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P

erusalén estaba medio en ruinas, como comprobé cuando enfilé el camino de tierra y crucé un puente de madera hasta la verja negra de la Puerta de Jafa, y a través de esta accedí a un mercado. Un subashi, u oficial de policía, me registró para comprobar si llevaba armas —no estaban permitidas en las ciudades otomanas—, pero me autorizó a quedarme mi triste daga.

—Creía que los francos llevaban cosas mejores —murmuró, tomándome por europeo a pesar de mi atuendo.

—Soy un simple peregrino —dije.

Me miró con escepticismo.

—Procura seguir siéndolo.

Entonces vendí el asno por lo mismo que me había costado —¡por lo menos recuperaba algunas monedas!— y me orienté. Al otro lado de la puerta discurría un tráfico continuo. Los mercaderes recibían caravanas, y peregrinos de una docena de sectas gritaban dando gracias al entrar en los recintos sagrados. Pero la autoridad otomana llevaba dos siglos en decadencia y los gobernantes impotentes, los ataques beduinos, la recaudación de impuestos abusiva y la rivalidad religiosa habían dejado la prosperidad de la ciudad tan enana como cañas de maíz en un camino. Puestos de mercaderes flanqueaban las calles principales, pero sus toldos descoloridos y sus mostradores medio vacíos no hacían sino subrayar el pesimismo histórico. Jerusalén estaba soñolienta, y los pájaros habían ocupado sus torres.

Mi guía Mohamed había explicado que la ciudad estaba dividida en barrios para musulmanes, cristianos, armenios y judíos. Seguí tortuosos callejones lo mejor que pude en dirección al barrio del noroeste, que se erigía en torno a la iglesia del Santo Sepulcro y la sede franciscana. El camino estaba lo bastante desierto como para que las gallinas se espantaran a mi paso. La mitad de las viviendas parecía abandonada. Las casas habitadas, construidas de piedra antigua con improvisados cobertizos y terrazas de madera sobresaliendo como forúnculos, se combaban como la piel de una abuela. Al igual que en Egipto, toda fantasía de un Oriente opulento quedaba defraudada.

Las imprecisas indicaciones de Smith y mis propias indagaciones me llevaron hasta una casa de piedra caliza de dos plantas, con una sólida puerta de madera de carro coronada por una herradura y una fachada por lo demás anodina al estilo árabe. Había a un lado una puerta de madera más pequeña, y pude oler el carbón de la fragua de Jericó. Llamé a la puertecita de entrada, esperé y volví a llamar, hasta que se abrió una pequeña mirilla. Me sorprendí al ver asomar un ojo femenino: en El Cairo me había acostumbrado a corpulentos porteros musulmanes y esposas secuestradas. Además, sus pupilas eran de color gris pálido, de una translucidez poco común en Oriente.

Siguiendo las instrucciones de Smith, empecé hablando en inglés.

—Soy Ethan Gage, traigo una carta de presentación de un capitán británico para un hombre al que llaman Jericó. Estoy aquí… La mirilla se cerró. Me quedé allí de pie, y al cabo de unos momentos me pregunté si había dado con la casa correcta cuando finalmente la puerta se abrió como motu propio y la franqueé con cautela. Me encontré en el taller de un quincallero, en efecto, las baldosas manchadas de gris por el hollín. Delante se veía el resplandor de una fragua, en un cobertizo a ras de suelo con las paredes recubiertas de herramientas colgadas. El ala izquierda del taller era una tienda repleta de útiles acabados, y a la derecha se hallaba el almacén de metal y carbón. Ligeramente por encima de estas tres alas estaban los aposentos, a los que se accedía por una escala de madera sin pintar, que daban a un balcón, con rosas marchitas cayendo en cascada de las macetas. Unos cuantos pétalos se habían precipitado a las cenizas de abajo.

La puerta se cerró a mi espalda, y comprendí que la mujer había quedado oculta tras ella. Pasó por mi lado sin hablar, inspeccionándome con una mirada de soslayo y una curiosidad intensa que me sorprendió. Es cierto que soy un tipo apuesto, pero ¿tan interesante resultaba? El vestido le caía desde el cuello hasta los tobillos, llevaba la cabeza cubierta por un pañuelo según la costumbre de todas las confesiones allá en Palestina, y apartó el rostro con modestia, pero vi lo suficiente para formarme una opinión clave. Era hermosa.

Su cara tenía la belleza redonda de un cuadro renacentista, su tez pálida era rara en aquella parte del mundo, y poseía la tersura de una cascara de huevo. Sus labios eran carnosos, y cuando sorprendí su mirada bajó los ojos recatadamente. Su nariz mostraba ese ligero arco mediterráneo, esa sutil curvatura del sur que tan seductora me resulta. Llevaba el pelo oculto, salvo algunos cabellos fugitivos que insinuaban una coloración sorprendentemente clara. Su figura era bastante esbelta, pero poco más podía decirse sobre ella. Entonces desapareció detrás de una puerta.

Una vez hecho ese reconocimiento instintivo, me volví para encontrarme en presencia de un hombre barbudo y muy musculoso que salía de la herrería con un delantal de cuero. Tenía los antebrazos de un herrero, gruesos como jamones y marcados por las inevitables quemaduras de la fragua. La suciedad de su oficio no escondía su cabello rubio y unos llamativos ojos azules que me observaban con cierto escepticismo. ¿Habían desembarcado los vikingos en Siria? No obstante, su corpulencia era suavizada en parte por la plenitud de sus labios y la rubicundez detrás de sus mejillas barbudas (una juventud querúbica que compartía con la mujer), las cuales sugerían la bondad sincera que siempre he imaginado de José el carpintero. Se quitó un guante de cuero y extendió una mano encallecida.

—¿Gage?

—Ethan Gage —confirmé mientras estrechaba una palma dura como la madera.

—Jericó. Puede que aquel hombre tuviera boca de mujer, pero el apretón de su mano recordaba al de un torno de banco.

—Como vuestra esposa quizás os habrá explicado…

—Mi hermana.

—¿De veras?

Bueno, ese era un paso en la dirección correcta. No era que me olvidara de Astiza por un momento; es solo que la belleza femenina suscita una curiosidad natural en todo hombre sano, y más vale conocer el terreno que uno pisa.

—Se siente cohibida delante de los desconocidos. Así pues, no la incomodéis.

Quedaba suficientemente claro, viniendo de un hombre fuerte como un tocón de roble.

—Desde luego. Pero es encomiable que aparentemente comprende el inglés.

—Sería más notable que no lo hiciera, puesto que vivió en Inglaterra. Conmigo. No tiene nada que ver con nuestro asunto.

—Encantadora pero no disponible. Como las mejores damas.

Respondió a mi agudeza con la vivacidad de un ídolo de piedra.

—Smith me habló de vuestra misión, por lo que puedo ofreceros alojamiento temporal y un consejo de eficacia comprobada: todo forastero que pretenda entender la política de Jerusalén es un tonto.

Mostré mi talante afable.

—De modo que mi trabajo podría ser breve. Pregunto, no entiendo la respuesta y me vuelvo a casa. Como cualquier peregrino.

Me miró de la cabeza a los pies.

—¿Preferís la indumentaria árabe?

—Es cómoda, anónima, y pensé que podría servir en el souk y en la cafetería. Hablo algo de árabe. —Estaba resuelto a seguir intentándolo—. En cuanto a vos, Jericó, no veo que vayáis a derrumbaros.

No logré más que dejarlo perplejo.

—¿Conocéis la historia bíblica sobre el derrumbamiento de las murallas de Jericó? Vos parecéis firme como una roca. La clase de hombre que cualquiera querría tener de su lado, espero.

—Mi patria chica. Ahora no hay murallas.

—Y no esperaba encontrar ojos azules en Palestina —insistí dando traspiés.

—Sangre cruzada. Los orígenes de mi familia se remontan lejos. Deberíamos ser una mezcla de colores, pero en nuestra generación se impuso la palidez. En Jerusalén sobreviven todas las razas: cruzados, persas, mongoles, etíopes. Todos los credos, opiniones y naciones. ¿Y vos?

—Americano, de linaje breve y mejor olvidado, lo cual es una de las ventajas de Estados Unidos. ¿Tengo entendido que aprendisteis inglés en la marina británica?

—Miriam y yo nos quedamos huérfanos debido a la peste. Los padres católicos que nos acogieron nos contaron algo acerca del mundo, y en Tiro me enrolé en una fragata inglesa y aprendí a hacer reparaciones de fundición. Los marineros me pusieron el apodo, fui aprendiz de un herrero en Portsmouth y mandé a buscar a mi hermana. Me sentí obligado.

—Pero no os quedasteis, obviamente.

—Echábamos de menos el sol; los británicos son blancos como gusanos. Conocí a Smith estando en la marina. Para pagarme el pasaje de vuelta y ganar algún dinero, accedí a tener los oídos bien abiertos aquí. Hospedo a sus amigos. Ellos cumplen sus órdenes. Lo que averiguan nunca tiene gran utilidad. Mis vecinos creen que me limito a aprovechar mi inglés para aceptar algún que otro huésped, y no andan muy desencaminados.

Aquel herrero era inteligente y franco.

—Sidney Smith cree que él y yo podemos ayudarnos mutuamente. Me vi involucrado con Bonaparte en Egipto. Ahora los franceses se proponen venir hacia aquí.

—Y Smith quiere saber qué podrían hacer los cristianos, los judíos, los drusos y los matuwellis.

—Exacto. Trata de ayudar a Djezzar a oponer resistencia a los franceses.

—Con gente que odia a Djezzar, un tirano que les oprime el cuello con su pantufla. No pocos considerarán a los franceses unos libertadores.

—Si este es el mensaje, lo transmitiré. Pero también necesito ayuda para mi propia causa. Conocí en Egipto a una mujer que desapareció. Se cayó al Nilo, de hecho. Quiero averiguar si está muerta o viva y, en este caso, cómo rescatarla. Me han dicho que quizá tenéis contactos en Egipto.

—¿Una mujer? ¿Próxima a vos? —Pareció tranquilizado por mi interés por alguien que no fuese su hermana—. Esa clase de pesquisas es mucho más costosa que escuchar chismes políticos en Jerusalén.

—¿Cuánto más costosa?

Me miró de arriba abajo.

—Más, sospecho, de lo que os podéis permitir pagar.

—¿De modo que no me ayudaréis?

—Son mis contactos en Egipto los que no os ayudarán, no sin dinero.

Estimé que no trataba de engañarme, que decía la verdad. Yo necesitaba un socio si quería llegar a alguna parte en mi búsqueda, ¿y quién mejor que este herrero de ojos azules? Así pues, le di una pista sobre qué otra cosa buscaba.

—Quizá vos podáis contribuir. ¿Y si os prometo, a cambio, una parte del mayor tesoro sobre la faz de la tierra?

Por fin rió.

—¿El mayor tesoro? ¿Cuál es?

—Un secreto. Pero podría convertir a un hombre en rey.

—Ya. ¿Y dónde puede estar ese tesoro?

—Delante de nuestras narices, en Jerusalén, espero.

—¿Sabéis cuántos tontos han confiado en encontrar un tesoro en Jerusalén?

—No son los tontos quienes lo encontrarán.

—¿Queréis que gaste mi dinero buscando a vuestra mujer?

—Quiero que lo invirtáis en vuestro futuro.

Se humedeció los labios.

—Smith ha dado con un bribón intrépido y temerario, ¿eh?

—¡Y vos sabéis juzgar el carácter!

Puede que fuera escéptico, pero también era curioso. Supuse que pagar por averiguar noticias de Astiza no le costaría mucho en realidad. Y compartía la misma avaricia con todos nosotros: todo el mundo sueña con un tesoro enterrado.

—Puedo ver si es posible.

Había picado.

—Hay otra cosa que también necesito. Un buen rifle.

Jericó llevaba una vida sencilla, pese a cierta prosperidad debida a su oficio de quincallero. Siendo cristiano, su casa contenía más mobiliario que una vivienda musulmana: los mahometanos cuentan con cojines que puedan moverse para aislar a las mujeres cuando llega un visitante varón. El hábito de la tienda beduina no se ha abandonado nunca. Nosotros los cristianos, en cambio, estamos acostumbrados a tener la cabeza más cerca del caliente techo que del suelo más frío, y por lo tanto nos mantenemos erguidos y solemnes, en inmóvil desorden. Jericó tenía una mesa, sillas y armarios en lugar de cojines y cofres islámicos. Sin embargo, la carpintería era sencilla, de una simplicidad puritana. Los suelos de tablas estaban desprovistos de alfombras, y toda la decoración de las paredes de yeso se limitaba a algún que otro crucifijo o imagen de un santo: austero como un convento y casi igual de desconcertante. Miriam, la hermana, mantenía la casa extraordinariamente limpia. La comida era abundante, pero básica: pan, olivas, vino y aquellas verduras que la mujer compraba todos los días en los puestos del mercado. De vez en cuando traía carne para su musculoso y hambriento hermano, pero era relativamente escasa y cara. Se acercaba el invierno, pero allí no había provisiones para más calefacción que la que emitían el carbón de la cocina y la fragua de abajo. No había cristales en las ventanas con mosquiteras, así que aquellas por las que entraba más frío se tapaban con sacos de serrín para la ocasión, intensificando la penumbra otoñal. El agua de la jofaina era fría, los vientos penetrantes, las velas y el aceite valiosos, y nos acostábamos y levantábamos a las horas de los campesinos. Para un holgazán parisino como yo, Palestina causaba estupefacción.

Fue la forja de mi nuevo rifle lo primero que nos unió. Jericó era constante, habilidoso, discreto, diligente (cualidades todas que yo debería emular, supongo) y se había ganado el respeto de la ciudad. Podía leerse en los ojos de los hombres que entraban en el hollinoso taller a comprar herramientas de hierro: tanto musulmanes como cristianos y judíos. Creí que quizá tendría que instruirlo en el diseño de una buena arma, pero él me aventajaba.

—¿Queréis decir como el jaegar alemán, el rifle de caza? —me preguntó cuando le describí la pieza que había perdido—. He trabajado en algunos. Mostradme sobre la arena qué longitud queréis que tenga.

Esbocé un cañón de ciento cinco centímetros.

—¿No será difícil de manejar?

—La longitud le confiere precisión y capacidad mortífera. Basta con un calibre cuarenta y cinco; la velocidad del rifle compensa el tamaño de las balas, más pequeñas que las de un mosquete. Puedo llevar más munición para un determinado peso de tiro y pólvora. Hierro dúctil, acanaladura profunda, una caída en la culata para acercar la mira a mi ojo al apuntar pero protegiéndome la frente del fogonazo de la cazoleta. El mejor que he visto puede clavar una tachuela tres veces de cada cinco desde cincuenta metros. Se tarda un minuto entero en cargarlo, pero el primer disparo siempre acierta en algo.

—Aquí se usan los cañones de ánima lisa. Fáciles de cargar, y pueden disparar de todo: hasta piedras, en caso de necesidad. Para esta arma, necesitaremos balas precisas.

—La precisión supone puntería certera.

—En una lucha cuerpo a cuerpo, a veces se impone la rapidez. —Tenía el prejuicio de los marineros con los que había servido, que luchaban en feroces reyertas cuando abordaban.

—Y el disparo certero puede impedir que se acerquen. En mi opinión, intentar luchar con un mosquete corriente es como ir a un burdel con los ojos vendados: puedes conseguir el resultado que quieres, pero también puede ser un fiasco.

—No sé nada sobre eso. —No había forma de hacerle bromear. Observó el dibujo en la arena—. Cuatrocientas horas de trabajo. ¿Que me pagaréis con ese tesoro vuestro?

—El doble. Buscaré afanosamente mientras vos construís el rifle.

—No. —Sacudió la cabeza—. Es fácil prometer dinero que no se tiene. Me ayudaréis, y no solo en este sino también en otros proyectos. Será una experiencia nueva para vos, trabajar de verdad. Los días flojos podréis cazar tesoros ocultos o enteraros de habladurías suficientes para contentar a Sidney Smith. Podéis pasarle la factura para liquidar vuestra deuda conmigo.

¿Trabajo honrado? La idea era fascinante —la verdad sea dicha, a veces envidio a los hombres íntegros como Jericó—, pero también abrumadora.

—Ayudaré en vuestra fragua —negocié—, pero tenéis que garantizarme suficientes horas para fisgonear. Conseguidme el rifle para finales del invierno, cuando llegue Napoleón, y para entonces encontraré el tesoro y conseguiré también el dinero de Smith. —Sacar algo al almirantazgo es como obtener salsa de carne de un cordón, pero la primavera quedaba lejos. Podían ocurrir cosas.

—Entonces aviva ese fuego. —Y cuando me apresuré a obedecer, añadí carbón a la lumbre con pala y removí suficiente cantidad de metal como para que me dolieran los hombros, asintió de mala gana—: Miriam cree que eres un buen hombre.

Y con esta aprobación, supe que contaba con cierta confianza.

Primero Jericó fue a buscar una barra metálica redonda, o mandril, algo más pequeña que el calibre deseado de mi futuro rifle. Calentó un lingote de acero de Damasco carbonizado, una plancha para tubos, de la misma longitud que el cañón de mi arma. Lo enroscó alrededor del mandril. Yo sujeté la barra y le pasé herramientas mientras él colocaba las piezas en una estría de un yunque y empezaba a golpear para fundir el cilindro del cañón. Lo hacía dos centímetros y medio cada vez, retirando la barra mientras los metales aún eran ligeramente maleables, y luego sumergía el resultado en agua crepitante. Después volvía a calentarlo, enroscaba otros dos centímetros y medio de acero, martilleaba y soldaba nuevamente. Era una tarea tediosa y concienzuda, pero también curiosamente embelesadora. Aquel tubo que se iba alargando se convertiría en mi nuevo compañero. El deber me mantenía caliente, y el arduo trabajo físico constituía su propia satisfacción. Comía sencillamente, dormía bien, e incluso empecé a sentirme a gusto en la piadosa sencillez de mi alojamiento. Mis músculos, ya endurecidos por Egipto, se volvieron aún más duros.

Traté de sacarlo de su caparazón.

—¿No estás casado, Jericó?

—¿Has visto una esposa?

—¿Un hombre apuesto y próspero como tú?

—No conozco a nadie con quien desee casarme.

—Yo tampoco. Nunca conocí a la muchacha indicada. Pero aquella mujer, en Egipto…

—Averiguaremos algo sobre ella.

—Así que solo estáis tú y tu hermana —insistí.

Dejó de martillear, molesto.

—Estuve casado una vez. Ella murió cuando estaba encinta de mi hijo. Sucedieron otras cosas. Fui al barco británico. Y Miriam…

Ahora lo comprendí.

—Cuida de ti, el hermano afligido.

Me sostuvo la mirada.

—Y yo cuido de ella.

—¿Y si apareciera un pretendiente?

—No desea pretendientes.

—Pero es una muchacha muy bonita. Dulce. Recatada. Obediente.

—Y tú tienes a tu mujer en Egipto.

—Necesitas una esposa —le aconsejé—. E hijos que te hagan reír. Quizá pueda buscarte a alguien.

—No necesito el ojo de un forastero. Ni de un gandul.

—Aun así puedo ofrecértelo, ya que estoy aquí.

Y sonreí, él gruñó y continuamos batiendo metal.

Cuando había poco trabajo exploraba Jerusalén. Variaba ligeramente mi atuendo según el barrio en el que estaba, tratando de recabar información útil a través de mi árabe, inglés y francés. Jerusalén estaba acostumbrada a los peregrinos, y mis acentos resultaban corrientes. Las encrucijadas de la ciudad eran sus mercados, donde ricos y pobres se mezclaban y los guerreros jenízaros compartían comidas despreocupadamente con artesanos comunes. Las jaskiyya, o cocinas de sopa, procuraban sustento a los indigentes, mientras que las cafeterías atraían a hombres de todas las confesiones para beber, fumar pipas de agua y discutir. El aire, impregnado del olor a alubias, tabaco turco fuerte y hachís, era embriagador. De vez en cuando engatusaba a Jericó para que me acompañara. Necesitaba un par de vasos de vino para hacerle hablar, pero en cuanto empezaba, sus reticentes explicaciones sobre su patria resultaban inapreciables.

—Todos los que están en Jerusalén creen que se hallan tres pasos más cerca del cielo —resumió—, lo cual significa que juntos crean su propio infierno.

—Es una ciudad de paz y compasión, sin armas, ¿verdad?

—Hasta que alguien pisa la compasión de otro.

Si alguien cuestionaba mi presencia, explicaba que era un agente comercial de Estados Unidos, lo cual había sido cierto en París. Decía que esperaba hacer negocios con el vencedor. Quería trabar amistad con todo el mundo.

Circulaban tantos rumores sobre la proximidad de Napoleón que la ciudad zumbaba como un avispero, pero no había acuerdo sobre qué bando iba a prevalecer. Djezzar había ostentado un despiadado control durante un cuarto de siglo. Bonaparte aún no había sido derrotado. Los británicos dominaban el mar, y Palestina no era más que un islote en un vasto lago otomano. Mientras que las sectas chuta y sunnita de las comunidades musulmanas estaban enfrentadas entre sí, y tanto cristianos como judíos eran minorías inquietas y recelosas una de otra, no estaba nada claro quién podía alzarse en armas contra quién. Aspirantes a déspotas religiosos de media docena de confesiones soñaban con esculpir sus utopías puritanas. Si bien Smith confiaba en que yo pudiera reclutar aliados para la causa británica, en realidad no tenía intención de hacerlo. Todavía simpatizaba con los ideales franceses y con los hombres junto a los cuales había servido, y no necesariamente disentía de los sueños de Napoleón de reformar el Próximo Oriente. ¿Por qué debía elegir el bando de los arrogantes británicos, que tan ferozmente habían combatido la independencia de mi nación? Lo único que quería era saber de Astiza y averiguar si existía alguna posibilidad de que aquel fabuloso Libro de Tot hubiera sobrevivido increíblemente a más de tres mil años. Y después salir de aquel manicomio.

Así pues, averigüé cuanto pude en su cultura del narguile. Era una ciudad pequeña, e inevitablemente corrió la voz sobre el infiel con ropa árabe que trabajaba en la fragua de un cristiano, pero había un buen número de personas con un pasado brumoso que buscaban gran cantidad de cosas. Yo era solo uno más, que hacía aquello en lo que básicamente consiste la vida: esperar.