ara pasar el invierno, hice todo lo posible por coquetear con Miriam. Había encontrado un trozo de ámbar en el mercado, con un insecto conservado dentro. Lo vendían como un amuleto de buena suerte pulido y brillante, pero yo lo vi como un artefacto científico. Me acerqué a ella sigilosamente por la espalda cuando estaba limpiando un pollo, froté enérgicamente el ámbar contra mi ropa y luego levanté la mano sobre las blandas plumas. Algunas de ellas subieron flotando hasta la palma de mi mano vuelta hacia abajo.
Miriam se volvió.
—¿Cómo lo haces?
—Traigo poderes misteriosos de Francia y América —salmodié.
Ella se persignó.
—Es maléfico traer magia a esta casa.
—No es magia, es un truco eléctrico que aprendí de mi mentor Franklin. —Giré la palma para que pudiera ver el ámbar que sostenía—. Los antiguos griegos ya hacían esto. Si frotas ámbar, atraerá objetos. Llamamos electricidad a esta magia. Soy electricista.
—Qué idea tan absurda —dijo indecisa.
—Ten, pruébalo.
Le tomé la mano, pese a su vacilación, y puse el ámbar en sus dedos, aprovechando la excusa para tocarla. Sus dedos eran fuertes y estaban enrojecidos por el trabajo. Luego lo froté contra su manga y lo sostuve sobre las plumas. En efecto, algunas levitaron hasta adherirse.
—Ahora tú también eres electricista.
Soltó un bufido y me lo devolvió.
—¿Cómo encuentras tiempo para juegos inútiles?
—Quizá no son inútiles.
—Si eres tan listo, utiliza tu ámbar para desplumar el siguiente pollo.
Reí y pasé el ámbar por detrás de su mejilla, atrayendo con él cabellos de su preciosa melena.
—Tal vez pueda servir de peine. —Había creado un velo rubio, sus ojos desconfiados sobre él.
—Eres un hombre insolente.
—Simplemente curioso.
—¿Curioso de qué? —Se sonrojó al decirlo.
—Ah. Ahora empiezas a comprenderme. —Le guiñé el ojo.
Pero no dejó que las cosas fuesen más lejos. Yo había confiado en pasar el tiempo de ocio jugando un par de partidas de cartas, pero me hallaba en la peor ciudad del mundo para eso. Jerusalén ofrecía menos diversiones que una merienda campestre cuáquera. Tampoco había demasiadas tentaciones sexuales en un lugar donde las mujeres estaban tan atadas como un niño pequeño en medio de una ventisca en Maine: mi celibato en Jafa se prolongó involuntariamente. Oh, de vez en cuando las mujeres me dirigían una mirada atractiva —poseo cierto donaire—, pero su encanto estaba emponzoñado por los relatos morbosos que uno oía en las cafeterías sobre mutilaciones genitales practicadas por padres o hermanos enojados. Eso basta para hacer vacilar a cualquiera.
Con el tiempo me sentí tan frustrado y aburrido que me inspiré en mi truco con el ámbar y decidí jugar con la electricidad como Franklin me había enseñado. Lo que había parecido un ingenioso pasatiempo parisino para hechizar los salones con un beso eléctrico —podía provocar una chispa entre los labios de una pareja, una vez que había puesto una carga en una mujer con mis máquinas— se había vuelto algo más serio después de mi estancia en Egipto. ¿Era posible que los antiguos hubiesen convertido tales misterios en magia potente? ¿Era ese el secreto de sus civilizaciones? La ciencia constituía también un modo de conferirme cierta posición durante mi invierno de descontento en Jerusalén. La electricidad era nueva allí.
Con la reticente tolerancia de Jericó, construí un manubrio de fricción, con un disco de cristal para hacer un generador. Cuando lo hacía girar contra unas almohadillas conectadas a un cable, la carga estática se transmitía a unas jarras de cristal que revestía de plomo: mis improvisadas botellas de Leiden. Utilizaba hilos de cobre para conectar aquellas baterías de chispa en serie y mandar a una cadena electricidad suficiente para que los clientes saltaran si la tocaban, lo que les dejaba los miembros entumecidos durante horas. A los estudiosos de la naturaleza humana no les sorprenderá saber que los hombres hacían cola para experimentar sacudidas, agitando asombrados sus hormigueantes extremidades. Adquirí todavía más fama como brujo cuando me electrifiqué los brazos y usé los dedos para atraer limaduras de latón. Me di cuenta de que me había convertido en un conde Silano, un ilusionista. Los hombres empezaron a cuchichear sobre mis poderes, y admito que disfruté de aquella notoriedad. En Navidad vacié el aire de un globo de cristal, lo hice girar con mi manubrio y extendí una mano encima. El resplandor morado resultante iluminó el cobertizo y hechizó a los niños del vecindario, si bien dos ancianas se desmayaron, un rabino abandonó la estancia hecho una furia y un sacerdote católico empuñó una cruz hacia mí.
—No es más que un truco de salón —los tranquilicé—. Lo hacemos continuamente en Francia.
—¿Y qué son los franceses, sino unos infieles y ateos? —replicó el sacerdote—. La electricidad no traerá nada bueno.
—Al contrario, médicos eruditos de Francia y Alemania creen que las descargas eléctricas pueden curar enfermedades o la locura.
Pero como todo el mundo sabe que los médicos matan más que curan, los vecinos de Jericó apenas se mostraron impresionados por esta promesa.
También Miriam albergaba dudas.
—Parecen demasiadas molestias solo para picar a alguien.
—Pero ¿por qué pica? Eso es lo que Ben Franklin quería saber.
—Ocurre cuando accionas la manivela, ¿no?
—Pero ¿por qué? Si bates leche o izas un cubo del pozo, ¿obtienes electricidad? No, aquí hay algo especial, que Franklin creía podría ser la fuerza que anima el universo. Quizá la electricidad anima nuestras almas.
—¡Eso es una blasfemia!
—La electricidad está en nuestros cuerpos. Los electricistas han tratado de animar a criminales muertos con electricidad.
—¡Uf!
—Y sus músculos se movieron realmente, aunque sus espíritus se habían ido. ¿Es la electricidad lo que nos da vida? ¿Y si pudiéramos aprovechar esa fuerza del mismo modo en que utilizamos el fuego, o los músculos de un caballo? ¿Y si lo hacían los antiguos egipcios? La persona que supiese cómo hacerlo tendría un poder inimaginable.
—¿Y eso es lo que buscas, Ethan Gage? ¿Un poder inimaginable?
—Cuando has visto las pirámides, te preguntas si los hombres no tuvieron ese poder en el pasado. ¿Por qué no podemos volver a aprenderlo ahora?
—Quizá porque causó más mal que bien.
Entretanto, Jerusalén obraba su propio embrujo. No sé si la historia humana puede penetrar en el suelo como la lluvia de invierno, pero los lugares que visité transmitían una sensación de tiempo palpable y evocadora. Cada muro encerraba un recuerdo; cada calleja, una historia. Aquí Jesús cayó, allí Salomón recibió a Saba, en esta plaza los cruzados atacaron, y al otro lado de esa pared Saladino recuperó la ciudad. Más extraordinaria era la esquina suroriental de la ciudad, consistente en una inmensa meseta artificial construida en la cima del monte donde Abraham se ofreció a sacrificar a Isaac: el Monte del Templo. Erigida por Herodes el Grande, es una plataforma pavimentada de cuatrocientos metros de largo por trescientos de ancho que ocupa, según me dijeron, catorce hectáreas. ¿Para albergar un simple templo? ¿Por qué tenía que ser tan grande? ¿Acaso cubría algo —ocultaba algo— más crítico? Me recordó nuestras incesantes especulaciones sobre el verdadero propósito de las pirámides.
El Templo de Salomón estuvo en este monte hasta que primero los babilonios y después los romanos lo destruyeron. Y luego los musulmanes edificaron su mezquita dorada en el mismo enclave. En el extremo sur había otra mezquita, Al-Aqsa, con su forma distorsionada por las adiciones cruzadas. Cada confesión había tratado de dejar su huella, pero el resultado global era una serena desolación, elevada sobre la ciudad comercial como el propio cielo. Los niños jugaban y las ovejas pastaban. A veces franqueaba la Puerta de la Cadena y recorría su perímetro, observando las colinas circundantes con mi pequeño catalejo. Los musulmanes me dejaban en paz, murmurando que era un genio que explotaba fuerzas oscuras.
Pese a mi reputación, o quizá debido a ella, de vez en cuando me autorizaban a entrar en la mismísima Cúpula de la Roca de baldosas azules, donde me quitaba las botas antes de pisar su alfombra roja y verde. Quizá confiaban en que me convertiría al islam. La cúpula estaba sustentada por cuatro enormes pilares y doce columnas, el interior decorado con mosaicos y escrituras islámicas. Debajo se hallaba la roca sagrada, Qubbat as-Sajra, piedra raíz del mundo, donde Abraham se había ofrecido a sacrificar a su hijo y donde Mahoma había ascendido a recorrer el cielo. Había un pozo a un lado de la roca, y según decían una pequeña gruta debajo. ¿Había algo escondido allí? Si era ahí donde había estado el Templo de Salomón, ¿no se habrían ocultado tesoros hebreos en el mismo lugar? Pero no se permitía a nadie bajar a la gruta, y cuando tardaba en marcharme, un vigilante musulmán me ahuyentaba.
Así especulaba, y trabajaba con Jericó forjando herraduras, hoces, tenazas, bisagras y toda la quincalla diversa de la vida cotidiana. Tuve oportunidades de sobra para interrogar a mi anfitrión.
—¿Existen en esta ciudad lugares subterráneos donde pudiera esconderse algo valioso durante mucho tiempo?
Jericó soltó una risotada.
—¿Lugares subterráneos en Jerusalén? Cada sótano conduce a un laberinto de túneles abandonados y callejas olvidadas. No olvides que esta ciudad ha sido saqueada por la mitad de las naciones del mundo, entre ellas vuestros cruzados. Se han cortado tantos cuellos que el agua subterránea debería ser sangre. Son ruinas superpuestas, por no hablar de un laberinto de cuevas y galerías. ¿Subterráneos? ¡Puede que haya más Jerusalén ahí abajo que aquí arriba!
—Lo que estoy buscando lo trajeron los antiguos israelitas.
Emitió un gruñido.
—¡No me digas que andas buscando el Arca de la Alianza! Eso es un mito descabellado. Puede que hubiera estado en el Templo de Salomón, pero no se ha oído hablar de ella desde que Nabucodonosor destruyó Jerusalén y obligó a los judíos a exiliarse en el año 586 antes de Cristo.
—No, no, no me refiero a eso. Pero sí me refería a eso, o por lo menos confiaba en que el arca pudiera llevarme hasta el libro, o que fuesen una sola cosa. «Arca» significa «cofre», y el Arca de la Alianza era supuestamente el cofre de madera de acacia chapado en oro en el que los hebreos que escaparon de Egipto guardaron los Diez Mandamientos. Tenía fama de encerrar poderes misteriosos y de ser de gran ayuda para derrotar a sus enemigos. Naturalmente me preguntaba si el Libro de Tot se encontraba también dentro de aquel recipiente, puesto que Astiza creía que Moisés lo había cogido. Pero no dije nada de esto, todavía.
—Bien. Te llevaría toda la eternidad excavar Jerusalén, y sospecho que al final no tendrías más que cuando empezaste. Cava agujeros si quieres, pero lo único que encontrarás son fragmentos de cerámica y huesos de rata.
Miriam era una mujer callada, pero poco a poco me di cuenta de que ese silencio era un velo sobre una inteligencia aguda, con una intensa curiosidad por el pasado. Por muy distintas que ella y Astiza fuesen en personalidad, en intelecto eran gemelas. En los primeros días de mi estancia nos preparaba y servía la comida, pero comía aparte. No fue hasta que hube trabajado durante algún tiempo con Jericó en su fragua, ganándome una pizca de confianza, que pude convencerlos a ambos de que se reuniera con nosotros a la mesa. A fin de cuentas no éramos musulmanes obligados a segregar los sexos, y su reticencia era curiosa. Al principio solo hablaba cuando nos dirigíamos a ella —en este sentido era también la antítesis de Astiza— y parecía tener poco que decir. Como había sospechado, era muy hermosa —una belleza que siempre me recuerda a fruta con nata—, pero solo con reticencia se despojaba del pañuelo a la mesa. Cuando lo hacía, su pelo era una cascada dorada, tan claro como el de Astiza era oscuro, el cuello esbelto, las mejillas preciosas. Seguía estando orgulloso de mi castidad (puesto que intentar encontrar a una aventurera en Jerusalén era como tratar de dar con una virgen en los casinos de París, más me valía sentirme satisfecho de mi forzada virtud), pero me asombraba que aquella belleza no hubiese sido capturada aún por ningún pretendiente insistente. Por la noche oía sus chapoteos mientras se bañaba cuidadosamente de pie en una bañera de madera, y no podía evitar pensar en sus pechos y su vientre, la redondez de su trasero y las piernas esbeltas y fuertes que mi frustrado cerebro imaginaba, chorros de agua jabonosa cayendo en cascada por la topografía perfecta de sus muslos, pantorrillas y tobillos. Entonces gemía, trataba de pensar en la electricidad y finalmente recurría a mi puño.
Durante la cena Miriam disfrutaba de nuestra conversación, con ojos ágiles y vivaces. Hermano y hermana eran gente que había visto parte del mundo, y por lo tanto apreciaban mis relatos de la vida en París, mi infancia en América, mis primeras incursiones para comerciar con pieles en los Grandes Lagos y mis viajes Misisipí abajo hasta Nueva Orleans y las Islas del Azúcar caribeñas. También mostraban curiosidad por Egipto. No les hablé de los secretos de la Gran Pirámide, pero describí el Nilo, las grandes batallas por tierra y mar del año anterior y el templo de Dendara que había visitado muy al sur. Jericó me habló más de Palestina, del mar de Galilea sobre el que anduvo Jesús y de los sitios cristianos que podía visitar en el Monte de los Olivos. Después de cierta vacilación, también Miriam empezó a hacer tímidas sugerencias, insinuando que sabía mucho más acerca de la Jerusalén histórica de lo que yo había supuesto, más, de hecho, que su hermano. No solo sabía leer —algo bastante raro en una mujer en tierras musulmanas— sino que además lo hacía con avidez, y pasaba la mayor parte de sus días tranquilos, protegida de los hombres y libre de niños, estudiando libros que compraba en el mercado o tomaba prestados de los conventos de monjas.
—¿Qué estás leyendo? —le preguntaba.
—El pasado.
Jerusalén era un lugar preñado de pasado. Yo vagaba por las colinas extramuros en el frío invierno, cuando la luz proyectaba sombras alargadas sobre ruinas anónimas. En una ocasión el gélido viento trajo una ligera nevada, el cobertor blanco fue seguido por cielos de un azul pálido y un sol que calentaba tan poco como una cometa. El paisaje que iluminaba parecía de azúcar.
Mientras tanto la construcción del rifle seguía su curso, y veía que Jericó disfrutaba de la destreza requerida. Cuando el cañón estuvo forjado del todo lo perforamos hasta el diámetro correcto: yo accionaba la manivela mientras él empujaba hacia mí el cañón sujeto con cárcel. Es una tarea ardua. Una vez hecho esto, extendió un cordel a través del calibre, tensándolo con un arco curvado, y luego lo examinó por el medio buscando sombras y crestas que indicaran imperfecciones. Un calentamiento y martilleo expertos dejaron el tubo todavía más recto.
La acanaladura que haría girar la bala requirió un trabajo concienzudo. Había siete estrías, todas ellas cortadas por una broca que giraba a través del cañón. Puesto que no podía hacer una incisión profunda, fue necesario hacer girar la broca manualmente a través del rifle doscientas veces por estría.
Eso fue solo el principio. Estaban el pulimento, el pavonado del metal, y luego el sinnúmero de piezas metálicas para la llave de chispa, el gatillo, la caja, la baqueta, etcétera. Mis manos ayudaban, pero la pericia era toda de Jericó, sus manazas rollizas capaces de producir resultados dignos de una doncella con una aguja. Se sentía más dichoso que nunca cuando trabajaba en silencio.
La doncella Miriam me sorprendió un día pidiendo permiso para medirme el brazo y el hombro. Ella se ocuparía de dar forma a la culata del rifle, que debe ajustarse a las medidas del fusilero como una chaqueta. Se había ofrecido para este trabajo.
—Tiene un ojo de artista —explicó Jericó—. Muéstrale la caída y la ventaja que quieres en la culata. No había arce en Palestina, así que usó acacia del desierto, la misma madera utilizada en el arca: más pesada de lo que yo prefería, pero dura y de fibra espesa. Después de esbozar más o menos cómo quería que la madera se diferenciara del diseño de las armas de fuego árabes, Miriam tradujo mi sugerencia en curvas elegantes, que recordaban Pensilvania. Cuando me midió para obtener las dimensiones correctas de la culata, temblé como un escolar al notar el contacto de sus dedos.
Así de casto me había vuelto.
Así existía, mandando a Smith valoraciones políticas y militares imprecisas que habrían desconcertado a cualquier estratega lo bastante estúpido como para prestarles atención, hasta que finalmente una noche nuestra cena fue interrumpida por unos golpes a la puerta de Jericó. El quincallero fue a ver, y regresó con un viajero barbudo y cubierto de polvo de la caravana comercial de ese día.
—Traigo al americano noticias de Egipto —anunció el visitante.
El corazón me palpitó dentro del pecho.
Lo sentamos a la sencilla mesa de caballete de madera, le dimos agua —era musulmán y no quiso vino— con olivas y pan. Mientras daba, inquieto, las gracias por nuestra hospitalidad y comía como un lobo, esperé con aprensión, sorprendido por el torrente de emoción que corría por mis venas. Astiza se había empequeñecido en mi memoria durante aquellas semanas con Miriam. Ahora, sentimientos enterrados durante meses me aporreaban la cabeza como si aún abrazara a Astiza, o la viera colgando desesperadamente de una cuerda. Me consumí de impaciencia, notando el hormigueo del sudor. Miriam me observaba.
Hubo los saludos preceptivos, deseos de prosperidad, gracias a lo divino, un informe de salud —«¿Cómo estás?» es una de las preguntas más profundas de mi tiempo, dada la frecuencia de gota, fiebre intermitente, hidropesía, sabañones, oftalmía, dolores y desvanecimientos— y el relato de las penalidades del viaje.
Por fin:
—¿Qué noticias hay de la amiga de este hombre?
El mensajero tragó, sacudiéndose las migas de pan de la barba.
—Se sabe de un globo francés perdido durante la revuelta de octubre en El Cairo —comenzó—. Nada sobre el americano que iba a bordo; dicen que simplemente desapareció, o desertó del ejército francés. Hay varias versiones que lo sitúan acá y allá, pero ningún acuerdo sobre lo sucedido. —Me echó una mirada y luego bajó los ojos a la mesa—. Nadie confirma los hechos.
—Pero algo habrá sobre el destino del conde Silano —dije.
—El conde Alessandro Silano también ha desaparecido. Dicen que investigaba la Gran Pirámide, y entonces se esfumó. Hay quien sospecha que pudieron asesinarlo dentro de la pirámide. Otros creen que regresó a Europa. Los crédulos opinan que desapareció por arte de magia.
—¡No, no! —objeté—. ¡Cayó del globo!
—No hay constancia de ello, effendi. Solo os cuento lo que dicen.
—¿Y Astiza?
—No hemos encontrado ni rastro de ella.
Se me cayó el alma a los pies.
—¿Ni rastro?
—La casa de Qelab Almani, el hombre al que llamáis Enoc, donde afirmáis haberos hospedado, estaba vacía después de su asesinato y desde entonces ha estado requisada como barracones franceses. Yusuf al-Beni, quien decís que alojó a esa mujer en su harén, niega que haya estado allí. Circulaban rumores de una hermosa mujer que acompañaba a la fuerza expedicionaria del general Desaix al Alto Egipto, pero de ser ciertos, también ella desapareció. Del mameluco herido Ashraf que mencionasteis, no hemos averiguado nada. Nadie recuerda la presencia de Astiza en El Cairo ni en Alejandría. Los soldados hablan de una mujer atractiva, sí, pero nadie afirma haberla visto o conocerla. Casi parece que no haya existido jamás.
—¡Pero también ella cayó al Nilo! ¡Todo un pelotón lo vio!
—En ese caso, amigo mío, no debió de salir nunca. Su recuerdo es como un espejismo.
Estaba atónito. Me había preparado para su muerte, el entierro de su cuerpo ahogado. Me había hecho ilusiones sobre su supervivencia, aunque estuviera prisionera. Pero ¿su total desaparición? ¿La había arrastrado el río sin que volvieran a verla o enterrarla como era debido? ¿Qué clase de respuesta era esa? Y Silano, ¿también desaparecido? Eso resultaba todavía más sospechoso. ¿Había sobrevivido Astiza de algún modo y se había ido con él? ¡Eso era una tortura aún peor!
—¡Debéis de saber algo más que eso! ¡Dios mío, todo el ejército la conocía! ¡Napoleón se fijó en ella! ¡Sabios importantes la llevaron en su barco! ¿Y ahora no se sabe nada de ella?
Me miró con compasión.
—Lo siento, effendi. A veces Dios deja más preguntas que respuestas, ¿verdad?
Los humanos podemos adaptarnos a todo salvo a la incertidumbre. Los peores monstruos son aquellos a los que aún no nos hemos enfrentado. Pero allí estaba yo, oyendo su última palabra resonar en mi cabeza: «¡Encuéntralo!», y luego el corte de la cuerda, la caída con Silano, los gritos, el sol cegador mientras el globo se alejaba por el aire… ¿Era todo solo una pesadilla? ¡No! Había sido tan real como esa mesa.
Jericó me miraba con pesimismo. Compasión, sí, pero también el conocimiento de que la mujer egipcia me había mantenido apartado de su hermana. La mirada de Miriam era más directa de como lo había sido nunca, y en sus ojos leí una comprensión afligida. En ese instante supe que también ella había perdido a alguien. Era por eso que rehuía a todo pretendiente, y que su hermano era su compañero más próximo. Estábamos todos unidos por el dolor.
—Solo quería una respuesta clara —murmuré.
—Vuestra respuesta es: lo pasado, pasado está. —Nuestro visitante se puso en pie—. Lamento no poder traer mejores noticias, pero solo soy el mensajero. Los amigos de Jericó tendrán los oídos bien abiertos, desde luego. Pero no confiéis. Se ha ido.
Y, dicho esto, también él se fue.