eberías sentirte honrado, patrón —dijo Big Ned.
—Esta es la única misión para la que nos hemos ofrecido voluntarios —agregó Little Tom.
—Sir Sidney consideró mejor para todos que trabajásemos juntos.
—Es por ti que hemos venido.
—Me siento muy halagado —dije débilmente—. ¿No podías haberme advertido de esto, Jericó?
—Sir Sidney enseña que cuanto menos se hable, mejor.
Desde luego. El viejo Ben decía: «Tres pueden guardar un secreto si dos de ellos están muertos».
—¿Así que envió a cuatro más?
—Nos figuramos que debía de haber dinero en juego para atraer a un zorro como tú —dijo Little Tom alegremente—. Entonces nos suministraron picos y nos dijimos uno a otro: ¡bueno, debe de ser un tesoro enterrado! Y ese yanqui podrá llegar a un arreglo con Ned, aquí presente, como prometió en la fragata… o podrá darnos su parte.
—No somos tan simples como crees —añadió Big Ned.
—Está claro. Bien —dije, mirando a la decididamente poco amistosa brigada de marineros e intentando no hacer caso de mi instinto de que todo aquello iba a salir mal—, es bueno tener aliados, muchachos, que se han conocido en el transcurso de juegos de azar amistosos. Veamos. Esto entraña cierto peligro, y debemos ser sigilosos como ratones, pero también existe una posibilidad real de hacer historia. No un tesoro, sino una oportunidad de dar con un pasillo secreto hasta el corazón del enemigo, en caso de que Boney tome esta ciudad. Esa es nuestra misión. Mi filosofía es que lo pasado, pasado está, y lo que venga sonreirá a los hombres que se apoyen unos a otros, ¿no creéis? A fin de cuentas, cada penique que tengo va destinado a los asuntos de la Corona.
—¿Asuntos de la Corona? ¿Y cómo se explica entonces esa estupenda arma de fuego que llevas? —señaló Little Tom.
—¿Este rifle? —Relució ostentosamente—. ¡Anda!, un destacado ejemplo. Para vuestra protección, ya que es responsabilidad mía que ninguno de vosotros sufra daño alguno.
—A mí me parece un instrumento muy caro. Ese rifle está maquillado como una furcia de categoría. Apuesto a que ha costado mucho dinero.
—Apenas cuesta nada aquí en Jerusalén —insistí—. De fabricación oriental, sin conocimientos de verdadera artillería… Un trozo de chatarra, en realidad. —Evité la mirada irritada de Jericó—. Bien, no puedo prometer que encontremos algo valioso. Pero si lo hacemos, entonces, desde luego, podréis quedaros con mi parte y me contentaré con algún que otro manuscrito. Este es el espíritu de cooperación con el que me gustaría empezar, ¿eh? Como Ben Franklin gustaba de decir, todos los gatos son pardos de noche.
—¿Quién lo dijo? —preguntó Tom.
—Un maldito rebelde al que deberíamos haber colgado —tronó Big Ned.
—¿Y qué diablos significa?
—Que somos un hatajo de malditos gatos, o algo así.
—Que todos somos uno hasta que la misión haya terminado —corrigió Tentwhistle.
—¿Y quién es esta damisela, entonces? —dijo Little Tom, señalando a Miriam. Ella se apartó con repugnancia.
—Mi hermana —gruñó Jericó.
—¡Hermana! —Tom retrocedió de un salto como si hubiese recibido una descarga eléctrica—. ¿Traes a tu hermana a una caza del tesoro? ¿Para qué demonios?
—Ve cosas —dije.
—Ve un cuerno —replicó Ned—. ¿Y quién es ese de ahí atrás?
—Nuestro guía judío.
—¿También un judío?
—Las mujeres traen mala suerte —dijo Tom.
—No vamos a llevarla —apuntó su compañero.
—Como si yo fuera a permitírtelo —espetó Miriam.
—Ten cuidado, Ned —advertí—. Su rodilla sabe dónde tienes los testículos.
—¿De veras? —La miró con mayor interés.
Por los jardines de Lexington, ¿no era esa una curiosa mezcolanza? No habría podido hacer una compota peor si hubiese invitado a unos anarquistas a redactar una constitución. Así pues, verdaderamente intranquilos, entramos en la piscina poco profunda y vadeamos sus aguas, que nos llegaban a la altura de las rodillas, hasta el final. La corriente salía de una abertura semejante a una cueva cerrada por una verja de hierro.
—La han colocado para mantener alejados a niños y animales —dijo Jericó, levantando su palanca de hierro—. No a nosotros.
Hizo palanca a fuerza de músculos, se oyó un chasquido y la oxidada verja osciló hacia dentro con un chirrido. Una vez dentro, nuestro ferretero cerró la puerta a nuestra espalda y la aseguró con el candado nuevo que llevaba.
—Para este tengo llave.
Eché una mirada al largo borde del foso. ¿Se había asomado alguien?
—¿Habéis visto algo? —susurré a Farhi.
—No he podido ver nada desde que salimos de la casa de Jericó —refunfuñó el viejo banquero—. No tengo por costumbre chapotear a oscuras.
Pronto el agua nos llegó a la altura del muslo, fría pero no helada. El túnel que vadeábamos tenía la anchura de mis brazos extendidos y de tres a cuatro metros de altura, con la textura de picos antiguos. Era una galería artificial excavada para suministrar agua de manantial natural a la antigua ciudad del rey David, nos dijo Farhi. El fondo era irregular y nos hacía dar traspiés. Cuando nos habíamos adentrado lo suficiente en el túnel como para que Jericó se arriesgara a encender el primer farol, me acerqué a Tentwhistle.
—No hay ninguna posibilidad de que os hayan seguido hasta aquí, ¿verdad? —pregunté.
—Pagamos a nuestros guías para que mantuvieran la boca cerrada —respondió el teniente.
—Sí, y para que no dijeran tampoco ni media palabra en Jerusalén —terció Ned.
—Un momento. ¿Entrasteis en la ciudad los cuatro marineros ingleses?
—Solo para conseguir cuatro chucherías.
—¡Os dije que os escondierais hasta que cayera la noche! —siseó Jericó exasperado.
—Llevábamos sábanas árabes, y estábamos solos —dijo Tentwhistle a la defensiva—. ¡Por el púlpito!, no voy a recorrer todo el camino hasta Jerusalén sin echarle un vistazo. Es una ciudad famosa.
—¡Sábanas árabes! —exclamé—. ¡Parecéis tan árabes como Santa Claus! ¡Vuestras caras rojas como la remolacha no habrían sido más evidentes si hubierais llegado desfilando con la Union Jack!
—¿Debíamos entonces morirnos de hambre hasta el anochecer y luego cavarte un hoyo? —contestó Big Ned—. Habernos recibido con una comilona si tan dispuestos estabais a mantenernos fuera de vuestra preciosa ciudad.
Bueno, ¿qué podía hacer ahora al respecto? Me volví hacia Jericó, su rostro sombrío a la luz ambarina del farol.
—Creo que será mejor que nos demos prisa.
—He dejado un candado sólido en la verja. Pero tú eres nuestra retaguardia, con tu rifle.
—¡No me toques! —gritó de repente Miriam, entre las sombras.
—Lo siento, ¿te he rozado? —dijo Little Tom, con sorna.
—Ven aquí, muñeca, yo te protegeré —agregó Ned.
Jericó empezó a levantar su pico, pero detuve su mano.
—Yo me encargaré.
Cuando retrocedía hacia el final de la fila, dejé que el cañón de mi rifle nuevo se hundiera en la ingle de Ned.
—¡Maldita sea! —farfulló.
—Qué torpeza la mía —dije, apartando la culata tan bruscamente que golpeó de lleno la cara de Little Tom.
—¡Bastardo!
—Estoy seguro de que si todos mantenemos la distancia no chocaremos.
—Me pondré donde me salga de… —Entonces Tom gritó y pegó un brinco—. ¡Esa zorra me ha golpeado por detrás!
—Lo siento, ¿te he rozado? —Miriam esgrimía una palanca.
—Os lo he advertido, caballeros. Guardad la distancia si valoráis vuestra virilidad.
—Yo mismo os castraré si volvéis a tocar a mi hermana —añadió Jericó.
—Y yo os haré bailar a los dos con el látigo —dijo Tentwhistle—. ¡Alférez Potts!
¡Mantened la disciplina!
—¡Sí, señor! Vosotros dos… ¡comportaos!
—Oh, solo estábamos jugando… ¡Dios todopoderoso! ¿Qué le ha ocurrido?
Farhi había pasado por delante de la luz del farol, y los asustados marineros vieron por primera vez su rostro desfigurado: el ojo vaciado, la nariz semejante a un hocico y la oreja arrancada.
—Toqué a su hermana —respondió pícaramente el judío.
Los marinos palidecieron y se mantuvieron lo más lejos posible de Miriam.
Si hubo alguna ventaja en el largo y penoso avance a través del agua hasta el muslo, fue que debilitó hasta cierto punto a los jadeantes marineros. No estaban acostumbrados a espacios cerrados ni al trabajo en tierra, y solo su esperanza de dar con monedas antiguas evitaba que se negaran a continuar. Para mantenerlos resollando, sugerí a Tentwhistle que Ned y Tom ayudaran a llevar el saco de mortero de Jericó.
—¿Por qué no llevamos entre todos un capacho de malditos ladrillos? —se quejó Ned.
Pero siguió andando con paso pesado como un mulo, todos nosotros vadeando envueltos en la luz del farol. Me detuve una vez a escuchar mientras los demás seguían adelante, con la oscuridad intensificándose a medida que se alejaban. Eso… ¿era el eco de un ruido metálico, de un candado rompiéndose muy atrás? Pero a tanta distancia apenas resultaba más audible que la caída de una aguja, y no oí nada más. Al rato lo dejé y me apresuré para alcanzar a los otros.
Finalmente se oyó el sonido de agua corriente y el túnel comenzó a descender hacia la superficie del agua. Pronto tendríamos que avanzar a gatas.
—Nos acercamos al manantial —anunció Farhi—. Dice la leyenda que en alguna parte de arriba se halla el ombligo de Jerusalén.
—Yo opino que estamos en el maldito trasero —murmuró Little Tom.
Buscamos con los faroles hasta descubrir una oscura hendidura, estrecha como el bolsillo de un sobrecargo. No me hubiera imaginado que llevara a ninguna parte, pero después de izarnos unos a otros la abertura se ensanchó y un pasillo se desvió en dirección a la ciudad principal, esta vez seco. Gateamos sobre piedras desprendidas del techo, Miriam más ágil que cualquiera de nosotros. Había otra ratonera y la mujer abrió la marcha, Big Ned maldiciendo porque apenas podía pasar con el saco de mortero a cuestas. Estaba empapado en sudor. Luego el túnel volvió a hacerse uniforme, excavado artificialmente. Ascendía en pendiente constante; el techo solo treinta centímetros por encima de nuestras cabezas y su diámetro demasiado estrecho para permitir el paso de dos hombres a la vez. Ned iba golpeándose la coronilla y soltando juramentos.
—Dice la leyenda que construyeron esta galería con la anchura justa para un escudo —explicó Farhi—. Un hombre solo podía defenderla contra un ejército de invasores. Vamos por el buen camino.
A medida que avanzábamos el aire se viciaba y la luz de los faroles se atenuaba. No tenía la menor idea de qué distancia habíamos recorrido ni qué hora era. No me habría sorprendido oír que habíamos caminado, vadeado y gateado hasta llegar a París. Por último nos topamos con piedra tallada en lugar de paredes de cuevas.
—La muralla de Herodes —murmuró Jericó—. Estamos pasando por debajo de ella, y por lo tanto bajo la plataforma del Monte del Templo, mucho más arriba.
Continuamos, y una vez más oí agua más adelante. De repente nuestra galería terminaba en una amplia cueva que nuestra tenue luz apenas llegaba a abarcar. Jericó me hizo sostenerle el farol mientras se introducía cautelosamente en la charca situada a nuestros pies.
—No hay problema, solo llega a la altura del pecho y está limpia —anunció—. Hemos encontrado los aljibes. Procurad ser lo más sigilosos posible.
Al otro lado el túnel continuaba. Llegamos a un segundo aljibe y luego a un tercero, todos ellos de unos diez metros de ancho.
—En una estación más húmeda todas estas galerías estarían sumergidas —dijo Jericó.
Finalmente la galería ascendía de nuevo hasta una caverna seca, y por último nuestro camino terminó bruscamente. El techo era más alto debido al desplome de piedras que ocupaban la mitad de la cámara, elevando también el suelo. Al otro lado, podíamos ver la parte superior de una arcada construida en piedra. El problema era que su puerta había desaparecido y la abertura había quedado completamente obstruida por bloques de piedra con mortero, cerrándonos el paso.
—Maldita sea, todo esto para nada —resolló Ned.
—¿De veras? —dijo Jericó—. ¿Qué hay detrás de esta pared para que sus constructores no quisieran que entráramos?
—O saliéramos —apuntó Miriam.
—Necesitamos un barrilete de pólvora —dijo el marino, dejando caer el mortero.
—No, el silencio es la clave —dijo Farhi—. Debéis cavar antes de las oraciones del alba.
—Y volver a cerrarlo —añadió Miriam.
—Estupideces —opinó Ned.
Traté de hacer razonar al palurdo.
—El viejo Ben decía que el tiempo perdido ya no se recupera jamás.
—Y Big Ned dice que los hombres que hacen trampas a las cartas deberían devolver lo que se llevaron ilícitamente. —Me miró con los ojos entornados—. Más vale que haya algo al otro lado de este muro, patrón, o te vaciaré sujetándote por los tobillos.
Pero a pesar de su bravata él y Little Tom finalmente arrimaron el hombro, formando los ocho una cadena para pasarnos rocas sueltas y abrir una zanja al pie del arco obstruido. Llevó dos horas de trabajo deslomador retirar suficientes escombros para ver la entrada completa. Una gran puerta subterránea estaba taponada como una botella por piedra caliza de distintos colores.
—Tenía sentido sellarla —sugirió Tentwhistle—. Esto podía ser un punto de entrada para ejércitos enemigos.
—Los antiguos judíos construyeron el arco —conjeturó Farhi—, y árabes, cruzados o templarios lo tapiaron con ladrillos. Algún terremoto hundió el techo y ha quedado olvidado desde entonces, salvo para la leyenda.
Jericó levantó una barra con desaliento.
—Entonces, manos a la obra.
La primera piedra es siempre la más difícil. No nos atrevíamos a golpear y romper, así que burilamos el mortero y pusimos a Ned a un lado y a Jericó al otro para hacer palanca. Sus músculos se hincharon, el bloque fue saliendo como un cajón atascado y terco y por último evitaron su caída y lo depositaron silenciosamente como una zapatilla. Farhi no dejaba de mirar al techo como si de alguna manera pudiera ver la reacción de los guardias musulmanes muy por encima de nuestras cabezas.
Me incliné hacia el soplo de aire viciado que salía del agujero. Negrura. De modo que trabajamos en las piedras adyacentes, resquebrajando el mortero y haciendo palanca una por una para extraerlas. Finalmente el boquete fue lo bastante grande como para pasar a gatas.
—Jericó y yo investigaremos —dije—. Los marineros montad guardia. Si hay algo ahí, os lo traeremos.
—¡De eso ni hablar! —protestó Big Ned.
—Me temo que estoy de acuerdo con mi subordinado —dijo Tentwhistle secamente—. Estamos en una misión naval, caballeros, y nos guste o no, todos somos agentes de la Corona. Por la misma razón, toda propiedad encontrada pertenece a la Corona para su posterior distribución según estipula la ley. Desde luego, se tendrán debidamente en cuenta vuestras aportaciones.
—Ya no estamos en vuestra marina —objetó Jericó.
—Pero estáis al servicio de sir Sidney Smith, ¿no es cierto? —dijo Tentwhistle—. Y Gage es también agente suyo. Lo cual significa que entraremos todos juntos por este agujero, en nombre del rey y de la nación, o ninguno.
Puse una mano sobre el cañón de mi rifle, que había apoyado contra la pared de la cueva.
—Os han enviado para trabajar bajo tierra, no para haceros con el botín —porfié.
—Y vos, señor mío, fuisteis enviado a Jerusalén como agente de la Corona, no como buscador de tesoros privado.
Se llevó la mano a la pistola y el alférez Potts hizo lo propio. Ned y Tom cogieron la empuñadura de sus alfanjes. Jericó levantó su palanca como si fuese una lanza.
Nos estremecimos como perros rivales en una carnicería.
—¡Basta! —siseó Farhi—. ¿Estáis locos? ¡Empezad una pelea aquí abajo y todos los musulmanes de Jerusalén estarán esperándonos! No podemos permitirnos disputas.
Vacilamos, y luego bajamos las manos. Tenía razón. Suspiré.
—Bien, ¿quién quiere ser el primero? En Egipto había serpientes y cocodrilos detrás de cada agujero.
Un silencio incómodo.
—Parece que tú eres el que tiene experiencia en esto, patrón.
De manera que me escabullí por el boquete, aguardé un momento para cerciorarme de que nada me mordía y seguidamente hice pasar un farol.
Me sobresalté. Unas calaveras me sonreían.
No eran cráneos de verdad, tan solo esculturas. Aun así, resultaba inquietante ver una hilera de calaveras y tibias cruzadas recorriendo las junturas de las paredes y el techo como una moldura. No había visto nada igual en Egipto. Los demás entraban gateando a mi espalda, y al descubrir el morboso friso las exclamaciones de los marinos variaron desde «¡Santo Dios!» hasta la más esperanzada «¡Tesoro pirata!».
Farhi tenía una explicación más prosaica.
—Nada de piratas, caballeros. Esta moldura esquelética es de estilo templario.
¿Sabíais, señor Gage, que la calavera y las tibias cruzadas se remontan por lo menos a los Pobres Caballeros?
—También las he visto en relación con ritos masónicos. Y en camposantos.
—La mortalidad nos atañe a todos, ¿no es así?
Las calaveras decoraban un pasillo, y lo seguimos hasta una sala más amplia. Allí vi otros ornamentos que suponía tenían también su origen en los masones. El suelo estaba enlosado con baldosas de mármol en el conocido ajedrezado blanco y negro de los arquitectos dionisíacos, salvo que en el centro aparecía un dibujo curioso. Baldosas negras zigzagueaban entre las blancas para formar un símbolo parecido a un enorme relámpago. Extraño. ¿Por qué un relámpago?
La entrada por la que habíamos accedido estaba flanqueada a este lado por dos enormes pilares, uno blanco y otro negro.
En unos nichos a ambos lados había dos estatuas de la que parecía la Virgen, una de alabastro y otra de ébano: las Vírgenes blanca y negra. ¿María y la Magdalena? ¿O la Virgen María y la antigua Isis, diosa de la estrella Sirio?
—Todas las cosas son duales —murmuró Miriam.
El techo era una bóveda de cañón, más bien austera, pero lo bastante sólida como para sostener la plataforma de Herodes en alguna parte de arriba. En un extremo había un altar de piedra, con un nicho oscuro detrás. El resto de la sala estaba vacío. Tenía las dimensiones de un comedor, y tal vez los caballeros habían celebrado allí sus banquetes cuando no estaban ocupados abriendo túneles en la tierra en busca del tesoro de Salomón. Aparte de eso, estaba decepcionantemente vacío.
Cruzamos la estancia, de cincuenta pasos de longitud. Sobre la cara del altar había fijada una doble placa. En un lado se veía un tosco boceto de una iglesia con cúpula. En el otro, dos caballeros montaban un solo caballo.
—¡El sello de los templarios! —exclamó Farhi—. Esto confirma que ellos construyeron esto. Fijaos, está la Cúpula de la Roca, como la mezquita que tenemos sobre nuestras cabezas, simbolizando el enclave del Templo de Salomón, origen del nombre templario. ¿Y dos caballeros sobre un solo caballo? Algunos creen que es un signo de su pobreza voluntaria.
—Otros sostienen que significa que los dos son aspectos del uno —dijo Miriam—. Macho y hembra. Adelante y atrás. Noche y día.
—Aquí no hay nada —interpuso Ned, mirando alrededor.
—Una observación astuta —dijo Tentwhistle—. Parece que hemos trabajado mucho para nada, señor Gage.
—Salvo para los asuntos de la Corona —repuse con acritud.
—Sí, el americano nos ha arreglado el negocio —murmuró Little Tom.
—¡Pero mirad esto! —gritó el alférez Potts. Se había acercado a examinar la Virgen blanca—. ¿Una puerta de servicio, quizás? ¿O un pasaje secreto?
Nos arremolinamos a su alrededor. El alférez había empujado la mano extendida de la Virgen, alzada como en actitud de bendecir, y la imagen había girado. Al hacerlo, la piedra de atrás se había corrido dejando visible una escalera de caracol, con una abertura tan angosta que había que ponerse de lado para acceder a ella. Subía muy empinada.
—Esto debía de llevar a la plataforma del templo de arriba —observó Farhi—. Una comunicación con el antiguo cuartel templario, en la mezquita de Al-Aqsa. Probablemente está bloqueada, pero debemos guardar más silencio que nunca. Podría transmitir el sonido hacia arriba como una chimenea.
—¿Y qué importa que nos oigan? —dijo Ned—. De todos modos aquí abajo no hay nada.
—Estás en Tierra Santa musulmana, estúpido, y también en suelo sagrado judío. Si alguna de las dos comunidades nos oye, nos atarán, nos circuncidarán, nos torturarán por intrusos y luego nos despedazarán.
—Ya.
—Probemos también con la Virgen negra —propuso Miriam.
Así que fuimos al otro lado de la sala, pero esta vez, por más que Potts empujó el brazo, la estatua no se movió. El dualismo de Miriam no parecía tener vigencia. Nos quedamos allí de pie, frustrados.
—¿Dónde está el tesoro del templo, Farhi? —pregunté.
—¿No os advertí que los templarios llegaron aquí antes que vos?
—Pero esta cámara parece europea, algo que ellos construyeron, no que descubrieron. ¿Por qué la construirían? Es un modo laborioso de conseguir un comedor.
—Aquí abajo no hay ventanas —observó Potts.
—De modo que servía para ceremonias —razonó Miriam—. Pero la verdadera actividad, la búsqueda, debió de tener lugar en otra cámara. Tiene que haber otra puerta.
—Las paredes son lisas y sólidas —dijo su hermano.
Recordé mi experiencia en Dendara, en Egipto, y eché un vistazo al suelo. Las baldosas blancas y negras formaban diagonales que partían del altar.
—Creo que Big Ned debería empujar esta mesa de piedra —dije—. ¡Con fuerza!
Al principio no sucedió nada. Entonces Jericó se unió a él, y por último Little Tom, Potts y yo, todos gruñendo. Finalmente se oyó un chirrido y el altar comenzó a girar sobre un eje situado en una esquina. Al correr lateralmente sobre el suelo, dejó al descubierto un hoyo. Una escalera bajaba a las tinieblas.
—Esto ya es otra cosa —dijo Ned, jadeando.
Bajamos y accedimos a una antesala situada bajo la cámara principal. Al fondo había una gran puerta de hierro, roja y negra por la oxidación. Estaba marcada por diez discos de latón del tamaño de platos, verdosos por el tiempo. Había uno en la parte superior, y dos hileras de tres discos cada una de arriba abajo. Entre ellas, pero más baja, una columna vertical de tres más. En el centro de cada uno había un pestillo.
—¿Diez pomos? —preguntó Tentwhistle.
—O diez cerrojos —dijo Jericó—. Cada uno de estos pestillos podría alojar una palanca en esta jamba de hierro. —Probó con un pomo, pero no se movió—. No tenemos herramientas para forzar esto.
—Lo que significa que quizá no ha sido abierta y no la han robado —razonó Ned, con mayor perspicacia de la que le había supuesto—. Me parece que es una buena noticia. Después de todo, puede que el patrón haya encontrado algo. ¿Qué podrías tener que fuese tan valioso como para poner una puerta como esta delante, y además en el fondo de una madriguera?
—¿Diez cerrojos? No hay ojo de la cerradura —señalé.
Y cuando Jericó y Ned empujaron y tiraron de la sólida puerta, esta no se movió.
—Está inmovilizada —dijo el quincallero—. Quizá no es una puerta, después de todo.
—Y se nos acaba el tiempo —advirtió Farhi—. Amanecerá sobre la plataforma de arriba, y los musulmanes vendrán a rezar. Si empezamos a golpear este hierro, alguien podría oírnos.
—Esperad —dije, recordando el misterio del medallón en Egipto—. Es un dibujo, ¿no os parece? Diez discos, en forma de soles… El diez es un número mágico. Supongo que significaba algo para los templarios.
—Pero ¿qué?
—Sefiroth —dijo Miriam pausadamente—. Es el árbol.
—¿Un árbol?
De repente, Farhi dio un paso atrás.
—¡Sí, sí, ahora lo veo! ¡El Etz Hayim, el Árbol de la Vida!
—La cabala —confirmó Miriam—. Misticismo y numerología judíos.
—¿Los caballeros templarios eran judíos?
—Desde luego que no, pero sí ecuménicos cuando se trataba de buscar secretos antiguos —razonó Farhi—. Habrían estudiado los textos judíos en busca de pistas sobre dónde cavar en el monte, así como musulmanes y otros. Se habrían interesado por todos los símbolos que acelerasen su búsqueda de conocimiento. Este es el dibujo de los diez sefiroth, con keter, la corona, en la parte de arriba, y luego binah, intuición, frente a chojmah, sabiduría… y así sucesivamente.
—Grandeza, piedad, fortaleza, gloria, victoria, majestad, fundamento y soberanía o reino —recitó Miriam—. Todos los aspectos de un Dios que escapa a la comprensión. No podemos entenderlo, sino solo estas manifestaciones de su ser.
—Pero ¿qué significa en esta puerta?
—Es un rompecabezas, creo —dijo Farhi. Había acercado su farol—. Sí, puedo ver los nombres judíos grabados en hebreo. Chesed, tiferet, netzach…
—Los egipcios creían que las palabras eran mágicas —recordé—. Que recitarlas podía invocar un dios o fuerzas…
Big Ned se santiguó.
—¡Por Dios Nuestro Señor, blasfemias paganas! ¿Esos caballeros vuestros adoptaron las obras de los judíos? ¡No me extraña que los quemaran en la hoguera!
—No las adoptaron; las utilizaron —dijo Jericó pacientemente—. Aquí en Jerusalén respetamos las otras confesiones, aunque discrepemos de ellas. Los templarios pretendían decir algo con esto. Quizás hay que girar los pestillos en el orden correcto.
—Primero la corona —sugerí—. Keter, ahí arriba.
—Lo intentaré.
Pero aquel pestillo no se movió más que los otros.
—Espera, piensa —dijo Farhi—. Si nos equivocamos, quizá no funcionará ninguno.
—O activaremos alguna trampa —dije, recordando la caída de los monolitos de piedra que estuvieron a punto de atraparme en la pirámide—. Esto podría ser una prueba para mantener a raya a los indignos.
—¿Qué elegiría primero un templario? —preguntó Farhi—. ¿Victoria? Eran guerreros. ¿Gloria? Anhelaban la fama. ¿Sabiduría? Si el tesoro era un libro. ¿Intuición?
—Pensamiento —dijo Miriam—. Pensamiento, como Tot, como el libro que busca Ethan.
—¿Pensamiento?
—Si se trazan líneas de un disco a otro se intersecan aquí, en el centro —señaló ella—. ¿No representa este centro para los judíos cabalísticos la mente inescrutable de Dios? ¿No es este centro el propio pensamiento? ¿Esencia? ¿Lo que los cristianos podríamos llamar alma?
—Tienes razón —dijo Farhi—, pero no hay ningún pestillo ahí.
—Sí, el único lugar sin pestillo es el centro. —Miriam trazó líneas desde los diez discos hasta ese punto central—. Pero hay grabado un pequeño círculo.
Y antes de que nadie pudiera detenerla, cogió la palanca que había hincado a Little Tom y presionó el hierro con la punta de la barra precisamente en ese punto. Se oyó un estampido sordo y resonante que nos sobresaltó a todos. Entonces el círculo grabado se hundió, se produjo un sonido metálico y de repente los diez pestillos de los diez discos de latón empezaron a moverse al mismo tiempo.
—¡Preparaos!
Levanté mi rifle. Tentwhistle y Potts alzaron sus pistolas navales. Ned y Tom desenvainaron sus alfanjes.
—Vamos a ser todos ricos —dijo Ned en voz baja.
Cuando los pestillos dejaron de moverse Jericó dio un empujón y, con un estruendo rechinante, la gran puerta giró hacia dentro y hacia abajo como un puente levadizo, la parte superior sostenida por cadenas, y bajó pesadamente hasta aterrizar con un golpe sordo sobre un suelo de tierra. Se levantó una polvareda gris, ocultando momentáneamente lo que se encontraba detrás, y luego vimos que la puerta había salvado una hendidura en el suelo. El abismo se extendía hacia abajo hasta perderse en la negrura.
—Alguna falla fundamental en el terreno —especuló Farhi, mirando hacia abajo—. Esta ha sido una montaña sagrada desde el origen de los tiempos, una roca que se dirige al cielo, pero tal vez tiene también raíces en el infierno.
—Todas las cosas son duales —volvió a decir Miriam.
De la grieta de piedra ascendía aire fresco. Todos estábamos inquietos, y por una vez recordé aquel pozo del infierno en la pirámide. De todos modos, nuestra codicia nos impulsó a cruzar.
Esta cámara era mucho más pequeña que la sala templaría de arriba, no mucho mayor que un camerino, con un techo bajo y abovedado. La bóveda aparecía pintada con un derroche de estrellas, signos zodiacales y extrañas criaturas de alguna época primitiva, un torbellino de simbolismo que me recordó el techo que había visto en Egipto, en Dendara. En su vértice había una esfera aparentemente dorada que probablemente representaba el sol. Ocupaba el centro de la sala un pedestal de piedra alto hasta la cintura, como la base de una estatua o una plataforma de exhibición, pero estaba vacío. Las paredes mostraban escritos en un alfabeto que no había visto nunca, no era árabe, hebreo, griego ni latín. También era distinto de lo que había visto en Egipto. Muchos caracteres eran de formas geométricas, cuadrados, triángulos y círculos, pero otros parecían gusanos retorciéndose o laberintos minúsculos. Cofres de madera y latón estaban amontonados en el perímetro de la sala, secos y corroídos por el tiempo. Y dentro de ellos había…
Nada.
Nuevamente me acordé de la Gran Pirámide, donde el recipiente del libro estaba vacío. Una crueldad detrás de otra. Primero el libro desaparecido, luego Astiza, y ahora esta broma…
—¡Maldita sea! —Eran Ned y Tom, dando puntapiés a los cofres. Ned arrojó uno contra la pared de piedra, y el impacto lo convirtió en una lluvia de astillas—. ¡Aquí no hay nada! ¡Todo ha sido robado!
Robado, recuperado o trasladado. Si alguna vez había habido allí un tesoro —y sospechaba que sí—, había desaparecido mucho tiempo atrás: llevado por los templarios a Europa, tal vez, o escondido en alguna otra parte cuando sus jefes fueron arrastrados a la hoguera. Quizá se había ido perdiendo desde que los judíos fueron esclavizados por Nabucodonosor.
—¡Silencio, estúpidos! —pidió Farhi—. ¿Tenéis que romper cosas para que los guardias musulmanes nos oigan? ¡Este Monte del Templo es un laberinto de cuevas y galerías! —Se volvió hacia Tentwhistle—. ¿También el cerebro de los marineros ingleses es de roble?
El teniente se sonrojó.
—¿Qué dicen estas paredes? —pregunté, mirando los curiosos caracteres.
Nadie respondió, porque ni siquiera Farhi lo sabía. Pero entonces Miriam, que había estado contando, señaló una pequeña repisa donde confluían las paredes y la bóveda. Había candelabros esculpidos en la piedra, como para sostener velas o lámparas de aceite.
—Farhi, cuéntalos —dijo.
El banquero mutilado lo hizo.
—Setenta y dos —dijo pausadamente—. Como los setenta y dos nombres de Dios.
Jericó se acercó más.
—Hay aceite vertiéndose en ellos —observó sorprendido—. ¿Cómo es posible, después de tantos años?
—Es un mecanismo accionado por la puerta —sugirió Miriam.
—Vamos a encenderlos —propuse con repentina convicción—. Encendámoslos para comprender.
Supuse que era magia templaria, algún modo de iluminar el misterio que habíamos descubierto. Entonces Jericó encendió un trozo de leña con la mecha de su farol y lo aplicó al aceite del candelabro más próximo. Prendió, y luego una pequeña llama recorrió un canal lleno de aceite para encender el siguiente.
Uno tras otro fueron cobrando vida, prendiendo sucesivamente alrededor del círculo de la bóveda, hasta que lo que había sido penumbra era ahora un lugar repleto de luces y sombras. Pero eso no era todo. Vi que la bóveda tenía unas nervaduras de piedra que se elevaban hasta su vértice, y en cada una de ellas había una estría. Ahora esas estrías comenzaron a resplandecer por el calor o la luz de abajo, de un inquietante color morado semejante al que había visto en experimentos eléctricos con tubos de vidrio vaciados de aire.
—La madriguera de Lucifer —murmuró Little Tom.
En el punto más alto de la bóveda, una esfera que me había parecido simplemente dorada empezó a resplandecer también. Y de ella salió un rayo de luz morada, como el destello que yo había hecho aparecer de la electricidad por Navidad, que incidía directamente sobre el pedestal que ocupaba el centro de la sala.
Donde debió de haber un libro o un manuscrito, para ser leído. Jericó y Miriam se santiguaban.
Observé que había un agujero en el centro del pedestal, que habría quedado tapado en el caso de que un libro o un manuscrito descansara allí. Sin ellos, la luz de arriba podía iluminarlo…
Entonces se oyó un chirrido, como el de una rueda oxidada al girar. Los marineros se pararon a escuchar. Miré el techo en busca de alguna señal de desplome.
—¡Es la Virgen negra! —gritó el alférez Potts desde la escalera que conducía a la sala de reunión de los templarios—. ¡Está girando!