20

Mulay Massuri solía decir que a la misma hora en que su consuegro Kafir Tarak compraba camellos él compraba hombres y, aunque tal frase no se ajustara exactamente a la realidad, algo de cierto había en ella.

Y es que lo primero que hacía cada mañana era sentarse en el balcón que daba a la parte posterior de su casa, desde donde dominaba un pequeño campo de deportes en el que medio centenar de muchachos llevaba ya un par de horas ejercitándose.

Dotar de vestuarios, duchas y un rústico gimnasio a un terreno en el que jamás había nacido un triste matojo había constituido una de las mejores inversiones que el avispado Mulay Massuri realizara en su vida.

Durante uno de sus viajes a Europa descubrió que el fútbol había pasado de ser un simple deporte a un especulador negocio que movía millones y atraía como moscas a los poderosos a base de una «materia prima» que crecía en cualquier parte.

Para encontrar oro, un buen diamante, una esmeralda o un zafiro resultaba indispensable invertir un gran capital en un país cuya geología fuera adecuada, pero, para descubrir a un muchacho capaz de darle patadas a un balón y por el que excéntricos millonarios rusos, pedantes jeques árabes o ambiciosos empresarios europeos pagaran cien veces más que por cualquier diamante, solo hacía falta un campo baldío, un muchacho y un balón.

Desde el mismo momento en que un chico firmaba un casi indescifrable contrato, se comprometía por veinte años con la Escuela Massuri y recibía a cambio entrenamiento, desayuno, almuerzo y la promesa del diez por ciento de lo que percibiera su dueño el día que decidiera «venderle».

Por término medio su período de estancia en el club-escuela no superaba los seis meses, que solía ser el tiempo que el entrenador necesitaba para determinar si prometía convertirse en una estrella o se trataba de una patata cuyo destino final serían las minas de natrón o emprender cuanto antes «la ruta del cacao».

Debido a tan limitado arco de opciones de cara al futuro —deslomarse cargando lajas de natrón o cortarse una mano abriendo piñas de cacao—, los muchachos se dejaban la piel en el campo, sobre todo en cuanto les enseñaban revistas en las que se veía a jugadores de extracción tan humilde como la suya que disfrutaban de lujosas mansiones, coches deportivos y hermosas muchachas que les perseguían con las bragas en la mano.

África se estaba convirtiendo en la gran cantera del fútbol europeo y en algunos de sus equipos más prestigiosos casi la mitad de la plantilla provenía del continente negro, aunque a menudo el hecho de dejarse la piel en el campo solo sirviera para pasar de mano en mano por equipos de tercera división y acabar de aparcacoches en cualquier ciudad de mala muerte.

Como en todo negocio de compraventa, el mercado marcaba las pautas, pero el paso de los años había demostrado que la inversión en futuros «gladiadores» de los tiempos modernos resultaba mucho más rentable que la inversión en Bolsa.

Malí había visto nacer a jugadores de la talla de Keita, Tigana, Kanouté o Diarra y, aunque hasta el momento Mulay Massuri no había descubierto un auténtico diamante de los que permitían ganar fortunas, contaba con media docena de promesas que le hacían concebir esperanzas, especialmente un espigado portero con los reflejos de una mangosta.

Solía disfrutar observando con cuánta habilidad detenía los penaltis, y en ello estaba la mañana en que algo brilló durante una décima de segundo al otro lado del campo; casi de inmediato experimentó un insoportable dolor en el pecho y ni siquiera tuvo fuerzas para llevarse la mano a la herida.

Fue el propio portero quien dos penaltis más tarde advirtió que su presidente estaba muerto.

Songó Babangasi se despertó a la hora de costumbre, fue al baño como de costumbre, rezó sus oraciones de costumbre y se encaminó al comedor dispuesto a desayunar como de costumbre, pero en esta ocasión no se encontró frente a la anciana sirvienta de costumbre, sino frente a la última persona con la que hubiera deseado encararse en este mundo, y que de inmediato le ordenó secamente:

—¡Siéntate!

Obedeció por dos razones: la primera, porque hubiera resultado inútil negarse, dado que el intruso exhibía un arma; y la segunda, porque las piernas le temblaban de tal forma que, de no haberse sentado, se hubiera derrumbado sin acertar a dar un solo paso.

—¿Dónde está Abuya? —inquirió con un hilo de voz.

—Alguien le advirtió que hoy no le convenía venir.

Siguió un largo silencio, porque al imán no se le ocurría nada que decir y Kafir Tarak se limitaba a observarle como si aún se resistiera a creer que aquel «hombre de Dios», por el que habría puesto la mano en el fuego, hubiera tenido la osadía de profanar la sagrada ceremonia de la boda de su hija.

Los caminos del Señor se le antojaban en verdad insondables, pero aquel resultaba tan vil, sinuoso y abominable que se negaba a aceptar que Alá pudiera tener nada que ver con ello y que debía ser obra del mismísimo Shaitán.

—¿Por qué lo hiciste? —inquirió al fin.

—Me obligaron.

—¿Quién?

—Sad al Mani.

—Mientes, porque esa maldita rata de cloaca no conocía tan a fondo nuestras costumbres, y me consta que fuiste tú quien organizó la boda con ayuda de Mulay, que, por cierto, ya ha pagado su culpa.

—¿Lo has matado?

—Yo no, pero para el caso es lo mismo; si te apresuras, podrás alcanzarle y entraréis juntos en el infierno.

—Yo nunca iré al infierno porque Alá entiende mi lucha y la bendice.

—Si vuelves a decir una herejía de ese calibre, te mandaré a comprobarlo antes de tiempo… —le advirtió quien parecía absolutamente dispuesto a hacerlo—. O sea, que limítate a contestar, porque cada respuesta acertada te comprará unos segundos más de vida. ¿Dónde está el egipcio?

—¿Qué egipcio?

—El dentista que atendía a Sad al Mani.

—Muerto.

—No te he preguntado por su estado de salud, puesto que ya daba por sentado que lo habíais mandado matar; te pregunto dónde está enterrado.

—En algún lugar del desierto, supongo. Los hombres del Sad al Mani se lo llevaron.

—Pues, como sean tan ineptos como a la hora de proteger a su jefe, cualquier día su cadáver saltará de la tumba —fue el irónico comentario del caravanero, aunque ciertamente no se encontraba de humor para hacer bromas, por lo que al poco cambió el tono al inquirir—: ¿Qué crees que le ocurrió a ese lunático canadiense?

—Lo ignoro… —replicó el religioso, y todo inclinaba a admitir que decía la verdad—. Te juro que no sé qué pudo ocurrir aquella noche, porque fue como si la tierra se hubiera tragado la furgoneta.

—Y así fue —respondió su oponente con tranquilidad—. ¡Más o menos! Y para que no te vayas de este mundo en la ignorancia te aclararé que está muerto.

—Eso lo daba por supuesto.

Ahora cabría asegurar que Kafir Tarak disfrutaba de lo que iba a decir, porque sonrió abiertamente al añadir:

—No obstante, y dado que muy pocos saben que ya no está entre nosotros, a nadie le extrañará que antes de desaparecer cometa un abominable crimen que indignará a los ciudadanos de Kidal.

El rostro de Songó Babangasi se había tornado ceniciento desde casi el primer momento, pero ahora cabría imaginar que casi hasta el cabello se le estaba encaneciendo, cosa que según contaban solía suceder cuando una persona pasaba por momentos de insoportable pánico.

—¿Qué clase de crimen? —musitó casi sin mover los labios.

—Uno que conseguirá que su memoria y la de sus seguidores sea odiada por los siglos de los siglos… —mientras hablaba, el caravanero había extraído de un bolsillo un pedazo de papel en el que aparecía dibujada una hoja de arce que colocó ante el religioso—. ¿Reconoces este símbolo? —quiso saber y, como el otro ni siquiera se atreviera a responder, lo golpeó repetidamente con el dedo al recalcar—: Es la firma que acostumbraba a dejar esa mala bestia cuando organizaba una matanza, y no me digas que no lo sabías.

Al religioso no le quedó más remedio que asentir, y no resultaría aventurado asegurar que no le sobraban fuerzas para mucho más.

—Lo sabías, lo consentías y supongo que incluso le aplaudías… —continuó un Kafir Tarak del que no se podía saber si se sentía más indignado que abatido por la difícil situación a la que se enfrentaba—. ¿Cómo te atrevías a mirar a la cara a los niños que venían a besarte la mano sabiendo que tal vez al día siguiente serían despedazados por semejante animal?

—El triunfo de la verdadera fe exige sacrificios.

—Siempre que los sacrificados sean otros…

—Yo estoy dispuesto a morir por mis creencias.

—¡A buenas horas…! —fue la irónica respuesta—. Con un pie en la tumba aspiras a convertirte en mártir y te garantizo que lo vas a conseguir, pero no a mayor gloria de aquello en lo que crees, el islamismo extremista de degenerados como Sad al Mani, sino a mayor gloria de aquello en lo que no crees, el islamismo pacífico y compasivo que predicaba Mahoma.

Ahora no solo las piernas del religioso temblaban; se agitaba de pies a cabeza, porque su cerebro se negaba a aceptar lo que empezaba a intuir:

—No te entiendo… —balbuceó—. ¿Qué vas a hacer?

—Resulta obvio, viejo amigo en el que tanto confiaba; antes de desaparecer definitivamente sin que nadie llegue a saber nunca en qué rincón del averno se oculta, tu adorado Sad al Mani asesinará a sangre fría a un morabito al que todo el mundo amaba por su humildad, su bondad y sus incontables sacrificios en beneficio de los más pobres… —el caravanero hizo una melodramática pausa antes de inquirir—: ¿Imaginas quién será su última víctima?

—¡No es posible!

—Sí que lo es; su última víctima conocida será el muy querido y nunca suficientemente alabado imán Babá Babangasi y, para añadir el escarnio a su maldad, tendrá la desvergüenza de dejar su firma sobre el cadáver de quien será enterrado como un santón a cuya tumba acudirán a rezar todos aquellos que odian la violencia y aman la paz… —en esta ocasión Kafir no pudo disimular su auténtica satisfacción al concluir—: ¿No resulta un irónico contrasentido? No serás recordado por lo que eres, sino por lo que no eres, aunque supongo que siempre será mejor que los peregrinos se arrodillen ante un falso santón que ante un auténtico demonio.

Al religioso se le advertía ahora ausente, como si se encontrara ya en el otro mundo al que le constaba que le enviarían de un momento a otro, y resultaba imposible determinar si tan solo le agobiaba la realidad de su inmediato fin o si a ello se añadía la idea de convertirse en icono de cuanto aborrecía.

Años de verse obligado a contener sus palabras, acariciar niños o visitar campos de refugiados aferrando las manos de hediondos enfermos y esqueléticos moribundos que podían contagiarle sus asquerosos males estaban a punto de convertirse en un derroche de esfuerzo inútil justo cuando la noche antes se había ido a la cama sabiéndose el sucesor de Sad al Mani y el interlocutor válido a la hora de sentarse a negociar con los Hermanos Musulmanes.

Aquella era sin lugar a dudas una cruel burla del destino y se resistía a creer que su desaparición pudiera causar un daño irreparable a la causa por la que tanto había luchado. Su vida se convertiría en una farsa que se prolongaría durante siglos, puesto que generaciones de beduinos acudirían a postrarse ante la tumba de un santón que había dado ejemplo de convivencia y amor al prójimo.

Se limitó a mover de nuevo la cabeza como si se hubiera convertido en un muñeco mecánico que lo único que sabía hacer era negar, incapaz de tener una sola idea que no fuera resistirse a aceptar que los cielos le habían enviado tan inmerecido castigo.

Por su parte, Kafir Tarak parecía estar librando una difícil batalla personal, porque por un lado se sentía satisfecho por la forma en que se estaba vengando de quien tan vergonzosamente le había ofendido y, por otro, le repugnaba la idea de tener que apretar el gatillo.

—¿Por qué tenéis que conducirnos a estos abismos…? —inquirió de improviso en un tono que evidenciaba la intensidad de su amargura—. ¿Por qué no podéis dejar que cada cual viva en paz con sus creencias? Siempre me he considerado un buen creyente, pero ahora me invaden las dudas, porque, si para ser un buen creyente es necesario mentir y asesinar prefiero unirme a esos camelleros animistas que aseguran que la fe no es más que una carga inútil que provoca conflictos y retrasa la buena marcha de las caravanas.

—Alá fulminará a todos los infieles.

—Si así fuera, no entiendo por qué se molestó en crear a los seres humanos a sabiendas de que tendría que fulminar a la inmensa mayoría que ni siquiera conocen su existencia. Y, como cuanto más hablemos de ello más entiendo a esos camelleros y empiezo a temer por mi fe, lo mejor es acabar de una vez.

Amartilló el arma, pero su víctima pareció tener de improviso una brillante idea, por lo que alzó la mano tomando el libro que descansaba sobre una estantería.

—¡Espera! —casi sollozó—. ¡Espera un segundo, por favor! ¡Mira esto!

—¿Qué es…?

—El Corán.

—Ya se te ha pasado el tiempo de recurrir al Corán.

—Es que no es un Corán cualquiera —fue la ansiosa respuesta—. Es un incunable de casi setecientos años de antigüedad.

Kafir Tarak observó el extraño ejemplar encuadernado en una suave piel de cordero que había sido arrancado del vientre de su madre antes de nacer y, aunque no entendiera gran cosa de libros, comprendió que se trataba de una obra de arte de un valor que se consideraba incapaz de calcular.

—¿De dónde lo has sacado? —quiso saber.

—Cuando los paracaidistas franceses obligaron a Sad al Mani a retirarse de Tombuctú, trajo consigo algunos de los libros y documentos más valiosos de sus bibliotecas y como tanto él como Mulay han muerto soy el único que sabe dónde los escondieron. Si me dejas vivir te lo diré y serás muy rico, pero si me matas nadie los encontrará y están considerados patrimonio de la humanidad.

—Ya soy lo suficientemente rico y me importa un bledo que se considere patrimonio de la humanidad a unos viejos libros mientras no se considere patrimonio de la humanidad a los miles de niños que mueren de hambre cada día a menos de cincuenta kilómetros de aquí… —el veterano caravanero lanzó una especie de resoplido alargando mucho los labios y acabó refunfuñando con marcada desgana—: No creo que valga la pena, pero, si insistes, te puedo dar algo a cambio de esa información.

—¿Qué…? —quiso saber el condenado atisbando una esperanza de salvar el pellejo.

—Una hora.

—¿Una hora…?

—Una hora; si me cuentas lo que sabes sobre esos libros, te prometo que te dejaré vivir una hora más, pese a que signifique un trastorno, puesto que mi mujer me espera, pero, si te callas o lo que me cuentas no me convence, acabamos en este mismo momento y llegaré a tiempo de almorzar.

—¡Pero una hora no es nada!

—¿Estás seguro? Miles de millones de difuntos contarían cuanto saben por el simple hecho de volver a vivir una hora… ¿O no?

Al escuchar el golpe, Omar el Khebir y Yusuf se miraron con casi obsesiva fijeza, pero no hicieron nada.

Los extremistas permanecían atentos, se diría que ansiosos por acabar de una vez con aquel par de sucios mercenarios que parecían no tomarse en serio sus amenazas, pero la curiosidad venció al afán de acribillarles, por lo que continuaron estudiando cada uno de sus gestos, apostando mentalmente acerca de cuál de ellos se decidiría a iniciar el ataque.

Pero tanto Omar el Khebir como Yusuf continuaron sin hacer nada.

Se limitaban a mirarse casi sin pestañear, como si se hubieran convertido en estatuas, y cuando se escuchó un palpitar demasiado acelerado resultó evidente que no se trataba del corazón de ninguno de ellos.

Transcurrieron casi dos minutos.

El hombre de cara de búho comenzó a inquietarse, pero, cuando uno de sus compañeros, aquel a quien realmente le saltaba el corazón en el pecho por culpa de la mal contenida emoción, levantó su arma colocando la boca del cañón a un palmo de la sien de Yusuf, alzó la mano conminándole a que esperara.

Pasó un largo minuto.

Luego otro.

Los contendientes se observaban impasibles.

Al fin, el hausa no pudo contenerse y acabó barbotando:

—¿Pero qué pasa? ¿Acaso os queréis tanto que no sois capaces de mataros? Si es cuestión de amor, os enterraremos juntos.

Fue entonces cuando Omar el Khebir decidió dignarse a alzar la cabeza y girarla un poco lanzándole una larga y casi humillante mirada.

—¿Y a ti qué te pasa, imbécil…? —inquirió en el tono más duro que se sintió capaz de emplear—. ¿Es que nos has tomado por estúpidos? ¿Cómo pretendes que nos matemos si las armas son del treinta y ocho y la munición del cuarenta y cuatro? ¿Qué esperas que hagamos, pedazo de cretino? ¿Tirarnos las balas a la cabeza?

—¡Malditos hijos de un macho cabrío estéril…! —exclamó de inmediato el otro echándose a reír—. ¡Va a resultar que sois realmente buenos en vuestro oficio!

—No hace falta serlo para conocer el calibre de una bala por el tacto.

—La mayor parte de los soldados no las reconocen.

—Un buen soldado es capaz de desmontar, volver a montar y cargar su arma con los ojos vendados, pero lo consigue porque siempre utiliza la que le proporciona el ejército. Sin embargo, nosotros nos vemos obligados a utilizar las que tenemos a mano y debemos reconocerlas a ciegas, incluida la munición —dejó la bala sobre la mesa al tiempo que mascullaba—: Y acabemos con esto de una vez, ¿necesitas gente o no?

—La necesito —fue la sincera respuesta.

—¡Bien…! En ese caso hay un par de cosas que deben quedar muy claras; nosotros no trabajamos por ideologías, bien sean de carácter político, social o religioso, pero ejecutamos cualquier orden por dura que parezca, excepto la de inmolarnos, porque resulta estúpido desaprovechar tanta experiencia reduciéndola al hecho de tirar de la anilla de una granada de mano.

—Para eso tenemos a los mártires —le tranquilizó quien había tomado asiento con la aparente intención de discutir los términos de un peculiar contrato—. Nuestros héroes saben que debido a la grandeza de su sacrificio volarán directamente al paraíso, pero por desgracia no saben cómo se coloca una mina anticarro en el lugar adecuado.

—Nosotros no tenemos espíritu de héroes ni de mártires, nos limitamos a hacer lo que nos mandan, y eso de colocar minas anticarro solemos hacerlo bien.

El hausa de los ojos de búho ordenó a sus hombres que les dejaran solos y, en cuanto hubieron desaparecido en la parte alta de la escalera, comentó:

—Me consta que esta es una pregunta muy difícil, pero juro por Alá que la respuesta no saldrá de aquí… —se diría que en verdad le costaba hacerla, pero al fin se decidió a preguntar—: ¿Pertenecéis al grupo que arrasó el campamento senaudi; el que comandaba Omar el Khebir?

—Yo soy Omar el Khebir.

Quien había hecho tan comprometedora demanda permaneció como clavado en su asiento, y se tomó un cierto tiempo antes de emitir un leve silbido y señalar:

—Si me lo hubieras dicho antes, nos habríamos ahorrado este circo.

—No lo preguntaste, y como comprenderás no es algo que se deba pregonar, porque, si cuantos pretenden matarnos se pusieran en fila, le darían la vuelta a la ciudad.

—¿Y qué se siente?

—Una cierta preocupación, porque al precio que están las balas matarlos nos costaría los ahorros de toda la vida, —puntualizó Yusuf en un tono que rezumaba sorna.

—¡Solamente Alá decide cuándo debe morir un hombre! —dogmatizó el yihadista absolutamente seguro de lo que decía.

—Lo malo es que a menudo lo decide de repente y sin pensar… —le hizo notar Omar el Khebir, que parecía ir recuperando poco a poco la confianza en sí mismo, pese a que al observar el ridículo aspecto que ofrecía Yusuf parecía estar viéndose reflejado en el escaparate de la casa de comidas—. Y ahora, cuando ya sabes quiénes somos y de lo que somos capaces, me gustaría que me aclarases qué esperas de nosotros y cuánto nos vas a pagar.

—Del precio no tendréis queja, pero debemos esperar, porque quien toma las decisiones está herido.

—¿Sad al Mani…? —ante el casi imperceptible gesto de asentimiento, Omar el Khebir insistió—: ¿Qué le ha ocurrido?

—Parece ser que le han disparado, pero ya está fuera de peligro —el hausa se puso en pie como dando por cerrado el acuerdo—. Pronto entraremos en acción y va a ser duro, porque esos infieles son como los escorpiones: atacan cuando menos lo esperas —golpeó afectuosamente el hombro de Omar al concluir con un inesperado gesto de humor—: Aquí descansaréis seguros, pero te aconsejo que vigiles a ese burro que te sigue a todas partes porque puede que se trate de un Cebra disfrazado…