en potencia de fuego. Se halla a cientos de kilómetros de su base egipcia y a tres mil doscientos kilómetros de Francia.

—De manera que podemos vencerlo antes de que obtenga más cañones.

—Casi no tiene tropas para guarnecer lo que captura. Sus soldados tienen morriña y están cansados.

—Y también enfermos —dijo Djezzar—. Han circulado rumores de peste.

—Se dieron algunos casos ya en Egipto —confirmé yo—. Oí que había más en Jafa. —Me di cuenta de que el Carnicero era un hombre perspicaz, no un pelele otomano impuesto por la Sublime Puerta de Constantinopla. Recopilaba información sobre sus enemigos como un erudito—. La debilidad de Napoleón es el tiempo, pacha. A cada día que pase delante de Acre, el sultán de Constantinopla puede ordenar más fuerzas que lo rodeen. No recibe refuerzos, ni tampoco nuevas provisiones, mientras que la marina británica puede traernos ambas cosas. Trata de hacer en un día lo que otros hombres requieren un año para culminar, y ese es su punto flaco. Está intentando conquistar Asia con diez mil hombres, y nadie sabe mejor que él que todo es un farol. Tan pronto como sus enemigos dejen de temerlo, estará perdido. Si podéis resistir…

—Él se irá —completó Djezzar—. Nadie ha derrotado a ese hombrecillo.

—Nosotros lo derrotaremos aquí —prometió Smith.

—A menos que encuentre algo más poderoso que la artillería —dijo alguien desde las sombras.

Me sobresalté. ¡Conocía aquella voz! ¡Y, en efecto, de la penumbra que había detrás del trono encojinado de Djezzar apareció el horrible rostro de Haim Farhi! Smith y Phelipeaux parpadearon al ver aquel semblante mutilado, pero no retrocedieron. También lo habían visto antes.

—¡Farhi! ¿Qué estáis haciendo en Acre?

—Servir a su amo —respondió Djezzar.

—Dejamos Jerusalén convertido en un lugar incómodo, monsieur Gage. Y sin libro, no había ninguna razón para quedarse allí.

—¿Nos acompañasteis por el pacha?

—Por supuesto. Ya sabéis quién modificó mi aspecto.

—Le hice un favor —tronó el Carnicero—. El aspecto atractivo permite la vanidad, y el orgullo es el mayor pecado. Sus cicatrices le dejan concentrarse en sus números. Y entrar en el cielo.

Farhi se inclinó.

—Como siempre, sois generoso, amo.

—¡Así que escapasteis de Jerusalén!

—Por los pelos. Os abandoné porque mi cara llama demasiado la atención, y porque sabía que se requerían más investigaciones. ¿Qué saben los franceses de nuestros secretos?

—Ese alboroto musulmán les impide seguir explorando los túneles. No saben nada, y me amenazaron con serpientes para intentar sonsacarme lo que sabía. Creo que todos hemos vuelto con las manos vacías.

—¿Las manos vacías de qué? —preguntó Smith.

Farhi se volvió hacia el oficial británico.

—Este aliado vuestro no fue a Jerusalén solo para serviros, capitán.

—No, había una mujer sobre la que hizo indagaciones, si mal no recuerdo.

—Y un tesoro que hombres desesperados andan buscando.

—¿Un tesoro?

—No es dinero —dije yo, molesto por la revelación informal de mi secreto por parte de Farhi—. Un libro.

—Un libro de magia —enmendó el banquero—. Se ha rumoreado acerca de él durante miles de años, y los caballeros templarios lo buscaron. Cuando pedimos a vuestros marineros como aliados, no buscábamos una puerta de asedio en Jerusalén. Buscábamos ese libro.

—Lo mismo que los franceses —añadí.

—Y yo —dijo Djezzar—. Farhi era mi oído.

Resultaba apropiado que empleara el singular, puesto que aquel canalla le había cortado la otra oreja a su ministro.

La mirada de Smith iba de uno a otro.

—Pero no estaba allí —dije—. Lo más probable es que no exista.

—Y sin embargo hay agentes investigando en la provincia entera de Siria —señaló Farhi—. Básicamente árabes, al servicio de un personaje misterioso que se encuentra en Egipto.

Se me erizó la piel.

—Me dijeron que el conde Silano sigue vivo.

—Vivo. Resucitado. Inmortal.

Farhi se encogió de hombros.

—¿Qué quieres decir, Haim? —preguntó Djezzar, con el tono de un amo muy impacientado por las divagaciones de sus subordinados.

—Que, como ha dicho Gage, lo que todos los hombres buscan podría no existir. Pero si existe, no tenemos ninguna posibilidad de buscarlo, acorralados como estamos por el ejército de Napoleón. El tiempo es su enemigo, sí. Pero también es nuestro reto. Si permanecemos sitiados demasiado tiempo, puede ser demasiado tarde para descubrir primero lo que el conde Silano todavía busca. —Me señaló—. Este hombre debe encontrar la manera de volver a buscar el secreto, antes de que sea demasiado tarde.

Seguí el olor a carbón vegetal para localizar a Jericó. Se encontraba en las entrañas del arsenal en el sótano del palacio de Djezzar, sus músculos iluminados por el resplandor de una fragua, martilleando como Thor sobre las herramientas de guerra: espadas, picas, pértigas bifurcadas para hacer caer escalas de mano, bayonetas, baquetas… El plomo se enfriaba en moldes de bala como perlas negras, y las sobras se apilaban para convertirlas en metralla. Miriam accionaba los fuelles, el pelo rizado sobre sus mejillas en mechones sudorosos, el vestido húmedo y turbadoramente ceñido, la transpiración reluciente en aquel valle de tentación entre cuello y pechos. No sabía cómo me recibirían, dado que habían perdido su casa de Jerusalén en el tumulto que yo había provocado, pero cuando ella me vio sus ojos me saludaron con un alegre fulgor y corrió hacia mí en el resplandor infernal, con los brazos extendidos. ¡Qué abrazo más placentero! Hice todo lo posible por impedir que mi mano se deslizara hasta su redondo trasero, pero naturalmente su hermano estaba allí. Hasta el taciturno Jericó se permitió una sonrisa desganada.

—¡Te creíamos muerto!

Miriam me besó en la mejilla y la abrasó. La mantuve a una distancia prudencial por miedo a que mi entusiasmo por nuestro reencuentro resultase demasiado obvio físicamente.

—Y yo temía lo mismo de vosotros —dije—. Lamento que nuestra aventura os haya dejado atrapados aquí, pero creía de veras que encontraríamos un tesoro. Escapé de Jafa con mi amigo Mohamed en una barca. —Miré a Miriam, reparando en cuánto la había echado de menos y qué angelicalmente hermosa era en realidad—. La noticia de tu supervivencia fue como néctar para un hombre muerto de sed.

Me pareció ver un rubor debajo del hollín, y desde luego había borrado la sonrisa de su hermano. Daba lo mismo. Yo no soltaba su cintura, y ella no soltaba mis hombros.

—Y ahora estamos todos aquí, vivos —dijo Jericó—. Los tres.

Finalmente la solté y asentí.

—Con un hombre apodado el Carnicero, un capitán de navío inglés medio loco, un judío mutilado, un compañero de escuela de Napoleón contrariado y un guía musulmán. Y no digamos un quincallero fornido, su erudita hermana y un jugador americano que siempre mete la pata. Somos los valientes compañeros.

—Y compañeras —dijo Miriam—. Ethan, nos enteramos de lo que ocurrió en Jafa. ¿Qué pasará si los franceses entran aquí?

—No lo harán —respondí con mayor confianza de la que sentía—. No tenemos que derrotarlos, solo debemos resistirlos hasta que se vean obligados a retirarse. Y tengo una idea para eso. Jericó, ¿hay en la ciudad alguna cadena gruesa que sobre?

—He visto alguna por ahí, utilizada por barcos, y para cerrar la boca del puerto. ¿Por qué?

—Quiero colgarla de nuestras torres para dar la bienvenida a los franceses.

Sacudió la cabeza, convencido de que seguía siendo tan tonto como siempre.

—¿Para echarles una mano?

—Sí. Y entonces cargarla con electricidad.

—¡Electricidad!

Se santiguó.

—Se me ocurrió esta idea cuando iba en la barca con Mohamed. Si almacenamos suficientes chispas en una batería de botellas de Leiden, podríamos transferirlas con un alambre a una cadena suspendida. Produciría la misma sacudida que demostré en Jerusalén, pero esta vez los haría caer al foso, donde podríamos matarlos.

Me había vuelto una especie de guerrero sanguinario.

—¿Quieres decir que no podrían agarrarse a la cadena? —preguntó Miriam.

—No más que si estuviese al rojo vivo. Sería como una barrera de fuego. Jericó estaba intrigado.

—¿Podría funcionar?

—Si no funciona, el Carnicero usará esa cadena para colgarnos.