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Los buitres volaban en círculo y le sorprendió que lo hicieran en la distancia y no sobre su cabeza.

Cuando Yusuf y el burro se hubieron perdido de vista, descendió a un yacimiento en el que los rehenes aparecían desparramados por el suelo y solo uno entreabrió los ojos para dirigirle una desvaída mirada y volver a cerrarlos de inmediato.

Bebió, intentó masticar un pedazo de queso y se sentó a observarles sin poder evitar preguntarse qué era lo que les habría empujado a acabar en semejante lugar y en semejantes circunstancias.

La deprimente escena le ayudaba a recuperar parte de su ya casi inexistente fe en los seres humanos, pero no a recuperar su antaño firme fe en Dios.

Si aquellos infelices habían hecho tantos sacrificios por amor a sus semejantes, tenía una cierta explicación que se encontraran allí, pero, si lo habían hecho por amor a su dios, cualquiera que este fuera, resultaba inexplicable que les hubiera abandonado a tan inmunda suerte.

Comprendió que al pensar de ese modo se estaba cerrando las puertas del paraíso, pero tras haber sido testigo de tantas atrocidades le costaba aceptar que pudiese existir ningún tipo de paraíso en parte alguna.

Las fuerzas le iban abandonando tal como el agua solía escapar por las fisuras de una vieja girba, y comprendió que ahora no estaba allí su madre para colocar un cuenco y recoger las gotas de vida que goteaban.

Sonrió al pensar en ella y quiso creer que se sentiría más orgullosa que triste cuando le contaran que su hijo había muerto defendiendo a los indefensos.

Si en verdad existía otra vida, él no se sentiría orgulloso por sus supuestas hazañas, sino más bien avergonzado por sus muchos crímenes, incluido el de intento de suicido, porque empezaba a creer que en el momento de lanzarse desde el avión lo había hecho con la intención de acabar de una manera digna.

En aquel momento sabía que nunca conseguiría salvar a los rehenes y estaba decidido a no continuar asesinando a desconocidos, por lo que morir valientemente hubiera sido sin duda la solución más honrosa.

Cerró los ojos y se sumió en la nada sin sueños ni alucinaciones; solo la nada.

Cuando volvió a abrirlos, todo continuaba igual, excepto por el hecho de que otro hombre de enmarañada melena blanca y larga barba descansaba a su lado.

A duras penas consiguió ponerse en pie y salir al exterior, donde le deslumbró la violenta luz de un sol que le daba directamente en los ojos.

Cuando consiguió habituarse a ella, advirtió que el burro descansaba a la sombra mientras Yusuf espiaba entre las piedras.

—¿Qué ocurre? —inquirió.

El otro se volvió, le examinó de arriba abajo como si en verdad le sorprendiera su presencia y se limitó a comentar:

—Creí que estabas muerto.

—Aún no.

—Ya veo.

—¿Y Omar?

—Se ha ido.

—¿Se ha ido…? —repitió un incrédulo Gacel—. Nunca lo habría imaginado.

—Sus razones tenía… —fue la desconcertante respuesta mientras le pedía con un gesto que ocupara su puesto en la escalinata y atisbara entre las piedras—. Ocho razones para ser más exactos.

El tuareg obedeció y pudo constatar que efectivamente ocho jinetes venían siguiendo unas huellas claramente marcadas en la arena y que conducían sin margen de error hacia la entrada del yacimiento.

Se preguntó por qué razón la muerte no se lo había llevado ya, aunque solo fuera con el fin de evitarle ser testigo de una nueva masacre.

—¿Qué podemos hacer? —musitó.

—Esperar.

—¿Esperar qué?

—A que sean siete.

—No te entiendo… —casi gimió—. ¿A qué te refieres?

—A que siempre es preferible que te busquen siete yihadistas hijos de puta a que te busquen ocho yihadistas hijos de puta, y para eso lo mejor es esperar —alargó el brazo señalando a un jinete al remachar sus palabras con firmeza—: ¿Lo ves…? Ahora solo son siete, porque el del turbante blanco se tambalea y, o mucho me equivoco, o el siguiente será el flaco que cabalga a su derecha.

Al tuareg no le costó comprobar que, tal como el otro apuntaba, el extremista del turbante blanco se inclinaba cada vez más hasta precipitarse al suelo al mismo tiempo que la cabeza de quien tenía a su derecha estallaba en pedazos.

Yusuf sonrió de oreja a oreja.

—Ya solo son seis, y como no espabilen no va a quedar ni uno —colocó afectuosamente una mano en el hombro del tuareg al tiempo que añadía—: Como puedes comprobar, Omar ha resultado un buen alumno gracias a que fuiste un buen maestro.

—¿Tiene mi fusil?

—¿Acaso crees que matar a esa distancia se consigue a pedradas?

—¿Y dónde está?

—Recuerda que es tuareg, y como tuareg deberías saber que cuando uno de vosotros se oculta ni otro tuareg consigue descubrirle… —Yusuf dejó escapar una corta carcajada como si estuviera asistiendo a un fascinante espectáculo, al tiempo que exclamaba—: ¡Ya solo quedan cinco!

En efecto, un tercer secuestrador había caído mientras sus aterrorizados compañeros se volvían hacia uno y otro lado intentando localizar el punto desde el que les abatían con tanta precisión.

—Ahora es mi turno —comentó Yusuf mientras comenzaba a disparar su AK-47—. Vamos a darles duro.

—Están demasiado lejos —le hizo notar Gacel, al que ya le costaba un gran esfuerzo incluso hablar—. Lo único que conseguirás es desperdiciar balas.

—Tenemos muchas, y elevando el tiro les caerán lo suficientemente cerca como para acabar de aterrorizarlos… —mientras reponía el cargador reparó en el rostro de quien se apoyaba en el muro incapaz de mantenerse en pie, y lanzó un bufido con el que pretendía expresar su disgusto—. Deberías acostarte… —dijo—. Entre Omar y yo nos encargamos de esto.

—Quiero verlo, porque será lo último que vea.

—Eso lo entiendo.

Los rehenes habían acudido al ruido de los disparos y llegaron a tiempo de ser testigos de cómo un camello resultaba alcanzado en el estómago y se encabritaba lanzando al suelo a su jinete, que comenzó a correr desalentado, aunque a los pocos metros un tiro en la espalda le precipitaba de bruces.

—Ya solo quedan cuatro… —comentó Yusuf como si fuera lo más natural del mundo al tiempo que lanzaba una nueva ráfaga—. El maldito hijo de una cabra sarnosa los está cazando a placer.

Los yihadistas debieron pensar lo mismo, porque sin ponerse de acuerdo obligaron a dar media vuelta a sus monturas para alejarse al galope.

—Esos no vuelven… —fue el comentario de quien parecía estar disfrutando como pocas veces en su vida mientras aferraba al tuareg por un brazo y le ayudaba a subir a la llanura acomodándole sobre un montón de arena—. ¡Ven…! —añadió—. Ese maldito agujero no es un buen lugar para morir.

Los rehenes se les unieron felices y aliviados al comprobar que la columna de polvo se alejaba, y al poco pudieron advertir cómo Omar el Khebir surgía de entre unas rocas, se aproximaba a los caídos y le disparaba a bocajarro a uno que al parecer no se le antojaba lo suficientemente muerto.

Luego aferró por las riendas a dos de los camellos que observaban con absoluta indiferencia como uno de sus congéneres agonizaba, y se aproximó sin prisas para ir a detenerse frente al tuareg.

—Esto es tuyo —dijo entregándole el fusil.

—Puedes quedártelo —fue la firme respuesta, que denotaba convencimiento—. Yo ya nunca podré utilizarlo.

—Lástima, porque es un arma extraordinaria… —admitió el otro—. Pero, si me la encuentran encima, me ocasionará problemas, porque a partir de ahora tan solo soy un pobre beduino que intenta escapar de un país demasiado violento…

Le interrumpió un lejano rugir de motores y alzaron la vista para advertir que muy a lo lejos hacía su aparición un avión militar del que a los pocos instantes comenzaban a saltar paracaidistas.

Yusuf observó cómo el horizonte se iba cubriendo de setas blancas y, mientras trepaba a uno de los camellos, no pudo evitar uno de sus incisivos comentarios:

—Los franceses llegan tarde… Como de costumbre.

Omar el Khebir hizo un gesto con la mano ordenando al burro que les siguiera y a continuación se volvió hacia Fabio di Nuncio.

—Recuerde nuestro acuerdo, doctor; declarará bajo juramento que fue testigo de cómo dos brutales mercenarios al servicio de la yihad islámica, Omar el Khebir y Yusuf Kassar, morían y quedaban sepultados en el yacimiento de natrón en donde los mantuvieron secuestrados.

—Le di mi palabra y la cumpliré.

—Eso espero, porque de lo contrario volveré y le cortaré el cuello a su gente —a continuación inclinó respetuosamente la cabeza ante Gacel Mugtar y añadió—: Lamento haberte conocido en estas circunstancias, porque los enemigos capaces de engrandecernos no abundan.

A aquel a quien iban dirigidas las palabras más sinceras que había dicho nunca apenas le quedaron fuerzas para alzar la mano, descubrirse y permitir que le viera la cara.

Con ello demostraba que era un auténtico tuareg que había dado su vida por los débiles y no temía ni a sus peores enemigos.

Los demás solo eran gente que se ocultaba tras un velo.

Madrid, noviembre de 2013