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P

as atrocidades no tienen justificación, pero a veces pueden explicarse. Las tropas de Bonaparte habían estado luchando con desilusión desde su desembarco en Egipto el verano anterior. El calor, la miseria y la enemistad de la población se habían sucedido como descargas. Los franceses habían esperado ser recibidos como salvadores republicanos que traían las luces de la Ilustración. En su lugar los habían resistido, considerado como infieles y ateos, y los restos de los ejércitos mamelucos los habían combatido desde el desierto. Las guarniciones de las aldeas vivían bajo la amenaza constante de envenenamiento o un cuchillo en la oscuridad. La respuesta de Napoleón era seguir avanzando.

Habían encontrado una resistencia inesperadamente feroz en Gaza. Habían dejado en libertad condicional a prisioneros turcos con la promesa de que no volvieran a luchar, pero oficiales provistos de telescopios habían avistado a las mismas unidades guarneciendo ahora las murallas de Jafa. ¡Esto constituía una violación de una regla fundamental de la guerra europea! Pero ni siquiera esto habría podido provocar las matanzas que seguirían. Lo que causó la ola de indignación fue la decisión del comandante otomano Aga Abdalla de responder a las condiciones de rendición ofrecidas por Napoleón asesinando a los dos emisarios franceses y exhibiendo sus cabezas sobre astas.

Era una temeridad por parte de un musulmán orgulloso superado en número en una relación de tres a uno. El ejército francés rugió su protesta, como un león provocado.

Ahora no podía haber clemencia. En unos minutos comenzó el bombardeo. Se oía un ladrido, un silbido cuando una bala de cañón cortaba el aire, y luego una erupción de polvo y cascotes volando al impactar en la mampostería de la ciudad. A cada impacto las tropas vitoreaban, hasta que el bombardeo se prolongó durante horas y se volvió monótono en su constante erosión de las defensas de Jafa. En los flancos este y sur, cada cañón disparaba cada seis minutos. En el sur, donde la artillería apuntaba a través de un barranco de vegetación exuberante que ponía bien a cubierto a las tropas atacantes, los cañones tronaban cada tres minutos y abrían brecha poco a poco. La artillería otomana respondía, pero con material viejo y escasa puntería.

Najac se tomó tiempo para ver cómo se ahogaban sus serpientes y después me encadenó a un naranjo mientras contemplaba el bombardeo y meditaba mis palabras. La batalla era un caos que prefería no perderse, pero supongo que encontró un minuto para informar a Bonaparte de mi balbuceo sobre el Santo Grial. Cayó la noche, se encendieron hogueras en Jafa, pero no me suministraron comida ni agua, tan solo el monótono golpeteo de la artillería. Me dormí oyendo su tamborileo.

El amanecer reveló una gran brecha en el muro meridional de la ciudad. La tarta nupcial de casas blancas estaba horadada con nuevos agujeros negros, y el humo envolvía Jafa. Los franceses apuntaban sus cañones con la precisión de un cirujano, y la brecha fue ensanchándose a un ritmo constante. Pude ver docenas de proyectiles usados amontonados en los escombros al pie de la muralla, como pasas en una masa arrugada. Entonces dos compañías de granaderos, acompañadas por ingenieros de asalto que llevaban explosivos, empezaron a congregarse en el barranco. Más tropas se prepararon detrás.

Najac me desencadenó.

—Bonaparte. Demostrad vuestra utilidad o morid.

Napoleón estaba rodeado por un corro de oficiales, más bajo en estatura y más alto en personalidad, y el que gesticulaba más enérgicamente. Los granaderos desfilaban por el barranco, saludando mientras se dirigían hacia la brecha en la muralla de Jafa. Las balas de cañón otomanas estallaban, agitando el follaje como un oso merodeador. Los soldados hacían caso omiso del impreciso fuego y de su lluvia de hojas cortadas.

—¡Veremos la cabeza de quién termina en un asta! —gritó un sargento mientras pasaban marchando, las bayonetas caladas.

Bonaparte exhibió una sonrisa forzada.

Los oficiales nos ignoraron durante algún tiempo, pero cuando las tropas de avance iniciaron su asalto, Napoleón desvió bruscamente su atención hacia mí, como para ocupar el angustioso rato de espera del éxito o el fracaso. Se oyó un traqueteo de fuego de mosquete cuando los granaderos salieron de la arboleda y cargaron contra la brecha, pero él ni siquiera miró.

—Bien, monsieur Gage, ¿tengo entendido que ahora obráis milagros, sacando agua de las piedras y ahogando serpientes?

—Encontré un viejo conducto.

—Y el Santo Grial, tengo entendido.

Respiré hondo.

—Es lo mismo que andaba buscando en las pirámides, general, y lo mismo que el conde Alessandro Silano y su corrupto Rito Egipcio de francmasones están persiguiendo con el posible perjuicio para todos nosotros. El propio Najac está asociado con canallas que…

—Señor Gage, he soportado vuestras divagaciones durante muchos meses, y no recuerdo que hayan reportado ningún beneficio. Si os acordáis, os ofrecí una asociación, una posibilidad de rehacer el mundo a través de los ideales de nuestras dos revoluciones, la francesa y la americana. En su lugar desertasteis en globo, ¿no es correcto?

—Pero solo porque Silano…

—¿Tenéis ese Grial o no?

—No.

—¿Sabéis dónde está?

—No, pero lo estábamos buscando cuando Najac…

—¿Sabéis por lo menos qué es?

—No exactamente, pero…

Se volvió hacia Najac.

—Es evidente que no sabe nada. ¿Por qué lo sacasteis?

—¡Pero dijo que sí, en el pozo!

—¿Quién no diría cualquier cosa, con vuestras malditas serpientes chasqueando junto a su cabeza? ¡Basta de disparates! Quiero dar a este hombre un castigo ejemplar: ¡no solo es inútil, sino también aburrido! Se le hará desfilar delante de la infantería y será fusilado como el renegado que es. Estoy harto de masones, hechiceros, serpientes, dioses mohosos y cualquier otra clase de leyenda imbécil que he oído desde el comienzo de esta expedición. ¡Soy miembro del Instituto! ¡Francia es la encarnación de la ciencia! ¡El único «Grial» es la potencia de fuego!

Y dicho esto, una bala arrancó el sombrero del general y fue a alojarse en el pecho de un coronel que estaba detrás, quien murió en el acto.

El general pegó un brinco, mirando conmocionado cómo el oficial se derrumbaba.

Mon Dieu! —Najac se persignó, lo que me pareció el colmo de la hipocresía, puesto que su compasión tenía tanto valor como un dólar continental—. ¡Es una señal! ¡No deberíais haber hablado así!

Napoleón palideció momentáneamente, pero recobró la calma. Frunció el ceño al enemigo que pululaba en lo alto de las murallas, miró al coronel postrado en el suelo y seguidamente recogió su sombrero.

—Ha sido Lambeau quien ha recibido la bala, no yo.

—¡Pero el poder del Grial…!

—Es la segunda vez que mi estatura me salva la vida. Si fuese tan alto como nuestro general Kléber, ya estaría muerto dos veces. He aquí vuestro milagro, Najac.

Mi captor miraba paralizado el agujero en el sombrero del general.

—Quizás es una señal de que todavía podemos ayudarnos unos a otros —intenté.

—Y quiero al americano amordazado además de atado. Una palabra más, y tendré que fusilarlo yo mismo.

Y dicho esto se alejó con paso airado, sin que mi situación hubiese mejorado ni un ápice.

—¡Muy bien, tienen un punto de apoyo! ¡Lannes, disparad un cañón de tres contra esa brecha!

Me perdí la mayor parte de lo que sucedió a continuación y estoy agradecido por ello. Las tropas otomanas combatieron ferozmente, hasta el punto de que un capitán de ingenieros llamado Ayme tuvo que abrirse paso a través de los sótanos de Jafa para sorprender al enemigo por detrás con la bayoneta. Después de esto, soldados franceses irritados empezaron a desplegarse en abanico por las callejuelas de Jafa.

Entretanto, en la parte septentrional de la ciudad, el general Bon había convertido su ataque de diversión en un asalto con todas las de la ley que forzó la entrada desde esa dirección. Viendo el enjambre de tropas francesas, la moral de los defensores se hundió y los reclutas otomanos empezaron a rendirse. Sin embargo, la furia francesa por la estúpida decapitación de los emisarios no se había aplacado, y primero la matanza y el saqueo fueron desenfrenados, para tornarse después en un frenesí colectivo. Los prisioneros eran acribillados y pasados por la bayoneta. Las casas eran desvalijadas. Cuando la sangrienta tarde daba paso a la noche encubridora, soldados eufóricos andaban tambaleándose por las calles cargados con su botín. Disparaban mosquetes contra las ventanas y blandían sables bañados en sangre. Los saqueadores ni siquiera se detenían a auxiliar a sus propios heridos. Los oficiales que trataban de poner fin a la matanza recibían amenazas y empujones. A las mujeres les arrancaban el velo del rostro, y a continuación la ropa. Cualquier marido o hermano que intentara defenderlas era abatido a balazos y las mujeres eran violadas en presencia de los cuerpos. No se respetó ninguna mezquita, iglesia ni sinagoga, y musulmanes, cristianos y judíos perecieron en el fuego. Los niños yacían gritando sobre los cadáveres de sus padres. Las hijas suplicaban clemencia mientras las violaban sobre sus madres moribundas. Los prisioneros eran arrojados desde lo alto de las murallas. Las llamas atrapaban a los ancianos, los enfermos y los locos en las habitaciones donde se escondían. La sangre corría por los desagües como el agua de lluvia. En una noche monstruosa, se descargó el miedo y la frustración de casi un año de amarga campaña sobre una sola ciudad indefensa. Un ejército de lo racional, procedente de la capital de la razón, había enloquecido.

Bonaparte sabía que no debía intentar detener aquella descarga; la misma anarquía había reinado en un millar de saqueos anteriores, desde Troya hasta los pillajes cruzados de Constantinopla y Jerusalén. «Uno no debe olvidar nunca que carece del poder de impedir», comentó. Al amanecer la emoción de los hombres se había agotado y los exhaustos soldados se tendieron como sus víctimas, estupefactos por lo que habían hecho, pero también saciados, como sátiros después de una perversión. Un odio hambriento y demoníaco había quedado satisfecho.

Como consecuencia, Bonaparte se quedó con más de tres mil prisioneros otomanos huraños, hambrientos y aterrados.

Napoleón no se arredraba a la hora de tomar decisiones difíciles. Pese a su admiración por los poetas y artistas, en el fondo era un artillero y un ingeniero. Estaba invadiendo Siria y Palestina, un territorio de dos millones y medio de habitantes, con trece mil soldados franceses y dos mil auxiliares egipcios. Al mismo tiempo que caía Jafa, algunos de sus hombres evidenciaban síntomas de peste. Su fantástico objetivo era marchar sobre la India como Alejandro antes que él, encabezando un ejército de orientales reclutados y esculpiendo un imperio en Oriente. Pero Horatio Nelson había destruido su flota y lo había aislado de sus refuerzos, Sidney Smith estaba ayudando a organizar la defensa de Acre y Bonaparte necesitaba forzar al Carnicero con amenazas para que capitulara. No se atrevía a liberar a sus prisioneros, y no podía alimentarlos ni protegerlos.

De modo que decidió ejecutarlos.

Era una decisión monstruosa en una carrera controvertida, y todavía más por el hecho de que yo era uno de los prisioneros que había decidido ejecutar. Ni siquiera iba a tener la dignidad y la fama de desfilar delante de los regimientos formados como un espía notable; en su lugar fui arrojado por Najac a la masa de marroquíes, sudaneses y albanos como si fuese un recluta otomano más. Aquellos desgraciados aún no estaban seguros de lo que estaba ocurriendo, ya que se habían rendido suponiendo que se les respetaría la vida. ¿Los embarcaría Bonaparte en navíos rumbo a Constantinopla? ¿Los enviaría a Egipto como esclavos? ¿Los dejaría simplemente acampados fuera de los muros humeantes de la ciudad hasta que los franceses se marcharan? Pero no, no era nada de eso, y las adustas filas de granaderos y fusileros, con los mosquetes en descanso de formación, no tardaron en suscitar rumores y pánico. La caballería francesa estaba apostada en todos los confines de la playa para impedir la huida. Delante de los naranjales se hallaba la infantería, y a nuestra espalda estaba el mar.

—¡Van a matarnos! —se puso a gritar alguien.

—Alá nos protegerá —prometieron otros.

—¿Igual que ha protegido Jafa?

—Escuchad, todavía no he dado con el Grial —susurré a Najac—, pero existe, es un libro, y si me matáis, no lo encontraréis nunca. No es demasiado tarde para asociarnos…

Apretó la punta de su sable contra mi espalda.

—¡Lo que os disponéis a hacer es un crimen! —siseé—. ¡El mundo no lo olvidará!

—Tonterías. En la guerra no hay crímenes.

Describí la escena que siguió al principio de esta historia. Una de las particularidades de prepararse para ser ejecutado es cómo se agudizan los sentidos. Podía sentir la textura de las capas de aire como si tuviese alas de mariposa; podía percibir los olores del mar, la sangre y las naranjas; podía notar cada grano de arena bajo mis pies descalzos y oír cada chasquido y crujido de las armas preparándose, los arneses tirados por caballos impacientes, el zumbido de los insectos, los gritos de los pájaros. ¡Qué poco dispuesto estaba a morir! Los hombres suplicaban y sollozaban en una docena de lenguas. Los rezos eran un murmullo.

—Por lo menos ahogué a vuestras malditas serpientes —observé.

—Sentiréis la bala entrando en vuestro cuerpo como yo —respondió Najac—. Después otra, y otra. Espero que tardéis en desangraros, porque el plomo duele mucho. Aplasta y desgarra. Yo hubiese preferido las serpientes, pero esto es casi igual de bueno.

Se alejó mientras apuntaban los mosquetes.

—¡Fuego!

Se produjo un estruendo, y la fila de prisioneros se tambaleó. Las balas acertaron el blanco y levantaron carne y gotitas por el aire. Entonces ¿qué me salvó? Mi gigante negro, con los brazos levantados en actitud suplicante, echó a correr detrás de Najac como si el villano pudiera suspender la ejecución, con lo que se interpuso entre mí y los mosquetes justo cuando tuvo lugar la descarga. Las balas lo lanzaron hacia atrás, pero formó un escudo momentáneo. Una fila de prisioneros se desplomó, gritando, y me salpicó tanta sangre que al principio temí que parte de ella fuese mía. De los que todavía nos teníamos en pie, algunos se hincaron de rodillas y otros arremetieron contra las filas de los franceses. Pero la mayoría, entre ellos yo, huimos instintivamente hacia el mar.

—¡Fuego!

Otra fila disparó y los prisioneros giraron, cayeron, tropezaron. Uno que estaba a mi lado tosió sangre; otro perdió la coronilla en una rociada de bruma roja. El agua levantó cortinas cegadoras cuando cientos de nosotros entramos corriendo en ella, tratando de escapar de una pesadilla demasiado horrible para parecer real. Algunos daban traspiés, arrastrándose y chillando en los bajíos. Otros se agarraban piernas y brazos heridos. Las súplicas a Alá se elevaban desesperadamente.

—¡Fuego!

Cuando las balas silbaron por encima de mi cabeza, me zambullí y braceé, reparando al mismo tiempo en que la mayoría de los turcos que me rodeaban no sabían nadar. Estaban paralizados, con el agua a la altura del pecho. Recorrí varios metros y miré atrás. El ritmo de los disparos había disminuido mientras los soldados arremetían con bayonetas. Los heridos y los paralizados por el miedo estaban siendo acuchillados como cerdos. Otros soldados franceses cargaban tranquilamente y apuntaban a los que nos habíamos alejado por el agua, gritándose y señalando los blancos. Las descargas se habían disuelto en un torbellino general de disparos.

Hombres que se ahogaban se aferraron a mí. Los aparté de un empujón y seguí adelante.

A unos cincuenta metros de la costa había un arrecife plano. Las olas barrían su parte superior, dejando bajíos de treinta o sesenta centímetros de profundidad. Muchos de nosotros alcanzamos esta meseta dentada, nos aupamos a ella y avanzamos tambaleándonos hacia el azul más intenso del lado del mar. Cuando lo hicimos nos dispararon; algunos hombres se agitaron, giraron y cayeron en una espuma que se volvía de color rosa. Tras de mí el mar estaba sembrado de cabezas y espaldas oscilantes de los otomanos acribillados o ahogados, al mismo tiempo que los franceses se adentraban en el agua esgrimiendo sables y hachas.

¡Aquello era una locura! Yo seguía tan milagrosamente ileso como Napoleón, que observaba la escena desde las dunas. El arrecife terminó y me zambullí en aguas más profundas loco de desesperación. ¿Adónde iría? Me dejé llevar, braceando débilmente, junto al borde exterior del arrecife, viendo cómo los hombres se acurrucaban hasta que las balas terminaban por encontrarlos. ¿Era ese Najac, corriendo sobre la arena de un lado a otro, buscando furiosamente mi cadáver? Había un afloramiento de arrecife más alto que se levantaba sobre las olas más cerca de Jafa. ¿Podría encontrar algún escondrijo?

Vi que Bonaparte había desaparecido, sin molestarse a observar la matanza hasta el final.

Llegué a la roca a la que se aferraban varios hombres, tan expuestos como moscas sobre papel. Los franceses salían en pequeños botes para acabar con los supervivientes.

No sabiendo qué otra cosa hacer, sumergí la cabeza bajo el agua y abrí los ojos. Vi las piernas inquietas de los prisioneros que se aferraban a nuestro refugio, y las tonalidades apagadas de azul a medida que la roca se perdía en las profundidades. Y allí, una cavidad, semejante a una pequeña gruta submarina. Cuando menos parecía maravillosamente apartada del horrible clamor de la superficie. Bajé, entré y palpé con el brazo. La roca era puntiaguda y viscosa. Y entonces, al estirar el brazo, mi mano se agitó en aire libre. Me impulsé hacia delante y salí a la superficie.

¡Podía respirar! Estaba dentro de una bolsa de aire en una cueva submarina, y la única iluminación era un rayo de luz procedente de una estrecha grieta en lo alto. Podía volver a oír los gritos y los disparos, pero llegaban amortiguados. No me atreví a gritar mi descubrimiento, por miedo a que los franceses me encontrasen. De todas maneras solo había espacio para uno. Así que esperé, temblando, mientras los cascos de madera encallaban contra las rocas, sonaban gritos y los últimos prisioneros lloriqueantes eran atravesados por espadas o bayonetas. Los soldados eran metódicos; no querían testigos.

—¡Allí! ¡Coged a ese!

—Mirad cómo se retuerce este gusano.

—¡Ahí hay otro al que eliminar!

Finalmente se hizo el silencio.

Yo era el único superviviente.

Así existí, temblando por el creciente frío, mientras los juramentos y las súplicas se desvanecían. En el Mediterráneo apenas hay marea, por lo que no corría demasiado peligro de ahogarme. Era por la mañana cuando nos condujeron a la playa, y ya anochecía para cuando me atreví a salir, con la piel tan ajada como la de un cadáver por el prolongado remojo. Tenía la ropa hecha jirones y me castañeteaban los dientes.

¿Y ahora qué?

Anduve por el agua aturdido, balanceándome hacia el mar. Un par de cuerpos flotaban a mi lado. Pude ver que Jafa seguía ardiendo, una pila de carbón recortada contra el cielo. Atisbé el resplandor de las hogueras del campamento francés y oí algún que otro disparo, o gritos, o risas amargas.

Cerca de mí flotaba algo oscuro que no era un cadáver y me agarré a un barril de pólvora vacío, arrojado por uno u otro bando durante la batalla. Las horas se sucedieron, las estrellas giraron por encima de mi cabeza y Jafa se oscureció. Mis fuerzas se disolvían con el frío.

Y entonces, en los primeros albores del alba, casi veinticuatro horas después del comienzo de las ejecuciones, avisté una embarcación. Era una pequeña gabarra árabe como la que me había llevado desde el navío de guerra Dangerous hasta Jafa. Grité con voz ronca y agité los brazos, tosiendo, y la nave se acercó. Unos ojos abiertos como platos me miraron sobre la borda como un animal al acecho.

—Auxilio. —Fue poco más que un murmullo.

Unos brazos fuertes me asieron y me izaron a bordo. Me quedé tendido en el fondo, inerte como una medusa, exhausto, parpadeando bajo el cielo gris y no muy seguro de si estaba vivo o muerto.

¿Effendi?

Me sobresalté. Conocía esa voz.

—¿Mohamed?

—¿Qué haces en medio del mar, cuando te dejé en Jerusalén?

—¿Desde cuándo eres marinero?

—Cuando cayó la ciudad, robé este barco y salí remando del puerto. Por desgracia, no tengo la menor idea de cómo gobernarlo. Me he dejado arrastrar por la corriente.

Me incorporé con mucho esfuerzo. Vi con alivio que estábamos bastante alejados de la costa, fuera del alcance de cualquier francés. La gabarra tenía un mástil y una vela latina, y yo había gobernado embarcaciones no muy distintas a esta en el Nilo.

—Eres un pan sobre las aguas —dije con un hilo de voz—. Yo sé gobernar. Podemos ir en busca de un barco amigo.

—Pero ¿qué ocurre en Jafa?

—Todos están muertos.

Pareció afligido. Sin duda tenía amigos o parientes que habían quedado atrapados por el asedio.

—No todos, claro. —Pero había sido más sincero la primera vez.

En los años venideros los historiadores se esforzarán por ofrecer la justificación estratégica de las invasiones de Egipto y Siria por parte de Napoleón, de la matanza en Jafa y las marchas sin un objetivo claro. La tarea de los eruditos es en vano. La guerra no tiene nada que ver con la razón y todo con la emoción. Si tiene lógica, es la lógica loca del infierno. Todos tenemos alguna maldad: honda en la mayoría, satisfecha por unos pocos, universalmente liberada por la guerra. Los hombres renuncian a cualquier cosa por esa liberación, destapando una caldera que apenas saben que está hirviendo, y entonces se obsesionan para siempre. Los franceses —a pesar de todo su revoltijo de ideales republicanos, alianzas con pachas remotos, estudios científicos y sueños de reforma— alcanzaron por encima de todo una espantosa catarsis, seguida por la certeza de que lo que habían liberado acabaría por consumirlos a ellos también. La guerra es gloria emponzoñada.

—Pero ¿conoces algún navío amigo? —preguntó Mohamed.

—Los británicos, tal vez, y tengo noticias que debo llevarles. —«Y también algunas cuentas pendientes», pensé—. ¿Tienes agua?

—Y pan. Y dátiles.

—Entonces somos compañeros de tripulación, Mohamed.

Sonrió.

—Los caminos de Alá son inescrutables, ¿verdad? ¿Encontraste lo que buscabas en Jerusalén?

—No.

—Más adelante, supongo. —Me dio agua y comida, tan reconstituyentes como un hormigueo de electricidad—. Estás llamado a encontrarlo, o no habrías sobrevivido.

¡Qué reconfortante debía de resultar tener tanta fe!

—O no debería haber buscado, y he sido castigado por ver demasiado. —Aparté la mirada del triste resplandor en la costa—. Bien, ayúdame a aparejar esa vela. Pondremos rumbo a Acre y los navíos ingleses.

—¡Sí, otra vez soy tu guía, effendi, en mi barca nueva y fuerte! ¡Te llevaré con los ingleses!

Me recosté sobre una bancada.

—Gracias por rescatarme, amigo.

Mohamed asintió.

—¡Y por esto solo te cobraré diez chelines!