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bservar un millar de cañones de mosquete apuntándote al pecho suele obligar a plantearte si no habrás tomado el camino equivocado. Y así me lo planteé yo, cuando cada boca de cañón parecía tan grande como las fauces de un perro mestizo extraviado en un callejón de El Cairo. Pero no, si bien soy excesivamente modesto, también tengo mi lado farisaico, y a mi entender no era yo sino el ejército francés el que se había extraviado. Lo cual habría explicado a mi antiguo amigo, Napoleón Bonaparte, si no se hubiera encontrado en lo alto de las dunas fuera del alcance de mis gritos, distante y tan distraído que sacaba de quicio, con sus botones y medallas reluciendo bajo el sol mediterráneo.

La primera vez que estuve en una playa con Bonaparte, cuando hizo desembarcar a su ejército en Egipto en 1798, me dijo que los ahogados serían inmortalizados por la historia. Ahora, nueve meses después, fuera del puerto palestino de Jafa, era yo quien iba a pasar a la historia. Los granaderos franceses se disponían a matarme a mí y a los desventurados cautivos musulmanes con los que me habían arrojado, y una vez más yo, Ethan Gage, trataba de encontrar la manera de burlar al destino. Era una ejecución masiva, ¿sabéis?, y me había indispuesto con el general del que en otro tiempo había intentado hacerme amigo.

¡Qué lejos habíamos llegado ambos en nueve cortos meses!

Me situé poco a poco detrás del más corpulento de los desdichados prisioneros otomanos que pude encontrar, un gigante negro del Alto Nilo que, según mis cálculos, era lo bastante grueso como para interceptar una bala de mosquete. Todos nosotros habíamos sido acorralados como un rebaño desconcertado en una hermosa playa, los ojos blancos y redondos en las caras más oscuras, los uniformes turcos de color escarlata, crema, esmeralda y zafiro manchados por el humo y la sangre de un feroz saqueo. Había marroquíes ágiles, sudaneses altos y adustos, albaneses pálidos y agresivos, caballería circasiana, artilleros griegos, sargentos turcos… las levas revueltas de un vasto imperio, todas humilladas por los franceses. Y yo, el único americano. No solo yo estaba desconcertado por su cháchara, sino que a menudo tampoco ellos se entendían entre sí. La turba se apiñaba; sus oficiales ya muertos, y su desorden en penoso contraste con las cerradas filas de nuestros verdugos, formadas como en un desfile. El desafío otomano había enfurecido a Napoleón —no deberían haber puesto nunca las cabezas de los emisarios sobre una pica— y el elevado número de sus hambrientos prisioneros amenazaba con ser un serio lastre para la invasión. De modo que nos habían llevado a través de los naranjales hasta una medialuna de arena situada justo al sur del puerto capturado, con el centelleante mar de un hermoso verde y dorado en el bajío y la ciudad ardiendo en lo alto. Podía ver algunos frutos verdes aferrados aún a los árboles acribillados a balazos. Mi antiguo benefactor y reciente enemigo, montado en su caballo cual joven Alejandro, se disponía (por desesperación o con horrendo cálculo) a mostrar una crueldad de la que sus propios mariscales hablarían durante muchas campañas venideras. ¡Si ni siquiera tenía la gentileza de prestar atención! Leía otra de sus temperamentales novelas, en su hábito de devorar una página, arrancarla y pasársela a sus oficiales. Yo iba descalzo, estaba ensangrentado y me encontraba a solo sesenta y cinco kilómetros en línea recta de donde Jesucristo había muerto para salvar al mundo. Los últimos días de persecución, tormento y guerra no me habían convencido de que los esfuerzos de nuestro Salvador hubiesen conseguido del todo mejorar la naturaleza humana.

—¡Preparados!

Los percutores de un millar de mosquetes se amartillaron.

Los secuaces de Napoleón me habían acusado de ser un espía y un traidor, y era por eso que me habían conducido con los demás prisioneros hasta la playa. Y sí, las circunstancias habían aportado una pizca de verdad a esa caracterización. Pero, por supuesto, yo no había partido con ese propósito. Simplemente había sido un americano en París, cuyos conocimientos vacilantes de electricidad —y la necesidad de escapar de una acusación completamente injusta de asesinato— hicieron que se me incluyera en la compañía de científicos, o sabios, de Napoleón durante su deslumbrante conquista de Egipto del año anterior. Además había adquirido la habilidad para estar en el sitio inadecuado en el peor momento. Había sido atacado por la caballería mameluca, la mujer a la que amaba, asesinos árabes, andanadas británicas, musulmanes fanáticos, pelotones franceses… ¡y soy un hombre agradable!

Mi justo castigo francés más reciente era un sinvergüenza cruel llamado Pierre Najac, un asesino y ladrón que no había podido sobreponerse al hecho de que le hubiera disparado en cierta ocasión desde debajo de la diligencia de Tolón cuando había tratado de robarme un medallón sagrado. Es una larga historia, como atestigua un volumen anterior. Najac había regresado a mi vida como una deuda incobrable, y me había obligado a marchar en las filas de prisioneros con un sable de caballería a mi espalda. Esperaba mi inminente fallecimiento con la misma sensación de triunfo y odio que uno experimenta cuando aplasta una araña especialmente repugnante. Ahora me arrepentía de no haber apuntado un pelín más arriba y cinco centímetros más a la izquierda.

Como ya he observado otras veces, todo parece comenzar con el juego. En París, había sido una partida de cartas la que me había permitido ganar el misterioso medallón y había originado el problema. En esta ocasión, lo que había parecido un modo sencillo de empezar de nuevo —despojar a los desconcertados marineros del buque de guerra Dangerous de todos los chelines que tenían antes de desembarcarme en Tierra Santa— no había resuelto nada y, bien podía decirse, me había llevado de hecho a mi situación actual. Dejadme que lo repita: jugar es un vicio, y es absurdo confiar en la suerte.

—¡Apuntad! Pero me estoy adelantando.

Yo, Ethan Gage, he pasado la mayor parte de mis treinta y cuatro años tratando de alejarme de demasiadas complicaciones y del trabajo excesivo. Como observaría sin duda mi mentor y antiguo patrono, el difunto y genial Benjamin Franklin, estas dos ambiciones son tan opuestas como la electricidad positiva y la negativa. Es casi seguro que la búsqueda de la segunda, no trabajar, frustra la primera, no tener problemas. Pero esa es una enseñanza, como la jaqueca que sucede al alcohol o la traición de las mujeres hermosas, que se olvida tantas veces como se aprende. Fue mi aversión al trabajo duro lo que reforzó mi afición al juego, el juego lo que me proporcionó el medallón, el medallón lo que me llevó a Egipto con la mitad de los rufianes del planeta pisándome los talones, y Egipto lo que me hizo encontrar a mi adorable y perdida Astiza. Ella, a su vez, me había convencido de que teníamos que salvar al mundo del amo de Najac, el conde y hechicero francoitaliano Alessandro Silano. Todo esto, sin llegar a suponerlo, me puso en el bando contrario a Bonaparte. Por el camino me enamoré, descubrí una entrada secreta a la Gran Pirámide e hice los hallazgos más inverosímiles, solo para perder todo lo que más quería cuando me vi obligado a huir en globo.

Ya os he dicho que era una larga historia.

En fin, la preciosa y exasperante Astiza —mi aspirante a asesina, después sirvienta y más tarde sacerdotisa de Egipto— se había caído del globo al Nilo junto con mi enemigo, Silano. Desde entonces he intentado desesperadamente averiguar su destino, mi inquietud redoblada por el hecho de que las últimas palabras de mi adversario a Astiza fueron: «¡Sabes que aún te quiero!». ¿Os imagináis eso fisgoneando en los recovecos de la mente de uno por la noche? ¿Cuál era su relación? Por eso había permitido al chiflado inglés sir Sidney Smith que me dejara en tierra en Palestina justo antes de la invasión de Bonaparte, para indagar. Luego una cosa llevó a la otra y aquí estaba, frente a un millar de bocas de mosquete.

—¡Fuego!

Pero antes de referiros lo que ocurrió cuando dispararon los mosquetes, quizá debería regresar a donde quedó mi relato anterior, a finales de octubre de 1798, cuando estaba atrapado en la cubierta de la fragata británica Dangerous, rumbo a Tierra Santa con las velas hinchadas y espuma en la proa, surcando las aguas profundas. Qué vigoroso era todo, las banderas inglesas agitándose, marineros fornidos tirando de los gruesos cabos de cáñamo con fuertes gritos, oficiales porfiados y tocados con bicornios paseándose por el alcázar y cañones coléricos rociados por la espuma del Mediterráneo, cuyas gotitas se secaban formando estrellas de sal. Dicho de otro modo, era la clase de expedición combativa y viril que había aprendido a detestar, habiendo sobrevivido por los pelos al impetuoso ataque de un guerrero mameluco en la Batalla de las Pirámides, la explosión del Orient en la Batalla del Nilo y toda suerte de traiciones por parte de un árabe devoto de las serpientes llamado Ahmed bin Sadr, al que finalmente mandé al infierno que le correspondía. Estaba casi sin aliento después de tanto ajetreo y más que dispuesto a escabullirme de vuelta a Nueva York para aceptar un buen empleo de tenedor de libros o dependiente de artículos de confección, o tal vez de notario que administra aburridos testamentos a los que se agarran viudas enlutadas y proles imberbes y poco dignas. Sí, un escritorio y unos libros mayores polvorientos… ¡eso es vida para mí! Pero sir Sidney no quiso saber nada. Aun peor, finalmente comprendí qué era lo que más me importaba de este mundo: Astiza. No me sentiría demasiado tranquilo regresando a casa sin averiguar si había sobrevivido a su caída con ese bribón, Silano, y había alguna posibilidad de rescatarla.

La vida era más fácil cuando no tenía principios.

Smith iba engalanado como un almirante turco, y dentro de su cerebro se formaban planes como una tormenta inminente. Se le había encomendado la misión de ayudar a los turcos y su imperio otomano a frustrar la mayor usurpación de los ejércitos de Bonaparte desde Egipto hasta Siria, puesto que la ilusión del joven Napoleón era forjarse un imperio oriental. Sir Sidney necesitaba aliados y espías y, después de pescarme en aguas del Mediterráneo, me había dicho que sería ventajoso para ambos que me uniera a su causa. Señaló que sería temerario por mi parte intentar regresar a Egipto y hacer frente a los encolerizados franceses yo solo. Podría indagar el paradero de Astiza desde Palestina, al mismo tiempo que valoraba las distintas sectas que podían hacer frente común para combatir a Napoleón. «¡Jerusalén!», había exclamado. ¿Estaba loco? Aquella ciudad medio olvidada, un lugar apartado de los otomanos e incrustado de polvo, historia, fanáticos religiosos y enfermedades, solo había logrado sobrevivir —al decir de todo el mundo— endosando turismo obligatorio a los peregrinos crédulos y fáciles de engañar de tres confesiones. Pero si uno era un intrigante y luchador inglés como lo era Smith, Jerusalén tenía la ventaja de ser una encrucijada de la compleja cultura de Siria, una guarida políglota de musulmanes, judíos, ortodoxos griegos, católicos, drusos, maronitas, matuwellis, turcos, beduinos, kurdos y palestinos, todos los cuales se recordaban desaires mutuos que se remontaban a varios miles de años atrás.

Francamente, nunca me habría aventurado a menos de ciento cincuenta kilómetros del lugar, solo que Astiza estaba convencida de que Moisés había robado un libro sagrado de sabiduría antigua de las entrañas de la Gran Pirámide y que sus descendientes lo habían llevado a Israel. Esto significaba que Jerusalén era un buen sitio donde buscar. Hasta entonces ese Libro de Tot, o los rumores acerca de él, no había acarreado más que problemas. Pero si contenía claves para la inmortalidad y el dominio del universo, no podía olvidarme de él, ¿verdad? Jerusalén encerraba una lógica perversa.

Smith me creía un cómplice de confianza, y en verdad teníamos una especie de alianza. Lo había conocido en un campamento gitano después de disparar a Najac. El sello que me dio me había salvado de una soga colgada de la verga cuando me llevaron a presencia del almirante Nelson después de la reyerta en el Nilo. Y Smith era un auténtico héroe que había quemado navíos franceses y había huido de una cárcel parisina comunicándose por señas con una de sus antiguas compañeras de cama desde una ventana enrejada. Después de coger el tesoro de un faraón debajo de la Gran Pirámide, que luego perdí para no morir ahogado, y de robarle un globo a mi amigo y colega Nicolas-Jacques Conté, me había precipitado al mar y me encontraba empapado y sin un céntimo en el alcázar del Dangerous, con el destino enfrentándome a sir Sidney una vez más, y tan a la merced de los británicos como lo había estado de los franceses. Mis opiniones personales —que ya estaba harto de guerra y de tesoros y estaba dispuesto a regresar a América— cayeron en oídos sordos.

—Así pues, mientras hacéis indagaciones desde la Palestina siria acerca de esa mujer de la que os habéis prendado, Gage, también podéis tantear a los cristianos y los judíos en busca de una posible resistencia a Bonaparte —me decía Smith—. Podrían ponerse de parte de los franceses, y si él forma un ejército así, nuestros aliados turcos necesitarán toda la ayuda que puedan conseguir. —Me puso un brazo sobre el hombro—. Os considero el hombre apropiado para esta clase de misión: listo, afable, desarraigado y sin escrúpulos ni creencias. La gente os contará cosas, Gage, porque piensan que no tiene importancia.

—Solo que soy americano, no británico ni francés…

—Exacto. Perfecto para nuestros fines. Djezzar estará impresionado de que incluso un hombre tan superficial como vos se haya alistado.

Djezzar, cuyo nombre significaba «el Carnicero», era el pacha de Acre, con fama de cruel y despótico, y del que los británicos dependían para combatir a Napoleón. Encantado, seguro.

—Pero mi árabe es rudimentario y no sé nada de Palestina —señalé con toda la razón.

—Eso no es problema para un agente con ingenio y agallas como vos, Ethan. La Corona tiene un confederado en Jerusalén con el nombre en clave de Jericó, un quincallero de oficio que hace algún tiempo sirvió en nuestra marina. Puede ayudaros a buscar a esa Astiza y cooperar con nosotros. ¡Tiene contactos en Egipto! Unos pocos días de vuestra ingeniosa diplomacia, la posibilidad de seguir los pasos del mismísimo Jesucristo, y volveréis sin nada más que polvo en las botas y una reliquia sagrada en el bolsillo, con todos vuestros demás problemas resueltos. Es realmente estupendo cómo se resuelven esas cosas. Entretanto ayudaré a Djezzar a organizar la defensa de Acre por si Boney marcha hacia el norte, como habéis advertido. ¡En un abrir y cerrar de ojos los dos seremos héroes ensangrentados, ensalzados en las cámaras de Londres!

Cada vez que la gente empieza a halagarte y a usar palabras como «espléndido», es el momento de vigilar tu bolsa. Pero, por Bunker Hill, sentía curiosidad por el Libro de Tot y estaba atormentado por el recuerdo de Astiza. Su sacrificio para salvarme fue el peor momento de mi vida —peor, sinceramente, que cuando estalló mi querido rifle largo de Pensilvania— y el boquete en mi corazón era tan grande que se podría disparar una bala de cañón a través de él sin dañar nada. Lo cual, pensé, es una buena frase para utilizar con una mujer, y quería ponerla en práctica con ella. De modo que, naturalmente, dije que sí, la palabra más peligrosa de la lengua inglesa.

—Necesito ropa, armas y dinero —observé.

Lo único que había logrado conservar de la Gran Pirámide eran dos pequeños querubines dorados, o ángeles arrodillados, que Astiza afirmaba procedían de la vara de Moisés y que introduje ignominiosamente dentro de mis calzoncillos. Mi primera idea había sido empeñarlos, pero cobraron un valor sentimental a pesar de su tendencia a obligarme a rascarme. Como mínimo constituían una reserva de metal precioso que prefería no revelar. Dejaría que Smith me diera una asignación, si tan ansioso estaba de alistarme.

—Vuestro gusto por la ropa árabe es idóneo —dijo el capitán británico—. Lo mismo que el bronceado que habéis adquirido, Gage. Añadidles una capa y un turbante en Jafa y pasaréis por un indígena. En cuanto a un arma inglesa, eso podría meteros en una cárcel turca si sospechan que sois un espía. Es vuestra inteligencia lo que os mantendrá fuera de peligro. Puedo prestaros un pequeño catalejo. Es sumamente agudo y el instrumento ideal para avistar movimientos de tropas.

—No habéis hablado de dinero.

—La asignación de la Corona será más que adecuada.

Me entregó una bolsa con unas cuantas monedas de plata, bronce y cobre: reales españoles, piastras otomanas, un copec ruso y dos rixdales holandeses. Presupuesto del gobierno.

—¡Esto apenas alcanza para un desayuno!

—No puedo daros libras esterlinas, Gage, porque os descubrirían enseguida. Sois un hombre de recursos, ¿no? ¡Aprovechad al máximo cada penique! ¡Dios sabe que el Almirantazgo lo hace!

Bueno, tendría que recurrir al ingenio, me dije, y me pregunté si no podría matar las horas con los tripulantes ociosos y una partida de cartas amistosa. Cuando aún gozaba de buena reputación como sabio en la expedición egipcia de Napoleón, me agradaba discutir las leyes de probabilidad con matemáticos famosos como Gaspard Monge y el geógrafo Edme Francois Jomard. Me incitaban a pensar de un modo más sistemático sobre probabilidades y la ventaja de la casa, mejorando mis aptitudes de juego.

—¿Quizá podría interesar a vuestros hombres en un juego de azar?

—¡Procurad que no os quiten también el desayuno!