24

El lugar era el mismo, la escena, la misma, y los personajes los mismos, pero el hedor había aumentado hasta límites tan insoportables que el asno se resistió a descender por la rampa.

Intentando contener la respiración, Omar el Khebir y Yusuf comenzaron a descargar cuanto traían, pero de improviso el primero extrajo su revólver, colocó el cañón en la base del cráneo del mal encarado jovenzuelo que se engalanaba el pecho con granadas de mano y de un seco disparo le levantó la tapa de los sesos sin darle tiempo a reaccionar.

A continuación clavó el arma en la espalda de quien solía llevar la voz cantante y apretó el gatillo por tres veces al tiempo que Yusuf degollaba al tercer secuestrador, que en esos momentos se inclinaba para depositar en el suelo una caja de latas de conserva.

Habían actuado con tal rapidez y eficacia que el desprevenido mauritano ni siquiera tuvo oportunidad de darse cuenta de lo que ocurría, optando por quedarse tan quieto como si se hubiera convertido en un candelabro.

—¿De parte de quién estás? —quiso saber Omar el Khebir mirándole fijamente.

—De los vivos.

—Bien hecho, porque tiempo tendrás de estar con los muertos —señaló mientras registraba los cadáveres y le iba entregando todo lo que encontraba—. ¡Toma…! —añadió—. Ahora eres cómplice en el asesinato a traición y sangre fría de tres yihadistas, a los que además has robado cuanto tenían, o sea, que si te agarran te arrancarán la piel a tiras. ¿Sabes hacia dónde queda Mauritania?

—Hacia el oeste.

—En ese caso, coge lo que necesites y lárgate.

El aterrorizado beduino se apresuró a dar las gracias, introdujo en un saco puñados de dátiles, galletas, mijo y queso, se echó al hombro dos girbas de agua y lanzó un sonoro escupitajo a cada uno de los ensangrentados cadáveres.

—Nunca me gustaron —fue su sincero comentario antes de perderse en la noche.

—Ese no se ganará la vida como contador de historias, aunque tiene una buena historia que contar —señaló Yusuf mientras pateaba despectivamente el cuerpo del jovenzuelo al tiempo que le increpaba como si pudiera oírle—: Siempre supuse que eras un pretencioso inepto, pero nunca imaginé hasta qué punto. ¿Qué hacemos ahora?

Omar el Khebir indicó a los rehenes, que habían asistido en silencio a la escena y a los que se advertía tan traumatizados por la situación que parecían estar esperando que acabaran con ellos con la misma violencia y frialdad con que habían acabado con sus captores.

—Sacadlos de aquí, porque no entiendo como aún siguen vivos o no se han vuelto locos en semejante infierno.

Se apoderó del manojo de llaves que se encontraban junto a la radio y comenzó a abrir candados indicando a los desconcertados cautivos que se apresuraran a salir pese a que a algunos les costaba un gran esfuerzo moverse, tanto por el hecho de llevar varios días en la misma posición cuanto porque se les había obligado a hacer sus necesidades sin despojarse de la ropa.

Ya en el exterior, Omar el Khebir les concedió un tiempo prudencial con objeto de permitir que respiraran a pleno pulmón, estiraran los músculos, bebieran agua y empezaran a hacerse una idea de lo que estaba sucediendo antes de rogarles que tomaran asiento a su alrededor y le prestaran atención.

—Lo primero que deben saber es que aún no están fuera de peligro, aunque sus posibilidades de salvarse han aumentado, dado que no somos extremistas —advirtió con absoluto desparpajo—. Somos profesionales, y estamos dispuestos a jugarnos la vida para ayudarles a salir de aquí a cambio de unas condiciones que consideramos bastantes razonables.

—¿Qué clase de condiciones? —quiso saber el rehén de más edad.

—¿Quién es usted?

—Fabio di Nuncio, director médico del campamento.

—¿Romano…?

—Napolitano.

—No es lo mismo, pero tendré que conformarme… —admitió Omar el Khebir chasqueando la lengua, con lo que pretendía poner de manifiesto su desencanto—. ¿Sabe manejar una radio?

—Naturalmente.

—Pues ahí abajo hay una. Póngase en contacto con su organización y comuníquele que estamos dispuestos a protegerles a cambio de dos pasaportes de apátridas, refugiados políticos o comoquiera que se llame eso, impunidad por los delitos de los que se nos acusa y permiso de residencia en el país europeo que elijamos.

—No sé si eso puede conseguirse… —replicó el italiano un tanto desconcertado.

—Usted verá cómo se las arregla —le hizo notar Yusuf—. Le va en ello la cabeza. Y la de sus amigos.

—¡Lo intentaré! ¿Qué más?

—Se lo iremos comunicando sobre la marcha.

—¿Dinero…?

—Como ya le he dicho, somos profesionales, no secuestradores —intervino de nuevo Omar el Khebir—. Si nos conceden lo que pedimos, cuidaremos de ustedes, pero en caso contrario, y como no tenemos la obligación de jugarnos la vida por salvarlos, nos limitaremos a dejarles aquí y, en cuanto los yihadistas descubran que algo raro ocurre, porque para eso tienen la radio, vendrán y les cortarán la cabeza.

—¡No, por Dios! —sollozó aterrorizada la única mujer del grupo—. Son unas bestias.

—Tranquila, hija… —le respondió el napolitano, que evidentemente comenzaba a hacerse cargo del nuevo rumbo de la insólita situación—. Tengo amigos en el Gobierno y si es necesario haré que saquen de la cama al mismísimo primer ministro.

—¿No será Berlusconi…? —se alarmó Omar el Khebir.

—No, ya no lo es.

—Menos mal, porque de ese no me fío. Era amigo de Gadafi.

Mientras Fabio di Nuncio regresaba a la cueva con la evidente intención de conectarse con quien pudiera conseguir lo que sus libertadores solicitaban, un molesto Yusuf tomó del brazo a su antiguo jefe obligándole a alejarse unos metros.

—¿A qué ha venido eso de negarte a que nos den dinero? —inquirió—. ¿Tienes una idea de lo que podríamos obtener a cambio de esta gente?

—¡Escúchame bien, mastuerzo, que a veces eres más burro que ese que nos está observando! —Omar el Khebir intentó encontrar las palabras adecuadas para lo que deseaba expresar y al fin pareció haberlo conseguido—: Si nos proporcionan una nueva documentación, tenemos para vivir sin agobios mucho más de lo que imaginábamos… ¿Me explico bien?

—Perfectamente, pero el dinero nunca sobra.

—Sigues siendo un estúpido porque no comprendes que si nos concedieran el perdón pero cobráramos por liberar a los rehenes, podrían acusarnos de secuestro o extorsión y volverían a jodernos.

—En esto tal vez tengas razón… —se disculpó el otro.

—La tengo. Y recuerda que, si odias a los fanáticos y a los secuestradores, nunca debes comportarte como ellos. Puede que seamos unos malnacidos que nos vendemos al mejor postor, pero por eso mismo debemos respetar ciertos principios y, si nos comprometemos a mantener con vida a esos desgraciados, lo haremos cueste lo que cueste.

—De acuerdo, tú mandas, pero si va a haber jaleo deberíamos largarnos de aquí, porque nos tendrían a su merced disparando desde las dunas… —argumentó con muy buen criterio Yusuf—. El otro yacimiento es más amplio, tiene más provisiones, hay muchas armas y nos defenderíamos mejor con tanto espacio abierto alrededor.

—Veo que vuelves a pensar como un profesional —admitió Omar el Khebir golpeándole afectuosamente el brazo—. Y ese es el Yusuf que siempre me ha gustado y que ahora necesito. Llévate a esos, y que el burro cargue con la mujer que apenas se sostiene.

—¿Qué vas a hacer?

—Quedarme con el romano hasta ver si consigue algo.

—Napolitano… —le corrigió el otro.

—¡Lo que coño sea! ¡Lárgate!

No era momento de ponerse a discutir, y minutos más tarde el abatido grupo se ponía en marcha y cualquier observador habría apostado a que no llegaría muy lejos.

Yusuf únicamente les había permitido cargar con odres de agua de los que les obligaba a beber continuamente porque se les advertía deshidratados, corrían riesgo de derrumbarse y ninguno de ellos estaba en condiciones de cargar con otro.

Era como una tropa de semidesnudos fantasmas y, en cuanto desaparecieron en la oscuridad, Omar el Khebir regresó al pestilente habitáculo donde el italiano le gritaba a alguien que se encontraba a miles de kilómetros de distancia.

Por sus aspavientos, sus ruegos, sus insultos y el airado tono de su voz dedujo que no conseguía sacar de la cama ni al primer ni al último ministro, por lo que se concentró en la tarea de despojar al cadáver del odioso muchachuelo de las granadas de mano, introducirlas en una bolsa y estudiar con calma la estructura del destartalado yacimiento del que mucho tiempo atrás alguien había estado extrayendo un natrón de excelente calidad.

Tras un interminable rosario de gritos, llantos y súplicas, el desmoralizado doctor Di Nuncio optó por apagar la radio mientras comentaba:

—He conseguido que me prometan que al mediodía se reunirán con el primer ministro y le pedirán que hable con el presidente francés.

—Dudo que lleguen a molestarle, porque, a no ser que esto funcione, a mediodía estaremos muertos —fue la tranquila respuesta de quien había colocado la bolsa de granadas en una esquina y se dedicaba a echar sobre ella toda la ropa que encontraba.

—¿Qué pretende?

—Que el techo se venga abajo y esos cerdos de la yihad imaginen que su joven y lunático suicida tenía demasiada prisa por ascender al paraíso y decidió inmolarse antes de tiempo… —indicó con un gesto el cadáver del muchacho—. Suele suceder a menudo con este tipo de descerebrados, o sea, que acerque su cuerpo a la entrada, porque, cuantos más pedacitos de él encuentren, mejor.

—¡Qué salvajada…! —se lamentó el otro, pese a lo cual no dudó en obedecer, arrastrando al difunto hasta donde le indicaba Omar el Khebir—. Tenía entendido que los musulmanes sentían un gran respeto por los muertos.

—Y lo sentimos. Pero más respeto sentimos por los vivos…

Resultaba evidente que Omar el Khebir había recuperado su papel de líder capaz de encarar situaciones críticas, dejando de considerarse a sí mismo un mísero fugitivo seguido a todas partes por un borrico exhibicionista. Volvía a ser un auténtico mercenario, tal vez en exceso brutal en ocasiones, pero dispuesto a morir en el transcurso de una misión, aunque no sin haber dejado una clara e inolvidable huella de su paso.

Se había acuclillado sobre el montón de ropa dedicándose a abrir balas esparciendo la pólvora que contenían al tiempo que comentaba con una sonrisa que ponía de manifiesto que estaba disfrutando con su trabajo:

—Más vale que se aleje, porque, aunque nunca he sido experto en demoliciones, esto va a reventar.

—¿Qué hacemos con la radio? —quiso saber el italiano.

—Sin una antena apropiada no sirve de nada —fue la serena respuesta—. Y, por lo que le he oído gritar, ni aun con antena serviría de mucho.

—En eso puede que tenga razón… —admitió el otro—. Los políticos prefieren dedicar una mañana a acudir a un funeral en el que les hagan fotos besando a los familiares de un cooperante que trabajar en su liberación, visto que luego les echan en cara que han pagado un rescate excesivo o se han quedado con la mitad.

—¿Y, si eso es así, por qué demonios aceptó este puto trabajo? —quiso saber quien ya tenía una lámpara de aceite en la mano dispuesto a prenderle fuego a la ropa.

—Porque no se trata de un puto trabajo, ya que no me pagan por hacerlo. Se trata de un puto vicio. Salvar vidas puede llegar a convertirse en una adicción que engancha más que las drogas, y el día que no consigues una dosis te sientes fatal.

Omar el Khebir le observó un tanto confundido, alzó la lámpara con el fin de verle mejor y, al reparar en su larga y enmarañada barba, su blanca melena infestada de piojos, y parte del cuerpo cubierto de llagas y excrementos, acabó por admitir:

—Pues está claro que lleva varios días sin su dosis, porque tiene un aspecto horrible. Espéreme fuera y llévese una manta, porque empieza a hacer frío.

Fabio di Nuncio obedeció, pero, en el momento de pasar por encima del cadáver que él mismo había atravesado en la salida, le enfiló los cuernos en un gesto muy napolitano, al tiempo que comentaba:

—¡Espero que no puedas violar a nadie en el infierno, hijo de puta!

Omar el Khebir fue a decir algo, pero se arrepintió debido a que no era de su incumbencia saber quién podría haber sido la víctima de un degenerado que en vida tenía todo el aspecto de no hacer excesivas distinciones en cuestión de sexo. Lo único que importaba era que se encontraba acuclillado frente a ocho granadas de mano, a una de las cuales le había quitado la anilla sujetando el seguro con una cuerda. En cuanto se propagara el fuego y la cuerda ardiera, la lógica indicaba que todo debería saltar por los aires, pero no estaba seguro de si en verdad ocurriría, por lo que no era momento de preocuparse por cosas que no tenían remedio.

Se irguió, le arrancó el turbante al que solía llevar la voz cantante, le aplicó la llama y, cuando se convirtió en una bola de fuego, lo dejó caer y echó a correr.

A unos doscientos metros le aguardaba el italiano y, aunque el sol aún tardaría en hacer su aparición, una leve claridad lechosa les permitió distinguir cómo del suelo emergía una columna de humo seguida de una llamarada y casi de inmediato se escuchaba una estremecedora explosión.

Una nube de polvo, sangre y restos humanos cubrió los alrededores, y al poco Omar el Khebir recogió un pie ensangrentado alzándolo como quien exhibe un valioso trofeo.

—Esto ayudará, porque los carroñeros indicarán a esos hijos de puta dónde se encuentra el problema… —dijo, y a continuación hizo un gesto en dirección al enorme hueco cubierto de tierra, arena y natrón que había quedado a sus espaldas—. Dudo que se molesten en intentar averiguar cuántos cadáveres han quedado ahí abajo y, si tenemos suerte, se largarán, porque los buitres llaman mucho la atención.

—¿Y si no tenemos suerte?

—Nos perseguirán, tendremos que defendernos a tiros y tenga por seguro que en ese caso acudirán muchísimos más buitres.

Orinó sangre.

Al principio no advirtió que era sangre, pero lo era, lo que unido a la debilidad que experimentaba, y el hecho de estar consumiendo demasiada agua, denotaba que, en efecto, algo se había roto en su interior.

Por primera vez en su vida le invadieron la ira y la impotencia debido a que su cuerpo no le estaba respondiendo cuando más lo necesitaba, y la muerte no parecía partidaria de hacer distinciones por muy joven, fuerte o tuareg que fuera.

Llevaba casi toda la noche dando tumbos, tropezando y volviendo a levantarse en un agotador esfuerzo por aproximarse al punto por el que había visto desaparecer lo que estaba convencido de que eran figuras humanas, pero por mucho que lo intentaba no conseguía encontrar su rastro.

Si se trataba de secuestradores, se habían ocultado muy bien; y, si se trataba de simples beduinos que aprovechaban la noche para viajar por una zona que durante el día resultaba intransitable, se encontrarían ya demasiado lejos.

Su única compañía había quedado reducida a una solitaria hiena que venía siguiéndole casi desde que oscureció.

La maloliente bestia tenía fama de presentir cuándo un animal estaba a punto de morir y, por lo visto, el rastro de sangre que Gacel iba dejando le bastaba para comprender que le convenía mantenerse en silencio sin alertar a quienes pretendieran disputarle tan apetitosa presa.

A las hienas rayadas les encantaban los banquetes familiares, pero los machos de hiena manchada preferían vivir en solitario, aparearse cuando se presentaba la ocasión y continuar su camino sin cargar con la responsabilidad de alimentar crías, porque encontrar algo con que llenar la tripa en un lugar tan inhóspito como El Saleb era ya lo suficientemente duro como para tener que compartirlo.

Al cabo de tres horas, y temiendo que en cuanto amaneciera aquel repugnante perro cojitranco le delatara con su presencia, el tuareg se tumbó cuan largo era, montó en el rifle la mira telescópica de visión nocturna, así como el silenciador, apoyó el cañón sobre la bolsa de comida, porque la mano izquierda continuaba sin obedecerle, y aguardó sin prisas hasta que la bestia se movió permitiéndole distinguir con absoluta nitidez sus cuartos traseros.

En cuanto apretó el gatillo, el animal escapó aullando rumbo a una oscura guarida en donde lamerse las heridas, pasando en un instante de posible comensal a posible plato fuerte, y sin conseguir entender de dónde había surgido tan violento enemigo.

A Gacel le hubiera resultado mucho más sencillo acabar con ella de un tiro en la cabeza, pero abatirla allí mismo hubiera significado que muy pronto todos los carroñeros de la zona hubieran acudido a darse un banquete en lo que constituía una compañía peligrosa y muy desagradable.

Permaneció un largo rato en la misma posición, intentando reunir fuerzas mientras observaba cómo a menos de un metro de distancia una pareja de escorpiones comenzaba a realizar lo que tenía todas las trazas de ser una desaforada danza nupcial, aunque entraba dentro de lo posible que se tratara de una lucha a muerte entre dos machos dispuestos a destrozarse el uno al otro.

Baile nupcial o sangriento combate no duró mucho, puesto que de improviso algo le rozó el turbante y uno de los participantes desapareció como por arte de magia.

Su pareja, o contrincante, lo que quiera que fuese, permaneció unos segundos con el amenazante aguijón erguido, pero pronto pareció comprender que el peligro alado continuaba aleteando sobre su cabeza, por lo que corrió a buscar refugio bajo una piedra.

Incluso allí, tan lejos de todo, la eterna lucha por la supervivencia continuaba imperando de una forma implacable.

De nuevo le atormentaba la sed y le avergonzaba haber perdido la capacidad de controlar su necesidad de beber, aun sabiendo que de dicho control dependía su vida. Había calculado que necesitaría agua para cuatro días, pero ya apenas le quedaba, porque probablemente la estaba convirtiendo en sangre que escupía, orinaba o se desparramaba sin control por algún rincón de su cuerpo.

Se arrastró hasta encontrar una especie de madriguera que apenas ofrecía protección, pero no se sentía con fuerzas para ir más lejos, por lo que permitió que el agotamiento hiciera su trabajo.

Soñó que moriría al mismo tiempo que Ghalia Mendala y que esta le reñía por no haber cumplido su promesa de consolar a Suilem, lo cual constituía a todas luces una gran estupidez, porque nada ni nadie consolaría nunca a Suilem Baladé.

Al despertar cayó en la cuenta de que durante aquellos últimos tiempos de horror y muerte solo había existido una compensación: ser testigo de hasta qué punto podían amarse dos personas, lo cual le permitía conservar una cierta esperanza en un futuro menos descorazonador. Quizás por eso mismo el caprichoso destino no había consentido que Ghalia Mendala y Suilem Baladé tuvieran hijos que pudieran convertirse en la semilla de una nueva especie humana menos egoísta.

Le entristeció pensar que se iba a morir tras haber perdido la fe, y le vinieron a la mente las historias que había oído contar sobre hombres incrédulos que encontraron a Dios en el último momento.

Su caso era el opuesto, pero lo único que lamentaba era que iba a morir en un sucio agujero del que únicamente le sacarían las alimañas.

Tenía sed, y el día fue el más caluroso que recordaba.

Volvió a sumirse en un profundo sopor y en esta ocasión soñó que la muerte le andaba buscando por la llanura, desconcertada y furiosa por no ser capaz de dar con su escondrijo.

Pasó de largo, la oscuridad le seguía, tal como la oscuridad sigue siempre a la muerte, y tan solo entonces el tuareg emergió como el difunto que escapa de una tumba demasiado estrecha.

Consumió hasta la última gota de agua que le quedaba y se sentó a esperar, sabiendo que, cuando los paracaidistas descubrieran su cadáver, el coronel Courbet comprendería que no había podido hacer más.

Al fin y al cabo ambos habían aceptado el fracaso de antemano.

Y aceptar el fracaso de antemano, cuando de su éxito dependían tantas vidas humanas, era como morirse un poco de antemano.

De improviso, tres hombres y un asno emergieron del suelo a su derecha, cruzaron a menos de cien metros de donde se encontraba y se alejaron a buen paso rumbo al oeste.

En un principio llegó a pensar que seguía teniendo alucinaciones, pero sus siluetas se habían recortado con tanta claridad contra un fondo de estrellas que incluso creyó imaginar que el burro se había detenido un instante con el fin de volverse a mirarle.

No pudo por menos que preguntarse qué demonios hacía un burro en semejante lugar, pero no quiso o no pudo pensar demasiado en ello debido a que la sed le atormentaba, por lo que echó manos a sus últimas fuerzas y se encaminó al punto del que habían emergido con la esperanza de encontrar agua.

Tal como suponía, se trataba de un yacimiento abandonado, pero tuvo la precaución de mantenerse un rato a la escucha antes de decidir que no quedaba nadie en su interior.

Aun así descendió sigilosamente por la burda escalinata de piedra, apuntando siempre a través del visor nocturno, pero, en cuanto avistó un odre que rezumaba agua, la ansiedad venció a la prudencia y bebió hasta casi ahogarse.

Reconfortado y más tranquilo, encendió una linterna para examinar con detenimiento lo que tenía toda la apariencia de ser un enorme zulo de los que solían utilizar los terroristas y los guerrilleros, ya que en él que se amontonaba gran cantidad de armas, agua y provisiones.

Pese a su aislamiento y su insufrible calor, El Saleb debía constituir un punto de apoyo esencial para los yihadistas a la hora de extender sus dominios hacia los países vecinos, teniendo casi a tiro de piedra los campos petrolíferos de Argel, las minas de uranio de Níger o el hierro de Mauritania. Lo único que se interpondría entre ellos y sus objetivos sería un mar de arena escasamente vigilado.

Gacel Mugtar ni tan siquiera tuvo fuerzas para intentar ensayar una sonrisa al comprender que la caprichosa mala estrella que le había guiado durante los últimos tiempos le había llevado a finalizar su viaje en un refugio del extremismo más radical, por lo que tal vez cuando encontraran su cadáver llegarían a imaginar que se trataba de alguien que había elegido morir entre los suyos.

Extraño destino aquel en el que un fanático como el imán Songó Babangasi pasaría a la historia como compasivo hombre santo cuyo mausoleo visitarían los beduinos, mientras que la tumba de un tuareg que se había convertido en ateo figuraría entre las de los yihadistas que tanto aborrecía.

Intentó consolarse argumentando que nunca nadie consiguió ver el color de su propia sepultura estando dentro.

Comió sin apetito una lata de sardinas, que también machacó hasta convertir en papilla, volvió a orinar sangre y salió a vigilar por si a alguno de los secuestradores se le ocurría regresar, visto que no tenía ni la menor idea sobre a dónde habrían ido ni cuál sería la misión que tenían que llevar a cabo.

Seguía confiando ciegamente en su fusil, pero decidió armarse también de un AK-47, que no le serviría de mucho a larga distancia, pero que conseguiría que incluso el extremista más fanático se lo pensara a la hora de aproximarse.

Mientras luchaba por vencer una somnolencia que no era más que la antesala de la muerte, le pareció escuchar lo que se le antojaron ahogadas detonaciones, pero, aunque prestó atención esforzándose por mantener todos sus sentidos alerta, el resto de la noche transcurrió en el más absoluto silencio.

Al comprender que amanecía se introdujo de nuevo en el hueco que permitía la entrada al yacimiento, acomodándose de tal forma que desde un peldaño de la improvisada escalinata podía vigilar la llanura atisbando entre las piedras.

Fue en ese justo momento cuando distinguió a lo lejos una llamarada y al poco resonó un estampido.

Enfocó el visor de su arma en aquella dirección y lo que vio le dejó perplejo: fantasmagóricamente alumbrado por la primerísima claridad del alba un asno avanzaba llevando sobre su lomo a una mujer que solo se mantenía en equilibrio gracias a que un beduino muy alto la sujetaba por el brazo.

Les seguían cuatro hombres que apenas conseguían soportar el ritmo de la marcha y que de tanto en tanto tropezaban para volver a levantarse continuando casi a gatas.

Vistos con tan escasa luz y a tanta distancia se les podría considerar almas en pena que vagaban sin destino concreto.

Tan solo el beduino armado que marchaba junto al burro se mostraba entero y de tanto en tanto se volvía a quienes se quedaban atrás exigiendo que apretaran el paso.

Se agachó aun a sabiendas de que no podían verle, en lo que supuso un gesto casi instintivo cuya auténtica finalidad era intentar asimilar que lo que estaba viendo respondía a la realidad; los rezagados, al igual que la mujer, parecían europeos y su mente se negaba a admitir que tal vez cinco de los rehenes, o lo que quedaba de ellos, que no era mucho, vinieran a su encuentro vigilados por un único secuestrador.

Se sentía tan confuso como cuando rodó por la ladera de la duna sin saber si el cielo estaba arriba o abajo, y cabría imaginar que a partir de aquel día su cerebro no había funcionado con normalidad, por lo que en aquellos momentos se consideraba incapaz de hilvanar las ideas.

Tuvo que volver a atisbar entre las piedras para acabar aceptando que el indescriptible grupo continuaba aproximándose, se esforzó por encontrar una explicación razonable a semejante situación, pero acabó por decidir que no era momento de pensar, sino de actuar en la medida que le permitieran sus cada vez más escasas fuerzas, por lo que dejó a un lado el rifle, cargó el AK-47 y se mantuvo inmóvil hasta que calculó que el beduino se encontraba a unos diez metros de distancia, momento en que se irguió apuntándole directamente al pecho.

—¡Suelta el arma! —gritó.

El amenazado, que no había tenido la menor oportunidad de reaccionar, obedeció en el acto dejando caer su fusil, aunque al hacerlo no pudo sostener con la otra mano a la mujer, que se precipitó al suelo sollozando:

—¡Oh, Dios, no! Otra vez no…

Los restantes miembros del grupo parecían haberse convertido en atemorizadas estatuas.

Gacel aprovechó su desconcierto para avanzar unos metros al tiempo que ordenaba en árabe:

—Retrocede hasta aquellas piedras.

Luego, ya en un tono menos imperativo, añadió en francés:

—¡Tranquilícense…! Ahora son libres.

Tras los primeros instantes de perplejidad, uno de los rehenes acertó a balbucear señalando a Yusuf:

—Él ya nos ha liberado…

—¿Cómo ha dicho…? —inquirió el tuareg creyendo haber oído mal.

—Que nos habían secuestrado y él nos ha puesto en libertad.

El cada vez más desconcertado Gacel Mugtar se volvió al mencionado y preguntó:

—¿Perteneces a la yihad?

—¡Dios me libre…! —se horrorizó el otro—. ¿Y tú?

—Tampoco.

—Entonces, ¿a qué viene todo esto?

El tuareg señaló al grupo de rehenes al replicar:

—Los buscaba.

—Pues aquí están.

—Falta uno.

—Llegará más tarde.

—¡Explícate…!

Las explicaciones, en las que intervinieron los rehenes, se prolongaron durante varios confusos minutos, al final de los cuales el tuareg hizo un imperativo gesto al tiempo que pedía silencio:

—¡Basta! Váyanse a descansar y tú aclárame por qué estás metido en esto.

Yusuf aguardó hasta que sus exhaustos acompañantes hubieron descendido al yacimiento y, solo entonces, respondió con absoluta calma:

—Porque soy un mercenario, pero no un secuestrador.

—No sabía que hubiera diferencias.

—Las hay. ¡Y muchas! Y ahora puedes pegarme un tiro y acabar con todo esto, porque tu voz me suena, y creo que eres el maldito tirador que nos viene siguiendo desde Níger.

Gacel, al que le fallaban las piernas y se sentía incapaz de asimilar tal cúmulo de absurdos acontecimientos, tomó asiento al tiempo que le hacía un gesto para que le imitara.

—¿O sea, que formas parte del grupo que masacró a los senaudi…? —ante el mudo gesto afirmativo, añadió—: ¿Qué ha sido de Omar el Khebir?

—Se quedó atrás con un médico, y supongo que ha sido él quien ha provocado la explosión que acabamos de oír.

Su interlocutor tardó en responder, porque de nuevo había comenzado a vomitar sangre, y, tras limpiarse la boca con el dorso de la mano, comentó, como si el hecho careciera de importancia:

—Creo que me estoy muriendo.

—¿Qué te ha ocurrido?

—Es una larga historia que no creo que tuviera tiempo de acabar —indicó con un giro de la cabeza la entrada del yacimiento y dijo—: Ahora lo que importa son ellos.

—En eso estoy de acuerdo… —reconoció con sorprendente calma Yusuf—. Y, si te sirve de algo, te diré que hemos hecho un trato por él nos comprometemos a protegerlos.

—¿Cuál es el precio?

—El perdón.

—Demasiado alto.

—Seis vidas nunca son un precio demasiado alto, y quiero que tengas en cuenta que si atacamos a los senaudi fue porque se trataba de su vida o la nuestra. Cuando la sed atormenta eres capaz de matar incluso a tu propia madre.

—Eso es muy cierto —admitió el tuareg—. En este maldito desierto el agua lo es todo… —volvió a vomitar sangre, y tras respirar profundamente inquirió—: ¿Qué piensas hacer?

—Volver con el burro a por el médico, que también debe estar destrozado, porque cada minuto cuenta y esos malditos fanáticos pueden aparecer en cualquier momento —hizo una larga pausa y al fin añadió—: Ahí abajo hay un arsenal, tanto Omar como yo somos buenos en este oficio y, como has tenido ocasión de matarme y no lo has hecho, por lo que a mí respecta no tenemos ningún asunto pendiente.

—¿Qué opinará Omar?

—Es un gran profesional y un hombre inteligente…

Se puso en pie, recogió su arma, tomó por el ronzal al burro, que había sido mudo testigo de la conversación, y mientras comenzaba a alejarse comentó:

—Procura no morirte, porque vamos a necesitar a todo el que sepa utilizar un arma y tú has demostrado que sabes hacerlo.