¿Cómo matar a un hombre inconsciente o cómo dejar con vida a un asesino de niños?
Eran preguntas que le planteaban un dilema al que jamás hubiera deseado enfrentarse, porque, si difícil le había resultado apretar el gatillo la primera vez, al menos entonces sabía que se trataba de mercenarios profesionales que si se dejaban sorprender merecían su fin por ineptos.
Pero ahora ni tan siquiera cabía semejante disculpa, puesto que su prisionero se había sumido en un profundo sopor y aún permanecía atado a la camilla incapaz de realizar un solo movimiento.
¿Qué hacer?
¿Qué haría cualquier ser humano en semejante situación?
Sentado a la sombra de la furgoneta y contemplando la alta duna que se cernía sobre su cabeza como la sombra de una guadaña, Gacel Mugtar admitió que no le importaría que decidiera derrumbarse de improviso sepultándole y evitando de ese modo que continuara dudando.
Estaba cansado.
Muy cansado.
Demasiado cansado.
La noche había sido larga, dura y en cierto modo angustiosa, y lo que había transcurrido del día, amargo y terriblemente desagradable.
¿Quién era él para decidir sobre la vida y la muerte?
¿Pero quién era aquel psicópata para decidir sobre la vida y la muerte?
Al menos él, que carecía de estudios, estaba convencido de la culpabilidad de quien, pese a tenerlos, había decidido asesinar a docenas de inocentes.
Como tuareg había recibido la orden de matar a quien se lo mereciera y allí, al pie de aquella impresionante montaña de arena, la ley tuareg debía prevalecer sobre cualquier otra.
Pensó en Zair y en lo que sabría aconsejarle.
La hermosa muchacha de los pies descalzos había leído infinidad de libros y tal vez esos libros le habrían enseñado a diferenciar lo que estaba bien de lo que estaba mal pese a que probablemente su juicio se viera empañado por el durísimo golpe que había significado el atroz final de su hermano.
También pensó en lo que le dirían su madre o la dulce Ghalia Mendala, y le sorprendió descubrir que había recurrido a intentar imaginar la opinión de tres mujeres cuando era de suponer que en cuestiones de violencia deberían ser los hombres quienes tuvieran la última palabra.
Sin duda se debía a que le constaba que eran los hombres los que ejercían la violencia y las mujeres las que la sufrían.
¡Cómo le hubiera gustado poder escucharlas!
Si tan solo una de ellas hubiera dicho «merece la muerte», no le hubiera temblado el pulso, porque le constaba que, si hubiera consultado a un hombre, le hubiera respondido «mátalo».
Él era un hombre, pero no le costó reconocer que en aquellos momentos se estaba comportando como una mujer, más propensa al perdón que a la venganza.
¿Pero era venganza o era justicia?
La invisible línea que separaba ambos conceptos solía cruzarse con demasiada frecuencia, y no se sentía capaz de determinar si había actuado desde un lado u otro a partir de la malhadada noche en que inició su carrera de verdugo.
«Al fin y al cabo no fui yo quien tomó la decisión, sino unos imajeghan a los que no podía oponerme».
Aquella era una justificación tan mala como cualquier otra cuando lo que se veía obligado a hacer era ejecutar a un hombre indefenso atado a una camilla.
Las dudas continuaban librando una dura batalla en su interior cuando advirtió cómo una columna de polvo se desplazaba en la distancia.
Tal vez se tratara de los guardaespaldas de Sad al Mani que venían en su busca o tal vez no, pero el mero hecho de pensar en la posibilidad de que semejante alimaña pudiera volver a asesinar le obligó a acelerar su decisión.
¿Con qué cara se enfrentaría el día de mañana a los familiares de sus nuevas víctimas para confesarles: «Estuvo en mis manos evitarlo, pero le dejé escapar permitiendo que continuara con sus atrocidades»?
No; jamás lo diría, por mucho que le repugnara lo que se veía obligado a hacer.
Se puso en pie como si el cuerpo le pesara mil kilos, penetró en la furgoneta, que se había convertido en un horno, y observó al desfigurado terrorista que boqueaba como un pez fuera del agua.
Costaba aceptar que aquella babosa amorfa y desfigurada hubiera conseguido convencer a alguien para que se inmolara en nombre de Alá, pero así era, y resultaba imprescindible impedir que tuviera la menor oportunidad de volver a convencer a nadie.
Se apoderó de la pistola que había encontrado en la guantera del vehículo, colocó sobre el aborrecido rostro un cojín contra el que apoyó el cañón del arma con objeto de acallar el estampido y apretó el gatillo.
Las muelas que tanto habían hecho sufrir a Sad al Mani saltaron en pedazos.
Arrojó lejos el arma y regresó al exterior, donde no tardó en advertir que la columna de polvo se alejaba hacia el norte.
Quienesquiera que fuesen merecían su agradecimiento, puesto que le habían ayudado a tomar una difícil decisión en uno de los momentos más amargos de su vida.
Descansó durante otra hora y comprendió que no podía continuar junto al cadáver de quien acababa de ejecutar por lo que recuperó el arma y se apoderó del agua que quedaba en el vehículo y algunas provisiones.
Por último, puso el motor en marcha, lo colocó frente a la base de la duna, presionó con la caja de herramientas el acelerador, metió la marcha y saltó a tierra alejándose precipitadamente.
El violento choque quedó amortiguado por la masa de arena, pero, tal como suponía, muy pronto esta comenzó a deslizarse con un suave lamento de bestia agonizante sepultando cuanto se encontraba bajo ella.
Aquel mar de arena continuaría su lento avance hasta que algún día, dentro de varios siglos, dejara al descubierto el cadáver momificado de un canadiense al que nada se le había perdido en el corazón del desierto.
—¿Cuánto hace que no te bañas?
—¿Acaso te imaginas que hueles a rosas…? —fue la instantánea respuesta de quien se sentía justamente ofendido.
—No es por molestarte… —puntualizó Omar el Khebir indicando el rústico letrero que apenas alcanzaba a leerse sobre el dintel de una puerta que se abría al otro lado de la calle—. Es que ahí dice que podemos bañarnos, despiojarnos, cortarnos el pelo y comprar ropa limpia.
Yusuf le dirigió una mirada al letrero y luego se volvió a observar las enredadas greñas de su compañero de fatigas, la espesa capa de mugre que le cubría las partes visibles del cuerpo y el lamentable estado de su ropa cubierta de lamparones.
A continuación se observó a sí mismo y comentó en tono pesimista:
—No me parece una buena idea; quitarnos toda esta mierda de encima llevaría horas…
—No tenemos nada mejor que hacer y nos vendría bien cambiar de aspecto e intentar pasar desapercibidos; se nota a la legua que no somos de aquí.
—Eso también es verdad. ¿Dejarán entrar al burro?
—Lo dudo, aunque, bien mirado, está más limpio que nosotros.
Estaba, en efecto, mucho más limpio, pero el propietario de la casa de baños se mostró muy estricto al respecto obligándoles a dejarlo en la puerta. A continuación, y sin permitir que se aproximaran a menos de dos metros del mostrador, para lo cual había dibujado una línea en el suelo, les indicó que se dirigieran al otro extremo del patio, donde bajo un techo de cañas se distinguían cuatro rústicas «bañeras» de cemento de un agua aceptablemente limpia pero ligeramente salobre y que olía a desinfectante.
—Tenéis que dejar vuestros objetos personales sobre el muro y colocar toda la ropa, ¡absolutamente toda!, en aquellos barreños. Luego meteos en el agua, frotaos bien con estropajo y jabón y procurad mantener la cabeza sumergida el mayor tiempo posible para que se vayan ahogando los bichos.
El establecimiento era en verdad humilde, pero ciertamente bien organizado y escrupuloso, puesto que hasta que sus dos mugrientos clientes no llevaban un buen rato en remojo el encargado no se aproximó, y lo primero que hizo fue poner a hervir los barreños que contenían sus ropas, añadiéndole un chorro de jugo de raíz de amayil, que tenía la virtud acabar con todo rastro de vida aunque las dejara impregnadas de un irritante olor que tardaba horas en desaparecer.
Luego les proporcionó espejos, tijeras y sobre todo maquinillas, más apropiadas para trasquilar ovejas que para cortarles el cabello a seres humanos, aconsejándoles que las emplearan a conciencia, puesto que, si pretendían abandonar su local libres de parásitos, la mejor forma de hacerlo era con la cabeza tan lisa como una bola de billar y la barba tan suave como el culo de un niño.
—Esta es una ciudad en donde las enfermedades se ceban por culpa de la guerra, el calor y la falta de higiene —dijo—. El sida, la sarna, el tifus, las diarreas y la tuberculosis están causando tantos estragos como los atentados extremistas, o sea, que procurad no intercambiar vuestros piojos, pulgas, ladillas y chinches con los de desconocidos…
Cuando al cabo de un rato los contempló limpios y totalmente rasurados, pareció regodearse con el ridículo espectáculo que ofrecían, ya que semejaban enormes fetos recién salidos del útero de su madre, pero se limitó a señalar:
—Si no se os ha perdido nada importante en Kidal, os aconsejo que procuréis largaros cuanto antes.
—¿Cómo…? —quiso saber Omar el Khebir—. Para subirte a un autobús o un camión los franceses te piden la documentación y nosotros solo somos humildes pastores que nunca han tenido papeles.
—Si vosotros sois pastores, yo soy capitán de barco, porque esas cicatrices no son propias de humildes pastores a no ser que ahora las cabras utilicen fusiles, pero, como no me gusta meterme en los asuntos ajenos, si queréis saber algo más sobre «papeles», pregúntadle al gordo que juega al ajedrez en el cafetín de la plaza del mercado. Es el dueño y conoce a mucha gente —chasqueó lo dedos como si de improviso experimentara la necesidad de quitárselos de encima, visto que podría tratarse de delincuentes de los que cabía esperar cualquier cosa—. En aquellos estantes encontraréis ropa limpia —añadió—. Es usada, pero, si preferís recuperar la vuestra, tendréis que esperar hasta que se airee, porque el desinfectante irrita la piel.
Visto que habían pasado de melenudos mercenarios a parecer rapados monjes tibetanos, optaron por cambiar también de «estilo», eligiendo pantalones anchos, blusones de colores y diminutos gorritos de los que utilizaban los nativos, a tal extremo que cuando al fin abandonaron el establecimiento ni siquiera el burro les reconoció, por lo que al poco Omar el Khebir se vio obligado a volver atrás para increparle:
—¿Qué haces ahí parado? ¿Estás esperando a que te trasquilen? ¡Vamos!
El pobre animal tardó en reaccionar, puesto que jamás había sido testigo de semejante transformación y ni siquiera le quedaba el recurso de recurrir a su fino olfato, debido a que instintivamente había apartado la cabeza en cuanto percibió un levísimo tufo del repelente olor de unas ropas que habían sido desinfectadas con el venenoso jugo de la raíz de amayil.
Dudó entre quedarse donde estaba o acatar la orden de una voz que sí era capaz de reconocer, y al fin optó por seguir a prudente distancia a dos hombres que a su modo de ver poco tenían en común con los que le habían dejado en la puerta, que solo hedían a sudor y a camello.
Deambularon sin rumbo por entre las callejuelas hasta que de improviso Yusuf se detuvo lanzando un rugido al tiempo que alzaba las manos clamando al cielo en un incontenible gesto de rabia e impotencia.
—¡Maldita sea…! ¡Ha volado!
Omar el Khebir observó a su acompañante con cierta alarma, pero casi al instante siguió la dirección de su mirada, comprendió cuál era el motivo de su desesperación y, demostrando una vez más que era un hombre que sabía mantener la calma en momentos difíciles, se limitó a comentar:
—¿Y qué esperabas? Es una avioneta.
—Ya te dije yo que eso de bañarse no era buena idea. Ese negro hijo de puta ha aprovechado para largarse.
—Ese negro hijo de puta no sabía que estuviéramos en Kidal, que le buscáramos y mucho menos que se nos ocurriera darnos un baño —fue la serena respuesta de su exjefe—. O sea, que deja de lamentarte y empieza a pensar en qué vamos a hacer, porque esta ciudad se ha convertido en una cárcel en la que acabarán cortándonos la cabeza.
—Pero es que habíamos prometido vengar a nuestros compañeros —le hizo notar un cada vez más afligido Yusuf.
Omar el Khebir continuó haciendo gala de reconocida calma, aferró a su compañero por el brazo y le empujó hasta tomar asiento a la sombra de un grupo de árboles, lo que constituía una norma de comportamiento habitual en quien pretendiera mantener una tranquila conversación a aquellas horas y en semejantes latitudes.
—¡Escúchame bien! —dijo una vez acomodados—. Somos lo que somos y a estas alturas deberíamos haber aprendido a aceptarlo, porque, si pretendiéramos «vengar a nuestros compañeros», tendrías que matarme por haberme cargado a Tufeili, al igual que yo tendría que matarte por haberte cargado a Ahmed. ¿Es cierto o no?
—Eran situaciones extremas: necesitábamos agua para sobrevivir.
—El agua suele ser una buena razón para justificarlo casi todo, pero este no es el caso. Me encantaría abrirle las tripas a ese sucio piloto, no solo por mis compañeros, sino porque se burló de nosotros, pero soy lo suficientemente profesional como para saber que en ocasiones la venganza suele ser el atajo más corto hacia el desastre… —se entretuvo en acariciar el lomo del asno, que al fin había decidido aproximarse, antes de concluir—: Y, como ya estamos lo suficientemente cerca del desastre como para escoger atajos, lo mejor que podemos hacer es buscar a ese gordo que juega al ajedrez a ver qué puede hacer por nosotros.
El viaje de regreso con abundante agua y provisiones, descansando de día, avanzando de noche y sabiendo perfectamente dónde se encontraba Kidal, constituyó casi un agradable paseo durante el cual Gacel dedicaba las horas de más calor a buscar una sombra y sentarse a meditar sobre cuanto había acontecido y sobre cuanto podría acontecer durante los próximos meses.
Sad al Mani había quedado sepultado bajo un océano de arena, lo cual significaba que a partir de ahora había un enemigo menos del verdadero islam que predicaba la paz, la igualdad y la justicia, pero su muerte apenas significaba un grano menos de esa arena teniendo en cuenta que los enemigos del verdadero islam proliferaban en exceso.
No le había sorprendido que el canadiense confesara que el poderoso e influyente propietario de una gran cantidad de minas de natrón, Mulay Massuri, fuera uno de sus colaboradores, puesto que eso era algo que por lo visto Suilem Baladé sospechaba hacía tiempo, pero sí le sorprendió que mencionara al morabito Songó Babangasi, al que hasta aquel momento había considerado un ejemplo de bondad, concordia y moderación.
Mientras observaba cómo caía la tarde y el mar de dunas iba cambiando de color continuamente, recordó que los seguidores del Viejo de la Montaña estaban autorizados a mentir, engañar e incluso afirmar que no profesaban la fe musulmana siempre que dicha actitud les permitiera conseguir sus objetivos, y a la vista de ello no pudo por menos que preguntarse si no resultaría preferible enfrentarse a violentos lunáticos de la calaña de Sad al Mani que a sibilinos embaucadores del estilo de Babangasi.
A los primeros había aprendido a tratarlos a tiros, y no tardó en decidir que esa sería también la mejor forma de tratar a los segundos, porque a las serpientes había que eliminarlas como a serpientes, visto que jamás dejarían de comportarse como serpientes.
No obstante, en cuanto llegó a Kidal y le comunicó al siempre mesurado Suilem Baladé su intención de acabar con el imán, este no se mostró en absoluto partidario de actuar de una forma tan drástica.
—Ejecutar a Sad al Mani ha debido significar una experiencia demoledora, por lo que deberías serenarte… —le miró a los ojos como si se negara a admitir que un «hombre de Dios» al que siempre había admirado pudiera pertenecer a la yihad islámica—. ¿Seguro que te dijo que Babangasi era uno de los suyos? ¡Me cuesta creerlo!
—Y a mí… —replicó con innegable pesar el tuareg—. Hablé varias veces con él durante la boda y, a mi modo de ver, rezumaba bondad… —hizo una casi imperceptible pausa antes de concluir—: Aunque reconozco que embaucar a alguien como yo no tiene mérito.
—No intentes parecer más tonto de lo que eres porque te enfrentarías a una labor titánica… —puntualizó el otro sin poder contener una malvada sonrisita—. Pero te advierto que, si tú has hablado varias veces con Babá, yo lo he hecho dos o tres veces por semana durante años y jamás imaginé que estuviera fingiendo cuando se refería «a su ineludible obligación de amansar a unas ovejas que se habían transformado en lobos».
—Por ello creo que debemos eliminarle en primer lugar —al tuareg se le advertía seguro de su argumentación al insistir—: No tiene familia ni nada que le ate a Kidal, o sea, que, en cuanto les ocurriera algo a Bachar, Shalim o, sobre todo, a Mulay Massuri, se esfumaría al sospechar que Sad al Mani les delató.
Era un argumento que Suilem Baladé se veía obligado a aceptar, aunque cabía señalar que sobre dicha aceptación pesaba el hecho de sentirse engañado por alguien a quien realmente apreciaba y en quien siempre había confiado.
El amable y servicial imán acostumbraba acudir a reconfortar a Ghalia Mendala en sus peores momentos, mostrándose tan afable, humano y afectuoso que a menudo conseguía dejarla en paz consigo misma aceptando con resignación la pesada carga que el Señor le había enviado.
En ocasiones se quedaba a dormir en la habitación de invitados, pero antes de acostarse solían sentarse a charlar en el patio trasero comentando las incidencias del día y lamentándose por la marcha de un mundo en el que una mitad parecía haberse acelerado locamente mientras la otra se estancaba y en ocasiones incluso retrocedía.
—El mes pasado me encontraba en un campamento de refugiados cuando me telefoneó un amigo para decirme que estaba asistiendo al Gran Premio de Montecarlo —le había comentado Babangasi durante una de aquellas charlas—. Se me antojó inverosímil que estuviera escuchando simultáneamente el rugir de los motores en Mónaco y los gemidos de una niña que se estaba muriendo de hambre a miles de kilómetros de distancia… —el imán había hecho una agria pausa antes de añadir cerrando con firmeza un puño—: ¡Esas injusticias tienen que acabar! Nuestra obligación es ayudar a construir un futuro mejor y más equilibrado…
Al escribiente no le quedaba ahora otro remedio que reconocer que, si, tras aquellos nobles pensamientos, aquel semblante sereno y aquella firmeza de convicciones, se ocultaba un ladino hipócrita que alentaba a los terroristas a la hora de provocar masacres, merecía un castigo ejemplar.
La inolvidable fiesta de esponsales había acabado, los novios habían iniciado su viaje de luna de miel, los invitados habían regresado a sus lugares de origen y la tregua había llegado a su fin, por lo que en cualquier momento un nuevo coche bomba podría estallar en cualquier punto de la ciudad.
—De acuerdo… —susurró, temiendo que su mujer pudiera oírle—. Acabaremos con ese farsante, pero no quiero que Ghalia sepa qué clase de cerdo le ha estado reconfortando. Se sentiría humillada y con razón —se diría que el Escritor rumiaba su ira y su frustración por haber sido engañado durante tanto tiempo, aunque al poco pareció serenarse al añadir, alzando la mano—: Estoy de acuerdo siempre que sea yo quien le mate.
Gacel Mugtar se opuso de inmediato.
—Me consta que podrías hacerlo, pero yo nunca podría hacer tu trabajo, ya que jamás se me hubiera pasado por la cabeza que una boda fuera la excusa perfecta para conseguir que un dentista egipcio atendiera a un terrorista canadiense en mitad del desierto.
—No se te habría ocurrido porque a nadie se le habría ocurrido pedirte que te ocupases de redactar las invitaciones —fue la elemental respuesta de su interlocutor—. Cuando algo empieza a oler mal, lo primero que tiene que hacerse no es averiguar «a qué demonios huele, sino de dónde proviene el olor», porque de esa manera consigues tres confirmaciones: la vista, el tacto y el olfato. Nací en Kidal, siempre he vivido en Kidal, conozco a todo el mundo en Kidal, detecto cuando algo no se ajusta a las normas de Kidal y, como quien me encargó las invitaciones fue Mulay Massuri, del que nunca me he fiado, algo no me cuadraba —lanzó un sonoro resoplido al concluir, como si lo que decía fuera dogma de fe—: Como según las más estrictas reglas sociales la unión de dos de las familias más poderosas de la región no se organiza de la noche a la mañana, a no ser que la novia esté embarazada, y que yo sepa no lo estaba, lo único que me quedaba por hacer era atar cabos.
—Yo no tendría ningún cabo que atar, porque no sé mucho de esta ciudad, sus gentes, sus costumbres o sus ideologías —le hizo notar el tuareg—. O sea, que no nos intercambiaremos los papeles, porque tu tarea consiste en aportar información y la mía en matar. Y, además, tú tienes que preocuparte por dos vidas, la tuya y la de Ghalia.
—Aun así, sigo creyendo que deberías mantenerte al margen, porque representas al ettebel, y a muchos de sus miembros no les gustaría que hubieras ejecutado a un «hombre de Dios» basándote únicamente en la confesión de un terrorista agonizante.
—Es a la hora de morir cuando se dice la verdad.
—¡O no! —replicó el escribiente, al que se le advertía cada vez más preocupado por las posibles repercusiones de tan espinoso asunto—. Una cosa es liquidar a Sad al Mani, lo que todo el mundo aplaudirá, y otra muy distinta asesinar a un respetado morabito a quien algunos consideran un santón. Debemos buscar una fórmula que no ofenda a los nuestros corriendo el riesgo de dividirlos.