El camión apenas se diferenciaba de cuantos recorrían a diario miles de kilómetros transportando hombres, animales, agua, combustible o provisiones de un extremo a otro de un desierto que ocupaba la mitad de uno de los mayores continentes del planeta.
No obstante, un atento observador habría advertido que en él no viajaban mujeres, ancianos o niños, debido a lo cual se echaba en falta la familiar estampa que solían conformar cabras, gallinas y conejos, limitando la representación humana a cinco pasajeros y la representación animal a un desvergonzado borrico dado al exhibicionismo.
Yusuf, que llevaba largo rato observándole desde lo alto de una pila de sacos, no pudo por menos que comentar:
—No sé cómo has convencido a ese sucio hausa cara de búho para que te permita traerlo, pero tendrías que haberlo dejado en Kidal, porque por el camino que llevamos me temo que acabará muriéndose de hambre.
—En Kidal le habrían convertido en pinchitos y para eso siempre estaremos a tiempo.
—¿Te comerías a quien está demostrando ser uno de tus mejores amigos?
—Y a ti si fuera necesario… —fue la tranquila respuesta de Omar el Khebir—. Reza para que no me vea obligado a hacerlo.
—¡Capaz te creo…! —Yusuf dejó pasar un largo rato antes de preguntar—: ¿Tienes idea de a dónde nos llevan?
—¿Y eso qué importa? —fue la sincera respuesta—. Lo único que importa es que cargamos con agua y provisiones para dos meses, y a la vista de cómo se están poniendo las cosas me conformaría con que sea esa mi fecha de caducidad.
Su exlugarteniente pareció dar por válida la respuesta debido a que la semana anterior no hubiera imaginado un futuro a tan largo plazo, por lo que se volvió a contemplar un árido paisaje en el que grandes dunas se sucedían sin interrupción, tan semejantes unas a otras que le asaltaba la sensación de estar pasando siempre por el mismo punto.
Era como si estuvieran atravesando una infinita playa repleta de inmensas muchachas desnudas que mostraran provocativamente sus nalgas, muslos, pechos e incluso rasurados sobacos, tumbadas a la espera de gigantescos argonautas que vinieran a poseerlas llegando de otros mundos.
El camión avanzaba entre ellas como un diminuto ratón que olfateara en busca de los tesoros que ocultaban en la entrepierna, pero nunca los enseñaban, como si reservaran su virginidad para tan imaginarios extraterrestres.
En ocasiones, y tal como sucedía con las míticas sirenas que cantaban con el fin de atraer a los marinos, las dunas también lo hacían, aunque ese canto era su canto del cisne, puesto que significaba su total desaparición.
En su punto máximo, cuando aquel tipo de mujeres-dunas alcanzaban su mayor esplendor, una última ráfaga de viento hacía las veces de gota que rebosara el vaso, provocando un incontenible y estruendoso alud de toneladas de arena chirriante y transformando lo que hasta minutos antes simulaban ser hermosos traseros en colgantes pellejos desgarrados por las zarpas de un oso.
Aquel constituía el agónico estertor de seres inanimados que nacían y morían a merced de los caprichos del viento, sin la firmeza y la consistencia de los mares de dunas barjanes que tardaban años en cambiar de aspecto.
En la zona por la que transitaban, unos vientos en exceso caprichosos agitaban continuamente la arena obligando al suelo a perder consistencia, por lo que llegó un momento en que el conductor optó por detenerse al tiempo que señalaba:
—Hasta aquí podemos llegar sin que nos trague la tierra.
Pasaron las horas de mayor bochorno bajo un toldo, a la caída de la tarde comenzaron a descargar el vehículo y con las primeras sombras hicieron su aparición, surgiendo de entre un dédalo de dunas, tres silenciosos beduinos que conducían a una veintena de malhumorados camellos.
Los cargaron bajo los focos del camión, comprobando una y otra vez que sobre todo las girbas de agua quedaban bien sujetas, y poco antes de la medianoche reemprendieron la marcha adentrándose aún más en el corazón del erg.
Omar el Khebir marchaba en último lugar llevando del ronzal a un asno que parecía más partidario de dedicar la noche a dormir que a viajar y, aunque le molestaba tener que azotarle, lo hacía a sabiendas de que, si no le obligaba a avanzar, acabaría tumbándose. Al oscurecer le había parecido escuchar aullidos de hiena y un burro tan burro como aquel no sabría cómo enfrentarse a las bestias más agresivas del desierto.
—¡Arrea o te deslomo…! —le amenazaba con una rama de acacia—. Si tienes que servir de cena, al menos que sea a quien pagó por ella.
Al cabo de casi una hora, y cansado de tanta lucha, ató el ronzal a la cola del más robusto de los camellos mientras comentaba malévolamente:
—Y ahora, o aprietas el paso, o este te llevará arrastrando hasta que te arranque la piel mientras te caga encima.
Jean-Pierre Courbet era un hombre alto, narigudo, de gran presencia física, dotado del vozarrón propio de alguien acostumbrado a dar órdenes, y evidentemente orgulloso de su rango, ya que en cuanto penetró en la estancia se abrió ostensiblemente la chilaba dejando a la vista su uniforme.
A continuación se derrumbó sobre una quejumbrosa silla, que a punto estuvo de darse por vencida ante el primer asalto, y extendió las palmas de las manos sobre el hule de la mesa en lo que constituía un gesto autoritario con el que parecía dar por sentado que a partir de aquel momento tomaba el mando de la situación.
—¡Bien…! —dijo—. He aceptado acudir a este lugar en plena noche disfrazado de encantador de serpientes debido a que el señor Ameney me lo ha suplicado, y no sé por qué absurda tradición se supone que los pilotos debemos confiar los unos en los otros… ¿Cuál es el problema?
—Sad al Mani.
Se diría que los brazos del militar se tensaban, dispuesto a apoyarse en ellos, ponerse en pie y abandonar de inmediato el humilde comedor-cocina, pero se limitó a rechinar los dientes en un gesto de ira antes de rugir estentóreamente:
—Mi Gobierno ya ha declarado no tener conocimiento sobre su paradero o esas supuestas torturas a las que le hemos sometido, por lo que se me antoja una estúpida provocación hacerme venir para hablar de tan deleznable individuo.
Gacel Mugtar le suplicó con un gesto que se calmara, extrajo del bolsillo una cajita de plata de las que los beduinos solían utilizar para guardar amuletos, la abrió con sumo cuidado y la alargó sobre la mesa al tiempo que comentaba:
—Esto es cuanto queda de Sad al Mani.
Jean-Pierre Courbet se inclinó para estudiar a la luz de la única bombilla de la estancia las dos enormes muelas que contenían la caja, para concluir jocosamente:
—¡Mucho se me antoja tratándose de semejante renegado hijo de puta! ¿Dónde está el resto?
—Bajo millones de toneladas de arena.
—No es mal sitio, a fe mía, pero desearía que me aclarara cómo diablos puedo comprobar que tan míseros despojos humanos pertenecen a tan miserable despojo humano.
—Existen dos posibilidades… —fue la tranquila respuesta—. La primera, perder un tiempo precioso enviando estos «despojos humanos» a la policía canadiense y esperar a que con suerte puedan comparar su ADN con los de sus familiares. Y la segunda, aceptar que le descerrajé un tiro en la boca, ya que no ganaría nada mintiendo.
—Podría intentar reclamar la recompensa…
—No pienso reclamarla, porque no quiero que sus seguidores tomen represalias sobre tuaregs que nada han tenido que ver con todo esto. Lo que le he dicho no debe salir de aquí.
El altivo coronel Courbet cambió radicalmente de actitud, se llevó la mano a la cabeza como buscando instintivamente su gorra, pero al comprender que debía seguir en su despacho se limitó a rascarse la frente mientras observaba uno por uno a los tres hombres que se sentaban en torno a la mesa.
—Soy militar, no político, o sea, que me molesta perder un tiempo del que además no dispongo —puntualizó en tono abiertamente conciliador—. Agradezco al señor Ameney, aquí presente, que haya hecho honor a nuestro «código del aire», pero me encantaría saber de qué estamos hablando exactamente.
—De unos rehenes que serán cruelmente decapitados en cuanto se haga público que lo único que se ha conseguido recuperar de Sad al Mani son dos muelas —le hizo notar Suilem Baladé mientras jugueteaba con una de ellas—. Los extremistas continuarán culpando a sus paracaidistas, y le recuerdo que uno de esos rehenes es francés.
—¡Bien! ¡Bien, bien, bien…! —repitió insistentemente Jean-Pierre Courbet al tiempo que se frotaba las palmas de las manos como si le aquejara un hormigueo que le impulsaba a ponerse en marcha de inmediato—. Me hago cargo de la situación, y mandaremos al carajo a los «cagafirmas»… ¿Qué más tenemos?
—¡Un momento…! —le interrumpió Gacel Mugtar sinceramente confundido—. ¿Quiénes son esos?
—¿Los «cagafirmas»? —repitió el interrogado—. Los incapaces de tomar iniciativas, que solo actúan cuando existe una orden aprobada, sellada y rubricada por un superior. Se alimentan de firmas y, por lo tanto, cagan firmas, pero, como en mi regimiento no queda ninguno, dentro de una hora podemos estar operativos. ¿Alguna idea acerca de dónde pueden ocultar a esos infelices?
—Una que se nos antoja bastante válida… —intervino por primera vez el piloto somalí, que acababa de encender unos de sus malolientes habanos—. Pero sabemos que, en cuanto ese muchacho que luce granadas de mano como si fueran trofeos viera a uno de sus paracaidistas saltar de un avión, se inmolaría junto con los rehenes, y en ese caso ya no se recuperarían ni sus cabezas.
—Hemos tenido en cuenta ese riesgo, porque según nuestros psicólogos se trata de un descerebrado tan ansioso de gloria que preferiría una masacre a la liberación de Sad al Mani. Pero aún no han respondido a mi pregunta, ¿tienen alguna idea de dónde los ocultan?
—En una mina de natrón.
—También nosotros lo hemos pensado… —admitió el militar, al que de improviso se le advertía visiblemente decepcionado debido a que tal vez confiaba en obtener una información mucho más precisa—. Pero existen tantas que nos llevaría años encontrarlos. Por ese camino no llegaremos a ninguna parte.
—Nosotros no opinamos lo mismo —objetó Suilem Baladé con absoluta convicción—. Tenemos razones para suponer que la que buscamos se encuentra en una zona muy concreta.
—¿Y cuáles son esas razones? Como comprenderá, no me arriesgaré a actuar sin conocer a fondo los detalles.
El Escritor consultó con la vista a sus amigos, que negaron al unísono.
—Eso no puedo a decírselo, dado que implicaría a personas que desean mantenerse al margen debido a que pondrían en peligro a su familia… —sentenció con firmeza, y añadió con malévola intención—: Si acepta nuestras condiciones, de acuerdo, pero, si empieza a comportarse como un «cagafirmas», no hay más que hablar.
—Me está bien empleado por bocazas… —masculló el francés, a todas luces molesto consigo mismo—. ¿Cuál es su plan?
—Antes de revelárselo debe prometer que no informará a sus superiores —le hizo notar Ameney—. De piloto a piloto.
—De piloto a piloto juro sobre la Biblia que no diré una palabra.
—La Biblia no nos sirve a los musulmanes —le dijo el somalí—. Y menos aún que jure sobre el Corán.
—¡Oh, vamos, carajo! —explotó el paracaidista perdiendo la paciencia—. Lo juro por la madre que me parió, y no perdamos más tiempo. ¿Qué cojones pretenden?
Por toda respuesta, Suilem Baladé extendió sobre la mesa un mapa y colocó el cuentahílos sobre un punto concreto.
—Suponemos que los han ocultado aquí, lo cual simplifica la búsqueda.
Jean-Pierre Courbet se inclinó para observar detenidamente el punto indicado, permaneció largo rato en tan incómoda posición y, cuando al fin se incorporó, se llevó la mano a la cintura lanzando un sonoro reniego.
—¡El Saleb! Ya veo —masculló—. Ahora no se trata de una extensión del tamaño de Francia, sino tan solo del tamaño de Córcega. ¡Algo vamos ganando!
—Si se fija, advertirá que la mayor parte de El Saleb se encuentra cubierta de dunas de las llamadas seif y las crestas tienen forma de alfanje.
—¿Y eso qué demonios tiene que ver con el natrón?
—Que los yacimientos de natrón solo se encuentran en partes bajas y en suelos compactos, por lo que resulta imposible localizarlos si se han formando dunas encima —puntualizó Gacel Mugtar—. Hace muchos años se extraía natrón de esa zona, pero cuando se prohibió la esclavitud se abandonó, porque los costes superaban los beneficios, y además es de muy difícil acceso.
—¡Bien…! ¡Bien, bien, bien…! —repitió el militar como si semejante cantinela le ayudara a aclarar sus ideas—. Admito que discutir con un tuareg sobre la forma de las dunas sería tan inútil como discutir con mi abuela sobre el mejor pescado para la bullabesa, por lo que el objetivo se centra bastante. ¿Qué quieren de mí?
—Que envíe el grueso de sus tropas al Adrar de los Iforas.
—¿Cómo ha dicho?
—Que lance sus paracaidistas sobre el Adrar.
—Pero, si los rehenes no están allí, sino en El Saleb, haríamos el ridículo —se escandalizó su interlocutor.
—Seis vidas humanas bien valen un pequeño ridículo, y le aseguro que la gloria del rescate recaería en sus paracaidistas, mientras que la vergüenza del fracaso quedaría en el anonimato.
—No acabo de entenderle.
—¡Es fácil! Si finge que está empleando la mayor parte de sus recursos en registrar un laberinto de cuevas que se encuentra a trescientos kilómetros de distancia de donde suponemos que esconden a los rehenes, es posible que los secuestradores bajen la guardia y tengamos alguna opción de sorprenderlos.
—¿O sea, que se trata de una maniobra de distracción? —inquirió con una amplia sonrisa el militar—. ¡Bien! ¡Bien, bien, bien…! Usted sería un excelente oficial paracaidista.
—Lo dudo, porque no me lanzaría en paracaídas ni aun sabiendo que iba a caer en el paraíso.
—Esa es la sensación que se tiene al saltar, aunque luego acabes sobre un cactus… —el coronel se interrumpió con los ojos casi fuera de las órbitas, alzándose como si le hubiera impulsado un resorte—. ¡Dios bendito! —exclamó mientras se cuadraba militarmente.
El resto de los presentes se volvió alarmado hacia la puerta, en donde acababa de hacer su aparición Ghalia Mendala, que se mostró tan desconcertada que apenas se atrevió a musitar:
—¡Buenas noches…! Siento molestarte, querido; no sabía que tuvieras visita.
—Tú nunca molestas, cielo… —replicó Suilem Baladé acudiendo de inmediato a su encuentro—. Te presento al coronel Courbet, que intenta ayudarnos a encontrar a esos rehenes —se volvió al militar con el fin de concluir las presentaciones—: Coronel, mi esposa, Ghalia.
El aludido, que permanecía con la boca entreabierta por el demoledor impacto que le había producido tan inesperada aparición, tardó en reaccionar y al fin acertó a farfullar atropelladamente:
—¿Su esposa…? Con todos mis respetos me gustaría decirle que es la mujer más increíblemente hermosa que he visto nunca.
—Gracias… —respondió ella con una sonrisa que resaltó aún más su exquisita belleza—. Resulta evidente que es usted francés.
—Aunque fuera marciano, señora; aunque fuera marciano. Es digna de haber sido pintada por mi glorioso antepasado, el gran Gustave Courbet.
—También resulta evidente que exagera, pero se lo agradezco de igual modo… —la mujer de los inmensos ojos negros se volvió a su marido, y se advertía que le costaba un gran esfuerzo hablar al añadir—: ¿Podrías venir un momento, querido? No encuentro mis pastillas.
Cuando hubieron abandonado la estancia, el paracaidista se dejó caer con su ímpetu acostumbrado sobre la maltratada silla y, tras un corto silencio, musitó, aún admirado:
—Es una criatura deslumbrante.
—Pues trate de imaginársela cuando no estaba enferma —señaló Gacel Mugtar.
—¿Es grave…? —ante el mudo gesto de resignación el militar añadió—: Mañana puedo enviarla en uno de nuestros aviones a París y, al tratarse de la esposa de alguien que colabora con el ejército, mi Gobierno se haría cargo de todos los gastos. Les garantizo que tendría la mejor atención imaginable.
—Muy generoso… —reconoció con absoluta sinceridad Ameney—. Pero me temo que es demasiado tarde.
—¡Insisto! Siempre hay que conservar la esperanza, sobre todo cuando se trata de alguien tan excepcional.
—Su auténtica excepcionalidad no está en lo que ha visto… —comentó el tuareg, seguro de lo que decía—. Está en lo que ya nunca tendrá oportunidad de ver.
Al amanecer desembocaron en el antiguo lecho de un mar interior o un lago salado, recuerdo de los felices tiempos, miles de años atrás, en los que aquella parte de África aún era un lugar generoso y habitable por el que correteaban infinidad de animales salvajes.
La naturaleza continuaba siendo excepcionalmente caprichosa, puesto que, pese a tratarse de una planicie de unos cinco kilómetros de anchura que serpenteaba encajonada entre altas dunas, en su interior apenas soplaba el viento, por lo que el silencio llegaba a resultar agobiante.
Los guías les concedieron unos minutos de descanso que Omar el Khebir aprovechó para liberar de su atadura a un agotado borrico que parecía a punto de derrengarse, proporcionarle un poco de agua y acariciarle con afecto la cabeza.
—A mal lugar hemos llegado, pequeño… —dijo—. Me temo que de aquí no salimos ni aunque aprendas a hacer el pino.
Le contestó un quejumbroso rebuzno, el animal tomó asiento a su lado y juntos aguardaron a que un exhausto Yusuf se aproximara lanzando resoplidos.
—¿A qué demonios hemos venido a este puto lugar? —se lamentó—. Aquí no hay nada.
—Lo hay… —le contradijo Omar—. O por lo menos lo había.
—¿Natrón…? —ante el mudo gesto de asentimiento su rostro evidenció que no le parecía una respuesta válida, por lo que añadió—: Dudo que lo que estos locos busquen sea natrón.
—Desde luego que no; lo que buscan no es natrón, sino el vacío que ha dejado —le indicó una serie de puntos que apenas se distinguían en lontananza y añadió—: Fíjate en aquellos montículos de piedras; se trata del cascajo que se extrajo cuando se excavaba un yacimiento y, o el sol me ha recalentado el cerebro, o en uno de ellos vamos a ocultar cuanto hemos traído.
—¿Para qué…? —Yusuf alargó al instante la mano con la palma extendida como si se hubiera arrepentido de la pregunta—. ¡No! No me lo digas. Prefiero no saberlo…
—Por mí, de acuerdo.
—¿Estamos abasteciendo a los secuestradores…?
—Acabas de decir que preferías no saberlo.
—¡Naturalmente! No me gusta mezclarme con semejante gentuza; suelen traer muchos problemas y nos van a echar encima a todo el ejército francés.
—¿Y qué más da un pequeño enemigo adicional…? —le hizo notar con muy poco oportuno sentido del humor su compañero de fatigas—. Al fin y al cabo, lo que importa es la bala que te ha matado, no quién la fabricó.
—Te equivocas; lo que importa no es la bala, ni quién la fabricó, sino el hijo de perra que fue capaz de metértela en el cuerpo habiendo tanto espacio libre a tu alrededor…
Se puso en pie porque les estaban indicando que era hora de reemprender la marcha, y así lo hicieron, aunque aún no habían transcurrido dos horas cuando volvieron a detenerse y los guías comenzaron a retirar las redes que camuflaban el acceso a un antiguo depósito de «la sal de los dioses».
—Hay que darse prisa… —señaló uno de ellos en tono perentorio—. Tenemos que salir de aquí antes de que el calor apriete.
Bajo tierra ese calor resultaba algo más soportable, pero, aun así, sudaron a chorros transportando y almacenando agua y provisiones a lo más profundo de las galerías. Ninguna era excesivamente larga, pero aun así se veían obligados a moverse en penumbras, por lo que en ocasiones tropezaban, se arañaban o se golpeaban la cabeza en lo que constituía un trabajo en verdad angustioso, ya que el aire enrarecido y salitroso no les llegaba con naturalidad a los pulmones.
No obstante, lo peor de la dura jornada llegó cuando al regresar a la superficie advirtieron que dos de los caravaneros se alejaban conduciendo a la totalidad de los camellos, por lo que ahora su única compañía la constituía el tercero, un hosco mauritano que no solía abrir la boca más que para eructar.
—¿Por qué se van sin nosotros…? —inquirió un alarmado Yusuf, que al no recibir respuesta insistió—: ¿Cuándo volverán…? —al obtener idéntica reacción pareció perder la paciencia haciendo ademán de echar mano a su gumía. Omar el Khebir le contuvo.
—¡Calma…! —pidió—. Se han ido y ya no hay remedio, o sea, que lo que tienes que hacer es ayudarme a improvisar una escalinata para bajar al burro, porque, si lo dejamos aquí fuera, se le van a derretir las ideas.
Sabía de lo que hablaba, porque en semejante lugar ni las serpientes, los lagartos, los escarabajos o incluso las acorazadas y casi indestructibles hormigas de lomo plateado conseguían sobrevivir una hora a pleno sol de mediodía.
El suelo se recalentaba hasta alcanzar casi los setenta grados y solo existía un punto en el planeta, Azizia, en Libia, en el que se hubieran registrado temperaturas ligeramente superiores.
Ya a la sombra, resultó más fácil conseguir que el mauritano pronunciara una sola palabra, puesto que, cuando le preguntaron en tono amenazante qué hacían allí, tuvo la gentileza de responder:
—Esperar.
—¿Esperar qué?
El otro elevó lo brazos al cielo, lo cual lo mismo servía para indicar que confiaba en el descenso de un arcángel o que lo ignoraba, por lo que los dos mercenarios, que creían haberlo vivido todo, se vieron obligados a reconocer que aquella era una situación que escapaba a su control.
Durmieron en la más profunda de las galerías hasta que anocheció y solo entonces decidieron a abandonar su refugio, al igual que lo estaba haciendo la mayoría de los animales que poblaban el desierto, dando gracias a Alá por haber sido tan compasivo como para crear la noche tras haber sido tan inteligente como para crear el día.
En el resto de la tierra el sol proporcionaba vida y la luna solo era una cosa redonda sobre la que fantasear, pero allí el sol significaba muerte y la luna se convertía en la gran aliada que alumbraba el paisaje mostrando los caminos que permitían escapar de semejante infierno.
El suelo tardó unos veinte minutos en expulsar parte del calor acumulado y permitir que lo tocaran sin provocar ampollas, y a medida que se enfriaba también lo hacía el aire, cuya densidad cambiaba conforme transcurrían las horas.
Comieron, bebieron y sobre todo respiraron sin miedo a que sus pulmones se abrasaran y al poco incluso se encontraron con fuerzas para hablar, y fue Omar el Khebir el primero en hacerlo.
—Estoy hasta el mismísimo turbante del desierto —dijo—. Siempre he creído que moriría en él, pero empiezo a cambiar de idea.
—Solo Alá decide dónde moriremos —musitó el mauritano completando por primera vez una frase de cinco palabras.
—Más a mi favor, porque yo podría estar equivocado y él nunca lo está; con suerte, a lo mejor ha decidido que muera en Roma.
—Te apuesto cien mil francos a que no —intervino Yusuf.
—Acepto, porque si muero aquí de poco me servirán, y, si muero en Roma, antes habré pasado unas noches de fábula…
Se escuchó el aullido de una hiena que hizo que el asno diera un salto irguiendo las orejas, por lo que su dueño intentó calmarle.
—No te preocupes, pequeño… Si se te acerca, le muerdes el rabo y no se lo sueltas hasta el amanecer. En cuanto salga el sol, echará a correr.
—¿Es que te has vuelto loco? —quiso saber su sorprendido exlugarteniente.
—¡En absoluto! —le contradijo—. A un tío de mi padre le atacó una hiena y se salvó porque no pueden girarse y morder a quienes les agarran por el rabo.
—No lo digo por eso, que ya lo sé, sino porque intentes explicárselo a un burro.
—Será la costumbre, porque llevo años intentando explicarte cosas mucho más simples y nunca lo consigo.
El mauritano, que les observaba perplejo, agitó la cabeza como si le costara trabajo aceptar que estaba siendo testigo de tan incongruente conversación e hizo ademán de ponerse en pie para alejarse de semejante par de desquiciados, pero de improviso se limitó a llevarse el dedo a la boca exigiendo silencio.
—¡Ya vienen! —dijo.