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mpecé con el brelan, que no es un mal juego para jugar con simples marineros, dependiendo como depende de tirarse faroles. Lo había practicado en los salones de París —el Palais Royal solo reunía cien salas de juego en apenas dos hectáreas y media— y los honrados marinos británicos no eran rivales para aquel al que no tardaron en llamar un hipócrita franco. Así que, después de aceptarles todo lo que quisieron apostar fingiendo tener mejores cartas —o dejando escapar mi vulnerabilidad cuando en realidad la mano me dejaba mejor armado que el fajín repleto de armas de un bey mameluco—, propuse juegos que parecían depender más de la suerte. Alféreces y artilleros que habían perdido la mitad de la paga de un mes en un juego de cartas de habilidad apostaron con avidez el sueldo íntegro de un mes en un juego de puro azar.

Solo que no lo era, claro. En el sacanete sencillo, la banca —yo— hace una apuesta que los demás jugadores deben igualar. Se vuelven dos cartas: la de la izquierda es la mía y la de mi derecha es la del jugador. Entonces procedo a descubrir cartas hasta igualar una de las dos primeras. Si la primera en ser igualada es la carta de la derecha, gana el jugador; si se iguala primero la izquierda, gana la banca. Un cincuenta por ciento de probabilidades, ¿verdad?

Pero si las dos primeras cartas son iguales, la banca gana al instante, una ligera ventaja matemática que al cabo de varias horas me había dado un margen de beneficios, hasta que finalmente pidieron un juego distinto.

—Probemos con el pharaon —propuse—. Hace furor en París, y estoy seguro de que vuestra suerte cambiará. A fin de cuentas sois mis salvadores, y estoy en deuda con vosotros.

—¡Sí, recuperaremos nuestro dinero, tramposo yanqui!

Pero el pharaon es aún más ventajoso para la banca, porque recibe automáticamente la primera carta. La última de la baraja de cincuenta y dos, carta de un jugador, no cuenta. Además, la banca gana todas las cartas iguales. Pese a lo evidente de mi ventaja creyeron que me cansarían con el tiempo, jugando toda la noche, cuando lo cierto era todo lo contrario: cuanto más se alargaba el juego, más se engrosaba mi montón de monedas. Cuanto más creían que la pérdida de mi suerte era inevitable, más inexorable se volvía mi ventaja. Las ganancias son escasas a bordo de una fragata que aún no ha conseguido un botín, pero eran tantos los que deseaban superarme que, para cuando las costas de Palestina se divisaron al amanecer, mi escasez se había arreglado. Mi viejo amigo Monge se habría limitado a decir que las matemáticas reinan.

Al tomar el dinero de un hombre es importante tranquilizarlo sobre la brillantez de su juego y el capricho de la mala fortuna, y en mi opinión repartí tanta compasión que muy pronto trabé amistad con los hombres a los que más había robado. Me dieron las gracias por conceder cuatro préstamos a un alto interés a los perdedores más absolutos, al mismo tiempo que me embolsaba un superávit suficiente para disfrutar de Jerusalén a lo grande. Cuando devolví a uno de aquellos tontos el relicario que se había apostado, estaban dispuestos a elegirme presidente.

No obstante, dos de mis oponentes se mantuvieron obstinadamente contrariados.

—Tenéis la suerte del diablo —comentó con el ceño fruncido un marinero corpulento y rubicundo que respondía al descriptivo nombre de Big Ned, mientras contaba y volvía a contar los dos peniques que había perdido.

—O de los ángeles —sugerí—. Habéis jugado de un modo magistral, amigo, pero parece que la providencia me ha sonreído durante esta larga noche.

Sonreí, tratando de mostrarme tan afable como Smith me había descrito, y traté de contener un bostezo.

—Ningún hombre tiene tanta suerte tanto tiempo.

Me encogí de hombros.

—Magnífico.

—Quiero que juguéis conmigo a los dados —dijo el marinero inglés, con una expresión tan siniestra y torcida como un callejón de Alejandría—. Entonces veremos qué suerte tenéis.

—Una de las señas de un hombre inteligente, mi marítimo amigo, es la reticencia a confiar en el marfil de otro hombre. Los dados son huesos del demonio.

—¿Teméis darme una oportunidad de recuperar?

—Simplemente me contento con jugar a mi juego y dejar que vos juguéis al vuestro.

—Vaya, creo que este americano es un tanto cobarde —se mofó el compañero del marino, un hombre más rechoncho y más feo llamado Little Tom—. Tiene miedo de dar a dos marineros honrados la posibilidad de ganar.

Si Ned tenía la corpulencia de un caballo pequeño, Tom se comportaba con la maldad compacta de un bulldog.

Empezaba a sentirme incómodo. Otros marineros presenciaban aquel diálogo con creciente interés, puesto que no iban a recuperar su dinero de ninguna otra forma.

—Al contrario, caballeros, hemos estado enfrentándonos a las cartas durante toda la noche. Lamento que hayáis perdido, sé que habéis hecho todo lo posible y admiro vuestra perseverancia, pero quizá deberíais estudiar las matemáticas de la probabilidad. Un hombre se labra su propia suerte.

—¿Estudiar qué? —preguntó Big Ned.

—Creo que ha dicho que nos ha engañado —interpretó Little Tom.

—Vamos, no hay necesidad de dudar de mi honradez.

—Y sin embargo los marineros ponen en duda vuestro honor, Gage —dijo un teniente al que había ganado cinco chelines, interviniendo con mayor entusiasmo del que yo hubiese querido—. Dicen que sois buen tirador y luchasteis de forma aceptable con los franchutes. No permitiréis que estos soldados ingleses pongan en duda vuestra reputación…

—Desde luego que no, pero todos sabemos que el juego ha sido…

Big Ned estampó el puño contra la baraja y un par de dados salieron de su mano saltando como pulgas.

—Devolvednos el dinero, jugad con estos o reuníos conmigo en el combés a mediodía.

Gruñó con una sonrisa de satisfacción suficiente para inquietar. Por su estatura resultaba obvio que no estaba acostumbrado a perder.

—Para entonces estaremos en Jafa —objeté.

—Así dispondremos de más tiempo para resolver esto entre los cañones de ocho.

Bien. Estaba bastante claro qué debía hacer. Me levanté.

—Sí, necesitáis que os den una lección. A mediodía, entonces.

Los presentes emitieron un rugido de aprobación. Para que la noticia de una pelea recorriera el Dangerous de proa a popa solo se necesitó un poco más de tiempo del que tarda el rumor de una cita romántica en propagarse de una punta a otra del París revolucionario. Los marineros se imaginaron un combate de lucha libre en el que me retorcería agónicamente entre las manos de Big Ned por cada céntimo que había ganado. Cuando aquel me hubiese vapuleado lo suficiente, suplicaría que me concedieran la oportunidad de restituir todas mis ganancias. Para distraer mi desbocada imaginación de un porvenir tan desagradable, subí al alcázar para observar nuestra aproximación a Jafa, probando mi catalejo nuevo.

Era un telescopio pequeño y agudo, y el puerto principal de Palestina, meses antes de que Napoleón lo tomara, era una baliza en una costa por lo demás llana y calinosa. Coronaba una colina con fuertes, torres y minaretes, y sus edificios cubiertos con cúpulas se desparramaban cuesta abajo en todas las direcciones como una pila de adoquines. Todo estaba rodeado por una muralla que desembocaba en el muelle del lado del mar. Había naranjales y palmeras hacia tierra, y campos dorados y pastos marrones más allá. De las aspilleras asomaban cañones negros, e incluso a tres kilómetros de distancia podíamos oír los lamentos de los fieles llamados a la oración.

Yo había comido naranjas de Jafa en París, célebres porque su gruesa piel las hace transportables a Europa. Había tantos árboles frutales que la próspera ciudad parecía un castillo en medio de un bosque. Banderas otomanas ondeaban a la cálida brisa de otoño, de las barandas pendían alfombras y el olor de las hogueras de carbón vegetal se extendía sobre el agua. Había algunos arrecifes de aspecto desagradable cerca de la costa, marcados por rizos de espuma, y el puertecito estaba repleto de pequeños dhows y falúas. Como los demás grandes navíos, anclamos en alta mar. Una flotilla de gabarras árabes zarpó para ver qué negocios podía conseguir, y me dispuse a marcharme.

Después de haberme ocupado del infeliz marinero, naturalmente.

—Me he enterado de que vuestra famosa suerte os ha metido en un embrollo con Big Ned, Ethan —dijo sir Sidney, entregándome una bolsa de galletas duras que supuestamente debía llevarme hasta Jerusalén. Los ingleses no se distinguen por su cocina—. El típico hombretón con la corpulencia de un toro y la cabeza de un carnero, y apostaría que igual de dura. ¿Tenéis algún plan para despistarlo?

—Probaré sus dados, sir Sidney, pero sospecho que si estuvieran más plomados escorarían esta fragata.

Se echó a reír.

—Sí, ha engañado a más de un desgraciado muy escaso de dinero, y tiene suficiente músculo para acallar cualquier queja. No está acostumbrado a perder. Aquí hay más de uno que se alegra de que le hayáis vencido. Es una lástima que vuestra testa deba pagar por ello.

—Podríais prohibir el combate.

—Los hombres andan calientes como gallos y no bajarán a tierra hasta Acre. Una buena pelea ayuda a sosegarlos. ¡Parecéis bastante ágil, amigo! ¡Hacedle bailotear!

Desde luego. Bajé a buscar a Big Ned y lo encontré junto a la chimenea de la cocina, untándose los imponentes músculos con manteca de cerdo para zafarse de mis manos. Brillaba como un ganso navideño.

—¿Podemos hablar en privado?

—Tratáis de echaros atrás, ¿eh? —Sonrió. Sus dientes parecían tan grandes como las teclas de un piano moderno.

—He reflexionado sobre este asunto y me he dado cuenta de que nuestro enemigo es Bonaparte, no es entre nosotros la cosa. Pero también tengo mi orgullo. Venid, lo arreglaremos sin que nos vean los demás.

—No. Devolveréis el dinero no solo a mí, ¡sino también a todos los miembros de esta tripulación!

—Eso es imposible. No sé a quién se debe qué. Pero si me seguís ahora, y prometéis dejarme en paz, os devolveré el doble.

La chispa de la codicia asomó a sus ojos.

—¡Maldita vuestra estampa, que sea el triple!

—Vamos al sollado, donde pueda sacar la bolsa sin provocar un disturbio.

Me siguió arrastrando los pies como un oso de circo lerdo pero impaciente. Descendimos a la parte más baja de la fragata, donde se guardan las provisiones.

—Escondí el dinero aquí abajo para que nadie me lo robara —dije, levantando una escotilla que daba al pantoque—. Mi mentor, Ben Franklin, decía que las riquezas aumentan las preocupaciones, y opino que tenía razón. Deberíais recordarlo.

—¡Al diablo con el rebelde Franklin! ¡Deberían haberlo colgado!

Estiré el brazo.

—¡Vaya por Dios, se ha movido! Se habrá caído, supongo. —Me volví y levanté la vista hacia el amenazador Goliat, usando el mismo arte de fingida impotencia que tantas mujeres habían empleado conmigo—. ¿Cuánto perdisteis, tres chelines?

—¡Cuatro, vive Dios!

—De modo que el triple de…

—¡Sí, me debéis diez!

—Vuestro brazo es más largo que el mío. ¿Podéis ayudarme?

—¡Cogedla vos!

—Solo alcanzo a rozarla con la punta de los dedos. Quizá podríamos utilizar un garfio.

Me levanté con un aire desventurado.

—Cerdo yanqui… —Se agachó y metió la cabeza—. No veo ni torta.

—Allí, a la derecha, ¿no veis el brillo de la plata? Estiraos todo lo que podáis.

Gruñó, con el torso a través de la escotilla, estirándose y palpando.

Y así, de un enérgico empujón, terminé de inclinarlo. Pesaba como un saco de harina, pero una vez que conseguí moverlo todo fue más fácil. Cayó, se oyó un ruido metálico sordo y un chapoteo, y antes de que pudiera emitir un fuerte aullido desde la grasienta agua del pantoque cerré la escotilla y le eché el cerrojo. ¡El lenguaje que venía de abajo era de lo más refinado! Coloqué varios toneles de agua sobre la escotilla para amortiguarlo.

Entonces cogí la bolsa de su verdadero escondrijo entre dos barriles de galletas, me la embutí en los pantalones y subí al combés con las mangas arremangadas.

—¡Las campanas de la nave han tocado mediodía! —grité—. En nombre del rey Jorge, ¿dónde está?

Llamaron a Big Ned a coro, pero no hubo respuesta.

—¿Se ha escondido? Comprendo perfectamente que no quiera enfrentarse a mí.

Boxeé contra el aire para impresionar.

Little Tom me miraba con el ceño fruncido.

—Por Lucifer, yo os daré una paliza.

—No lo haréis. No voy a luchar contra todos los hombres de este barco.

—¡Ned, dale a este americano su merecido! —gritó Tom.

Pero no hubo respuesta.

—¿No estará durmiendo en los juanetes?

Levanté la vista hacia el aparejo, y entonces me divertí viendo a Little Tom trepando hacia el cielo, dando voces y sudando.

Permanecí unos minutos allí abajo comportándome como un gallo de pelea impaciente y luego, en cuanto me atreví, me dirigí a Smith.

—¿Cuánto tiempo debemos esperar a ese cobarde? Ambos sabemos que tengo asuntos de que ocuparme en tierra.

La tripulación estaba visiblemente frustrada, y muy desconfiada. Si no abandonaba pronto el Dangerous, Smith sabía que probablemente perdería a su último, y único, agente americano. Tom bajó a la cubierta, jadeante y contrariado. Smith consultó el reloj de arena.

—Sí, son las doce y cuarto y Ned ha tenido su oportunidad. Marchaos, Gage, y cumplid vuestra misión por el amor y la libertad.

Hubo un rugido de decepción.

—¡No juguéis a las cartas si no sabéis perder! —gritó Smith.

Me abuchearon, pero me dejaron llegar hasta la escala del barco. Tom había desaparecido debajo. No me quedaba mucho tiempo, así que me dejé caer a las mugrientas redes de pesca de una gabarra árabe como un gato inquieto.

—A tierra, y una moneda más si llegamos pronto —murmuré al barquero.

Yo mismo desatraqué la embarcación, y el capitán musulmán empezó a remar hacia las rocas y el puerto de Jafa con el doble de su energía habitual, equivalente a la mitad de la que yo habría querido.

Me volví para despedirme de Smith.

—¡Ardo en deseos de volver a encontrarnos!

Una mentira descarada, por supuesto. En cuanto hubiera averiguado el destino de Astiza y me hubiese convencido sobre ese Libro de Tot, no tenía intención alguna de acercarme a los ingleses ni a los franceses, que se habían atacado unos a otros durante un milenio. Antes partiría hacia China.

Sobre todo cuando vi un arremolinamiento de hombres en la cubierta de batería y la cabeza de Big Ned asomando como una tortuga, roja de ira y por el esfuerzo. Le eché un vistazo a través del catalejo nuevo y observé que había recibido un bautizo de cieno.

—¡Vuelve aquí, perro miedica! ¡Te despedazaré miembro a miembro!

—¡Creo que el miedica eres tú, Ned! ¡No has acudido a nuestra cita!

—¡Me has engañado, tramposo yanqui!

—¡Te he enseñado!

Pero empezaba a costar trabajo oír a medida que nos alejábamos. Sir Sidney se quitó el sombrero en un saludo irónico. Los marinos ingleses se aprestaban a arriar un bote.

—¿Puedes ir un poco más deprisa, Simbad?

—Por otra moneda, effendi.

Era una carrera desigual, puesto que los fornidos marineros azotaban las olas como una rueda de paletas, Big Ned aullando en la proa. Con todo, Smith me había hablado de Jafa. Solo tiene una entrada por tierra, y se requería un guía para encontrar la salida. Si contaba con algo de ventaja, podría ocultarme bien.

De modo que cogí una de las redes de pesca del barquero y, antes de que pudiera oponerse, la arrojé en la trayectoria del bote que se acercaba. Las redes se enredaron en sus remos de estribor, y empezaron a girar en círculo mientras bramaban insultos que habrían avergonzado a un sargento de instrucción.

El barquero protestó, pero yo tenía suficientes monedas para pagar el doble de su red perdida y obligarle a seguir remando. Salté al muelle de piedra con más de un minuto de ventaja sobre mis demandantes, resuelto a encontrar y recuperar a Astiza… y jurando no volver a ver a Big Ned ni a Little Tom nunca más.