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P

speraba que Haim Farhi tuviera parte de la gravedad y dignidad aristotélicas de Enoc, el mentor y anticuario de Egipto que fue asesinado por mis enemigos. Sin embargo, me esforzaba por no mirarlo boquiabierto. No era solo que aquel judío bajito, pequeño y de mediana edad, con patillas en espiral y un atuendo adusto y oscuro, careciera de la majestad de Enoc. Era también que lo habían mutilado hasta convertirlo en uno de los hombres más repulsivos que había visto nunca. Tenía parte de la nariz trinchada, dejando un hocico semejante al de un cerdo. Le faltaba la oreja derecha. Y le habían sacado el ojo derecho, dejando una cuenca cerrada por una cicatriz.

—Dios mío, ¿qué le ocurrió? —susurré a Jericó mientras Miriam cogía la capa del hombre en la puerta.

—Provocó la ira de Djezzar el Carnicero —contestó el herrero en voz baja—. No expreses compasión. Ostenta su supervivencia como una insignia de honor. Es uno de los banqueros más poderosos de Palestina y tiene la confianza de Djezzar, habiéndole sido leal después de su tortura.

—¿La gente lo utiliza para sus ahorros y préstamos?

—Fue su rostro lo que se desfiguró, no su mente.

—El rabí Farhi es uno de los historiadores ilustres de la provincia —dijo Miriam en voz más alta mientras se nos acercaban, adivinando ambos el motivo de nuestros susurros—. Es también un estudioso de misterios judíos. Todo aquel que ahonde en el pasado hará bien en pedirle consejo.

—En tal caso agradezco su ayuda —dije con diplomacia, procurando no mirar.

—Como yo agradezco vuestra tolerancia de mi desgracia —respondió Farhi con voz serena—. Conozco el efecto que causo en la gente. Veo mi desfiguración reflejada en los ojos de cada niño asustado. Pero el aislamiento de la mutilación me proporciona tiempo para las leyendas de esta ciudad. Jericó me ha dicho que estáis buscando secretos perdidos de importancia estratégica, ¿es así?

—Posiblemente.

—¿Posiblemente? Vamos, si queremos avanzar debemos confiar el uno en el otro, ¿no?

Estaba aprendiendo a no confiar demasiado en nadie, pero no lo dije, ni ninguna otra cosa.

—Y esos efectos pueden tener alguna relación con el Arca de la Alianza —prosiguió Farhi—. ¿No es así también?

—Así es.

Era obvio que sabía lo que le había contado a Jericó.

—Puedo entender por qué habéis viajado tan lejos, con tanto entusiasmo. Pero es mi triste responsabilidad advertiros que quizá llegáis setecientos años demasiado tarde. Otros hombres han venido antes a Jerusalén, buscando los mismos poderes que vos.

—Y vais a decirme que hicieron cuanto pudieron y no los encontraron.

—Al contrario, voy a deciros que posiblemente encontraron exactamente lo que buscáis. O que, si no lo hicieron, es poco probable que vos lo consigáis. Buscaron durante años. Jericó me ha dicho que vos solo disponéis de unos días, a lo sumo.

¿Qué sabía aquel lisiado?

—¿Qué encontraron exactamente?

—Curiosamente, los eruditos aún discuten al respecto. Un grupo de caballeros cristianos partió de Jerusalén con poderes inexplicables, y sin embargo se mostraron impotentes cuando los traicionaron. Así pues, ¿encontraron algo? ¿O no?

—Un cuento de hadas —se burló Jericó.

—Pero basado en la historia, hermano —dijo Miriam en voz baja.

—Esas historias sobre túneles son leyendas anticuadas —insistió Jericó.

—¿Y qué es la leyenda sino un eco de la verdad? —replicó su hermana.

Los miré a los tres. Ya habían discutido de esto antes.

—¿Qué leyendas?

—Las de nuestros antepasados, los caballeros templarios —dijo Miriam—. Su nombre completo era los Pobres Caballeros de Cristo en el Templo de Salomón. No todos los monjes guerreros eran célibes, y la tradición sostiene que nuestra sangre desciende de la suya. Buscaban lo mismo que tú, y hay quien cree que lo encontraron.

—¿Lo creen ahora?

—Es una historia curiosa —dijo Farhi—. Tengo entendido que habéis vivido en París, señor Gage. ¿Conocéis la región francesa de la Champaña, al sureste de París y al norte de Troyes?

—La he atravesado, y disfrutado de sus productos.

—Hace más de mil trescientos años se libró allí una de las batallas más terribles de toda la historia. Los últimos romanos derrotaron a Atila, el gran huno.

—La Batalla de Châlons —dije, agradecido de que Franklin hubiese mencionado este episodio antiguo un par de veces. Era una fuente de información rara, y leía libros de historia lo bastante gruesos para tres topes de puerta, escritos por cierto inglés llamado Gibbon.

—En esa batalla Atila tenía una misteriosa espada antigua con poderes místicos, que se remontaba a tiempos muy remotos. Las leyendas de tales encantamientos, y la idea de que existen en este mundo fuerzas más poderosas que las del músculo y el acero, se transmitieron a las generaciones de francos que llegaron a la Champaña para habitarla. Eran gentes que creían que podía haber en el mundo algo más que lo que vemos y tocamos fácilmente. El gran santo y maestro san Bernardo de Claraval fue uno de los que oyeron esas historias.

Ese nombre también me sonó. Recordé al sabio francés Jomard evocándolo la primera vez que subimos a la Gran Pirámide.

—Esperad, he oído hablar de él. Dijo algo acerca de que Dios es altura y anchura… es dimensiones. Que se podían incorporar las proporciones divinas a edificios sagrados.

—Sí. «¿Qué es Dios? Es longitud, anchura, altura y profundidad», dijo el santo. Y el influyente caballero Andrés de Montbard, tío de Bernardo, compartía la idea de que los antiguos que sabían tales cosas podrían haber enterrado secretos poderosos en Oriente. Enterrados, quizá, debajo del Templo de Salomón, que ocupaba el Monte del Templo, a poca distancia de donde estamos ahora.

—Los francmasones lo han creído hasta la fecha —dije, recordando a mi difunto amigo periodista, Antoine Taima, y sus entusiásticas teorías.

—En 1119 —continuó Farhi—, el tío de Bernardo, Montbard, era uno de los nueve caballeros que viajaron a Tierra Santa en misión especial. Jerusalén ya había sido tomada por los cruzados, y estos nueve llegaron a la ciudad y pidieron formar una nueva orden militar de monjes guerreros llamados templarios. Pero desde el principio su objetivo parecía misterioso. Se proponían proteger a los peregrinos cristianos, pero aquellos hombres de la Champaña inicialmente no reclutaron seguidores y ejercían escasa vigilancia en el camino de Jafa. En cambio, obtuvieron una autorización extraordinaria del gobernador de Jerusalén, el rey Balduino II, para establecer su cuartel general en la mezquita de Al-Aqsa, en el extremo sur del Monte del Templo.

—¿Nueve recién llegados consiguieron acampar en el Monte del Templo?

Farhi asintió, mirándome con su único ojo.

—Curioso, ¿verdad?

—¿Y qué tienen que ver esos templarios con Moisés y el arca? —pregunté.

—Aquí entramos en la especulación —dijo Farhi—. Circulan rumores de que excavaron túneles en los cimientos de lo que había sido el Templo de Salomón y hallaron… algo. Después de su estancia aquí, regresaron a Europa, el Papa les otorgó un rango especial y se convirtieron en los primeros banqueros y la orden militar más poderosa del continente. Los adeptos acudían en tropel a ellos. Eran inconcebiblemente ricos, y los monarcas temblaban ante la Orden del Temple. Y luego, una noche terrible, la del viernes 13 de octubre de 1309, los dirigentes templarios fueron arrestados en una purga masiva ordenada por el rey de Francia. Cientos de ellos fueron torturados y quemados en la hoguera. Con ellos murieron los secretos de lo que habían encontrado en Jerusalén. Entonces surgieron las leyendas: ¿cómo una oscura orden de caballeros llegó a hacerse tan rica y poderosa en tan poco tiempo?

—¿Creéis que encontraron el arca?

—Desde entonces no se ha descubierto ni rastro de ella.

—Poco después —agregó Miriam— empezaron a cantarse historias de caballeros en busca de un Santo Grial.

—El cáliz de la Última Cena —dije.

—Esa es una versión —explicó Farhi—. Pero el Grial también ha sido descrito en varios relatos como un caldero, un plato, una piedra, una espada, una lanza, un pez, una mesa… y hasta un libro secreto. —Me miraba con atención.

—¡El Libro de Tot!

—No he oído llamarlo así, hasta ahora. Y sin embargo la historia que habéis contado a Jericó y Miriam es intrigante. El dios Tot fue el precursor del dios griego Hermes. ¿Lo sabíais?

—Sí, me enteré en Egipto.

—En la leyenda de Percival, terminada en 1210, el héroe pide consejo a un viejo sabio ermitaño llamado Treurizent. ¿Reconocéis este nombre?

Negué con la cabeza.

—Algunos eruditos creen que procede del francés treble escient.

Ahora experimenté una cálida oleada de emoción.

—¡Tres veces sagaz! Que es lo que significa el nombre griego Hermes Trismegistus, «Hermes, el Tres Veces Sagaz», maestro de todas las artes, ¡qué a su vez es el dios egipcio Tot!

—Sí. Tres Veces Supremo, la Primera Inteligencia, el creador de la civilización. Fue el primer gran autor, el que nosotros los judíos conocemos como Enoc.

—Enoc era el nombre que adoptó mi mentor en Egipto.

—No me sorprende. Bien, cuando los templarios fueron arrestados se los acusó de herejía. Se les atribuyeron ritos obscenos, relaciones sexuales con otros hombres y la adoración de una misteriosa figura llamada Baphomet. ¿Habéis oído hablar de él?

—No.

—Ha sido representado como un demonio o diablo con cabeza de macho cabrío. Pero este nombre presenta una curiosidad. Si procediera de Jerusalén, podría ser una corrupción de la voz árabe abufibamat, que se pronuncia «bufihimat». Significa «padre de sabiduría». ¿Y quién pudo ser, para unos hombres que se autodenominaban Caballeros del Temple?

Reflexioné un momento.

—El rey Salomón.

—¡Sí! Las relaciones continúan. Los antiguos judíos también tenían costumbre, durante la ocupación extranjera, de escribir códigos secretos empleando cifras de sustitución. En el código At-bash, cada letra del alfabeto hebreo representa, en realidad, otra letra. La primera letra se convierte en la última del alfabeto; la segunda letra, en la penúltima, y así sucesivamente. Si se pronuncia Baphomet en hebreo, y luego se traduce utilizando este código At-bash, se lee sophia, la palabra griega que equivale a sabiduría.

—Baphomet. Salomón. Sophia. ¿De modo que los caballeros rendían culto a la sabiduría y no a un demonio?

—Esa es mi teoría —dijo Farhi con modestia.

—Entonces ¿por qué fueron perseguidos?

—Porque el rey de Francia los temía y quería sus riquezas. ¿Qué mejor forma de desacreditar a tus enemigos que acusarlos de blasfemos?

—Los caballeros bien pudieron consagrarse a algo más tangible —sugirió Miriam—. ¿No nos dijiste, Ethan, que Tot es supuestamente el origen de la palabra inglesa thought, «pensamiento»?

—Sí.

—Y así la cadena se hace aún más larga. Baphomet es el Padre de Sabiduría, es Salomón, es Sophia…, pero ¿no pudo ser también pensamiento Tot, tu dios originario de todo el aprendizaje?

Estaba anonadado. ¿Acaso los Caballeros del Temple, los presuntos antepasados de mis propias logias masónicas fraternas, habían sabido de aquella antigua deidad egipcia? ¿Habían llegado incluso a adorarla? ¿Estaban relacionados todos aquellos disparates, por vías que se extendían desde los masones hasta los templarios, y desde estos remontándose a través de griegos, romanos y judíos hasta el antiguo Egipto? ¿Existía una historia secreta que serpenteaba a través de todas las épocas del mundo, pareja a la comúnmente conocida?

—¿Y cómo llegó Salomón a ser tan sabio? —preguntó Jericó pausadamente—. Si ese libro fuese real, y el rey lo tuviese en sus manos…

—Corrieron rumores siniestros de que Salomón tenía el poder de invocar demonios —dijo Miriam—. Y así las historias giran sobre sí mismas: que hombres píos buscaban solo conocimiento, o que el conocimiento en sí era corruptor, desembocando en riquezas y maldad. ¿Es el conocimiento bueno o malo? Fijaos en la historia del Jardín del Edén y el Árbol del Conocimiento del Bien y el Mal. Las leyendas y los argumentos van de acá para allá.

Me sentía aturdido por las posibilidades.

—¿Creéis que los Caballeros del Temple ya encontraron ese libro?

—Si lo hicieron, pudieron perderlo en la purga que siguió —dijo Farhi—. Puede que vuestro Grial concreto no sea más que cenizas, o que esté en otras manos. Pero ninguna potencia siguió a los templarios. Ningún grupo de caballeros llegó a igualarlos jamás, y ninguna otra hermandad se extenderá nunca tanto por Europa. Y cuando Jacques de Molay, el último gran maestre, fue quemado en la hoguera por negarse a traicionar los secretos templarios, lanzó una maldición terrible prometiendo que el rey de Francia y el Papa lo seguirían a la tumba en menos de un año. Ambos lo hicieron. Así pues, ¿se encontró el libro para empezar? ¿Se perdió? ¿O acaso fue…?

—Escondido una vez más —dijo Miriam.

—¡En el Monte del Templo! —exclamé.

—Posiblemente, pero en lugares tan profundos que no puede volver a encontrarse fácilmente. Es más, cuando Saladino recuperó Jerusalén de manos de los cruzados, la posibilidad de penetrar en el monte pareció perdida. Aún hoy, los musulmanes lo custodian celosamente. Sin duda han oído algunas de las mismas historias que nosotros. Sin embargo no autorizan exploración alguna. Esos secretos podrían hacer temblar todas las religiones hasta sus cimientos, y el islam es enemigo de la brujería.

—¿Queréis decir que no podemos entrar allí?

—Si lo intentásemos y nos descubrieran, nos ejecutarían. Es territorio sagrado. Las excavaciones del pasado han ocasionado disturbios. Sería como tratar de excavar San Pedro.

—Entonces ¿por qué seguimos hablando?

Se miraron unos a otros con complicidad.

—Ah. Porque no deben descubrirnos.

—Exacto —dijo Jericó—. Farhi ha sugerido un posible camino.

—¿Por qué no lo ha seguido él mismo?

—Porque está lleno de humedad y suciedad, es peligroso, estrecho y probablemente inútil —respondió Farhi alegremente—. A fin de cuentas, solo nos ocupábamos de una imprecisa leyenda histórica hasta que llegasteis vos afirmando que algo extraordinario existió realmente en el antiguo Egipto y tal vez lo trajeron aquí. ¿Me lo creo? No. Puede que seáis un mentiroso divertido, o un tonto crédulo. Pero ¿no me lo creo, cuando su existencia puede haber supuesto un gran poder para mi gente? No puedo permitírmelo.

—¿Nos guiaréis entonces?

—Todo lo bien que pueda hacerlo un tenedor de libros desfigurado.

—Por una parte del tesoro, supongo.

—Por verdad y conocimiento, con lo que Tot se conformaría.

—Lo cual podría utilizarse para el bien o para el mal, como ha dicho Miriam.

—Lo mismo podría decirse del dinero, amigo mío.

Bueno, cada vez que un desconocido declara su altruismo y me llama amigo, me pregunto en qué bolsillo mete la mano. Pero durante los meses que había pasado buscando no había encontrado ninguna pista, ¿no? Quizás él y yo podríamos utilizarnos uno a otro.

—¿Por dónde empezamos?

—Entre la Cúpula de la Roca y la mezquita de Al-Aqsa está la fuente de El-Kas —dijo Farhi con aspereza—. Recibe el agua de unos antiguos aljibes de lluvia situados en las profundidades del Monte del Templo. Estas cisternas están comunicadas por túneles, para alimentarse unas a otras. Algunos escritores han especulado que forman parte de una red de pasajes que pueden extenderse incluso bajo la mismísima roca santa Qubbat as-Sajra, donde Abraham ofreció su sacrificio a Dios: la piedra angular del mundo. Además, esos aljibes deben de estar conectados también con manantiales, no solo agua de lluvia. En consecuencia, hace una década Djezzar me pidió que examinara los registros antiguos en busca de galerías subterráneas de acceso al Monte del Templo. Le dije que no había encontrado ninguna.

—¿Mentisteis?

—Fue una confesión de fracaso costosa. Me mutilaron como castigo. Pero la razón es que sí encontré viejos registros, informes fragmentarios, que insinuaban un camino secreto a unos poderes tan grandes que un hombre como Djezzar jamás debía alcanzar. La fuente de Gihon que alimenta la piscina de Siloé, extramuros de la ciudad, puede ofrecer una vía. En ese caso, los musulmanes jamás nos verían.

—Esos aljibes —dijo Miriam— probablemente conduzcan a los lugares más recónditos donde los judíos pudieron haber escondido el arca, el libro y otros tesoros.

—Hasta que tal vez fueron desenterrados por los Caballeros del Temple —añadió Farhi—. Y quizás escondidos de nuevo, después de que Jacques de Molay fuese quemado en la hoguera. Pero existe otro problema que también me ha disuadido de emprender cualquier exploración.

—¿Los túneles están inundados? —Conservaba crudos recuerdos de mi huida de la Gran Pirámide.

—Es posible. Pero aunque no lo estén, un documento que encontré hacía referencia a puertas que están selladas. Lo que antes estuvo abierto ahora puede estar cerrado.

—Unos hombres resueltos pueden forzar cualquier puerta cerrada, con suficiente músculo o pólvora —dijo Jericó.

—¡Nada de pólvora! —exclamó Farhi—. ¿Queréis despertar a la ciudad?

—Músculo, entonces.

—¿Y si los musulmanes nos oyen hurgar allí abajo? —pregunté.

—Eso —respondió el banquero— sería la peor suerte.

Mi rifle estaba terminado. Jericó había pegado cuidadosamente dos cabellos de Miriam en su telescopio para dotarlo de un punto de mira, y cuando probé el arma fuera de la ciudad constaté que podía acertar con precisión a un plato a doscientos metros. Un mosquete, en cambio, era poco preciso a partir de cincuenta. Pero cuando levanté el instrumento para otear en busca de los bandidos franceses desde nuestra azotea, mirando hasta que me dolía el ojo, no vi nada. ¿Se habían marchado? Me hice ilusiones de que no, de que Alessandro Silano estaba allí, dirigiéndolos en secreto, y de que podría capturarlo e interrogarlo acerca de Astiza.

Pero daba la impresión de que la banda no hubiese existido nunca.

Miriam había utilizado latón brillante para imprimir dos reproducciones de los querubines a ambos lados de la culata de madera a modo de polvoreras donde guardaba los tacos engrasados. Empujados por la bala, limpiaban el cañón de residuos de pólvora con cada disparo. Los querubines estaban agachados con las alas extendidas como los del arca. También me hizo un tomahawk nuevo. Yo estaba tan contento que di al indeciso Jericó algunos consejos para ganar en el pharaon, en el caso de que tuviera ocasión de jugar, y compré una pequeña cruz española dorada para Miriam. Tampoco me sorprendió del todo, cuando llegó la noche de nuestra aventura, que Miriam insistiera en ir, pese a la costumbre de enclaustrar a las mujeres en Jerusalén.

—Conoce viejas leyendas que a mí me aburren —admitió Jericó—. Ve cosas que yo no veo, o no vería. Y no quiero dejarla sola con los ladrones franceses merodeando por ahí fuera.

—En eso estamos de acuerdo —dije.

—Además, los dos necesitáis el juicio de una mujer —terció ella.

—Es importante actuar con sigilo —añadió Jericó—. Miriam dijo que tienes aptitudes de piel roja.

A decir verdad, mis aptitudes de piel roja habían consistido básicamente en evitar a los salvajes siempre que podía, y cubrirlos de regalos cuando no podía. Mis contados aprietos con ellos habían sido espantosos. Pero había exagerado mis proezas fronterizas delante de Miriam (uno de mis vicios), y ahora ya no serviría de nada enmendar el historial.

También vino Farhi, vestido de negro.

—Mi presencia puede ser aún más importante de lo que creía —dijo—. Hay también misterios judíos, y desde nuestra conversación he estado estudiando lo que estudiaron los templarios, incluidos la numerología de la cabala judía y su Libro de Zohar.

—¿Otro libro? ¿Para que sirve este?

—Algunos creemos que la Tora, o vuestra Biblia, puede leerse a dos niveles. Uno, el de las historias que todos conocemos. El segundo es que existe otra historia, un misterio, un relato sagrado (un relato oculto entre líneas) incrustado en un código numérico. Eso es Zohar.

—¿La Biblia es un código?

—Cada letra del alfabeto hebreo puede representarse por un número, y hay diez números más debajo, que representan los sefiroth sagrados. Estos son el código.

—¿Diez qué?

Sefiroth. Son las seis direcciones de la realidad (los cuatro puntos cardinales de este, oeste, norte y sur, además de arriba y abajo) y los elementos del universo, que son fuego, agua, éter y Dios. Estos diez sefiroth y veintidós letras representan los treinta y dos caminos de sabiduría, que a su vez apuntan a los setenta y dos nombres de Dios. ¿Tal vez ese pueda leerse del mismo modo? ¿Cuál es la clave? Ya lo veremos.

Bueno, era más del mismo galimatías con que me había topado desde que había ganado el maldito medallón egipcio en París. Al parecer la locura es contagiosa. Tanta gente parecía creer en leyendas, numerología y prodigios matemáticos que había empezado a creer yo también, aunque apenas podía sacar algo en limpio de aquello de que hablaban. Pero si un banquero desfigurado como Farhi estaba dispuesto a hurgar en las entrañas de la tierra debido a la numerología judía, entonces parecía valer también mi tiempo.

—Bueno, bienvenido. Procurad no quedaros atrás. —Miré a Jericó—. ¿Por qué llevas un saco de mortero al hombro?

—Para tapar todo aquello que consigamos forzar. El secreto para robar cosas es aparentar que no se ha producido ningún robo.

Esa es la clase de ideas que admiro.

Salimos por la Puerta del Estiércol una vez anochecido. Era principios de marzo, y la invasión de Napoleón ya había comenzado. Habían llegado noticias de que los franceses habían marchado desde El-Arish, en la frontera entre Egipto y Palestina, el 15 de febrero, obtenido una rápida victoria en Gaza y se estaban acercando a Jafa. Quedaba poco tiempo. Bajamos por la pedregosa ladera hasta la piscina de Siloé, unas instalaciones de fontanería de la época del rey David, mientras yo aconsejaba despreocupadamente cuándo agacharse y cuándo correr como si fuesen en realidad técnicas algonquinas seguras. Lo cierto es que me siento más a gusto en una sala de juego que en el monte, pero Miriam parecía impresionada.

Había luna nueva, una tajada que dejaba la ladera a oscuras, y el aire nocturno de principios de primavera era frío. Los perros ladraban desde casuchas de pastores y apriscos de cabras mientras trepábamos sobre viejas ruinas. A nuestra espalda, dibujando una línea oscura contra el cielo, quedaban las murallas de la ciudad que encerraban el lado sur del Monte del Templo. Pude ver la silueta de Al-Aqsa allá arriba, y los muros y arcos de sus añadidos templarios.

¿Miraban hacia abajo los centinelas musulmanes? Mientras avanzábamos, tuve la incómoda sensación de ser observado.

—Hay alguien ahí —susurré a Jericó.

—¿Dónde?

—No lo sé. Los percibo, pero no puedo verlos.

Miró alrededor.

—No he oído nada. Creo que ahuyentaste a los franceses.

Palpé mi tomahawk y sujeté el rifle con ambas manos.

—Vosotros tres seguid adelante. Veré si puedo sorprender a alguien detrás.

Pero la noche parecía tan vacía como el saco negro de un mago. Finalmente, sabiendo que los otros esperaban, continué hacia la piscina de Siloé, un foso de tinta rectangular junto al suelo del valle. Unos peldaños de piedra desgastados bajaban a una plataforma de piedra desde la que las mujeres podían sumergir sus tinajas. Los gorriones, que anidaban en los muros de piedra del foso, se agitaban inquietos. Solo un tenue resplandor de caras me mostró dónde se acurrucaban mis compañeros.

Y nuestro grupo había aumentado.

Sir Sidney ha mandado ayuda —explicó Jericó.

—¿Británica? —Ahora comprendí mi presentimiento.

—Necesitaremos su trabajo en el subsuelo.

—Teniente Henry Tentwhistle, del buque de guerra Dangerous, a vuestro servicio, señor Gage —susurró un hombre, agazapado en la oscuridad—. Tal vez recordaréis que me ganasteis en nuestras partidas de brelan.

Gruñí para mis adentros.

—Tuve suerte frente a vuestra audacia, teniente.

—Este es el alférez Potts, a quien superasteis en el pharaon. Le ganasteis la paga de seis meses.

—No debió de ser tanto. —Estreché su mano—. Me ha hecho mucha falta para cumplir la misión de la Corona aquí en Jerusalén.

—Y creo que conocéis también a estos dos muchachos.

Aun en la penumbra de medianoche de la piscina de Siloé, pude identificar el destello de la sonrisa memorablemente amplia y hostil de unos dientes como teclas de piano.

—Me debes una pelea, cuando termine esto —dijo su propietario.

—Y también nuestro dinero.

¡Cómo no! Eran Big Ned y Little Tom.