23

Apenas llevaban dos horas de vuelo cuando repitió por cuarta vez la pregunta.

—¿Seguro que quieres hacerlo?

—Seguro.

—Es una locura…

—De muchacho me pasaba horas haciéndolo.

—No es lo mismo —pretendió obligarle a razonar el somalí—. Ya no eres un muchacho ni se trata de un juego; lo más probable es que te mates.

—Querrás decir lo más seguro, pero sabes muy bien que no queda otro remedio. ¿Cuánto falta para avistar El Saleb?

—Unos diez minutos.

—En ese caso no podemos avanzar más o nos arriesgamos a que nos vean y vuelen en pedazos a esa pobre gente antes de tiempo; aproxímate a aquel grupo de dunas de la izquierda.

El larguirucho negro mostró una vez más su desacuerdo con un ronco gruñido al tiempo que prendía fuego a un habano como si el hecho de fumar le ayudara a concentrarse a la hora de realizar tan arriesgada maniobra, debido a que los instrumentos indicaban que estaba volando a menos de cincuenta metros de altitud y tan despacio que corría el riesgo de entrar en pérdida.

El extenso conjunto de dunas seif, a las que el tuareg se refería, se alzaba frente al morro del aparato como si en verdad se tratara de una serie de imaginarios alfanjes entrelazados, con cimas tan estrechas que una cabra no hubiera conseguido avanzar por su filo manteniendo el equilibrio, pero era ese tipo de dunas el que hacía disfrutar a los muchachos cuando se deslizaban por ellas como si estuvieran esquiando sobre pistas de nieve en polvo.

Con frecuencia los había visto subir fatigosamente hasta sus cimas para dejarse caer dentro de un saco que aferraban a la altura de la barbilla y, si conseguían mantener el equilibrio, llegaban hasta el fondo sanos y salvos, pero, si el ángulo de caída resultaba demasiado pronunciado alcanzaban tal velocidad que rodaban aparatosamente o terminaban con el trasero escocido.

—En ocasiones nos protegíamos con un pedazo de neumático —le había confesado Gacel Mugtar—. Pero o te frenaba, o te lanzaba por los aires; era muy divertido.

—Lo supongo, pero una cosa es trepar a lo alto de una duna y otra muy diferente lanzarte sobre ella desde un avión en marcha… —especificó con buen criterio el somalí—. Volaré todo el bajo que pueda, pero la inercia te estrellará contra la arena y te romperás la espalda.

—Si ves que me la he roto, le pides al coronel Courbet que lance a sus hombres sobre El Saleb, pero si sobrevivo me dejas esos tres días de plazo —fue la respuesta de quien intentaba demostrar una calma que a decir verdad estaba lejos de sentir—. Creo que la mejor es aquella que se curva hacia la derecha; no debe tener más de cuarenta metros y el desnivel parece aceptable.

—Te advierto que desde aquí arriba todo se ve diferente… —puntualizó el piloto—. Y no hay nada que sirva de punto de referencia.

—Ni tiempo para buscarlo —sentenció quien se sentaba a su lado—. Vamos allá, que sea lo que tenga que ser y, si me mato, por favor, no te culpes.

Se aproximaron con el tren de aterrizaje casi rozando las cimas de las dunas y cuando sobrevolaban la elegida el tuareg lanzó al vacío la bolsa de lona que contenía cuanto se suponía que iba a necesitar durante los próximos días.

Pudieron advertir cómo caía durante poco más de veinte metros mientras la inercia la obligaba a desplazarse hacia la pared de arena contra la que acabó estrellándose violentamente, luego permaneció unos instantes quieta y como indecisa y, por último, comenzó a deslizarse para acabar deteniéndose en la parte más baja.

—Funciona… —exclamó Gacel Mugtar alborozado—. Te dije que funcionaría.

—Naturalmente que funciona —masculló el negro—. Todo cae, pero un golpe como ese te destrozará o te reventará el hígado. Sigo opinando que el paracaídas es más seguro.

—Acabaría estrellándome de igual modo y enredado entre las cuerdas —el tuareg negó convencido, para añadir, seguro de sí mismo—: Prefiero tirarme.

—Pero…

—¡No hay peros que valgan! —casi se enfureció Gacel—. A esa pobre gente le queda muy poco tiempo de vida y no quiero acortárselo arriesgándome a que sus secuestradores nos oigan o nos vean si tienes que ganar altura para lanzarme. Recuerda que tomamos esta decisión conociendo sus riesgos y ahora no es momento de arrepentirse.

—No lo es, en efecto, pero empiezo a sospechar que si continúo descendiendo saldré malparado, porque este viejo cacharro ya no está para tanto trote…

Completó el giro observando con gesto pesimista cómo el tuareg sacaba medio cuerpo fuera del aparato, enfiló la cresta de la duna a riesgo de tocarla y redujo otro punto la velocidad, pese a que había comenzado a sonar la alarma de colisión.

En cuanto Gacel Mugtar se lanzó al vacío, metió gas a fondo al tiempo que tiraba con fuerza de la palanca de mandos y la veterana Cessna hizo una vez más honor a su fama remontando el vuelo, aunque tan a duras penas que, cuando su piloto tuvo oportunidad de volver a ver al que hasta poco antes se encontraba a bordo, lo descubrió tendido en la parte baja de la duna alzando el dedo pulgar con un ademán con el que pretendía indicar que se encontraba en perfecto estado.

El negro Ameney realizó otro giro completo con el fin de comprobar que su pasajero comenzaba a levantarse y parecía intacto, le devolvió el saludo mientras mascullaba para sus adentros que resultaba un milagro que hubiera sobrevivido a tan brutal caída y, por último, puso rumbo al sureste, de regreso a Kidal.

No obstante, en cuanto la avioneta se perdió de vista, el tuareg se dejó caer de nuevo, porque le dolía el pecho, apenas podía mover la mano izquierda, las piernas se negaban a sostenerle y se sentía como si se hubiera lanzado desde una avioneta en marcha chocando a casi cien kilómetros por hora contra la ladera de una duna.

Muy a su pesar admitió que el somalí tenía razón y vistas desde el aire las cosas le habían parecido diferentes, puesto que la duna había resultado ser mucho más alta de lo calculado, su pendiente mucho más pronunciada y, sobre todo, su arena mucho más dura.

Como resultado de todo ello, el golpe contra lo que se le antojó poco menos que un muro de hormigón le había dejado aturdido, por unos instantes llegó a creer que perdería el conocimiento y, mientras comenzaba a escupir sangre, reconoció de nuevo que lanzarse al vacío de aquel modo había constituido una temeridad rayana en la estupidez.

Se consoló argumentando que seis inocentes, cuyo único delito había sido ayudar a otros inocentes, estaban a punto de ser decapitados, y apenas veinte horas antes el propio coronel Courbet había reconocido que, estando como estaban en manos de fanáticos dispuestos a inmolarse, ni aun la totalidad del ejército francés tenía opción de salvarles.

—Nos lo estamos jugando todo a una carta… —había protestado en un primer momento conformándose, muy a regañadientes, con la poco honrosa tarea de actuar como señuelo.

—Es que es la única que tenemos… —le había hecho notar Ameney—. Cuantos más hombres envíe a El Saleb, más oportunidades tendrán los secuestradores de descubrirlos y que esta historia acabe en masacre. ¿Está dispuesto a correr ese riesgo?

En tan crítico momento el adusto militar había reaccionado de una forma sorprendente, arrebatándole el habano de la boca con el fin de darle una honda calada, lanzar un suspiro de satisfacción y devolvérselo al tiempo que mascullaba:

—¡Tres años resistiendo la tentación para acabar sucumbiendo! —a continuación se volvió al tuareg para inquirir—: ¿Qué posibilidades tiene de liberarlos? Y, por favor, sea sincero.

—Ninguna, pero bastantes más que si anunciamos que Sad al Mani ha muerto.

—Aún no me explico por qué tengo la estúpida manía de exigir sinceridad cuando sé que no me va a gustar la respuesta —refunfuñó el cada vez más abatido paracaidista—. ¿Qué trabajo le costaba decirme una mentira piadosa?

—«Las mentiras piadosas exigen oídos complacientes…» —le recordó el tuareg—. Hemos llegado a un punto sin retorno y la cuestión es si lo toma o lo deja.

—¡De acuerdo! —se resignó el desmoralizado militar—. Acepto el fracaso de antemano y le concedo tres días, porque al cuarto me lanzaré con toda mi gente sobre El Saleb. Si no consigo salvar a los rehenes, al menos recuperaré sus cadáveres —volvió a arrebatarle el cigarro al piloto, le dio una nueva calada con la intención de apaciguar la ira que le invadía y remachó en un tono inapelable—: Lo que no acepto es que les corten la cabeza y cuelguen las fotos en las redes sociales para que los sádicos y los morbosos las vean. Resumiendo: o todos vivos, o todos muertos.

El tuareg había admitido que, aunque aquella no fuera una solución idónea, al menos ofrecía la satisfacción de cobrarse con sangre culpable la sangre inocente, pero en aquellos momentos ni siquiera esa mínima satisfacción le quedaba, visto que cada vez le dolía más el pecho y escupía más sangre.

Aún faltaban dos horas para la puesta de sol, los surcos que había dejado en la arena delataban su posición y el más inexperto tirador podría abatirle desde la cima de cualquiera de las dunas que le rodeaban.

Llamó en su auxilio a la noche, pero no le escuchó porque ni la noche ni el día habían escuchado nunca a nadie, limitándose a llegar a la hora que tenían que llegar, por lo que, pese a que entre sus planes no figuraba iniciar la marcha hasta que las estrellas le indicaran el camino, decidió que en su actual estado necesitaría mucho tiempo para llegar a El Saleb.

En cuanto comenzó a remitir el calor, se irguió lanzando un sonoro lamento del que al instante se arrepintió, porque no tenía derecho a quejarse, ya que era un tuareg, estaba donde tenía la obligación de estar y, si moría, moriría donde tenían que morir los de su estirpe.

El último tuareg sería aquel cuyos huesos se secaran al sol del desierto cuando estuviera intentado hacer algo en beneficio ajeno; los demás solo eran gente que se ocultaba tras un velo.

Se trataba de dos hombres, dos beduinos, que en la oscuridad no se diferenciaban gran cosa de cualquier otro hombre, fuera beduino o no, excepto por el tono autoritario y casi despectivo de uno de ellos, que sin tan siquiera saludar, lo que a todas luces significaba una grave ofensa, ordenó:

—Recojamos lo que podamos, sobre todo agua, y en marcha.

Obedecieron sin rechistar, puesto que para eso les pagaban, y a los pocos minutos los cinco parecían animales de carga seguidos por otro animal que, a pesar de que le habían cargado como lo que era, no osó protestar, como si comprendiera que si lo hacía le abandonarían a merced de las hienas.

Anduvieron a buen paso durante casi dos horas y al fin descendieron por una suave rampa hasta lo más profundo de un yacimiento cuyo acceso había sido tan perfectamente camuflado que en pleno día nadie hubiera sido capaz de descubrirlo ni aun pasando a menos de diez metros de distancia.

Los que les habían conducido hasta allí les permitieron entrar, abriendo y cerrando una espesa cortina, y solo entonces pudieron comprobar que tenía el techo muy alto, pero era mucho más pequeño que el que habían dejado atrás y se encontraba iluminado con dos únicas lámparas de aceite.

Al fondo se distinguían las figuras de seis aterrorizados prisioneros encadenados al muro y frente a ellos se sentaba un mal encarado jovenzuelo armado con una metralleta que exhibía una canana de granadas de mano. Por la retadora y despectiva forma en que se volvió a mirarles comprendieron que, pese a que el lugar hedía a perros muertos y apenas se podía respirar, se sentía muy a gusto y profundamente orgulloso de sí mismo, así como de la misión que le había sido encomendada.

Tras dejar en el suelo cuanto traían y recibir la orden de volver a la noche siguiente, Omar el Khebir, Yusuf y el mauritano se apresuraron a marcharse por donde habían venido, y quien ahora trotaba en primer lugar era el asno, que al parecer tenía prisa por refugiarse en una profunda galería en la que se sentía mucho más seguro.

Al llegar a la entrada del yacimiento, el mauritano, al que evidentemente no le había agradado en absoluto lo que había visto, pero tampoco mostraba interés por tomar parte en cualquier tipo de conversación, anunció que se iba a dormir, por lo que Omar el Khebir dejó pasar un par de minutos antes de decidirse a preguntar:

—¿Qué opinas…?

—Que los franceses nunca soltarán a Sad al Mani, o sea, que a esos infelices les cortarán la cabeza.

—¿Viste la radio…?

—Teníamos una igual en Trípoli.

—Con ese trasto pueden ponerse en comunicación con cualquier lugar del mundo siempre que hayan instalado una antena en la cima de una duna. Aquí no funcionaría.

Permanecieron largo rato en silencio observando las titilantes luces de un avión comercial que volaba muy alto y, cuando hubo desaparecido, Yusuf sentenció:

—Odio a los fanáticos, pero aún odio más a los secuestradores.

—Pagan bien.

—Pero solamente pagan cuando las cosas no se han torcido, y este asunto lleva camino de torcerse, porque ese jodido mocoso está deseando entrar en el paraíso a base de llevarse por delante a unos cuantos infieles.

—He oído decir que un imán sudanés garantiza cinco huríes vírgenes por cada infiel ajusticiado en nombre de la yihad.

—¿Cinco vírgenes por la vida de un infiel…? —fingió asombrarse el otro—. No sabía que las huríes estuvieran de rebaja.

—Lo malo es que cinco huríes vírgenes solo duran vírgenes cinco días, e incluso menos si te das prisa… —especificó con muy buen criterio e idéntica falta de respeto Omar el Khebir—. Y si son vírgenes es porque son demasiado jóvenes, lo cual es un fastidio, porque no tengo espíritu de pederasta —negó con firmeza, y convencido de sus indiscutibles argumentos, al concluir—: Donde esté una puta romana haciéndote un buen pompino que se quiten todas las huríes del paraíso.

—¿Qué es un pompino?

—Una mamada, pero en italiano elegante.

—Tú sí que aprendiste cosas en Roma… —reconoció con admirable humildad su exlugarteniente—. No soy quién para opinar, porque nunca me he acostado ni con huríes ni con putas romanas, pero sospecho que ese lunático jovenzuelo no piensa lo mismo y no quiero verme mezclado en este lío. Lo que les hicimos a los senaudi se acabará olvidando, porque al fin y al cabo eran nativos, pero participar en la decapitación de media docena de europeos son palabras mayores.

—¿Y qué podemos hacer…? —quiso saber quien comenzaba a tiritar porque el frío arreciaba.

—Dilo tú, que para eso se supone que eres el más listo, pero por mi parte voy a hacer un juramento aunque sabes que no me gusta hacerlos: no levantaré un dedo contra ti ni intentaré robarte hasta que todo esto acabe.

—Es muy de agradecer, y te juro lo mismo.

—¿Entonces…?

—Déjame pensarlo, porque si nos largamos ahora ya no solo nos perseguirán los tuaregs, el ejército o los amigos de los senaudi; también nos perseguirá la yihad, y para esa gente tampoco existen fronteras.

—Está claro que vamos por el mundo haciendo amigos… —señaló con ironía quien de igual modo temblaba, aunque parecía sentirse a gusto como si de ese modo estuviera expulsando todo el calor que le sobraba—. Siempre supuse que al convertirme en mercenario me buscaría enemigos, pero no tantos.

—Alguien dijo que la grandeza de un hombre se medía por la grandeza de sus enemigos, pero supongo que debía referirse a la calidad, no a la cantidad… —sentenció Omar el Khebir—. Últimamente, el único enemigo digno de tal nombre que hemos tenido ha sido aquel astuto y endiablado tirador del ettebel.

Se apoyó en el fusil y experimentó un vahído, pero consiguió sobreponerse.

Los primeros metros se le antojaron infernales debido a que cada pierna pretendía actuar de forma independiente, lo que le obligaba a dedicar parte de su mente a intentar avanzar sin dar demasiados tumbos.

Aunque jamás había bebido alcohol se sentía como suponía que deberían sentirse los borrachos, por lo que muy pronto le asaltó la casi invencible necesidad de tumbarse y aceptar de antemano la derrota, tal como la había aceptado en su momento el coronel Courbet.

De acuerdo con su estado físico lo mejor que podía hacer era ocultarse, dejar pasar los días, esperar a que los paracaidistas se lanzaran sobre El Saleb exterminando hasta el último yihadista que se ocultara en los yacimientos y confiar en que le echaran de menos y fueran a buscarle.

Sintió un latigazo en el pecho, volvió a escupir sangre y a punto estuvo de mandarlo todo al infierno, pero le vino a la mente la promesa que había hecho aquella misma mañana y se esforzó por seguir adelante aunque solo consiguiera avanzar unos metros.

—Prométeme que volverás, porque Suilem te va a necesitar. Eres su mejor amigo, y ya tampoco está aquí Babá para consolarle.

—Tú serás siempre su mejor consuelo.

—¡No digas bobadas…! —le recriminó como a un niño—. De poco consuelo sirve la razón del desconsuelo, sobre todo cuando está bajo tierra.

—Sabes que no soporto oírte hablar de ese modo… —protestó él.

—¿Y de qué modo vamos a hablar si mi tiempo se acaba y probablemente esta será la última vez que lo hagamos? —inquirió ella con una amarga sonrisa—. En el fondo de ese arcón encontrarás algún dinero que he conseguido ahorrar a espaldas de Suilem, que se empeñaba en atiborrarme de pastillas que no me servían de nada… —increíblemente, cuanto más cerca estaba de la tumba, más resplandecía la hermosura de aquella mujer excepcional, como si a medida que sus órganos se deterioraban emergiera a su rostro toda la belleza que guardaba en su interior—. Quiero que le obligues a marcharse de Kidal, que se ha convertido en una ciudad maldita por culpa de tanto fanatismo, tanta sangre y tanto odio.

—No creo que acepte, porque me consta que querrá continuar cerca de ti.

—Por eso mismo necesito que le hagas comprender que, si se queda en Kidal, tan solo estará cerca de mis cenizas, pero que mi espíritu se reunirá con el suyo en cualquier lugar que elija, menos aquí… —hizo una corta pausa dándole un súbito y sorprendente giro a su discurso al añadir, de un modo ciertamente picaresco—: A ser posible en París…

Gacel Mugtar abandonó el dormitorio de Ghalia Mendala sabiendo que muy pronto la enfermedad la mataría, pero que pese a ello no había conseguido vencerla, puesto que seguía manteniendo intacta su hermosura, su inteligencia e incluso su macabro sentido del humor.

Y, si una mujer era capaz de demostrar semejante entereza, él no podía ser menos, por lo que les exigió a sus piernas que dejaran de remolonear, hicieran su trabajo y le condujeran cuanto antes hasta El Saleb.

Lo avistó poco antes del alba, dejando atrás once horas de avanzar como un autómata, tan agotado y dolorido que a punto estuvo de derrumbarse tal como en ocasiones les ocurría a los corredores de maratón cuando divisaban la meta.

A la voluntad le divertía jugar de vez en cuando esas malas pasadas, exigiendo mucho para negarlo todo en el último momento.

«Hasta aquí te he traído, pero aquí te abandono».

Tal vez fuera su forma de demostrar que era la única dueña del destino, porque sin voluntad los seres humanos ni siquiera llegaban a serlo, pero Gacel Mugtar había nacido y se había criado en el mayor de los desiertos y, por tanto, había aprendido a aferrar a esa voluntad por el cuello obligándola a exhalar un postrer aliento que le sirviera para seguir adelante.

Cuando advirtió que lo que tenía bajo los pies era terreno firme, extrajo del saco el visor nocturno y lo movió muy despacio hasta distinguir a lo lejos un pequeño montón de piedras que indicaba que alguien había estado buscando natrón.

A duras penas consiguió llegar hasta allí, comprobó que se trataba de un yacimiento prematuramente desechado por su bajo rendimiento, pero que con tres metros de profundidad y una pequeña galería que evidenciaba la mala calidad del material, constituía un refugio capaz de mantenerle a la sombra.

Descendió, se acurrucó bajo un saliente y permitió que transcurriera el tiempo.

Necesitaba dormir, pero nunca nadie ha sido dueño de su sueño debido a que viene o va a su antojo, esquivo o inoportuno, y en esta ocasión tardó en presentarse, aunque al fin no le quedó otro remedio que hacerlo y fue para quedarse largo tiempo.

Cuando abrió los ojos oscurecía nuevamente, pero lo único que hizo fue enjuagarse la ensangrentada boca, beber un poco y palparse el pecho intentando comprobar si se había roto las costillas.

Aún le costaba un enorme esfuerzo mover la mano izquierda, pero las piernas le respondieron cuando cerró la noche y decidió asomar la cabeza.

Aquel era sin duda uno de los rincones más desolados del planeta, y tan silencioso que el jadear de un lagarto hubiera resonado como el tambor de un granadero.

Salió a respirar, sacó de su bolsa un puñado de dátiles, les quitó los huesos y envolviéndolos en un trapo los apretó hasta convertirlos en pulpa, porque necesitaba alimentarse, pero apenas conseguía masticar.

Permaneció largo rato inmóvil observando las estrellas y meditando sobre cuanto había ocurrido desde que el coronel Courbet aceptara poner en sus manos tantas vidas.

En aquel momento todavía conservaba un resto de esperanza que sin duda se debía a que aún no se había enfrentado a la inmensidad de El Saleb.

Ahora, al tener la amarga sensación de haber sido transportado a un lejano planeta que nada tenía que ver con el suyo, su confianza se derrumbaba al igual que se había derrumbado su fe, porque hacía ya tiempo que no deseaba pertenecer a una religión que acogía en su seno a seres como Sad al Mani, Songó Babangasi o quienes cortaban cabezas en nombre de Alá. Prefería entrar a formar parte de aquellos que proclamaban que los únicos dioses, malvados dioses, eran los hombres que se inventaban dioses bajo cuyo manto ocultar sus crímenes.

Ese día aún no había rezado y decidió que no volvería a inclinarse a adorar a quien permitía que tantas cosas abominables estuvieran ocurriendo sin decidirse a alzar la voz o levantar un dedo.

Le habían obligado a mentir, asesinar y torturar, por lo que se preguntó cuántos hombres de cuantas creencias habían acabado perdiendo la fe al recorrer los tortuosos caminos por los que se habían visto obligados a transitar sin desearlo.

Le habría gustado, como a tantos millones antes que él, encontrar alguna respuesta a tan difíciles preguntas, pero, sin duda, El Saleb era el último lugar donde podría encontrarlas.

Arreciaba el frío, aulló una hiena, y cuando trató de localizarla advirtió que allá, muy lejos, algo se movía, y no eran hienas.

Eran personas que parecían hacer surgido de la nada y muy pronto se perdieron de nuevo rumbo a la nada.

Recogió sus cosas y se encaminó renqueando hacia el punto por el que habían desaparecido.