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La noticia de la muerte del bien amado imán Babá Babangasi a manos del aborrecido Sad al Mani, que para mayor escarnio había tenido la desfachatez de dejar su firma, indignó a la mayoría de los habitantes de una ciudad demasiado golpeada por las desgracias.

Al insoportable calor, la guerra, la sequía, el hambre, el sida y las epidemias, venían a sumarse las insensatas atrocidades de un endemoniado extranjero que parecía dispuesto a acabar con lo poco bueno que quedaba en Kidal, por lo que nadie se extrañó de que muy pronto estallaran tumultos y de que alguien, nunca se supo exactamente quién, decidiera tomarse la justicia por su mano degollando al zapatero Shalim y al barbero Bachar, que siempre habían sido considerados simpatizantes de la yihad.

Al igual que estaba ocurriendo en Siria, Libia, Túnez, Egipto y otros países musulmanes, la sociedad de Kidal se estaba dividiendo entre quienes mataban por una razón y quienes mataban por la opuesta, aunque en el fondo la razón por la que mataban seguía siendo la muy particular interpretación de cada uno de ellos acerca de las palabras de un profeta cuya primera lección había sido muy clara: todos sus discípulos tenían la obligación de estar unidos en torno a sus enseñanzas.

No obstante, en torno a esas enseñanzas se extendía ahora un arco de trescientos sesenta grados y resultaba evidente que cada cual las contemplaba desde el punto de vista que más le interesaba.

Viendo que, según todos los indicios, la veda de fanáticos había quedado definitivamente abierta, medio centenar de vecinos de Kidal deseosos de conservar sus pescuezos se apresuraron a huir rumbo a la cercana Argelia, pero, como compensación al número de yihadistas que optaron por la ausencia, otros ciudadanos que se habían mantenido lejos de Kidal por miedo a esos mismos yihadistas decidieron regresar con la esperanza de no vivir con el continuo temor de escuchar el retumbar de una explosión que tal vez había convertido en despojos a un familiar.

La experiencia demostraba que la violencia de una guerra en la que se conocía la identidad tanto del amigo como del enemigo resultaba mucho más soportable que la tensión de una continua amenaza de tipo terrorista, porque el miedo a lo desconocido siempre había sido el más insoportable de los miedos.

Por su parte, el atribulado Suilem Baladé tuvo que armarse de infinito valor a la hora de comunicarle a su cada vez más delicada esposa que su excelente amigo y consejero, Songó Babangasi, había sido asesinado, viéndose obligado a engañarla por primera en su vida al tener que fingir un dolor y un desconsuelo que estaba muy lejos de experimentar.

El Escritor temía que, si le confesaba a Ghalia Mendala que quien tantas veces le había ayudado en momentos de crisis, y a quien sin duda habría hecho partícipe de algunos de sus más íntimos sentimientos, era en realidad un terrorista, un asesino y un farsante, jamás se recuperaría de tan inesperado y demoledor mazazo.

Resultaba preferible que viviera el poco tiempo que le quedaba imaginando que el día que Alá la llamara a su lado aquel «hombre santo» la estaría esperando para abrirle de par en par, y tal como se merecía, las puertas del paraíso.

No pudo evitar, no obstante, que la sensible mujer sufriera un notable bajón en su ya abatido estado de ánimo, no solo por la pérdida de quien tanto la había consolado en vida, sino por la injusta oleada de calamidades que continuaban cayendo sobre la ciudad que la vio nacer y en la que muy pronto sería enterrada.

—¿Hasta cuándo va a continuar la yihad cebándose en los más débiles? —quiso saber en un tono de evidente desesperación—. Aniquila a cientos de inocentes por cada culpable que consigue eliminar, y gasta mil veces más en armas con las que luchar contra sus supuestos enemigos que en alimentos con los que remediar los males de aquellos a quienes considera amigos.

—No tardará en desaparecer… —le respondió su esposo, convencido de lo que decía—. Por mucho que sus caducos dirigentes se esfuercen en continuar manteniendo a los jóvenes en la ignorancia, las nuevas generaciones empiezan a comprender que su desfasado extremismo es un camino sin futuro. Al igual que en la Edad Media el cristianismo pasó de torturar y quemar herejes a un súbito y esplendoroso renacimiento artístico y cultural, los musulmanes pasaremos de asesinar niñas por el mero hecho de ir a la escuela a unos nuevos tiempos de progreso, concordia y lucidez que recuerden los siglos de gloria de Córdoba o Damasco.

—¿Tú lo veras?

—Los dos lo veremos.

—Si me mientes en lo que se refiere a mí, no podré creerte en lo que se refiere a ti… —le advirtió ella con una de sus arrebatadoras sonrisas—. Pero me conformaré si me aseguras que algún día ocurrirá, aunque ninguno de los dos lo veamos.

—¡Ocurrirá!

—Con tu palabra me basta… ¿Qué opina Gacel?

—Es poco dado a opinar, bastante tiene con enfrentarse a sí mismo cada mañana y sospecho que está a punto de rendirse.

Sabía muy bien de lo que hablaba debido a que, tras acabar de una forma tan innoble con el terrorista canadiense, abatir de un lejano disparo a Mulay Massuri o degollar a Shalim y al barbero, el tuareg se sentía como una de aquellas pieles de serpientes que el viento arrastraba por el desierto hasta que un matojo las detenía y acababan deshaciéndose en jirones.

Había perdido la cuenta de las ejecuciones que había llevado a cabo por cuenta del ettebel y aborrecía verse obligado a hacer de policía, fiscal, juez, torturador, carcelero, verdugo y enterrador, por lo que una noche que, como de costumbre, disfrutaban de la brisa nocturna en el patio trasero, decidió confesar a sus amigos que pensaba abandonar la desagradable misión que le habían encomendado.

Suilem Baladé aún no había querido contarle que, según un viejo pastor beduino, tal vez dos de los miembros del grupo de Omar el Khebir habían llegado a la ciudad, y con muy buen juicio consideró que tampoco era ocasión de decírselo, por lo que se limitó a señalar:

—Te puede costar la vida…

—¿Qué vida…? —objetó el otro con manifiesta amargura—. ¿Acostarme recordando a quién he matado esa tarde o levantarme pensando a quién tendré que matar esa mañana? Los imajeghan han conseguido que me aleje de mi familia, mi trabajo y mis ilusiones, pero ni ellos ni nadie conseguirán que me aleje de la sensación de vergüenza que me agobia. Me asquea actuar como un carnicero al que lo único que le falta es girar la cabeza de sus víctimas hacia La Meca antes de cercenarles la yugular.

—Escucha, bienquerido… —puntualizó Suilem Baladé—. Entiendo que te remuerda la conciencia, pero todos sabemos que la conciencia es una condenada egoísta que solo va a lo suyo sin importarle el resto de tu persona. Cuando te rompes una pierna a la conciencia no le duele, le duele a la pierna; y, cuando un policía te patea los huevos buscando información, la conciencia se queda de lo más tranquila e incluso se siente orgullosa de tu silencio, pero, en cuanto la conciencia se siente afectada en lo más mínimo, consigue que te duelan desde la raíz de las uñas a la punta de los pelos.

—No entiendo lo que pretendes decir —se lamentó el tuareg.

—Pretendo decir que eso de morir con la conciencia limpia suena muy bien, pero la mayor parte de las veces no sirve de nada. Lo que te obligan a hacer es muy duro, pero, si lo dejas, siempre habrá quien considere que has desertado y ordenará que te peguen un tiro.

—¿Desertado de qué…? —se lamentó Gacel Mugtar—. ¿Acaso esto no vuelve a ser una mera disputa entre dos formas de entender al mismo dios, sean chiíes contra suníes o católicos contra protestantes?

—Exactamente… —reconoció con un innegable deje de amargura el Escritor—. Casi siempre es así, porque lo que realmente importa no es Dios, sino una disculpa para matar a alguien o morir por algo.

—Pues yo he llegado a un punto en que me siento mucho más dispuesto a morir por algo que a matar a alguien…

—No hay nada por lo que merezca la pena morir… —intervino con su dulzura habitual Ghalia Mendala—. De eso entiendo bastante y muy pronto entenderé aún más, pero recuerda que el tiempo de sembrar y cosechar suele ser corto, pero el de arrancar malas hierbas nunca acaba. A ti te ha tocado arrancar malas hierbas y debes continuar haciéndolo.

—Jamás pretendí convertirme en agricultor.

—Tampoco yo en escribiente —puntualizó Suilem Baladé mientras le rellenaba el vaso de té—. Entiendo que no es lo mismo redactar una carta que degollar a un ser humano, pero no nos ofrecen otra opción —acarició con el amor que siempre demostraba el cabello de su esposa, y añadió—: Ghalia intentaba ser una buena enfermera con la esperanza de ser algún día una buena doctora, pero políticos corruptos se quedaron con el dinero destinado a un hospital que carecía de las mínimas condiciones higiénicas. Te quejas por tener que acallar las voces de esos fanáticos que sostienen que debemos continuar siendo ineptos e ignorantes, y por tanto vulnerables a que nos contagien cualquier enfermedad, pero te juro que algún día ocuparé con gusto tu puesto y me sentiré orgulloso de aplastarlos.

Al tuareg le constaba que lo decía en serio y que, en cuanto el infeliz Escritor no tuviera que estar pendiente a todas horas de aquella frágil criatura, que parecía haber sido creada especialmente para él, dejaría a un lado la máquina de escribir para empuñar un fusil con el que acabar con todos los Sad al Mani y todos los Songó Babangasi del planeta.

Un comando compuesto por media docena de hombres fuertemente armados había asaltado en plena noche un campamento de refugiados en la frontera con Argelia, decapitando a un cooperante y llevándose consigo a otros seis, entre ellos un médico italiano y una enfermera belga.

Poco después colocó en las redes sociales un vídeo casero en el que se afirmaba que dentro de dos semanas ejecutarían a uno de ellos cada día a menos que los paracaidistas franceses dejaran de torturar a su líder Sad al Mani y le pusieran de inmediato en libertad.

La voz cantante de la grabación la llevaba un desafiante muchacho de rostro descubierto que aparecía con el pecho atravesado con una canana de granadas de mano y que juraba sobre el Corán que no se separaría de los rehenes y que se sentiría inmensamente feliz inmolándose junto a ellos si alguien tenía la estúpida ocurrencia de intentar liberarlos.

La noticia causó un gran revuelo mediático pese a que la captura de rehenes con el fin de intercambiarlos por prisioneros solía ser una práctica habitual, pero sobre todo cayó como una bomba entre los mandos del ejército francés, debido a que ignoraban que sus paracaidistas hubieran llevado a cabo el mencionado secuestro. Cierto que llevaban meses intentando eliminar a Sad al Mani, y cierto que no hubieran dudado en torturarle con el fin de obligarle a contar cuanto sabía, pero, por desgracia, nada más lejos de la realidad que tan gratuita aseveración sobre su participación en unos hechos en los que les hubiera encantado involucrarse.

Recientemente, los yihadistas habían secuestrado en pleno centro de Kidal a dos conocidos periodistas de Radio France Internationale en el momento en que salían de entrevistar a líderes tuaregs, y sus cadáveres habían aparecido a las pocas horas acribillados a balazos, pese a que uno de ellos era una mujer.

Debido a ello, en cuanto un alto funcionario del ministro de Asuntos Exteriores telefoneó al coronel que estaba al mando de los paracaidistas preguntándole muy diplomáticamente sobre dónde coño se encontraba aquel maldito hijo de puta canadiense, este se limitó a responder de una manera firme, educada y protocolaria que dejara de tocarle los cojones, ya que no tenía ni la más puñetera idea sobre cuanto se refería a aquel maldito hijo de puta canadiense.

Y al indignado militar le asistía toda la razón, puesto que solo una persona de este mundo, un anónimo tuareg, sabía dónde se encontraba exactamente «el maldito hijo de puta canadiense», y solo dos más, Suilem Baladé y Kafir Tarak, sabían que en realidad estaba muerto.

Y justo sería decir que a los tres la noticia también les heló la sangre, porque seis inocentes iban a ser decapitados a no ser que consiguieran resucitar a un muerto o, en su defecto, ofrecer un cadáver cuyo rostro se encontraba desfigurado a causa de haber sido eliminado de un balazo en la boca.

Con mucha suerte las huellas dactilares habrían servido para confirmar la autenticidad del difunto, pero por desgracia esas huellas se pudrían bajo millones de toneladas de arena, y era cosa sabida que a la hora de enfrentarse a dunas de setenta metros de altura, cuanta más arena se fuera extrayendo, más se venía encima.

Gacel Mugtar había calculado bien al suponer que transcurrirían siglos hasta que el pausado mar de dunas se dignara pasar sobre la furgoneta, con lo cual se enfrentaba a un problema de compleja solución: no se podía contar con un terrorista vivo con el que negociar, pero tampoco se podía contar con el cuerpo de un terrorista muerto que ofrecer en desagravio.

—Lo único que puedo hacer es contar la verdad… —dijo.

—Opino lo mismo… —le replicó con un palpable deje de ironía Suilem Baladé—. Pero ¿quién te creería? Medio mundo, incluida Ghalia, a la que me he visto obligado a mentir, ha aceptado como válida una versión según la cual el sanguinario Sad al Mani asesinó al bondadoso imán Songó Babangasi… —ensayó una mueca como si intentara tocarse la nariz con la punta de la lengua, lo que lógicamente no consiguió, y al poco remachó—: No obstante, ahora aparece un tuareg medio loco asegurando que cinco días antes de la muerte de Babangasi se había cargado a su supuesto asesino y ni siquiera sabe dónde lo enterró.

—Sí que lo sé.

—Como si no lo supieras, puesto que resulta imposible sacarle de allí —el escribiente le miró fijamente a los ojos al insistir—: Repito, ¿quién te creería?

—Supongo que nadie —admitió su interlocutor, al que se advertía descorazonado, puesto que las cosas cada vez se complicaban más y de una manera más absurda—. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Esos salvajes asesinarán a seis desgraciados cuyo único delito ha sido ayudar a quienes se mueren de hambre.

Suilem Baladé, que en aquellos momentos disfrutaba del raro placer de una taza del auténtico café que Ameney había traído de Tombuctú, lo que le permitía descansar unos días de la habitual achicoria, replicó, tras consumir hasta la última gota:

—Basta con leer los periódicos para comprobar que cada día esos mismos salvajes asesinan a docenas de inocentes en los más remotos lugares del mundo sin tan siquiera necesitar la excusa de exigir la libertad de uno de sus líderes. En mi opinión, lo mejor que podrías hacer es consultar a Kafir Tarak, porque ese astuto caravanero siempre ha demostrado ser un tipo muy sensato y tal vez se le ocurra algo.

Pero sentado en el banco de la acacia, al sensato Kafir Tarak tampoco se le ocurría nada que pudiera servir a la hora de intercambiar un inaccesible cadáver por personas vivas.

—Contar la verdad resultaría contraproducente —fue lo primero que dijo—. Si admites en público que le disparaste a Sad al Mani cuando estaba inconsciente, quedarás como un canalla y los yihadistas aprovecharán la ocasión para organizar una desenfrenada cacería de tuaregs… ¿O no?

—Sin duda, pero mi obligación es intentar salvar a los rehenes. ¿Se te ocurre alguna idea sobre dónde pueden haberlos ocultado?

—¿Acaso tienes tú idea del tamaño de Malí? —fue la agria respuesta—. Sí, probablemente la tienes, pero yo he recorrido este país de punta a punta y me consta que existe un millón de lugares en los que ocultar a seis personas no ya durante dos semanas, sino incluso durante veinte años.

—¿Quieres decir con eso que debemos darlas por muertas? —inquirió su desesperanzado interlocutor.

—A ellas y otras muchas, porque esos locos nunca admiten un no por respuesta y, en cuanto les hayan cortado la cabeza y exhibido sus fotos, se apoderarán de otros rehenes e insistirán en sus demandas.

—¡Que Alá nos proteja!

—Es el único capaz de hacerlo, pero empiezo a temer que ni siquiera él puede enfrentarse a los demonios que por alguna extraña razón que se me escapa ayudó a crear en su momento.

Permanecieron largo rato en silencio, meditando sobre lo que constituía una dura afirmación que rayaba la herejía, al tiempo que contemplaban cómo los mercaderes compraban y vendían camellos, pero, cuando Gacel se puso en pie y se alejó como si cargara sobre sus espaldas a la más pesada de aquellas bestias, el caravanero le detuvo.

—Espera… —pidió—. Se me ha ocurrido algo.

El otro regresó al instante y tomó asiento observándole como el náufrago que distingue en lontananza lo que parece ser una isla.

Tras un nuevo silencio durante el que se diría que Kafir Tarak dudase de la validez de lo que pensaba, acabó por señalar, con evidente desgana:

—Antes de morir, Songó Babangasi me enseñó un ejemplar del Corán que Sad al Mani había saqueado de las bibliotecas de Tombuctú, asegurando que se había llevado otros muchos y que Mulay Massuri los ocultó en uno de sus yacimientos abandonados en una zona que los nativos llaman El Saleb.

—¿Y por qué no has ido a buscarlos? Por lo que he oído decir son muy valiosos.

—Por eso mismo… —fue la respuesta que a todas luces respondía a una lógica aplastante—. Si ahora los recupero y los devuelvo, cualquier funcionario o las tropas de intervención podrían quedárselos y nunca volverían a aparecer. Muertos Sad al Mani, Mulay y Babangasi, soy el único que conoce su paradero y me consta que están seguros, porque es un lugar de muy difícil acceso —entrecruzó los dedos de ambas manos como si aquel gesto de unión respaldara sus palabras—. Te juro por mis futuros nietos, y que Alá no me los conceda si no lo cumplo, que en cuanto las cosas se normalicen yo mismo iré a buscarlos, los llevaré a Tombuctú y se los devolveré a sus legítimos propietarios.

—Te creo, pero no entiendo qué tiene que ver eso con los rehenes.

—Que un yacimiento de natrón abandonado puede convertirse en un lugar perfecto para ocultar libros, pero también personas, aunque, si los han llevado a El Saleb, dudo que sobrevivan, porque se trata de uno de los tres o cuatro lugares más calurosos del planeta.

—¿Has estado allí?

—Yo no, pero algunos de mis camelleros sí. ¡Y lo odian!

De regreso a la casa, Gacel Mugtar le rogó a Suilem Baladé que le contara cuanto supiera sobre los yacimientos de natrón.

El escribiente poseía una gran biblioteca y con ayuda de fotografías y dibujos intentó explicarle cómo, cuando los expertos creían haber localizado un punto que consideraban apropiado, excavaban una zanja de unos seis metros de largo por cuatro de ancho; y si habían elegido el lugar correcto muy pronto alcanzaban el natrón, que aparecía en forma de placas superpuestas de entre diez y treinta centímetros de espesor. Tras comprobar que se trataba de material de buena calidad, las extraían en lajas rectangulares que rara vez superaban los veinte kilos con el fin de hacerlas más manejables y que los camellos pudieran cargarlas sin desequilibrarse.

—Es un trabajo muy duro que hasta no hace mucho solo ejecutaban los esclavos —puntualizó—. Ahora ya no todos son akli, pero como si lo fueran.

—¿Y por qué no se emplea maquinaria pesada?

—Porque no se trata de uranio, oro, hierro o cobre; tan solo es natrón, y además nunca se sabe si el yacimiento se va a agotar en un mes o en un año.

—¿Cuántos calculas que existen?

—¿En los desiertos del norte de Malí…? —quiso saber en un tono de evidente asombro el escribiente—. Nadie podría saberlo teniendo en cuenta que se explotan desde hace siglos, estamos hablando de una superficie mayor que Francia y constituye la zona menos poblada del planeta exceptuando el Ártico o la Antártida.

—¿Sabes dónde queda El Saleb?

Suilem Baladé abrió un mapa y ayudándose con una lupa buscó hasta rodear un punto con el dedo índice.

—Más o menos por aquí… —dijo—. A unos doscientos kilómetros al noroeste.

—¿Y a qué distancia del campamento en que secuestraron a los rehenes?

—Yo diría que más o menos a otro tanto.

—¿O sea, que entra dentro de lo posible que los oculten en la misma zona que esos libros?

Suilem Baladé se tomó un tiempo antes de responder, salió de la estancia y regresó al poco con un cuentahílos de gran aumento que colocó sobre el mapa estudiándolo con detenimiento para acabar por asentir:

—Tiene aspecto de haber sido una gigantesca salina invadida por la arena que tan solo ha respetado algunas depresiones, y es en esas depresiones donde se encuentra el natrón.

—¡De acuerdo…! —musitó Gacel Mugtar como si estuviera hablando consigo mismo, y de hecho podría creerse que lo hacía pese a que le constara que le estaban escuchando—. Para esos secuestradores, Sad al Mani era un líder al que consideraban superior al resto de los mortales —se volvió hacia su acompañante al inquirir—: ¿Me sigues?

—Creo que sí.

—Pues imagínate que en un momento dado uno de ellos le oyó comentar que el mejor sitio para ocultar unos libros que valen millones era un yacimiento abandonado en la recóndita zona de El Saleb… ¿Me sigues?

—Ahora más bien te acompaño… —fue la espontánea respuesta—. Lo lógico sería que ese hombre diera por sentado que el mejor lugar para ocultar a los rehenes era el elegido por aquel a quien tanto admiraba.

—Lo cual reduciría de forma sustancial la zona en que deberíamos buscar…

—Veo que la cabeza te sirve para algo más que para enrollarte el turbante.

—¡Ciertamente…! ¿Cuándo vuelve Ameney?

—Cuando termine un «transporte» que está haciendo por encargo de los «honorables contrabandistas», ya que, debido a la excesiva demanda, los precios del Tombuc-Fútbol Club han subido mucho últimamente.