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Le gustaban los camellos de pura raza, altos, de fina estampa, con largas patas que les permitían correr como gacelas y lustrosas jorobas repletas de compacta grasa que evidenciaban que disponía de grandes reservas para realizar un largo viaje.

A Kafir Tarak, que había nacido y se había criado entre ellos gracias a que su padre había sido camellero, le encantaba este tipo de bestias, pero era cosa sabida que rara vez las compraba.

En el mercado se aproximaba a los corrillos de vendedores, que ni siquiera se molestaban en cantar las alabanzas de sus animales dando por hecho que quien pagaba en el acto y sin regatear tan solo se quedaba con los ejemplares que elegía y que a menudo otros clientes no aceptarían ni aunque se los regalasen.

Si se hubiera tratado de caballos, podría decirse que Kafir Tarak no buscaba briosos purasangres con los que competir en un hipódromo, sino fuertes y mansos percherones capaces de recorrer cientos de kilómetros sin alterar el paso ni cocear a los conductores.

Sus caravanas necesitaban bestias sumisas, pacientes y resistentes, por lo que, en cuanto seleccionaba una, de inmediato marcaba en el lomo de la bestia el peso exacto con el que se debía cargar.

—A menudo, diez kilos de exceso significa la diferencia entre que se sienta cómoda y camine todo el día sin rechistar o que tire la carga cada tres horas retrasando al resto —argumentaba—. Quien crea que todos los camellos son iguales es tan estúpido como quien cree que todos los hombres son iguales. Si se consigue determinar qué trabajo debe hacer cada cual y no se le agobia, todo funciona mejor.

Con semejante filosofía y un demostrado coraje que le había llevado a adentrarse en los desiertos más inhóspitos abriendo nuevas rutas y dedicándose ocasionalmente al contrabando, cosa que no estaba en absoluto mal vista en una región eminentemente fronteriza, Kafir Tarak había amasado una sólida fortuna y se había ganado el respeto de sus conciudadanos, y en aquellos momentos se sentía especialmente feliz porque su hija mayor estaba recorriendo Europa en compañía de su flamante esposo y muy pronto le convertiría en abuelo, lo cual significaba que la sangre de los Tarak se perpetuaría por los siglos de los siglos.

Había adquirido ya una treintena de animales a los que le constaba que tendrían que cuidar y alimentar durante semanas antes de enviarlos a recorrer el desierto en compañía de cientos de sus congéneres, por lo que se disponía a disfrutar de su habitual descanso en un apartado banco a la sombra de una acacia cuando se sorprendió al advertir que estaba ocupado por un miembro del Pueblo del Velo, que le indicó con un casi imperativo gesto que se acomodara a su lado.

Metulem, metulem! —fue lo primero que dijo el molesto intruso—. Razmán Yuha te envía sus saludos.

Metulem, metulem! —le respondió él tomando asiento—. ¿Cómo se encuentra mi viejo amigo? Lamenté profundamente la muerte de su hijo; conocía a Turky desde que no levantaba un palmo del suelo.

—No consigue recuperar la paz de espíritu, y esa es una de las razones por las que me he visto obligado a abordarte de una forma tan poco apropiada. Me ha rogado que te comunique que a algunos imajeghan no les agrada tu pasividad respecto a lo que está ocurriendo en Malí.

—Nunca me ha interesado la política —fue la agria objeción del caravanero—. Lo único que sé hacer es trabajar o dar trabajo, y mis hombres tienen orden de no disparar más que sobre salteadores de caminos. De ese modo, las facciones en conflicto, que ya no sé ni cuántas son ni qué diablos pretenden con tanta matanza, me respetan y me dejan en paz, porque les consta que puedo ser un mal enemigo.

—¿Y no te importa que los fanáticos masacren inocentes? —quiso saber Gacel Mugtar—. Están convirtiendo el mundo en un infierno.

—Me importa… —replicó el otro con manifiesta sinceridad—. ¡Y mucho! Pero ¿qué puedo hacer cuando ni las grandes potencias consiguen evitarlo? Cincuenta años recorriéndolos me han enseñado que los inmensos desiertos son mucho menos peligrosos que el diminuto cerebro de un fanático, y la prueba está en que Sad al Mani ha acabado con más gente en medio año que el Sáhara en medio siglo.

—Sad al Mani ya no acabará con nadie más.

Kafir Tarak observó de medio lado a su interlocutor, confundido no solo por sus palabras, sino por la convicción con que las había pronunciado.

—¿Qué has querido decir con eso?

—Lo que he dicho.

—¿Ha vuelto a Canadá?

—No ha vuelto a ninguna parte.

—¿Está muerto?

—Bastante.

—¿Cómo lo sabes?

—Le maté yo.

El caravanero había sido siempre un hombre parco en palabras, pero en esta ocasión tal parquedad devino en carencia absoluta, por lo que permaneció un rato tan aturdido como si hubiera recibido una patada en la boca del estómago. Al fin, tras carraspear un par de veces, inquirió casi con admiración:

—¿Intentas decirme que eres uno de los ejecutores del ettebel? —ante el gesto de asentimiento se rascó la frente y de nuevo se quedó sin palabras, por lo que se puso en pie y le dio una vuelta completa a la acacia hasta situarse de nuevo frente a su interlocutor con la aparente finalidad de estudiarle, como si se tratara de un ser de otro planeta o un espécimen de animal desconocido—. ¿A cuántos hombres has matado? —acertó a inquirir.

—A más de los que hubiera deseado y menos de los que se lo merecían.

—No sé quiénes serían los otros, pero está claro que esa cabra sarnosa de Sad al Mani se lo merecía. ¿Cómo lo encontraste? Si fuiste a buscarle al Adrar de los Iforas, tuviste mucha suerte, porque conozco bien aquel territorio y es un intrincado laberinto.

—No, no le encontré en el Adrar… —Gacel Mugtar alargó más de lo debido la pausa consciente del efecto que iban a causar sus palabras—, le encontré en la boda de tu hija.

—¿Pero qué dices? —masculló el indignado caravanero echando mano a la gumía que llevaba a la cintura—. Retíralo o te saco las tripas por muy ejecutor del ettebel que seas.

—Lo siento, pero no puedo hacerlo, porque es la verdad… —el tuareg hizo de nuevo un gesto para que tomara asiento a su lado sabiendo que lo iba a necesitar—. Los fanáticos que según tú tanto te respetan, tu consuegro Mulay Massuri y tu gran amigo el imán Songó Babangasi, te utilizaron de la forma más rastrera que nadie sería capaz de imaginar…

A continuación le hizo un breve resumen de cuanto había acontecido durante la fiesta de la boda de su hija, sin extenderse en los brutales métodos que se había visto obligado a utilizar para obtener del canadiense los nombres de sus colaboradores. Al concluir, golpeó con afecto el antebrazo de un infeliz al que se diría que se le habían venido encima todos los planetas del firmamento.

—Lo siento… —dijo.

No obtuvo respuesta, puesto que al humillado Kafir Tarak le resultaba imposible reaccionar y había girado la cabeza como si temiera que se le escapara una lágrima impropia de uno de los caravaneros más valientes del Sáhara.

—Esa es la forma de actuar de unos extremistas capaces de anteponer su ideología a cualquier otro concepto —añadió al poco Gacel Mugtar—. Si están traicionando a Dios, no debe extrañarnos que traicionen a sus amigos e incluso a sus familiares. Es como una enfermedad para la que aún no se ha sabido encontrar remedio.

—Tú lo has encontrado.

—Te equivocas; matarlos no es un remedio, solo una solución. Cierto que acaba con los enfermos, pero no con la enfermedad.

—En ese caso mataré a los enfermos para evitar que sigan propagando la enfermedad.

—Me parece justo, y si te he contado algo que sabía que te iba a ofender es porque me consta que, si tú mataras a Mulay Massuri, acabarías teniendo problemas con tu yerno, mientras que, si yo matara a Songó Babangasi, acabaría teniendo problemas con los imajeghan —el tuareg abrió las manos como intentando demostrar que no escondía nada en ellas, y añadió—: Por tanto, lo más lógico sería…

«El gordo que jugaba al ajedrez» era uno de los pocos gordos con papada de Kidal, probablemente debido a que se pasaba horas repantingado en un sillón de su cafetín, como una enorme araña a la espera de un incauto dispuesto a perder unos francos retándole a jugar.

En la ciudad ya apenas quedaban incautos a los que no hubiera desplumado, por lo que no dudó en dedicar una de sus más seductoras sonrisas a los dos forasteros que se aproximaban, al tiempo que indicaba el tablero:

—¿Os apetece…? Mil francos la partida.

—Apenas sabemos jugar… —se disculpó Omar el Khebir—. Pero el dueño de la casa de baños nos ha dicho que nos puedes conseguir ciertos documentos.

El sudoroso barrigón dudó, lanzó una inquieta ojeada a su alrededor, frotó con el dedo índice el borde de la cabeza del rey blanco como si acabase de descubrirle una mota de polvo y al fin señaló desganadamente:

—Si es para hablar de «papeles», uno de vosotros tiene que marcharse.

—Es que el tema nos interesa a los dos.

—Pero solo hablaré con uno…

—¿Y eso…? —intervino Yusuf, visiblemente molesto.

—Porque, si hablo con uno y se va de la lengua, mi palabra vale tanto como la suya, pero, si hablo con dos y se van de la lengua, mi palabra tan solo vale la mitad —sonrió mefistofélicamente al inquirir—: ¿Me he explicado con claridad?

—Desde luego.

—En ese caso, aléjate —hizo una corta pausa antes de añadir con marcada intención—: El burro puede quedarse.

Omar el Khebir indicó en silencio a su exlugarteniente que convenía que obedeciera y se acomodó al otro lado de la mesa al tiempo que le propinaba un pescozón al asno ordenándole que se mantuviera en pie sobre sus cuatro patas y no llamara la atención haciendo una de sus gracias.

—Bonito animal… —comentó el jugador de ajedrez.

—Más animal que bonito, y empiezo a cansarme de él —fue la rápida respuesta—. ¿Qué hay de esos papeles?

—Si fuerais malienses, os los podría proporcionar, pero por el acento deduzco que sois nigerinos, libios o chadianos, y eso complica las cosas, porque una mujer asegura que su padre llegó a la ciudad en un camión al que también se habían subido dos de los mercenarios que masacraron a los senaudi.

—¿Y tú te lo has creído?

—Lo que yo crea o deje de creer solo importa a la hora de mover una de esas piezas, pero lo que sí sé es que fusilarán en el acto a quien ayude a esos mercenarios.

—Pagamos bien.

—Las balas que necesita un pelotón de ejecución no cuestan mucho, y en mi caso no se desperdiciarían, porque dada mi constitución hasta un ciego me acertaría —negó una y otra vez como si quisiera dejar claro a los posibles testigos que estaba rechazando cualquier tipo de trato, pero añadió, bajando la voz—: Ni me arriesgaré a proporcionaros documentos ni conozco a nadie dispuesto a hacerlo, aunque sí conozco a alguien que necesita mercenarios.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que, «si por casualidad fuerais mercenarios», cosa que ignoro y que prefiero seguir ignorando, hablaré con un amigo que estaría interesado en contratar vuestros servicios. A cambio de tales «servicios», sean los que sean, que tampoco me importa, os pagará bien y os ayudará a salir de la ciudad. ¿Me he explicado con claridad? —repitió como si se tratara de una muletilla.

—Absoluta.

—En ese caso vuelve al atardecer, pero ni te acerques ni me saludes —hizo un imperativo ademán con la mano instándole a marcharse cuanto antes al añadir—: Si mi amigo decide que trabajéis para él, le indicaré quiénes sois; de lo contrario, os deseo suerte, porque vais a necesitarla.

Omar el Khebir le arrebató al asno el alfil que comenzaba a mordisquear, lo dejó en su lugar en el tablero, se levantó y atravesó la plaza sintiéndose tan vulnerable como nunca se había sentido con anterioridad.

La forma de hablar y comportarse del esquivo gordo le obligaba a reafirmarse en la idea de estar vagando sin rumbo por un territorio en el que su vida pendía de un hilo, y bastaba con que cualquier transeúnte le señalara como «sospechoso de terrorismo» para que una muchedumbre ansiosa de sangre, y especialmente de sangre extranjera, se le echara encima sin concederle la oportunidad de defenderse.

En Kidal, los odios raciales, nacionalistas, políticos y religiosos estaban tan a flor de piel que ni siquiera hacía falta una chispa para que el fuego prendiera debido a que ese fuego ardía en cada rincón de cada casa.

La sucia cristalera del escaparate de la humeante «casa de comidas» que se alzaba en una esquina le devolvió borrosamente la tragicómica imagen de un hombre de enormes orejas, rapado, escuálido, ojeroso y vestido de una forma tan ridícula e inapropiada que se avergonzó de sí mismo.

Maldijo entre dientes la estúpida idea de darse un baño y, aunque cierto era que por primera vez en mucho tiempo llevaba todo el día sin tener que rascarse o andar a la caza de piojos y garrapatas, cierto era también que el precio que se estaba viendo obligado a pagar se le antojaba excesivo.

Siempre había sido un guerrero tuareg, renegado o no, por lo que su imagen debía responder a una personalidad que parecía haberse diluido junto a una pastilla de jabón y solo confiaba en que su acreditado valor no se hubiera ahogado junto a sus incontables parásitos.

Yusuf intentó aproximarse, pero se desvió de su camino al tiempo que le hacía un imperativo ademán para que se mantuviera a distancia, hasta que alcanzaron una solitaria esquina en la que, tras comprobar que no les habían seguido, le hizo un somero resumen de su conversación con el grasiento personaje de la enorme papada.

—Volveremos a la plaza al atardecer… —concluyó—. Pero por separado.

—¿Y si nos tienden una trampa?

—Caímos en esa trampa cuando los libios se alzaron contra Gadafi —le recordó—. Desde ese mismo momento lo único que hemos hecho es intentar escapar pero los dos sabemos que en cualquier momento acabará cerrándose.

Se separaron con la amarga sensación de haber llegado al final del largo camino que habían elegido cuando decidieron ponerse al servicio del difunto dictador, admitiendo con el fatalismo propio de su azarosa profesión que quien aceptaba dedicarse a matar por dinero debía aceptar que le mataran por dinero.

Si el poco fiable jugador de ajedrez les vendía a las autoridades, a los extremistas, a los tuaregs o a los amigos de los senaudi, lo único que estaría haciendo sería pagarles con su propia moneda.

Cada uno eligió un lugar en el que descansar o meditar sobre lo que llevaba trazas de convertirse en el final de su larga evasión, y en cuanto amainó el bochorno se encontraron de nuevo en la plaza.

El gordo seguía en el mismo lugar y casi en la misma posición, como si no se hubiera movido ni para ir al retrete, concentrado en jugar con un anciano de barbas de chivo, pero cuando los vio se limitó a alargar la mano y mover una torre con estudiada lentitud.

No volvió a alzar ni una sola vez la cabeza, lo que hizo suponer a Omar el Khebir que no había conseguido hablar con quien tuviera algún interés en contratar mercenarios, pero cuando se disponía a abandonar la plaza se le aproximó un hombre con un cigarrillo en la mano rogando que se lo encendiera.

Al responder que no tenía fuego, el desconocido se limitó a comentar:

—Pues, si te desvías por la calle que tienes a tu izquierda, al llegar a la fuente encontrarás a quien te dirá dónde puedes encontrarlo —a continuación dio media vuelta y se aproximó a otro transeúnte insistiendo en su demanda de lumbre.

Omar el Khebir se alejó por la calle que le había indicado el desconocido, Yusuf le siguió a prudente distancia y, al llegar a una herrumbrosa fuente de la que probablemente no había manado agua en años, una arrugada mujeruca les indicó una entreabierta puerta que daba paso a un patio repleto de trastos viejos.

Entraron para enfrentarse a cuatro hombres que les apuntaban con relucientes fusiles AK-47 y que les introdujeron en una vetusta casa de adobe y techo de paja, al fondo de la cual nacía una escalera que descendía a un profundo sótano cuyas paredes se encontraban casi totalmente empapeladas con mapas de la región cubiertos por infinidad de marcas e inscripciones.

Les indicaron por gestos que tomaran asiento uno a cada extremo de una larga mesa, por lo que Omar el Khebir y su exlugarteniente se resignaron a la idea de acabar sus días bajo tierra cuando siempre habían dado por supuesto que lo harían bajo el sol del desierto.

Tras un tenso silencio, quien parecía comandar el grupo, un hausa de nariz aguileña y ojos de búho, se limitó a inquirir:

—¿O sea, que sois mercenarios? —ante el mudo gesto de asentimiento, añadió con cierta sorna—: ¡Con esos camisones de colorines y esos ridículos gorritos jamás lo hubiera imaginado! ¿Podéis demostrarlo?

—¿Y cómo pretendes que lo hagamos…? —quiso saber en un tono un tanto agresivo Omar el Khebir—. Nadie extiende un carné de mercenario.

—¡Muy fácil…! —fue la inquietante respuesta—. Solo estoy dispuesto a contratar a uno, o sea, que el que mate al otro demostrará ser un profesional de los que no cuestionan las órdenes.

—¿Y quién tendrá que matar a quién?

—Podéis echarlo a suertes —señaló el hausa con naturalidad—. Solo se necesita una moneda.

—No me parece justo… —protestó Yusuf evidentemente molesto—. Como bien has dicho, somos mercenarios, llevamos muchos años juntos y, si ha llegado el momento de decidir cuál de los dos es mejor, no debería ser una simple moneda la que lo decidiera.

—¡De acuerdo! —admitió el extremista de los ojos de búho como si fuera el tipo de respuesta que estuviera esperando—. ¿Cómo os gustaría morir?

—Decídelo tú.

El demandado indicó a sus compañeros que se aproximaran, cuchichearon unos instantes y cuando se volvió obligó a Omar el Khebir a que extendiera una mano, le colocó algo en la palma y se la cerró con fuerza.

A continuación hizo lo mismo con Yusuf mientras comentaba:

—Aseguran que en vuestro oficio el que menos duda a la hora de disparar suele ser el mejor… ¿Es cierto eso?

—Puede que no sea el mejor, pero sí el que más posibilidades tiene de llegar a viejo —fue la irónica respuesta—. Aunque, como reza la famosa canción: «Si has llegado a viejo es que no has sido un buen mercenario».

—Os falta bastante para llegar a viejos, o sea, que aún estáis a tiempo de demostrar vuestra calidad… —el hausa hizo una corta pausa con la evidente intención de aumentar la tensión entre quienes iban a enfrentarse—: En cuanto dé un golpe en la mesa, el primero que cargue el arma y acabe con el otro se quedará con el trabajo —se interrumpió de nuevo con la intención de advertir—: Y recordad que solo tenéis una bala cada uno y nosotros somos cuatro, o sea, que no se os ocurra tomarnos por idiotas.

—Ni siquiera se nos había pasado por la cabeza…

Uno de sus secuaces colocó un revólver descargado frente a Omar y otro idéntico ante Yusuf.

—¿Erais muy amigos? —quiso saber el hausa, una pregunta que no se antojaba propia del momento.

—A veces sí, y a veces no.

—¿Lamentaréis lo que vais a hacer?

—Uno probablemente sí, y el otro probablemente no, porque si está muerto no podrá lamentarse de nada.

—Os veo demasiado tranquilos pese a saber que podéis salir de aquí con los pies por delante —masculló el extremista, al que se le advertía un tanto irritado por su aparentemente despreocupada actitud.

—Supongo que no serás tan inepto como para sacarnos con los pies por delante —replicó Omar el Khebir con absoluta desconsideración—. Si tienes que subir un cadáver por una escalera tan empinada, resulta mucho más práctico hacerlo con la cabeza hacia arriba —y sonrió casi con desprecio al sentenciar—: El cadáver sangra menos.

—Veo que le echas coraje al asunto. ¿Tan seguro estás de sobrevivir?

—No, porque Yusuf es muy bueno con las armas. Pero ¿qué esperabas? ¿Vernos temblar? ¿Contratarías a alguien que temblase en el momento de morir?

—Supongo que no.

—En ese caso, déjate de estúpida palabrería y acabemos con esto.

El hombre de la nariz aguileña pareció ofenderse, fue a decir algo, pero se lo pensó mejor y se limitó a dar un golpe en la mesa con el cañón de su arma…

Omar el Khebir y su exlugarteniente se miraron con casi obsesiva fijeza.