Jafa sobresale de la costa mediterránea como una barra de pan, con sus playas desiertas curvándose al norte y al sur entre la calima. Su importancia como puerto comercial ha sido desbancada por Acre, al norte, donde Djezzar el Carnicero tiene su cuartel general, pero sigue siendo una próspera localidad agrícola. Hay un flujo constante de peregrinos que entran con destino a Jerusalén y de naranjas, algodón y jabón que salen. Sus calles son un laberinto que conduce a las torres, mezquitas, sinagogas e iglesias que forman su cúspide. Las adiciones a las casas abovedan ilegalmente callejones oscuros. Los asnos suben y bajan con estrépito los escalones de piedra.
Por más cuestionable que pudiera ser el modo en que había obtenido mis ganancias de juego, pronto resultaron inestimables cuando un pilluelo callejero me invitó a subir a la taberna de su decepcionantemente poco atractiva hermana. El dinero me permitió conseguir pan de pita, falafel, una naranja y un balcón oculto en el que esconderme mientras la banda de marinos británicos subía precipitadamente por un callejón y bajaba por otro en vana búsqueda de mi infame persona. Jadeantes y acalorados, finalmente se instalaron en una taberna del muelle cristiano para comentar mi perfidia bebiendo vino palestino malo. Mientras tanto, me moví con sigilo gastando más ganancias. Compré una túnica beduina sin mangas con franjas granates y blancas, unas botas nuevas, unos pantalones anchos de montar (¡mucho más cómodos en las horas de más calor que los ajustados calzones europeos!), un fajín, un chaleco, dos camisas de algodón y tela para un turbante. Como Smith había predicho, el resultado me hizo parecer un miembro exótico más de un imperio políglota, siempre y cuando tuviera buen cuidado de mantenerme alejado de los arrogantes e inquisitivos jenízaros otomanos de botas rojas y amarillas.
Me enteré de que no había diligencias a la Ciudad Santa, ni tan siquiera un camino decente. Yo era demasiado prudente económicamente —también por influencia de Ben— para comprar o alimentar un caballo. Así que adquirí un dócil burro, suficiente para llevarme hasta allí y poco más lejos. Como exigua arma, ahorré con un cuchillo curvo árabe con mango de cuerno de camello. Soy poco diestro con las espadas, y no soportaba comprar uno de los mosquetes largos, pesados e intrincadamente decorados de los musulmanes. Sus incrustaciones de madreperla son preciosas, pero había presenciado su funcionamiento mediocre contra los mosquetes franceses durante las batallas de Napoleón en Egipto. Y cualquier mosquete es muy inferior al excelente rifle de Pensilvania que había sacrificado en Dendara para huir con Astiza. Si ese Jericó era metalúrgico, ¡quizá podría conseguirme un repuesto!
Como guía y guardaespaldas hasta Jerusalén elegí a un empresario barbudo y buen negociador llamado Mohamed, al parecer un nombre común a la mitad de los varones musulmanes de aquella ciudad. Entre mi árabe básico y el primitivo francés de Mohamed, que había aprendido porque los mercaderes francos dominaban el comercio del algodón, podíamos comunicarnos. Aún consciente del dinero, supuse que si salíamos lo bastante pronto podría recortar un día a sus honorarios. Además me escabulliría de la ciudad sin ser visto, por si todavía quedaba algún miembro de la marina británica al acecho.
—Verás, Mohamed, preferiría salir alrededor de la medianoche. Adelantarme al tráfico y disfrutar del aire fresco de la noche, ¿sabes? A quien madruga, Dios le ayuda, decía Ben Franklin.
—Como quieras, effendi. ¿Acaso huyes de tus enemigos?
—Claro que no. Me tengo por un hombre afable.
—Entonces deben de ser acreedores.
—Mohamed, sabes que he pagado la mitad de tus abusivos honorarios por adelantado. Dispongo de dinero suficiente.
—Ah, en ese caso es una mujer. ¿Una mala esposa? He visto a las esposas cristianas. —Sacudió la cabeza y se estremeció—. Ni Satanás podría apaciguarlas.
—Limítate a estar listo a medianoche, ¿entendido?
Pese a mi aflicción por perder a Astiza y mi ansiedad por averiguar su destino, confieso que me pasó por la cabeza buscar una hora o dos de compañía femenina en Jafa. Todas las variedades de sexo, desde la más sosa hasta la más perversa, eran anunciadas con molesta insistencia por muchachos árabes, pese a la condena de gran cantidad de religiones. Soy un hombre, no un monje, y ya habían transcurrido varios días. Pero el barco de Smith seguía anclado frente a la costa, y si Big Ned era perseverante solo podía ocurrirme que me sorprendiera abrazado a una puta, demasiado ocupado para volver a engañarlo. Así que cambié de idea, me felicité por mi beatería y decidí esperar a aliviarme en Jerusalén, aun cuando copular en Tierra Santa era la clase de acción que escandalizaría a mi antiguo pastor. Lo cierto es que la abstinencia y la fidelidad a Astiza me hacían sentir bien. Mis tribulaciones en Egipto me habían decidido a trabajar la autodisciplina, y ahí estaba, superada la primera prueba. «Una buena conciencia es una Navidad perpetua», gustaba de decir mi mentor Franklin.
Mohamed llegó una hora tarde, pero finalmente me condujo a través del oscuro laberinto de callejuelas hasta la puerta de tierra, cuyo pavimento estaba sucio de excrementos. Se precisaba un soborno para que la abrieran por la noche, y franqueé su arco con esa curiosa excitación que produce emprender una nueva aventura. A fin de cuentas, había sobrevivido a ocho horas de infierno en Egipto, había restablecido una solvencia temporal con mis habilidades en el juego y salía en una misión que no guardaba ningún parecido con un verdadero trabajo, pese a mis fantasías de convertirme en tenedor de libros. El Libro de Tot, que los creyentes afirmaban podía conferir cualquier cosa, desde sabiduría científica hasta vida eterna, probablemente ya no existía… y sin embargo podía encontrarse en alguna parte, lo que otorgaba a mi viaje el optimismo de una caza del tesoro. Y, pese a mis instintos lascivos, suspiraba de veras por Astiza. La oportunidad de enterarme de algún modo de su destino a través del confederado de Smith en Jerusalén me impacientaba.
Así pues, salimos por la puerta… y nos detuvimos.
—¿Qué haces? —dije al repentinamente yacente Mohamed, preguntándome si habría sufrido un síncope. Pero no, se había acostado con la prudencia de un perro que gira alrededor de una alfombrilla junto al hogar. Nadie es capaz de relajarse como un otomano, hasta el punto de fundirse sus huesos.
—Bandas de beduinos infestan el camino a Jerusalén y roban a cualquier peregrino desarmado, effendi —dijo alegremente mi guía en la oscuridad—. Avanzar a solas no solo es peligroso, sino también insensato. Mi primo Abdul conducirá una caravana de camellos por aquí más tarde, y nos uniremos a él para ir seguros. Eso haré, y Alá cuidará de nuestro huésped americano.
—Pero ¿y nuestra partida temprana?
—Has pagado, y hemos salido.
Y dicho esto, se echó a dormir.
¡Diablos! Estábamos en mitad de la noche, nos hallábamos cincuenta metros fuera de las murallas, yo no sabía qué dirección debía seguir y era muy posible que él tuviese razón. Palestina tenía fama de estar plagada de bandoleros, señores de la guerra enemistados, asaltantes del desierto y beduinos ladrones. Así pues, me consumí durante tres horas, temiendo que los marinos pudieran pasar por allí por alguna razón, hasta que finalmente Abdul y sus camellos se congregaron junto a la puerta bastante antes de que saliera el sol. Una vez hechas las presentaciones, me prestaron una pistola turca y me cobraron cinco chelines por ella, otros cinco por mi escolta añadida y luego otro chelín para la comida de mi burro. No llevaba ni veinticuatro horas en Palestina y mi bolsa ya iba menguando.
Entonces tomamos el té.
Por fin hubo un indicio de luz al tiempo que las estrellas se desvanecían, y partimos a través de los naranjales. Al cabo de un kilómetro y medio salimos a campos de algodón y trigo, el camino flanqueado por palmeras datileras. Las granjas con techo de paja aparecían oscuras a primera hora de la mañana, y los perros señalaban su posición con sus ladridos. Las campanillas de los camellos y el crujir de las sillas marcaban nuestro paso. El cielo se iluminó, prorrumpieron los trinos de los pájaros y el canto del gallo, y a la luz rosada del alba pude ver delante las escarpadas colinas donde tanta historia bíblica había tenido lugar. Los árboles de Israel se habían agotado para hacer carbón vegetal y cenizas con las que elaborar jabón, pero después del árido desierto egipcio aquella llanura costera parecía tan rica y agradable como el Dutch Country en Pensilvania. La Tierra Prometida, de hecho.
Tierra Santa, me enteré por mi guía, era nominalmente una parte de Siria, una provincia del imperio otomano, y su capital provincial de Damasco estaba bajo el control de la Sublime Puerta de Constantinopla. Pero así como Egipto había estado en realidad bajo el control de los mamelucos independientes hasta que Napoleón los expulsó, Palestina se encontraba de hecho bajo el dominio de Djezzar, nacido en Bosnia, un exmameluco que había gobernado desde Acre con célebre crueldad durante un cuarto de siglo, desde que sofocara una rebelión de sus propias tropas mercenarias. Djezzar había estrangulado a varias de sus esposas para no aguantar rumores de infidelidad, mutilado a sus consejeros más próximos para recordarles quién mandaba y ahogado a generales o capitanes que le desagradaban. Esta crueldad, en opinión de Mohamed, era necesaria. La provincia estaba dividida en demasiados grupos religiosos y étnicos, que se sentían tan a gusto entre sí como un calvinista en una merienda vaticana. La invasión de Egipto había arrojado todavía más refugiados a Tierra Santa, con los mamelucos fugitivos de Ibrahim Bey buscando espacio. Nuevas levas otomanas llegaban a raudales previendo una invasión francesa, mientras que el oro y las promesas de ayuda naval de los británicos echaban todavía más leña al fuego. La mitad de la población espiaba a la otra mitad, y todos los clanes, sectas y cultos sopesaban sus mejores opciones entre Djezzar y los hasta entonces invencibles franceses. Las noticias de las asombrosas victorias napoleónicas en Egipto, la última de las cuales había sido la represión de una rebelión en El Cairo, habían desconcertado al imperio otomano.
Yo sabía también que Napoleón aún confiaba en acabar uniendo sus fuerzas a las de Tippoo Sahib, el sultán francófilo que combatía a Wellesley y los británicos en la India. El fervientemente ambicioso Bonaparte estaba organizando un cuerpo de camellos que esperaba pudiera cruzar los desiertos de un modo más eficiente que como lo había hecho Alejandro. El corso de veintinueve años quería superar al griego galopando todo el trayecto hasta el sur de la India para unirse al súbdito Tippoo y desposeer a Gran Bretaña de su colonia más rica.
Según Smith, yo debía desentrañar todo aquel embrollo.
—Palestina parece un reducto constante de rectitud —comenté a Mohamed mientras avanzábamos, yo tres veces demasiado grande para mi burro, que tenía una columna vertebral que parecía una barandilla de nogal americano—. Hay aquí tantas facciones como en un ayuntamiento de New Hampshire.
—Aquí todos los hombres son santos —repuso Mohamed—, y no hay nada más irritante que un vecino, igualmente santo, de una fe distinta.
Nada más cierto. Que otro hombre esté convencido de tener la razón equivale a sugerir que tú puedes estar equivocado, y en eso radica la mitad de los derramamientos de sangre del mundo. Los franceses y los británicos son ejemplos perfectos, disparándose andanadas sobre quiénes son los más demócratas: los republicanos franceses con su sanguinaria guillotina o los parlamentarios británicos con sus prisiones por deudas. En mis tiempos en París, cuando de lo único que debía preocuparme era de cartas, mujeres y algún que otro contrato marítimo, no recuerdo haberme enojado demasiado con nadie, ni los demás conmigo. Vinieron luego el medallón, la campaña egipcia, Astiza, Napoleón, Sidney Smith, y allí estaba yo, espoleando a mi diminuta montura hacia la capital mundial del desacuerdo obstinado. Me pregunté por enésima vez cómo había llegado a ese extremo.
Debido a nuestro retraso y al paso majestuoso de la caravana, nos llevó tres largos días completar el trayecto hasta Jerusalén, adonde llegamos al atardecer del tercero. Es un viaje pesado y sinuoso por caminos que rechazaría cualquier cabra que se precie —que evidentemente no se habían reparado desde Poncio Pilato—, y en poco tiempo las colinas pardas y cubiertas de matorrales habían adquirido la aridez de los Apalaches. Ascendimos por el valle de Bab El-Wad entre pinos y enebros, la hierba color marrón en la estación otoñal. El aire se hacía sensiblemente más frío y más seco. Subíamos, bajábamos y dábamos rodeos pasando junto a burros que rebuznaban, camellos salpicados de espuma que echaban ventosidades y carretas de bueyes enfrentados cabeza con cabeza mientras ambos carreteros discutían. Adelantamos a frailes de túnicas marrones, misioneros armenios con sotana, judíos ortodoxos con barba y patillas largas, mercaderes sirios, un par de comerciantes algodoneros franceses expatriados e innumerables sectas musulmanas, con turbantes y bastones. Los beduinos conducían rebaños de ovejas y cabras cuesta abajo como agua derramada, y jóvenes aldeanas se contoneaban de manera interesante al borde del camino, sosteniendo cuidadosamente tinajas de arcilla sobre la cabeza. Fajas de vivos colores oscilaban junto a sus pétreas caderas, y sus ojos oscuros brillaban como guijarros negros en el fondo de un río.
Los establecimientos que pasaban por albergues, llamados jans, eran mucho menos atractivos: poco más que patios cerrados con muros que servían básicamente como corrales de pulgas. Nos topamos también con bandas de jinetes de aspecto duro que en cuatro ocasiones exigieron un peaje para dejarnos pasar. Cada vez mis acompañantes esperaron que contribuyera con más de la parte que me correspondía. Aquellos parásitos me parecían simples ladrones, pero Mohamed afirmó que se trataba de matones aldeanos que mantenían alejados a bandidos aún peores, y cada pueblo tenía derecho a una parte de ese peaje, llamado ghafar. Seguramente decía la verdad, puesto que cobrar impuestos a cambio de protección contra los ladrones es algo que todos los gobiernos hacen, ¿no? Aquellos gamberros armados eran una mezcla de extorsionistas privados y policías.
Pero cuando no me quejaba de la incesante sangría que sufría mi bolsa, Israel tenía su encanto. Si bien Palestina no poseía el mismo halo de antigüedad que Egipto, parecía muy trillada, como si pudiéramos oír los ecos de héroes hebreos, santos cristianos y conquistadores musulmanes remotos. Los olivos tenían la circunferencia de un tonel de vino, la madera retorcida por siglos incontables. Pedazos misteriosos de escombros históricos sobresalían de la proa de cada colina. Cuando nos deteníamos para aprovisionarnos de agua, las cornisas que bajaban a la fuente o el pozo eran cóncavas y lisas por el paso de todas las sandalias y botas que nos habían precedido. Como en Egipto, la luz poseía una diafanidad muy distinta de la brumosa Europa. También el aire tenía un sabor rancio, como si lo hubieran respirado demasiadas veces.
Fue en uno de esos jans donde recordé que no había dejado atrás del todo el mundo del medallón. Un hombre de confesión y edad indeterminadas percibía un exiguo sustento del posadero por ocuparse de algunos trabajillos en el lugar, y era tan sumiso y modesto que ninguno de nosotros le prestó demasiada atención salvo para pedirle un vaso de agua u otra piel de carnero para acostarse. Me habría fijado en una criada, pero un hombre andrajoso empuñando una escoba no me llamaba la atención. Así pues, cuando me desvestía a altas horas de la madrugada y dejé momentáneamente al descubierto mis querubines dorados, retrocedí, choqué contra él y me sobresalté porque no había advertido su presencia. Miraba con ojos desorbitados mis angelitos, con las alas extendidas, y al principio creí que el viejo mendigo había visto algo que anhelaba. Sin embargo, retrocedió con expresión consternada y temerosa.
Oculté los querubines bajo la ropa de cama y el resplandor se extinguió como si se hubiese apagado la luz.
—La brújula —susurró él en árabe.
—¿Qué?
—Los dedos de Satanás. Que Alá se apiade de ti.
Era evidente que estaba confuso como un bobo. Aun así, la consternación de su semblante me incomodó.
—Son reliquias personales. Ni una palabra acerca de esto.
—Mi imán habló de ellos. Son de la guarida.
—¿La guarida? —Procedían de debajo de la Gran Pirámide.
—Apofis.
Y dicho esto, se volvió y salió huyendo.
Bueno, no había estado tan atónito desde que el maldito medallón había funcionado realmente. ¡Apofis! Ese era el nombre de un dios serpiente, o un demonio, que Astiza había afirmado residía en las entrañas de Egipto. Yo no la había tomado en serio —a fin de cuentas soy un hombre de Franklin, un hombre de razón, de Occidente—, pero algo había estado sumergido en un pozo ahumado al que no había deseado acercarme, y que creía haber dejado, junto con su nombre, muy atrás en Egipto… ¡Sin embargo acababa de ser pronunciado de nuevo! Por el morro de Anubis, ya había tenido bastante de diosas y dioses extraviados, ensuciándome la vida como parientes indeseados que manchan el suelo con el barro de sus botas. Ahora un manitas senescente había vuelto a sacar a colación ese nombre. Seguramente no tenía sentido, pero la coincidencia resultaba desconcertante.
Volví a vestirme precipitadamente, escondiendo de nuevo los querubines en mi ropa, y salí corriendo de mi cubículo en busca del viejo para preguntarle qué significaba ese nombre.
Pero no pude encontrarlo en ninguna parte. A la mañana siguiente, el posadero dijo que al parecer el criado había recogido sus escasas pertenencias y huido.
Y luego, por fin, llegamos a la legendaria Jerusalén. Admitiré que fue una visión imponente. La ciudad está encaramada a una colina situada entre montañas, y por tres costados el terreno se hunde abruptamente en valles estrechos. Es del cuarto lado, el septentrional, de donde siempre llegan los invasores. Olivos, viñedos y huertos revisten las laderas de las colinas, y los jardines les suministran retazos de verdor. Unas formidables murallas de tres kilómetros de longitud, construidas por un sultán musulmán llamado Solimán el Magnífico, rodean por completo a los habitantes de la ciudad. Menos de nueve mil personas vivían allí cuando llegué yo, subsistiendo económicamente gracias a los peregrinos y una irregular industria de la cerámica y el jabón. No tardé en averiguar que unos cuatro mil eran musulmanes, tres mil cristianos y dos mil judíos.
Lo que distinguía el lugar eran sus edificios. La principal mezquita musulmana, la Cúpula de la Roca, tiene una cúpula de oro que reluce como un faro bajo el sol poniente. Más cerca de nuestra posición, la Puerta de Jafa era la antigua ciudadela militar, con sus murallas almenadas coronadas por una torre redonda semejante a un faro. Piedras tan colosales como las que había visto en Egipto constituían la base de la ciudadela. Encontraría rocas parecidas en el Monte del Templo, la meseta del antiguo templo judío que ahora servía de base a la gran mezquita de la ciudad. Aparentemente, los cimientos de Jerusalén habían sido puestos por titanes.
El horizonte estaba erizado en todas partes de cúpulas, minaretes y campanarios legados por este cruzado o aquel conquistador, todos los cuales trataron de dejar un edificio santo para compensar su propia marca nacional de matanza. El efecto era tan competitivo como puestos de verduras rivales en un mercado sabatino: campanas cristianas tocando al mismo tiempo que los muecines gemían y los judíos entonaban sus oraciones. Enredaderas, flores y arbustos brotaban de la descuidada muralla, y las palmeras marcaban plazas y jardines. En el exterior, hileras de olivos descendían hacia valles pedregosos y tortuosos en los que la basura humeaba al arder. Desde ese infierno terrenal uno elevaba los ojos al cielo, los pájaros volaban en círculo frente a palacios de nubes celestiales, todo nítido y detallado. Jerusalén, como Jafa, era del color de la miel cuando el sol declinaba, su piedra caliza fermentaba bajo los rayos amarillos.
—La mayoría de los hombres vienen aquí buscando algo —comentó Mohamed mientras contemplábamos la antigua capital a través del valle de la Ciudadela—. ¿Qué buscas tú, amigo mío?
—Sabiduría —contesté, lo cual era cierto. Se trataba de lo que supuestamente contenía el Libro de Tot—. Y noticias sobre la mujer que amo, espero.
—Ya. Muchos hombres buscan toda la vida sin encontrar sabiduría ni amor, y está bien que vengas aquí, donde las oraciones por ambas cosas pueden recibir respuesta.
—Esperémoslo. —Sabía que Jerusalén, precisamente porque tenía fama de ser tan santa, había sido atacada, incendiada, saqueada y devastada más veces que cualquier otro lugar del planeta—. Te pagaré ahora e iré en busca del hombre en cuya casa me alojaré.
Procuré que el contenido de la bolsa no tintineara demasiado mientras contaba el resto de sus honorarios.
Cogió su paga con avidez y luego reaccionó con ensayada estupefacción.
—¿Ningún obsequio por compartir mis conocimientos sobre Tierra Santa? ¿Ninguna recompensa por haber llegado sano y salvo? ¿Ninguna declaración solemne sobre esta vista gloriosa?
—Supongo que también querrás que reconozca tu mérito por el clima.
Se mostró dolido.
—He tratado de ser tu sirviente, effendi.
Así pues, girando sobre la silla para que no viera lo poco que me quedaba, le di una propina que apenas me podía permitir. Él inclinó la cabeza y me dio efusivamente las gracias.
—¡Alá sonríe ante tu generosidad!
No fui capaz de contener el mal humor cuando respondí:
—Ve con Dios.
—¡Y que la paz esté contigo!
Una bendición que, al final, no surtió efecto.