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—¿Qué quieres decir con eso de «ha desaparecido»?

—Lo que he dicho; tanto la furgoneta como Sad al Mani han desaparecido y no tengo ni la menor idea de cómo ocurrió o dónde pueden estar. Probablemente aprovecharon…

Mulay Massuri advirtió que se le aflojaban los esfínteres y tuvo que correr al baño dejando a su interlocutor con la palabra en la boca; cuando regresó, su rostro aparecía de un color ceniciento y cabría imaginar que había envejecido como si todos los espíritus malignos, los tenebrosos gri-gri que hasta aquel momento había conseguido mantener alejados, se hubieran precipitado en masa sobre el pequeño oasis anulando cualquier esperanza de felicidad para los novios.

Lo peor que pudiera haber ocurrido había ocurrido, porque les habían confiado la seguridad de un destacado líder de la yihad islámica, lo «habían perdido» y, si no lograban encontrarlo, sus vidas valdrían menos que los excrementos que acababa de expulsar preso del pánico.

—Que el Señor se apiade de nosotros… —murmuró entre dientes, para alzar luego un poco más la voz al inquirir—: ¿Qué ha pasado?

—Aún no lo sé… —fue la sincera y casi quejumbrosa respuesta—. Cuatro hombres de absoluta confianza estaban de guardia, y el dentista, ese presuntuoso egipcio, que dicho sea de paso dedica más tiempo a las mujeres que a su paciente, me aseguró que Sad al Mani se encontraba sedado y no debía ser molestado durante toda la noche.

—¿Tú le viste…?

—Dormido, y te juro que parecía un monstruo. Para una intervención de ese calibre se precisaba un buen quirófano y no una furgoneta, y por lo visto el resultado está siendo una vergonzosa carnicería.

—¿Y qué opciones teníamos? —quiso saber el cada vez más abatido Mulay Massuri—. ¿Enviarlo a Bamako, Dakar o Argel? En cuanto hubiera puesto los pies en un aeropuerto, le habrían capturado y en su estado no habría tardado ni un minuto en contar cuanto sabe.

El respetado imán Songó Babangasi, más conocido por el cariñoso apodo de Babá, tomó asiento entre unos cojines de la espléndida jaima, se apoderó de la boquilla de un narguile como si tuviera intención de fumar pero cambió de idea y se quedó con ella entre los dedos en el momento de preguntar con intención:

—¿Y cuánto crees que tardará en contárselo a los que se lo han llevado?

—Dependerá de quiénes sean.

—En ese caso, lo primero que tenemos que hacer es consultar la lista de invitados y comprobar la identidad de los que faltan.

—¿Es que te has vuelto loco…? —casi se enfureció su interlocutor—. ¿Acaso imaginas que puedo confesarle a mi hijo, mi nuera o al animal de mi consuegro que nos hemos gastado millones en organizar la boda más fastuosa que se haya celebrado nunca en Malí no porque seamos muy espléndidos, sino porque le dolían las muelas a un maldito «caracuervo» que antes de venir debería haber vendido nariz para comprar mandíbula?

—¡Recuerda que estás hablando de Sad al Mani!

—Y tú recuerda que nunca te gustó que un jodido lunático converso viniera a explicarle a un imán que peina canas cómo interpretar el Corán. Tu obligación era pararle los pies, pero te aterroriza.

—Es que es un salvaje —se justificó el apodado Babá—. Y sabe rodearse de bestias aún más salvajes.

—Lo admito, porque que a mí también me aterroriza y me temo que lo vamos a pagar muy caro —fue la sincera confesión de culpa—. Me gasté una fortuna en amuletos que ahuyentaran a los malos espíritus de la boda de mi hijo mientras era yo quien los estaba convocando… ¡Pobre muchacho!

—No es hora de lamentarse, sino de buscar soluciones —puntualizó el abatido religioso en un intento de sobreponerse a tanta desgracia—. ¿Nunca sospechaste de ningún asistente?

—¿Y qué podía sospechar? Kafir no me pidió referencias sobre los invitados de mi familia y no me pareció correcto pedírselas sobre la suya —el dueño de la jaima se limpió el sudor con el dorso de la mano antes de inquirir—: ¿Qué opina el egipcio de todo esto?

—Que a él únicamente le contrataron con el fin de intentar realizar un milagro en unas condiciones absolutamente inapropiadas y que su trabajo es sacar muelas, no buscar a sus pacientes cuando se extravían. Lo único que quiere es largarse.

—¿Y a ti qué te parece?

El bondadoso y respetado imán Songó Babangasi, del que sus fieles nunca se hubieran atrevido a imaginar que pudiera tratarse de un fanático de los que aceptaban que los fundamentalistas paquistaníes incendiaran un autobús con veinte niñas dentro por el simple hecho de atreverse a ir a la escuela, decidió encender el narguile quizás imaginando que fumar le ayudaría a poner en orden sus confusos pensamientos.

Cierto era que jamás había sentido la menor simpatía por el advenedizo jovenzuelo que parecía complacerse en dictarle órdenes cada vez más crueles como si estuviera tratando de averiguar hasta qué punto podía poner a prueba su paciencia, pero cierto era también que siempre había confiado en que, en cuanto se cansara de jugar a matar gente y decidiera regresar a su Canadá natal, le dejaría consolidado como líder de la yihad islámica en la región. En ese momento, respaldado por el dinero que le había prometido su buen amigo Mulay Massuri, y, si sabía ingeniárselas a la hora de neutralizar a los tuaregs, podría aspirar a la presidencia de una nueva república independiente en el norte de Malí.

Sin embargo, el maldito terrorista «caracuervo» había desaparecido, lo cual significaba que muy pronto se vería obligado a rendir cuentas ante instancias muy superiores.

Su pasada influencia, su futura presidencia e incluso su plácida existencia empezarían a correr serio peligro si no reaccionaba con rapidez, por lo que, tras morderse repetidas veces la parte superior de la tupida barba, sentenció:

—Creo que lo mejor que podríamos hacer es permitir que el egipcio se marche, pero que no llegue.

—¿No llegue a dónde?

—A dondequiera que pretenda llegar… —fue la cínica respuesta—. Si llegara a alguna parte, lo que en estos momentos es un secreto que solo compartimos tres personas se convertirá en noticia de relevancia mundial: «Al conocido líder islamista Sad al Mani se lo tragó la tierra durante una boda en un oasis de Malí». Y a los primeros que vendrían a pedir explicaciones sería a los organizadores de esa boda; es decir, a ti y a mí.

—Y a mi consuegro.

—Kafir no sabía nada, se sentiría ofendido, y recuerda que es un tuareg que se ha hecho rico a base de conducir caravanas hasta los mismísimos infiernos, o sea, que probablemente obligaría a sus dos mil camellos a pasarnos por encima —Babá Babangasi golpeó levemente el cojín que tenía a su lado como invitando a su «socio» a que se acomodara lo más cerca posible, porque sabido era que en el interior de una jaima no resultaba oportuno comentar ciertas cosas en voz alta, y añadió—: Deberíamos intentar solucionar esto sin que nadie más se entere, o darnos por muertos…

El anciano beduino había aguardado pacientemente su turno, pero, en cuanto Suilem Baladé le indicó que podía tomar asiento, lo hizo con rapidez, aunque con el respeto propio de quien se siente fuera de su mundo.

Era un nómada de cabello casi blanco, manos callosas y piel oscura, que permaneció unos instantes como desconcertado, más dispuesto a dar media vuelta y desaparecer que a permanecer en la silla, pero que tras algunas vacilaciones lo primero que hizo fue depositar sobre la mesa un billete de mil francos[1] al tiempo que murmuraba con manifiesta timidez:

—Espero que baste para pagar sus servicios, porque no puedo gastar más.

—Eso dependerá de a quién desee escribir.

—No lo sé.

Ahora fue Suilem Baladé el que pareció desconcertarse, se tomó un tiempo para reaccionar simulando que se limpiaba las gafas y por último inquirió, como si temiera haber oído mal:

—¿De verdad no sabe a quién quiere escribir?

—Por eso le pido que me aconseje, señor, y por eso no sé si ese dinero bastará para pagar por su consejo y por la carta.

—¿De qué trataría esa carta y quién sería el remitente?

—¿El qué…?

—El «remitente»; es decir, el que la envía.

—Ese es el problema, señor; no quiero que se sepa.

—Pues en ese caso no puedo ayudarle, nunca escribo anónimos.

—¿Nunca escribe… qué? —quiso saber el beduino.

—«Anónimos»… —le aclaró quien se sentaba al otro lado de la mesa intentando armarse de paciencia—. Cartas sin firma que contengan insultos o amenazas.

—Pero es que yo no trato de insultar o amenazar a nadie, señor… —replicó un tanto ofendido el pobre hombre cuyo nerviosismo iba en aumento—. Todo lo contrario.

El dueño del despacho empezaba a cansarse de una conversación que carecía de sentido, pero los largos años de oficio le habían enseñado a tener paciencia con quienes se sentían cohibidos ante una máquina de escribir.

—¡Bien…! —dijo como si fuera la última concesión que se sintiera dispuesto a hacer—. Cuénteme lo que le ocurre y veré lo que puedo hacer.

—Pues verá, señor… —fue la respuesta—. Yo suelo pastorear cerca de la frontera con Níger pero decidí venir a traerles algo que llevarse a la boca a mis nietos, porque, aunque allí las cosas están mal, aquí están peor, y los pobres chicos se mueren de hambre.

—Entiendo, la familia es lo primero.

—La familia y los amigos… —puntualizó quisquillosamente el nómada—. Antes de la gran sequía los senaudi permitían que mi ganado abrevara en su pozo y mi hija me ha contado que los han asesinado y que mucha gente anda persiguiendo a los culpables.

—Es cierto, los buscan a ambos lados de la frontera —reconoció el escribiente, que de improviso se mostró vivamente interesado por el nuevo giro que tomaba la conversación—. ¿Acaso sabe algo sobre alguno de ellos…?

—No estoy seguro, señor, pero cuando venía hacia Kidal se subió al camión un nigerino contando que se había perdido durante una tormenta de arena y, aunque me extrañó que se encontrara en un lugar tan dejado de la mano de Dios, no le di mayor importancia. Sin embargo, al día siguiente, otro nigerino que aseguraba ser pastor, y por Alá que no lo era, porque sé reconocer a los de mi oficio, también se subió al camión y, aunque fingieron que no se conocían, sospecho que sí se conocían, y además cuando llegamos a la ciudad se fueron juntos.

—¿Y eso le ha hecho suponer que puedan pertenecer al grupo que atacó a los senaudi?

—Yo solo soy un pobre viejo que no pretende acusar a nadie ni implicarse en algo que no le atañe, señor, pero creo que, aunque solo sea por agradecimiento a quienes me regalaban su agua, debo comunicar a quien corresponda, que no sé quién podrá ser, que es posible que alguno de esos salvajes se encuentre en Kidal.

El Escritor le devolvió el billete al tiempo que replicaba:

—Como está haciendo lo correcto, no puedo cobrarle, pero me ocuparé de poner al corriente a aquellos que puedan contribuir a castigar a esos malnacidos —tomó lápiz y papel al inquirir—: ¿Podría describirlos?

—¿Describirlos…? —repitió el otro un tanto perplejo—. ¿Qué quiere decir con eso? Eran dos beduinos, ni altos ni bajos, ni gordos ni flacos, y vestían tal como vestimos cuantos vivimos en el desierto.

—¿Tuaregs…?

—No alcancé a oírles hablar entre ellos.

—¿Llevaban amuletos de los que acostumbran a usar los tuaregs?

—Ninguno que recuerde.

—¿Armas?

—No a la vista.

—¿Y no le extrañó?

El demandado observó a su interrogador como si de nuevo se estuviera arrepintiendo de haber acudido a pedirle ayuda y, tras sacar del bolsillo un sucio pañuelo y sonarse sonoramente, replicó:

—En aquella perdida región por no haber ya no hay ni hienas, señor, o sea, que ningún animal puede atacar a un ser humano, y en la frontera, que nunca se sabe exactamente por dónde diablos cruza, ir armado con un fusil es la mejor manera de conseguir que un estúpido soldado muerto de miedo te pegue un tiro antes de preguntarte para qué lo quieres.

La explicación resultaba de una lógica aplastante debido a que la mayoría de las líneas divisorias de los distintos países de la zona habían sido trazadas hacía muchísimos años en Europa, y la mayoría de las marcas que en su día se colocaron sobre el terreno solían permanecer ocultas bajo montañas de arena.

Si el viejo nómada, que prefería no dar su nombre, tal vez por miedo a las represalias o por no tener que dar explicaciones a unas autoridades que tenían la mala costumbre de hacer demasiadas preguntas, llevaba su ganado a abrevar al pozo de los senaudi, y por lo tanto conocía bien la región, probablemente sus suposiciones fueran acertadas y alguno de los mercenarios de Omar el Khebir hubiera conseguido subirse a un camión que le llevara a Kidal.

Suilem Baladé meditó sobre todo ello un largo rato y por último extrajo de un cajón cincuenta mil francos que introdujo en un sobre y se lo alargó a un beduino al que de inmediato los ojos se le abrieron como platos.

—Esto es para sus nietos… —dijo.

—Pero es que yo no lo hago por dinero —protestó el pastor, al que se advertía como un niño que dudara entre aceptar o no una golosina.

—Lo sé, pero de vez en cuando hacer lo correcto tiene su recompensa. Y no se preocupe; si lo que me ha dicho resulta de utilidad, el Gobierno me devolverá ese dinero.

—¿Los Gobiernos devuelven dinero…? —se asombró el otro—. Nunca lo hubiera creído.

—No se preocupe; si no es el Gobierno, serán los amigos de los senaudi.