9

P

os precipitamos escaleras arriba hacia la estatua como para presenciar un milagro. El brazo que antes había permanecido inmóvil ahora giraba, y con él la Virgen negra, a la vez que se abría una puerta similar a la que se hallaba detrás de la Virgen blanca. Cuando la imagen se detuvo, pareció señalar la puerta recién abierta.

—¡Por todos los santos! —exclamó Ned—. ¡Ahí tiene que estar el tesoro!

Potts sacó la pistola y entró el primero, subiendo por una galería empinada y tortuosa.

—¡Esperad! —grité. Si la extraña manifestación de luz había accionado por alguna razón aquella abertura, solo se debía a la ausencia del libro sobre el pedestal, dejando que el rayo penetrase en aquel agujero. Así pues, ¿era el agujero del pedestal una especie de llave que daba acceso a más tesoros, o una alarma templaría, que se activaba cuando desaparecía el libro?—. ¡No sabemos qué significa esto!

Pero los cuatro marineros ya subían precipitadamente por el pasillo, y Jericó y yo los seguimos de mala gana, con Miriam y Farhi en la retaguardia. El tosco tallado de las paredes de la escalera me recordó la hechura del túnel de agua procedente de la piscina de Siloé: era antiguo, mucho más que los templarios. ¿Databa de la época de Salomón, o incluso de Abraham? El túnel ascendía, giraba en espiral, hasta terminar en una losa con una gran argolla de hierro.

—¡Tira, Ned! —ordenó Tentwhistle—. ¡Tira con todas tus fuerzas y acabemos con esto! ¡Ya casi amanece!

El marinero así lo hizo, y mientras abría lentamente el portal vi que el otro lado de la puerta era roca desigual. Vista desde el lado opuesto, esa entrada parecería simplemente formar parte de la pared de una cueva. ¿Conocía la gente de arriba la existencia de aquel pasillo?

—¿Dónde diablos estamos? —preguntó Potts.

Delante se extendía una cueva más amplia, y luz.

—Supongo que hemos salido a la cueva situada debajo de la mismísima roca santa —susurré—. Estamos justo debajo de Qubbat as-Sajra, la piedra sagrada, raíz del mundo, y la Cúpula de la Roca.

—Justo debajo de lo que en otro tiempo fue el Templo de Salomón —dijo Farhi con emoción, jadeando por el esfuerzo a la cola de nuestro grupo—. Donde pudieron haberse guardado los tesoros del templo, o incluso la propia arca…

—Justo donde cualquier guardián de la mezquita puede oír a los intrusos que están debajo —advirtió Jericó.

Todo iba demasiado deprisa.

—¿Quieres decir que los musulmanes…?

Los marineros no esperaron.

—¡Tesoro, muchachos!

Ned y sus compañeros irrumpieron en el pasillo. Entonces se oyó un grito en árabe y un disparo y la cabeza del pobre Potts estalló.

Hacía un momento el alférez me arrastraba con él con furioso entusiasmo, y ahora sus sesos nos salpicaron a todos. Cayó como un títere con los hilos cortados. El humo del disparo llenó el estrecho pasillo con su conocido hedor.

—¡Bajad! —grité, y nos echamos al suelo.

Entonces un estruendo de disparos y balas resonó furiosamente a nuestro alrededor.

Allah ajbar! —¡Dios es grande!

¡Los musulmanes nos habían oído hurgar en sus recintos más sagrados y habían llamado a sus jenízaros! Muy bien, habíamos agitado un avispero. A través del humo pude ver a un grupo de hombres que recargaban.

Así que disparé, y se oyó un grito como respuesta. La pistola de Tentwhistle también descargó y alcanzó a otro, y ahora les tocó a los jenízaros ponerse a cubierto.

—¡Retirada! —grité—. ¡Deprisa, por el amor de Dios! ¡Retrocedamos por esa puerta!

Pero cuando empezábamos a cerrarla, los jenízaros atacaron y una docena de manos musulmanas agarraron el borde desde el otro lado. Ned soltó un fuerte grito y embistió con su alfanje, cortando dedos, pero más armas dispararon y Little Tom recibió una bala en el brazo. Volvió atrás, maldiciendo. La puerta se abría inexorablemente, por lo que Ned rugió como un oso y se abalanzó sobre ellos, cortando como un derviche hasta que los brazos desaparecieron. Entonces la cerró de golpe y cogió una de nuestras palancas para atrancarla provisionalmente hasta que consiguieran echarla abajo. Bajamos corriendo por la tortuosa escalera hasta la vacía sala templaría. Detrás, por encima de nuestras cabezas, se oía el pesado golpeteo de un martillo mientras los musulmanes aporreaban la puerta de piedra.

Si nos cogían, nos matarían por sacrilegio.

Nuestra única posibilidad era a través de la arcada. Farhi había dicho que en la galería que conducía a la fuente un hombre solo podría contener un ejército. Corrimos por el pasillo con el friso de calaveras hasta el boquete que habíamos abierto tan solo una hora antes. Yo daría tiempo a los demás para que huyeran, utilizando un alfanje y el rifle. ¡En menudo embrollo nos habíamos metido!

Pero algo había cambiado. La abertura que habíamos practicado a través de la arcada de piedra había encogido. Por alguna razón, las piedras volvían a unirse y el agujero era demasiado estrecho para poder pasar. ¿Qué magia era esa?

Au revoir, monsieur Gage! —gritó una voz familiar a través del boquete encogido.

Una vez más, era la voz del supuesto vista de aduanas que había intentado robarme en Francia y con el que había luchado en Jerusalén cuando sus esbirros abordaron a Miriam. ¡Esta vez gritaba a través de lo que era ahora el espacio de un solo bloque! De modo que no era magia, sino la perfidia de Silano. La última piedra encajó en su sitio delante de nuestras narices, dejándonos encerrados. Los franceses debían de habernos seguido como yo temía, roto el candado de Jericó en la verja de la piscina de Siloé y oído nuestros gritos cuando no encontramos ningún tesoro. Luego habían procedido a cerrar nuestra vía de escape con el saco de mortero que había llevado Big Ned. Estábamos atrapados por nuestra propia previsión.

—¡El mortero no puede haberse secado! —bramó Ned.

Pero o la cal se fundió rápidamente, o la cantería estaba reforzada por el otro lado con escombros y vigas. Ned rebotó como una pelota. El marinero empezó a golpear la arcada bloqueada con los puños, mientras Little Tom se tambaleaba como un borracho, agarrándose el brazo con una mano que goteaba sangre desde las puntas de los dedos.

—¡No tenemos tiempo para eso! —espetó Tentwhistle—. ¡Los musulmanes atravesarán la puerta de piedra de arriba y bajarán por la escalera de la Virgen negra!

—¡La escalera de la Virgen blanca! —exclamó Farhi—. ¡Es nuestra única posibilidad!

Regresamos corriendo a la sala de los templarios. Hubo un estruendo, y un eco de gritos bélicos en árabe se derramó por la escalera de la estatua negra. ¡Estaban pasando! Tentwhistle y yo nos precipitamos al pie de ella y disparamos a ciegas hacia arriba, las balas silbando y causando cierta vacilación. En el lado opuesto Farhi se escabulló detrás de la Virgen blanca y empezó a subir por aquella escalera, con Jericó empujando a su hermana en los talones del judío. Luego los demás nos retiramos también a través de la sala templaria y subimos uno tras otro. Finalmente Big Ned me empujó delante de él.

—¡Yo me encargaré de esa chusma!

El gigante cogió la Virgen blanca, con los músculos a punto de estallar, y la despegó del suelo. Ahora nuestros perseguidores entraban en la sala templaria, miraron a su alrededor admirados y después gritaron al vernos en el lado opuesto. Girándose de costado, Ned apenas podía pasar por la entrada de la escalera mientras tiraba de la cabeza de la Virgen para obstruir la angosta entrada con su cuerpo de piedra. Esto puso un tapón parcial entre nosotros y nuestros perseguidores. Nos volvimos y subimos con dificultad.

Una oleada de musulmanes, corriendo como locos, se abalanzó sobre el obstáculo y retrocedió, aullando de indignación y frustración. Empezaron a tirar para liberar la Virgen.

Subimos con la desesperación de un condenado. Pude oír a la turba de abajo gritar de frustración mientras golpeaba la estatua que cortaba nuestra vía de escape. Más fusiles dispararon, pero las balas rebotaron inofensivamente en los peldaños inferiores. Dieron gritos de alarma, alertando sin duda a sus compatriotas apostados en el Monte del Templo de nuestra inminente aparición. Llegamos a una reja de hierro que nos cerraba el paso. Tentwhistle voló el candado con su pistola y la apartó a un lado. La verja emitió un sonido metálico parecido a un gong. Aproveché la pausa para recargar mi rifle. Salimos a la superficie del Monte del Templo, en la mezquita de Al-Aqsa. Reparé en cómo había sido modificada por los cruzados, su hilera de arcos y ventanales confiriendo al cavernoso espacio una mezcla arquitectónica de palacio árabe e iglesia europea. Como Farhi había supuesto, la escalera de la Virgen blanca debía de haber sido construida para abrir un acceso secreto desde el cuartel principal de los templarios a las cámaras y túneles subterráneos.

Corrimos hacia la puerta de la mezquita. La vasta plataforma del templo, tenuemente iluminada por un cielo a punto de amanecer, estaba ocupada por cientos de musulmanes toscamente armados, como otras tantas abejas de una colmena que ha sido molestada. Pude ver al otro lado los azulejos y la corona de oro de la serena Cúpula de la Roca, cuya puerta era un hervidero de hombres que entraban y salían consternados. La muchedumbre cantaba, lanzaba gritos de alarma y blandía porras. Afortunadamente había pocos jenízaros y pocos fusiles. Finalmente algunos de ellos nos vieron, y con un fuerte alarido se volvieron como un solo hombre y se lanzaron al ataque.

—Eres único para liar las cosas —me dijo Ned.

Entonces apunté.

La mezquita de Al-Aqsa está iluminada de noche por unas enormes lámparas de latón colgadas de unas cuerdas de algodón blanco. Una de esas lámparas —con varias docenas de llamas individuales sobre una estructura metálica de tres metros de ancho, cuyo enrejado pesaba más de una tonelada— colgaba sobre la puerta principal de la mezquita. Cuando la multitud salía en tropel, miré a través del catalejo montado en mi rifle, puse la cuerda y su gancho sobre el recargado techo en la intersección de los cabellos y disparé.

Mi disparo hizo jirones la cuerda y la lámpara cayó como una guillotina, aterrizando con gran estruendo mientras aplastaba las cabezas de la muchedumbre y esparcía el resto de los cuerpos. Nuestros perseguidores retrocedieron momentáneamente y alzaron la vista con cautela. Fue suficiente para conceder a nuestra banda de trogloditas sucios y ensangrentados los segundos necesarios para retirarse hacia la parte de atrás de la mezquita.

—¡Tienen las reliquias sagradas de Mahoma! —oí gritar al gentío.

Y de repente me pregunté si el viaje nocturno del Profeta a Jerusalén y su ascensión al cielo no eran más que un mito, o si en realidad también él había estado allí una vez, buscando y quizás encontrando sabiduría. ¿También él había oído hablar del Libro de Tot? ¿Qué había aprendido Jesús en Egipto, o Buda en sus andanzas? ¿Eran todas las creencias, mitos e historias un incesante entretejido y bordado de textos antiguos, sabiduría construida sobre sabiduría y misterio ocultado por todavía más misterio? Era una herejía… pero allí, en el centro religioso del mundo, no podía evitar preguntármelo.

Corrimos sobre gastadas alfombras rojas que cubrían las losas de la mezquita y accedimos a las pequeñas antesalas que se hallan al otro lado del gran salón, temiendo un callejón sin salida en el que quedaríamos atrapados. Pero en el punto donde Al-Aqsa y el Monte del Templo confluían en la muralla periférica de la ciudad había otra puerta cerrada con llave. Big Ned la embistió con todas sus fuerzas y esta vez consiguió echarla abajo, las astillas arrancadas como heridas recientes en madera vieja. Nos asomamos afuera. La muralla partía de la punta meridional del Monte del Templo y bajaba en pendiente, para encerrar Jerusalén. En una torre giraba hacia el oeste, rodeando la ciudad de abajo.

—Si llegamos al laberinto de calles podemos despistarlos —dijo Farhi con voz entrecortada.

Él, Miriam y el herido Little Tom se alejaron trotando a lo largo de la muralla hacia los escalones que bajaban a la Puerta del Estiércol, tambaleándose de agotamiento, mientras Tentwhistle y yo recargábamos sobre el muro y Ned y Jericó esgrimían espadas. Cuando los primeros perseguidores se agolparon en el portal por el que acabábamos de salir, disparamos. Entonces nuestros espadachines atacaron entre el humo, girando. Hubo aullidos, retirada, y Ned regresó trotando, salpicado de sangre.

—Ahora se lo están pensando —dijo con una sonrisa dentuda.

Jericó parecía asqueado, con su hoja húmeda.

—Solo nos habéis traído males —dijo al marinero.

—Si no recuerdo mal, quincallero, habéis sido tú y tu hermanita los que nos habéis mostrado el camino.

Y nos retiramos una vez más.

Si la muchedumbre hubiese estado mejor armada, habríamos muerto. Pero solo tuvimos que aguantar unos cuantos disparos, las balas pasando con ese silbido peculiar que te paraliza si te detienes a pensar en ello. Entonces bajamos la escalera de la muralla y salimos a una calle de Jerusalén. Una escuadra de jenízaros con las cimitarras desenvainadas había echado el cerrojo a la Puerta del Estiércol, de modo que no podíamos salir. Arriba, en las almenas, una multitud de musulmanes vociferantes corría hacia la escalera.

—¡Hacia el barrio judío! —instó Farhi—. ¡Es nuestra única posibilidad!

Ahora sonaban gritos de alarma desde los minaretes y tocaban campanas cristianas. Habíamos despertado a la ciudad entera. La gente salía a las calles gritando. Los perros aullaban, las ovejas balaban. Una cabra aterrorizada pasó al galope por nuestro lado, en sentido contrario. Farhi, jadeando, nos condujo cuesta arriba hacia la sinagoga Ramban y la Puerta de Jafa, con la turba musulmana detrás iluminada por antorchas en una serpiente de fuego. Aunque pudiera encontrar tiempo para volver a cargar, mi único disparo no sería un elemento disuasorio para la ira que habíamos provocado entrando ilegalmente bajo la Cúpula de la Roca. A menos que alguien nos ayudara, estábamos perdidos.

—¡Quieren incendiar las sinagogas Ramban y Iojanan ben Zakai! —gritó Farhi a los inquietos judíos que salían a las calles—. ¡Conseguid aliados cristianos! ¡Los musulmanes se están amotinando!

—¡Las sinagogas! ¡Salvad nuestros templos santos!

Y, dicho esto, tuvimos un escudo. Los judíos corrieron a interceptar a la turba que entraba en tropel en su barrio. Los cristianos advirtieron que su verdadero objetivo era la iglesia del Santo Sepulcro. Una multitud chocó contra otra. En unos momentos reinó el caos.

Con él, Farhi desapareció.

Sujeté a los demás.

—¡Nos dividiremos! Jericó y Miriam, vosotros vivís aquí. ¡Id a casa!

—He oído que los musulmanes gritaban mi nombre —dijo él sombrío—. No podemos quedarnos en Jerusalén. Me han reconocido. —Me miró irritado—. Saquearán e incendiarán mi casa.

Me sentí abrumado por la culpabilidad.

—Entonces coged lo que podáis y huid hacia la costa. Smith está organizando la defensa de Acre. Buscad su protección allí.

—¡Ven con nosotros! —suplicó Miriam.

—No, vosotros dos solos podréis viajar seguros, porque sois indígenas. Los demás llamamos la atención como muñecos de nieve en el mes de julio. —Puse los querubines en sus manos—. Tomad esto y ocultadlo hasta que volvamos a encontrarnos. Los europeos podremos huir o escondernos, escabulléndonos en la oscuridad. Iremos en sentido contrario para daros tiempo. No os preocupéis. Nos reuniremos en Acre.

—He perdido mi casa y mi reputación por una cámara vacía —dijo Jericó amargamente.

—Allí había algo —insistí—. Sabes que sí. La cuestión es: ¿dónde está ahora? Y cuando lo encontremos, seremos ricos.

Me miró con una mezcla de ira, desesperación y esperanza.

—¡Marchaos, antes de que sea demasiado tarde para tu hermana!

Al mismo tiempo, Tentwhistle me tiró del brazo.

—¡Vamos, antes de que sea demasiado tarde para nosotros!

Y nos separamos. Volví la cabeza hacia los dos hermanos mientras corríamos.

—¡Lo encontraremos!

Los marineros británicos y yo nos dirigimos hacia la Puerta de Sión. Me volví una vez, pero Jericó y Miriam se perdieron entre la multitud como restos de naufragio en un mar encrespado. Avanzamos dando traspiés, muy despacio y desesperados. Little Tom, con el brazo ensangrentado, no podía correr pero seguía valientemente. Entramos en el barrio armenio y llegamos a la puerta. Sus soldados se habían ido, probablemente para controlar los disturbios o en nuestra busca: nuestro primer golpe de suerte en todo aquel fiasco. Desatrancamos las grandes puertas, empujamos con fuerza y salimos a campo abierto. El cielo se ponía rosa. Detrás, llamas, luz de antorchas y el inminente amanecer habían pintado el cielo de color naranja sobre las murallas de la ciudad. Delante se extendían sombras protectoras.

Teníamos a nuestra derecha el monte Sión y la Tumba de David. A la izquierda estaba el valle de Hinnom, con la piscina de Siloé en alguna parte entre las tinieblas.

—Rodearemos la muralla hacia el norte y tomaremos el camino de Nablus —dije—. Si viajamos de noche podremos llegar a Acre en cuatro días y notificar a Sidney Smith.

—¿Y qué hay del tesoro? —preguntó Tentwhistle—. ¿Se acabó? ¿Nos rendimos?

—Ya habéis visto que no estaba allí. Tenemos que pensar dónde más buscarlo. Rezo a Dios para que no hayan capturado a Farhi. El sabrá dónde intentarlo a continuación.

—No, creo que nos está traicionando. ¿Por qué se ha escabullido de ese modo?

Yo me preguntaba lo mismo.

—Primero debemos salvar el pellejo —dijo Big Ned.

Dicho esto, su teniente se sacudió y el sonido de un disparo resonó colina arriba. Entonces una sucesión de balas impactó en la tierra. Tentwhistle se sentó con un gruñido. Luego oí las palabras en francés:

—¡Están allí! ¡Separaos! ¡Cortadles el paso!

Era el grupo que había tratado de emparedarnos dentro de los túneles, los mismos franceses que habían abordado a Miriam. Habían salido de la piscina de Siloé, oído la confusión y esperado al pie de la muralla a que apareciese alguien.

Me agaché junto a Tentwhistle y apunté. Mi lente encontró a uno de nuestros asaltantes y disparé. Se desplomó. Buen rifle. Recargué febrilmente.

Ned había cogido la pistola de Tentwhistle y disparó a su vez, pero nuestros agresores estaban fuera del alcance de una pistola.

—Lo único que haces con tus destellos es atraer su puntería —le advertí—. Lleva a Tom y al teniente al otro lado de la puerta. Yo los contendré aquí un momento y luego los despistaremos en el barrio armenio.

Otra bala pasó silbando sobre nuestras cabezas. Tentwhistle tosía sangre, los ojos vidriosos. No viviría mucho tiempo.

—De acuerdo, patrón, danos tiempo. —Ned empezó a llevarse a rastras a Tentwhistle, con Tom siguiéndolos como atontado—. Potts muerto, otros dos de nosotros heridos. Eres una inspiración nefasta.

El día se iluminaba. Las balas silbaban mientras los franceses se iban acercando. Volví a disparar y eché un vistazo a mi espalda. Los marineros habían cruzado la puerta. ¡No había tiempo para recargar, tenía que irme! En cuclillas, retrocedí furtivamente hacia la puerta. Unas siluetas negras se acercaban como un corro de lobos. Entonces oí un chirrido. ¡La puerta se cerraba! Eché a correr, y en el mismo momento en que alcancé la muralla la entrada se cerró con estruendo, dejándome fuera. Oí el golpe sordo de la barra al ser colocada.

—¡Ned! ¡Abre! —Se oyó una orden en francés y me eché al suelo justo antes de que sonara una descarga. Las balas golpetearon contra el hierro como granizo. Yo era como un condenado en el paredón—. ¡Date prisa, ya vienen!

—Creo que seguiremos nuestro propio camino, patrón —gritó Ned.

—¿Vuestro camino? Por el amor de Dios…

—No creo que esos franchutes se preocupen demasiado por un par de pobres marineros británicos. Eres tú quien conoce los secretos del tesoro, ¿no?

—¿Qué? ¿Vas a dejarme a merced de ellos?

—Quizá puedas guiarlos como has hecho con nosotros, ¿eh?

—¡Maldita sea, Ned, mantengámonos juntos, como ha dicho el teniente!

—Está hecho polvo, y nosotros también. No vale la pena engañar a marineros honrados a las cartas, patrón. Pierdes tus amigos, ¿sabes?

—Pero no os engañé, ¡fui más listo que vosotros!

—Es lo mismo.

—¡Ned, abre esta puerta!

Pero no hubo respuesta. La puerta enmudeció.

—¡Ned! —Postrado boca abajo, aporreé el inflexible hierro—. ¡Ned! ¡Déjame entrar!

Pero no lo hizo, naturalmente, y agucé el oído para oírlos retirarse sobre el tumulto de la ciudad. Los franceses se habían acercado a pocos metros, y varios mosquetes me encañonaban. El más alto sonrió.

—¡Nos hemos despedido debajo del Monte del Templo y sin embargo volvemos a encontrarnos! —exclamó su jefe. Se quitó el bicornio e hizo una reverencia—. Tenéis el talento de estar en todas partes, monsieur Gage, pero yo también, ¿no es cierto? —Exhibía la sonrisa de un torturador—. Sin duda os acordáis de mí, de la diligencia de Tolón. Pierre Najac, para serviros.

—Os recuerdo: el vista de aduanas que resultó ser un ladrón. ¿De modo que Najac es vuestro verdadero nombre?

—En efecto. ¿Qué les ha ocurrido a vuestros amigos, Monsieur?

Me levanté despacio.

—Están decepcionados por una partida de cartas.