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P

upe que estaba en el infierno cuando Najac insistió en mostrarme su herida de bala. Era yo quien se la había producido el año anterior, roja y llena de costras, en un torso que no podía haber visto jabón o una manopla en un mes. El pequeño cráter estaba unos pocos centímetros debajo de la tetilla izquierda y hacia el costado izquierdo, confirmando que mi puntería se había desviado escasos grados. Ahora sabía que también apestaba.

—Me rompió una costilla —dijo—. Imaginad mi placer cuando me enteré después de mi convalecencia de que podíais estar vivo y podría ayudar a mi amo a seguiros la pista. Primero fuisteis lo bastante estúpido como para hacer pesquisas en Egipto. Luego, cuando llegamos aquí, capturamos a un viejo chocho que confesó haber conocido a un franco que llevaba unos ángeles de oro de Satán, después de haberlo desollado vivo lo suficiente. Fue entonces cuando supe que debíais de andar cerca. La venganza es más dulce cuanto más se demora, ¿no os parece?

—Os lo haré saber cuando por fin os mate.

Se rio de mi bromita, se irguió y me dio una patada en el costado de la cabeza con tal fuerza que la noche se disolvió en fragmentos brillantes de luz. Fui a caer junto a las llamas atado de pies y manos, y fueron el fuego que prendió en mi ropa y el dolor que sentí lo que finalmente hicieron que me moviera. Esto divirtió mucho a mis captores, pero siempre me gustó ser el centro de atención. Después las quemaduras me dieron fiebre. Fue la noche siguiente a nuestra partida de Jerusalén, y miedo y dolor eran las únicas cosas que me mantenían consciente. Estaba exhausto, dolorido y espantosamente solo. El grupo de esbirros de Najac había aumentado por alguna razón a diez, la mitad de ellos franceses y los demás beduinos desaliñados que parecían la mugre de Arabia, feos como sapos. Faltaba, junto con la mitad de los dientes de aquella dotación, el francés al que había acuchillado en la refriega por Miriam. Confiaba en haberlo liquidado, una señal de que iba mejorando en la aniquilación de mis enemigos. Pero quizá también él estaba convaleciente, soñando con el día en que podría capturarme y darme patadas a su vez.

El humor de Najac no mejoró con el descubrimiento de que yo no llevaba nada valioso aparte de mi rifle y mi tomahawk, de los cuales, siendo un ladrón, se apropió. Había confiado los querubines a Miriam, y en medio de todo el alboroto no me había dado cuenta de que alguien —Big Ned o Little Tom, supuse— me había despojado también de la bolsa. Mi insistencia en que no había encontrado nada bajo tierra, que Jerusalén era tan frustrante como Egipto, no sentó nada bien.

¿Qué estaba haciendo si no había nada que encontrar allí abajo?

«Viendo la piedra angular del mundo por su otra cara», contesté.

Me golpearon, pero no se atrevieron a matarme. Las galerías bajo el Monte del Templo estaban tan agitadas como un hormiguero, y los musulmanes seguramente estaban dándole vueltas a qué habíamos estado buscando. El follón eliminaba cualquier posibilidad de que aquella banda franco-árabe volviera atrás, de modo que yo era la única pista que tenían.

—Si Bonaparte y el amo no os quisieran vivo, os asaría ahora mismo —gruñó Najac.

Dejó que los árabes se divirtieran usando sus dagas para lanzarme ascuas a los brazos y las piernas, pero poco más. Ya habría tiempo suficiente después para hacerme gritar.

De modo que finalmente me sumergí en una agotada negrura hasta que me despertaron con mucho esfuerzo a la mañana siguiente para desayunar puré de garbanzos y agua. Entonces seguimos una pista desde las colinas de Jerusalén hasta la llanura costera, con el horizonte marcado por columnas de humo.

El ejército francés estaba en plena actividad.

Pese a mi cautiverio, experimenté una curiosa sensación de vuelta al hogar cuando llegamos al campamento de Napoleón. Había marchado con el ejército de Bonaparte y me había tropezado con la división de Desaix en Dendara. Ahora, armando tiendas blancas frente a las murallas de Jafa, volvía a haber hombres con uniformes europeos. Olí comida que me resultaba conocida, y una vez más oí la elegancia cantarina de la lengua francesa. Mientras avanzábamos por entre las filas, los hombres observaron con curiosidad a la banda de Najac y algunos me señalaron al reconocerme con sorpresa. No mucho tiempo atrás había sido uno de sus sabios. Ahora volvía a estar allí, en calidad de desertor y prisionero.

La propia Jafa me resultaba familiar, pero vista en esta ocasión desde la posición ventajosa del sitiador. Lonas y alfombras colgadas habían desaparecido, y sus defensas mostraban los mordiscos recientes de las balas de cañón. Análogamente, muchos de los naranjos que resguardaban al ejército de Napoleón presentaban madera desnuda allí donde el fuego otomano había destrozado sus copas. Se arrojaba tierra y arena para los trabajos de asedio, y largas filas de caballos franceses se agitaban nerviosos allí donde estaban estacados a la sombra, gañendo y piafando mientras los cañones disparaban. Sus colas espantaban a las moscas como metrónomos, y su estiércol emanaba ese conocido olor dulzón.

Najac entró en el amplio pabellón de lona de Napoleón mientras yo permanecía descubierto bajo el sol mediterráneo, sediento, mareado y sintiéndome fatalista. En una ocasión me había precipitado desde un risco sobre el río St. Lawrence, girando sin parar, y experimentaba la misma vaga sensación de remordimiento atenazador que aquella vez, cuando reboté en un arbusto, salté sobre las rocas y me zambullí en el río.

Y ahí se acercaba, acaso, mi arbusto salvador.

—¡Gaspard! —llamé.

Era Monge, el famoso matemático francés, el hombre que había contribuido a resolver parte del rompecabezas de la Gran Pirámide. Había sido confidente de Napoleón desde los triunfos del general en Italia y mentor mío como de un sobrino rebelde. Ahora acompañaba al ejército a Palestina.

—¿Gage? —Monge me miró con los ojos entrecerrados al acercarse, su traje civil cada vez más deteriorado, la chaqueta raída y el rostro ensombrecido por una incipiente barba. Aquel hombre contaba cincuenta y dos años y parecía cansado—. ¿Qué hacéis aquí? ¡Creía haberos dicho que regresarais a América!

—Lo intenté. Escuchad. ¿Habéis sabido algo acerca de Astiza?

—¿La mujer? Pero si se fue con vos.

—Sí, pero nos separamos.

—Cogió un globo, los dos lo hicisteis…, eso me dijo Conté. ¡Ah, cómo lo enfureció aquella broma! Os alejasteis flotando, cómo os envidiamos los demás…, ¿y ahora habéis vuelto a este manicomio? Dios mío, sabía que no erais un verdadero sabio, pero parecéis carecer de todo sentido común.

—Sobre este punto podemos estar de acuerdo, doctor Monge.

No solo no sabía nada del destino de Astiza, sino que además era obvio que desconocía nuestra entrada en la pirámide, por lo que decidí precipitadamente que era mejor no decírselo. Si los franceses llegaban a descubrir que había cosas de valor allí abajo, volarían el edificio. Era mejor dejar que el faraón descansara en paz.

—Astiza cayó al Nilo y posteriormente el globo amerizó en el Mediterráneo —expliqué—. ¿Está Nicolás también aquí?

Me inquietaba un poco enfrentarme a Conté, el aeronauta de la expedición, después de haberle robado su globo de observación.

—Afortunadamente para vos ha vuelto al sur, para organizar el embarque de nuestra artillería de asedio. Se le ocurrió la brillante idea de construir carros con múltiples ruedas a fin de transportar los cañones a través del desierto, pero Bonaparte no tiene tiempo para nuevos inventos. Nos arriesgamos a traer el material por mar. —Se detuvo, dándose cuenta de que estaba revelando secretos—. Pero ¿qué hacéis aquí, con las manos atadas? —Parecía perplejo—. Estáis sucio, con quemaduras, sin amigos… Dios mío, ¿qué os ha pasado?

—Es un espía inglés —anunció Najac, saliendo de la tienda—. Y también vos, científico, os exponéis a ser sospechoso por el mero hecho de hablar con él.

—¿Un espía inglés? No seáis ridículo. Gage es un diletante, un parásito, un aficionado, un vagabundo. Nadie lo tomaría en serio como espía.

—¿No? Nuestro general, sí.

Y dicho esto apareció el mismísimo Napoleón, con la puerta de la tienda ondeando pomposamente como animada por su electricidad. Al igual que todos nosotros, estaba más moreno que cuando zarpamos de Tolón hacía casi un año, y si bien tenía solo veintinueve años, el éxito y la responsabilidad habían conferido una nueva dureza a su rostro. Josefina era una adúltera; la respuesta a sus planes para reformar Egipto sobre las líneas republicanas francesas había sido su condena como infiel, y había tenido que sofocar una sangrienta sublevación en El Cairo. Su idealismo estaba sitiado, en su romanticismo se había abierto una brecha. Ahora sus ojos grises eran glaciales; su pelo oscuro, greñudo; su semblante, más aguileño; sus andares, más impacientes. Se me acercó y se detuvo. Con su metro sesenta y siete era más bajo que yo, pero estaba henchido de poder. No pude evitar estremecerme.

—Vaya. ¡Sois vos! Os daba por muerto.

—¡Se pasó a los británicos, mon général! —dijo Najac.

Aquel hombre era como un acusica de escuela, y yo comenzaba a desear haberle disparado en la lengua.

Bonaparte se inclinó hacia mí.

—¿Es eso cierto, Gage? ¿Desertasteis de mi ejército para pasaros al enemigo? ¿Rechazasteis el republicanismo, el racionalismo y la reforma a cambio del monarquismo, los reaccionarios y el turco?

—Las circunstancias nos separaron, general. Simplemente he estado tratando de averiguar la suerte de la mujer que adquirí en Egipto. Ya recordáis a Astiza.

—La mujer que dispara a la gente. Mi experiencia es que el amor es más perjudicial que beneficioso, Gage. ¿Y esperabais encontrarla en Jerusalén, dónde Najac os capturó?

—Como sabio, intentaba realizar ciertas indagaciones históricas…

—¡No! —estalló—. ¡Si hay algo que he aprendido, es que no sois ningún sabio! ¡No me hagáis perder más tiempo con malditos disparates! ¡Sois un renegado, un embustero y un hipócrita que combatió en compañía de marineros ingleses! Probablemente sois un espía, como ha dicho Najac. Si no fuerais tan tonto, como también señala Monge.

—Señor, Najac trató de robarme el medallón en Francia, cuando ya me había comprometido con vuestra expedición. ¡Él es el traidor!

—Él fue quien me disparó —dijo Najac.

—Es un secuaz del conde Alessandro Silano y un partidario del herético Rito Egipcio, enemigo de todos los francmasones auténticos. ¡Estoy seguro de ello!

—¡Silencio! —me interrumpió Bonaparte—. Conozco bien vuestra aversión al conde Silano, Gage. Sé también que él ha demostrado una lealtad y perseverancia admirables a pesar de su caída en las pirámides.

«De manera que Silano está vivo», pensé. Las noticias iban velozmente de mal en peor. ¿Había fingido el conde que se había caído de las pirámides y no del globo? ¿Y por qué nadie decía nada acerca de Astiza?

—Si hubieseis tenido la lealtad de Silano, ahora no os habríais condenado —continuó Bonaparte—. ¡Por todos los santos, Gage, fuisteis acusado de asesinato, os di todas las oportunidades y sin embargo cambiáis de bando como un péndulo!

—Cuestión de carácter, mon general —dijo Najac con suficiencia.

Ardía en deseos de estrangularlo.

—En realidad estuvisteis buscando un tesoro, ¿no? —inquirió Napoleón—. Todo consiste en eso. Mercantilismo y codicia americanos.

—Conocimiento —corregí, con cierta apariencia de verdad.

—¿Y qué conocimiento habéis encontrado? Hablad sinceramente, si apreciáis vuestra vida.

—Nada, general, como podéis ver por mi condición. Esa es la verdad. No digo más que la verdad. Soy solo un investigador americano, atrapado en una guerra que no es de mi…

—Napoleón, este hombre es evidentemente más tonto que traidor —interrumpió el matemático Monge—. Su pecado es la incompetencia, no la traición. Miradlo. ¿Qué sabe él?

Traté de sonreír estúpidamente —cosa nada fácil para un hombre de mi sentido común—, pero pensé que la valoración del matemático suponía una mejora con respecto a la de Najac.

—Puedo deciros que la situación política de Jerusalén es muy confusa —ofrecí—. No está claro dónde reside realmente la lealtad de los cristianos, de los judíos y de los drusos…

—¡Basta! —Bonaparte nos miró a todos con acritud—. Gage, no sé si ordenar que os maten o dejar que os arriesguéis con el turco. Debería mandaros al interior de Jafa para esperar a mis tropas allí. Mis soldados no son hombres pacientes, no después de la resistencia en El-Arish y Gaza. O tal vez debería enviaros a Djezzar, con una nota diciendo que sois un espía mío.

Tragué saliva.

—Quizá podría ayudar al doctor Monge…

Entonces se oyó el sonido de disparos, cuernos y vítores. Todos miramos hacia la ciudad. En el flanco sur, una columna de infantería otomana se desparramaba fuera de Jafa mientras los cañones turcos tronaban. Enarbolando sus banderas, los hombres bajaban la colina hacia un emplazamiento de artillería francés a medio terminar.

Empezaron a sonar cornetas francesas a modo de respuesta.

—Maldita sea —murmuró Napoleón—. ¡Najac!

Oui, mon general!

—Tengo que ocuparme de una salida. ¿Podéis averiguar lo que realmente sabe?

El hombre sonrió.

—Oh, sí.

—Informadme luego. Si de verdad no sirve para nada, lo haré fusilar.

—General, dejad que hable con él… —volvió a intentar Monge.

—Si volvéis a hablar con él, doctor Monge, solo será para oír sus últimas palabras.

Y entonces Bonaparte corrió hacia el ruido de los cañones, llamando a sus edecanes.

No soy un cobarde, pero hay algo en ser colgado cabeza abajo sobre un pozo de arena en las dunas mediterráneas por una banda de asesinos franco-árabes que te abuchean que me hizo querer decirles todo aquello que desearan oír. ¡Solo para impedir que la maldita sangre se agolpara en mi cabeza! Los franceses habían repelido la salida otomana, pero no antes de que los valerosos turcos arrasaran la batería y mataran al número suficiente de franceses para obligar al ejército a sostener el fuego. Cuando se les dijo que yo era un espía inglés, varios soldados se ofrecieron entusiásticamente para ayudar a la banda de Najac a cavar el pozo y construir el patíbulo de troncos de palmera del que me colgaron. Oficialmente, la idea era sonsacarme cualquier secreto que aún no hubiese compartido. Extraoficialmente, mi tortura era una recompensa para la colección particular de Najac de sádicos, pervertidos, chiflados y ladrones que existían para hacer el trabajo sucio de la invasión.

Ya había dicho la verdad una decena de veces. «¡Allí abajo no hay nada!». Y «¡Fracasé!». Y «¡Ni siquiera sabía exactamente qué andaba buscando!».

Pero la verdad no es el verdadero propósito de la tortura, habida cuenta que la víctima dirá lo que sea para detener el dolor. La tortura consiste en el torturador.

Así pues, me ataron los tobillos y me colgaron cabeza abajo de la viga transversal sobre el pozo de arena, con los brazos libres para bracear. Cavaron un foso de más de tres metros de profundidad antes de encontrar algo duro y declararon que ya era suficiente para mi tumba. Entonces uno de los beduinos se acercó con un cesto de mimbre y vació su contenido. Media docena de serpientes cayeron al fondo del pozo y se retorcieron indignadas, silbando.

—Una forma interesante de morir, ¿no? —preguntó Najac retóricamente.

—Apofis —contesté, mi voz enronquecida por el hecho de hallarse donde deberían estar mis pies.

—¿Qué?

—¡Apofis! —repetí más alto.

Fingió no entender, pero los árabes sí comprendieron. Retrocedieron al oír ese nombre, puesto que era el apodo del antiguo dios serpiente egipcio venerado por el asesino renegado Ahmed bin Sadr. Sí, me había topado con la misma cuadrilla escamosa, y se crisparon ante mi conocimiento como si les arrancaran la piel. Sembró la duda en sus mentes. ¿Cuánto sabía en realidad yo, el misterioso electricista de Jerusalén? Najac, no obstante, fingió desconocer aquel nombre.

—Una mordedura de serpiente es horriblemente dolorosa y angustiosamente lenta. Os mataremos más rápido, monsieur Gage, si nos decís qué buscáis y qué encontrasteis en realidad.

—He recibido ofertas más agradables. Iros al infierno.

—Vos primero, monsieur. —Se dirigió a los hombres que sostenían mis cuerdas—. ¡Bajadlo!

La cuerda empezó a desenrollarse a sacudidas. Mi cabeza vuelta del revés descendió a la altura del suelo, con el cuerpo oscilando sobre el pozo, y lo único que podía ver era una hilera de botas y sandalias, cuyos dueños abucheaban. Soltaron más cuerda. Eché la cabeza hacia atrás y doblé la espalda para mirar directamente hacia abajo. Sí, las serpientes estaban allí, reptando, como es propio de ellas. Me recordó la traicionera muerte del pobre Taima, y todas las atroces fechorías que Silano y su chusma habían cometido para llegar hasta el libro.

—¡Os maldeciré con el nombre de Tot! —grité.

La cuerda volvió a detenerse, y tuvo lugar una discusión en árabe. No podía seguir el furioso torrente de palabras, pero oí fragmentos como «Apofis», «Silano», «hechicero» y «electricidad». ¡Me había ganado una reputación! Estaban nerviosos.

La voz de Najac se elevó sobre las de sus secuaces, irritada e insistente. La cuerda descendió otros treinta centímetros y volvió a pararse en medio de discusiones. De repente sonó la detonación de una pistola, noté una sacudida mientras caía sesenta centímetros más, y una nueva parada. Ahora todo mi cuerpo estaba dentro del pozo, con las serpientes un metro y veinte centímetros más abajo.

Levanté la vista. Un beduino que había discutido demasiado rato con Najac yacía muerto, con un pie calzado con sandalia sobre el borde del pozo.

—¡El siguiente que discuta conmigo compartirá la tumba con el americano! —advirtió Najac. El grupo había enmudecido—. Sí, ¿estáis de acuerdo conmigo ahora? ¡Bajadlo! ¡Despacio, para que pueda suplicar!

Oh, desde luego que supliqué, supliqué como un poseso. No soy arrogante cuando se trata de evitar una mordedura de serpiente. Pero no sirvió de nada, salvo para hacer que mi descenso fuese gradual para proporcionar diversión. Debían de considerarme nacido para la escena. Grité todo lo que creía que deseaban oír, suplicando, debatiéndome y sudando, con los ojos escocidos por la transpiración. Luego, cuando mis abyectos lamentos empezaron a aburrir, alguien me empujó para balancearme adelante y atrás. Daba vértigo. Un rato más y perdería el conocimiento. Vi una serpiente tras otra enroscándose excitadas, pero entonces reparé en algo más.

—¡Aquí abajo hay una pala!

—Para llenar vuestra tumba una vez que os hayan mordido, monsieur Gage —dijo Najac—. ¿O sería más fácil explicar qué visteis debajo del Monte del Templo?

—¡Ya os lo he dicho, nada!

Arriaron la cuerda treinta centímetros más. Esto es lo que consigues diciendo la verdad.

Las malditas serpientes silbaban. Era injusto lo enojados que estaban aquellos reptiles, pues no era yo quien los había metido allí abajo.

—Bueno, quizás algo —enmendé.

—No soy un hombre paciente, monsieur Gage.

La cuerda volvió a bajar.

—¡Esperad, esperad! —Empezaba a dejarme llevar por un verdadero pánico—. ¡Izadme y os lo diré!

¡Pensaría en algo! Un par de serpientes oscilaban hacia arriba, disponiéndose a acometer mi cabeza.

El sol había subido, su luz deslizándose a través de mi tumba. Volví a ver la pala, con serpientes enroscándose sobre ella, y la roca raspada en la que los cavadores del hoyo se habían detenido. Excepto que ahora no creía que fuese una roca porque tenía el color rojo arcilloso de una vasija o una teja. Observé también que tenía una forma regular, cilíndrica a juzgar por el montón de arena que la cubría. Casi se parecía a una tubería. No: era una tubería.

—Creo que podéis decírmelo desde ahí abajo —dijo Najac, mirando por encima del labio.

Bajé los brazos colgantes todo lo que pude. Aún me faltaban treinta centímetros para alcanzar la pala abandonada. Mis atormentadores vieron lo que trataba de hacer y me bajaron unos centímetros más. Pero entonces una serpiente embistió mi palma y levanté bruscamente los brazos, medio enroscándome, un movimiento que provocó risas. Ahora comenzaron a apostar sobre mi habilidad para coger la pala antes de ser mordido por los reptiles. Bajé dos centímetros, y otros dos. ¡Ah, cómo se divertían mis captores!

—¡Si me matáis, perderéis el mayor tesoro de este mundo! —advertí.

—Entonces decidme dónde está.

Me bajaron unos centímetros más.

—¡Solo os puedo llevar hasta él si me dejáis vivir!

Miraba la pala y las serpientes, balanceándome al girar el torso para pasar por encima de su mango de madera.

—¿Y qué es ese tesoro?

Otra serpiente me atacó, solté un grito y estalló otro coro de risas. Ojalá fuese tan divertido para las prostitutas de París.

—Es…

La cuerda bajó más, me estiré con los dedos en tensión, las serpientes se irguieron dispuestas para el ataque, y entonces, mientras se movían a tirones, cogí la pala y oscilé desesperadamente. La pala alcanzó a dos reptiles y los lanzó contra las paredes de arena, provocando una pequeña cascada. Se agitaron furiosamente cuando volvieron a caer al fondo del pozo.

—¡Arriba, arriba, por el amor de Dios, subidme!

—¿Qué es, monsieur Gage? ¿En qué consiste el tesoro?

No se me ocurría nada más que hacer. Tomé la pala con ambas manos, me encorvé lo más alto que pude, apunté con cuidado y luego me dejé caer, haciendo que mi peso descargara el tosco pico de madera de la pala contra la tubería de arcilla. ¡Se hizo pedazos!

El pozo se llenó de líquido.

Nadie quedó más sorprendido que yo.

La cuerda descendió otros treinta centímetros mientras los hombres de arriba gritaban de sorpresa, y mi pelo se sumergió en aguas residuales que apestaban a cloaca y agua marina. ¿Era eso un maldito desagüe procedente de Jafa? Cerré con fuerza los ojos, preparado para recibir la mordedura de unos colmillos en la nariz, las orejas o los párpados. Sin embargo, el irritado siseo disminuía.

Abrí los ojos. Las serpientes se habían arrastrado hasta los lados del pozo para escapar del efusivo hedor. Eran serpientes del desierto, tan disgustadas por todo aquello como yo.

Mi cabeza volvió a bajar, y ahora mi frente dragó en la grasienta sentina. Por el dólar de Hamilton, ¿iba a escapar del veneno solo para ahogarme cabeza abajo?

—¡El Grial! —bramé—. ¡Es el Grial!

Dicho esto, Najac dio una orden y procedieron a izarme.

Los árabes prorrumpieron en un gran alboroto, afirmando que yo era un hechicero que había obrado algún milagro eléctrico sacando agua de la arena. Najac miraba incrédulo la pala que sostenía en mis manos. Abajo, el pozo seguía llenándose, las serpientes intentaban huir y volvían a caer dentro.

Y entonces mi cabeza quedó por encima del suelo, con los tobillos todavía atados y el torso oscilando como una lonja de vaca colgada de un gancho.

—¿Qué habéis dicho? —inquirió Najac.

—El Grial —dije con voz débil—. El Santo Grial. Ahora, por favor, ¿me mataréis de un tiro?

Por supuesto que le habría gustado. Pero ¿y si mi declaración resultaba importante para Bonaparte? Y entonces un murmullo enojado, que aumentaba a un clamor de indignación, comenzó a elevarse de todo el ejército sitiador.