Condujo despacio y sin encender las luces, con la mano derecha en el volante y la izquierda sosteniendo el visor nocturno, procurando avanzar sobre las rodadas de anteriores vehículos con el evidente propósito de entremezclar sus huellas y, solo cuando el resplandor de las hogueras del oasis desapareció a sus espaldas, cambió el rumbo dirigiéndose directamente hacia el este.
Se detuvo en varias ocasiones adelantándose a pie con intención de estudiar el terreno y elegir zonas de arena dura para evitar que el vehículo quedase atascado o una afilada roca le reventara un neumático. Los miles de kilómetros que había recorrido sobre toda clase de desiertos le habían enseñado que era preferible perder media hora en saber dónde se pisaba que medio día en lamentarse por no haber previsto dónde tendría que pisar. Y allí no contaba con la ayuda del eficaz Abdul, ni con animosos pasajeros que pudieran echarle una mano a la hora de apuntalar el vehículo, cavar un hueco bajo una rueda o cambiar un neumático en mitad de la noche.
Su único pasajero, bastante enclenque por lo que había podido comprobar, continuaba inconsciente y, cuando al cabo de un largo rato le escuchó emitir un ronco lamento, se limitó a golpearle de nuevo con la piedra como eficaz remedio a desagradables sorpresas.
Comenzaba a amanecer cuando consiguió divisar el mar de dunas que venía buscando y le alegró comprobar que, tal como había imaginado, eran las llamadas barjanes, porque un viento que soplaba siempre en la misma dirección las empujaba de forma inexorable, de modo que con el transcurso de los siglos acababan por sepultar oasis, pueblos, e incluso ciudades.
Un océano de barjanes era como un implacable monstruo que en ocasiones se extendía por casi cien kilómetros de ancho, y al que ningún ser humano había conseguido derrotar debido a que carecía de corazón, su cuerpo estaba compuesto por miles de millones de granos de arena y su fuerza provenía de un viento constante que no se detendría hasta el día que el mundo decidiera dejar de girar definitivamente.
Quienes pasaban una noche en el corazón de cualquiera de ellas captaban su única expresión de vida, una suave melodía que surgía de sus entrañas y que estaba provocada por el continuo roce de miles de millones de granos de arena. Del grosor y la composición química de dichas arenas dependía la tonalidad del sonido, que podía pasar del do mayor habitual en las grandes dunas de los desiertos americanos al sol menor de las saharianas.
La característica que diferenciaba a las barjanes de cualquier otra duna era su forma de C muy cerrada, con altas cimas que iban acercando sus «brazos» hasta casi unirlos a ras del suelo. Las más elevadas se mantenían estables durante décadas y en contadas ocasiones se derrumbaban a causa de un movimiento sísmico, unas gotas de lluvia o el retumbar de un trueno, aunque lo normal solía ser que al amanecer, y debido a un brusco cambio de temperatura, la parte cóncava comenzara a deslizarse como un incontenible alud que sepultaba cuanto se interponía en su camino.
Ya a pleno día, Gacel detuvo el vehículo en el centro del semicírculo de una de ellas cuya cima debía encontrarse a unos sesenta metros sobre su cabeza, comió y bebió hasta saciarse debido a que en la furgoneta no faltaba de nada y, tras rezar sus oraciones, decidió observar de cerca a su prisionero.
Probablemente se trataba del ser humano más repelente que hubiera visto nunca, no solo debido a que fuera de por sí poco agraciado por culpa de su afilada nariz y su hundido o casi inexistente mentón, sino sobre todo a que su rostro aparecía amoratado, tumefacto y con profundas ojeras, mientras que de la comisura de los labios le chorreaba un espeso líquido verdoso que apestaba a perros muertos.
Evidentemente, aquel maldito psicópata estaba sufriendo un auténtico calvario no por merecido menos doloroso, y el impresionado tuareg, a quien el término psicópata llamaba mucho la atención, no pudo por menos que preguntarse hasta qué punto el destino se mostraba caprichoso: un pobre camionero nacido en una diminuta aldea de Níger tenía a su merced a un sanguinario terrorista nacido en una gran capital del otro lado del planeta a causa de algo en apariencia tan trivial como unas muelas del juicio que a la mayor parte de la gente solo solían producirle algún que otro ligero malestar.
Dos de ellas, o quizás no fueran las del juicio, eso no se sentía capaz de determinarlo, se encontraban sobre una bandeja metálica, y por su desmesurado tamaño y la longitud de sus raíces se diría que parecían más propias de la dentadura de un caballo que de un ser humano, como si la sabia naturaleza hubiera decidido castigar de forma harto dolorosa a aquel a quien había proporcionado todas las oportunidades pero no había sabido agradecérselo.
Era algo tan condenadamente estúpido como si esa misma naturaleza se hubiera complacido en castigar a un campeón de ciclismo con hemorroides, pero en ocasiones tales cosas sucedían debido a que los caminos del Señor resultaban inescrutables.
El tuareg utilizó las correas de la camilla para inmovilizar a su prisionero y se sumió en un profundo sueño hasta que le despertó un bramido; Sad al Mani se retorcía intentando zafarse de sus ataduras, los ojos parecían salírsele de las órbitas, se clavaba las uñas en las palmas de las manos y lanzaba espumarajos por la nariz y la boca mientras rugía exigiendo morfina.
Tomó asiento a su lado, inclinó levemente la cabeza como si de ese modo le observara mejor y al poco inquirió con estudiada calma:
—¿Entiendes ahora lo que siente un desgraciado al que una de tus bombas le ha arrancado las piernas?
—¿Quién eres? —quiso saber el maniatado en un árabe bastante aceptable.
—Tu verdugo.
—¿Y quién te ha conferido ese cargo?
—El ettebel.
—Pues en ese caso haz tu trabajo.
—¡Qué más quisieras tú…! —fue la despectiva respuesta—. No me obligan a ser rápido, sino eficaz, y antes de «hacer mi trabajo» me gustaría que me aclararas por qué demonios has venido a complicarnos la vida a quienes ya teníamos suficientes problemas.
Tal como esperaba no obtuvo respuesta, por lo que se encogió de hombros limitándose a alargar la mano, seleccionar de un estante una caja repleta de cápsulas y mostrársela.
—¿Es esto lo que quieres…? —preguntó con marcada intención—. ¿Morfina? —ante el mudo gesto de asentimiento, añadió—: No me siento capaz de torturar a nadie pero como el dolor no te lo he provocado yo, no tengo la obligación de aliviarte, sin considerarme por ello torturador. Lo único que puedo hacer es inyectarte un poco de morfina, pero esa es una decisión que únicamente depende de ti.
—Desátame y te mato —masculló con un supremo esfuerzo el canadiense.
—Tú no matas, cretino; tú mandas matar, que es diferente —Gacel abrió varios cajones hasta encontrar una jeringuilla que exhibió como si se tratara de un valioso trofeo—. Aquí tengo lo que necesitas —añadió—. ¿Me dirás lo que quiero saber?
—Vine porque Alá me ordenó que viniera… —balbuceó el otro atropelladamente.
—Alá no necesita recurrir a asesinos —fue la agria respuesta—. Son los asesinos los que necesitan recurrir a Alá. Y además no estoy aquí para hablar de Dios, sino de hombres.
—Tengo sed…
—Agua es lo único que no puedo negarle ni a mi peor enemigo… —admitió el tuareg mientras le aproximaba una cantimplora a los labios y le ayudaba a beber, añadiendo casi de inmediato y con marcada intención—: No va a servirte de mucho, porque hoy se cumplirá la sentencia que se dictó en tu contra, aunque la forma de morir que elijas es cosa tuya: puede ser rápida e indolora, o puedes sufrir la peor de las agonías.
—No existe nada peor que lo que estoy sufriendo…
—Te equivocas.
Gacel Mugtar aborrecía lo que estaba haciendo y le avergonzaba recurrir a tan inhumanos procedimientos, pero ya no era solo cuestión de obedecer órdenes, sino de salvar vidas. Aquel despojo humano que se retorcía dejando escapar roncos lamentos no era solo un terrorista que se consideraba a sí mismo dueño y señor de vidas ajenas; era el líder de un grupo de fanáticos que continuarían creyéndose dueños de vidas ajenas incluso cuando él hubiera desaparecido de la faz del planeta.
El extremismo islámico solía nutrirse por dos vías igualmente abominables: la de los llamados «lobos solitarios», enajenados que de improviso nacían como un hongo venenoso en mitad de un jardín y que acababan por inmolarse, y las células independientes, que contaban con una cadena de mandos perfectamente estructurada.
Matar a sangre fría al canadiense podía estar bien o mal, dependiendo del punto de vista de cada cual, pero matarle sin intentar averiguar quién le sucedería en el mando constituiría una insensatez, porque el tuareg sabía que por el hecho de ejecutar a Sad al Mani no iba a acabar con la violencia yihadista del norte de Malí, ya que en cuanto tuvieran conocimiento de su desaparición cualquiera de sus lugartenientes reclamaría el liderazgo.
—Necesito que me des los nombres de tu gente en Kidal… —dijo al fin.
En esta ocasión solo obtuvo una mirada de desprecio, por lo que tras meditarlo de nuevo se decidió a obligar a su prisionero a que girara la cabeza mostrándole el muro de arena que comenzaba a unos veinte metros de distancia.
—¿Ves esa duna…? —inquirió—. Digas lo que digas y hagas lo que hagas se convertirá en tu tumba, pero puedes optar entre que lo sea cuando ya estés muerto o que toda esa arena caiga sobre ti enterrándote en vida… —hizo una pausa durante la que afirmó varias veces con la cabeza antes de puntualizar—: Te aseguro que sé cómo arreglármelas para conseguir que te quede aire suficiente como para que agonices durante dos o tres días.
El temor a quedar sepultado en vida en el interior de una furgoneta en la que se iría asfixiando poco a poco pareció vencer al dolor, puesto que el canadiense musitó tembloso:
—No te atreverías… Alá te enviaría directamente al infierno.
—Alá tiene ya sobrados motivos para hacerlo, o sea, que uno más no importa —le respondió su verdugo con evidente indiferencia—. Es gente como tú la que me ha empujado a estos extremos, por lo que si me das un nombre te inyectaré una dosis de morfina; otro nombre y un poco más, y con el tercero supongo que se te calmará por completo el dolor… —hizo una pausa para concluir con una firmeza que no dejaba dudas sobre su sinceridad—: Te prometo que tras el cuarto nombre todo habrá acabado.
El terrorista tardó en responder, apretó los puños intentado vencer un nuevo latigazo que llegaba directamente de su destrozada dentadura, se volvió a observar la altura de la duna y, por último, musitó:
—El zapatero Shalim.
Gacel Mugtar cumplió su promesa, le inyectó una pequeña parte de la cápsula y Sad al Mani aguardó con los ojos cerrados a que comenzara a hacer su efecto dejando escapar un hondo suspiro.
Al poco añadió:
—Un tal Bachar, del que solo sé que es barbero.
La nueva dosis pareció tener la virtud de aliviarle casi por completo.
—Ibrahím Musa, que trabaja en el aeropuerto —dijo evidentemente relajado.
—Ese no me vale… —fue la rápida respuesta—. Solo era un chivato y ya está muerto.
—¿Lo mataste tú?
—Modestamente… ¿Quién más? Y dame nombres importantes o rompo el trato.
—Songó Babangasi.
Ahora fue el tuareg el que pareció quedarse en blanco e incluso necesitar morfina para soportar el inesperado golpe.
—¡No es posible! —exclamó incrédulo.
—Lo es…
—¿Songó Babangasi…? ¿El imán?
—Ese es el peor, una rastrera sabandija que está deseando sucederme en el mando.
—¡Eso si que no me lo esperaba! —masculló Gacel mientras terminada de introducir lo poco que aún quedaba en la jeringuilla—. ¡Vaya con el bueno de Babá! ¿Quién lo diría?
—Te agradecería que acabaras con él por hipócrita y servil.
—Se hará lo que se pueda… Falta uno y, si es el que imagino, lo cual demostrará que no mientes, todo habrá acabado.
El hombre que se sabía al borde de la muerte, y que al parecer lo único que deseaba era que llegara antes de que regresara el insufrible dolor, resopló de nuevo, se encogió de hombros como queriendo indicar que ya todo le daba igual y acabó por señalar:
—Mulay Massuri…
Allí estaba, aparcada no lejos de dos aparatos de las fuerzas de intervención, por lo que no pudo evitar que se le escapara un reniego.
—¡Hija de la gran puta!
Hizo ademán de aproximarse, pero Yusuf le retuvo señalando al grupo de paracaidistas que montaban guardia en la pista.
—¡Ni se te ocurra…! —le aconsejó—. Disparan contra todo el que se acerca y ni siquiera dan el alto, porque saben que en la ciudad abundan los extremistas que estarían dispuestos a inmolarse si con ello consiguieran destrozarles los aviones.
—¡Pero algo tenemos que hacer…! —se lamentó.
—No es más que una avioneta.
—En eso tienes razón —admitió Omar el Khebir, al que la visión del aborrecido Cessna había sacado de sus casillas—. No es más que una avioneta, pero su piloto no debe andar lejos y daría dos años de vida por matar a ese cerdo.
—Lo dices porque sabes que no te quedan dos años de vida… —fue la irónica respuesta—. Pero te prometo que lo mataremos, aunque sea lo último que hagamos.
Recordaban que quien les tendiera la sucia trampa del falso accidente era muy negro, muy alto y muy flaco, pero no habían logrado acercarse a él lo suficiente como para poder distinguir sus facciones, y en Kidal, al igual que en el resto de Malí, el número de negros superaba en mucho al de los blancos.
Y también les constaba que Kidal era en aquellos momentos una de las ciudades más peligrosas del mundo, no solo para los ciudadanos honrados, sino sobre todo para los delincuentes. Las patrullas de las fuerzas de ocupación francesa exigían identificarse a todo aquel que se les antojara sospechoso de colaborar con los yihadistas y, pese a que tanto Omar el Khebir como su exlugarteniente nunca hubieran colaborado con ellos, tenían sobrado aspecto de sospechosos.
Por si ello no bastara, habían sido condenados a muerte por los tuaregs y aquella era una de las pocas condenas que no respetaban fronteras, e incluso entraba dentro de lo posible que el escurridizo verdugo encargado de ejecutarlas tampoco anduviera lejos.
Perseguidos, indocumentados y desarmados en una bochornosa ciudad desconocida y controlada por elementos hostiles, la situación no resultaba en absoluto idónea a la hora de intentar asesinar a un desconocido, por lo que decidieron alejarse de los paracaidistas con el fin de acuclillarse a la sombra de una tapia a meditar sobre sus escasas opciones de conseguir vengarse, mientras el asno, que ya había devorado todo cuanto mínimamente comestible había encontrado a su paso, tomó asiento a su lado de la peculiar forma que tenía por costumbre.
—¿Pero qué coño pretendes…? —le reprendió su amo al tiempo que le propinaba un coscorrón del que los peor parados fueron sus nudillos—. ¿Llamar aún más la atención? ¡Acuéstate como un burro normal!
Siguiendo la ancestral costumbre de los de su especie el animal no le hizo el menor caso, a la vista de lo cual Yusuf no pudo por menos que sonreír mientras agitaba negativamente la cabeza.
—Quién te ha visto y quién te ve… —comentó—. Hasta los borricos te han perdido el respeto.
—Prefiero que me lo pierda un borrico a que me lo pierda una persona —fue la áspera respuesta—. Al fin y al cabo, que yo recuerde, nunca he matado a ninguno de los suyos y supongo que él lo sabe.
—¿Acaso imaginas que los animales piensan?
—Este sí, de eso no me cabe la menor duda, aunque creo que más que pensar lo que hace es sentir. Si se crio en una familia en la que nadie le hacía daño, no existe razón para que tenga miedo.
—¡Bien…! —admitió su exlugarteniente fingiendo aceptar la explicación—. Aquí estamos, asumiendo que nos pueden ejecutar sin juicio previo en cualquier momento pero manteniendo una interesante e ilustrativa charla acerca de los sentimientos de un animal supuestamente irracional. Imagino que existirá una palabra que exprese el significado de esta situación, pero por desgracia la desconozco.
—¿Absurda…? —apuntó Omar el Khebir no muy seguro de lo que decía.
—Es más que eso, pero no viene al caso, porque tenemos que decidir si continuamos siendo el hazmerreír de los transeúntes, porque la picha de ese bicho atrae todas las miradas, o nos vamos a matar a quien se cargó a nuestros compañeros.
—Como este no lo mate a coces, no tenemos con qué… —le recordó Omar el Khebir, que al poco añadió, convencido de lo que decía—: Y, bien mirado, el hecho de que llame tanto la atención es la mejor forma de pasar desapercibidos.
—Eso es muy cierto… —admitió el otro sin el menor empacho—. A nadie se le ocurriría que semejante par de imbéciles pueden ser peligrosos, y si algo he aprendido de esta profesión es que más vale parecer imbécil siendo peligroso que parecer peligroso siendo imbécil, o sea, que…
Se interrumpió porque un muchacho se había acuclillado en la esquina, cubriéndose las piernas con el jaique en un vano intento por disimular que estaba orinando en plena calle y que, mientras lo hacía, había depositado en el suelo una pequeña radio de la que surgían gritos y disparos mientras un nervioso y casi afónico locutor intentaba hacerse oír sobre tanto estruendo.
—¿Qué ocurre…? —quiso saber indicando el aparato.
—Ha habido un golpe de Estado y han derrocado al presidente Mursi —respondió el chicuelo.
—¿Mursi…? ¿El de Egipto? —intervino sorprendido Omar el Khebir—. ¿Cómo es posible? Lleva menos de un año en el poder y le eligieron democráticamente. ¿Quién lo ha derrocado?
—¿Y yo qué sé…? —respondió con brusquedad quien había terminado de hacer sus necesidades, echaba un poco de arena sobre el charco de orines y recogía la radio—. Por lo visto, metió en el Gobierno a demasiados Hermanos Musulmanes y ya se sabe que esos putos extremistas la joden dondequiera que vayan. Matan para conseguir el poder y cuando lo han conseguido la cagan.
Se alejó dándole patadas a una lata; en cuanto hubo desaparecido tras la siguiente esquina, Yusuf inquirió:
—¿Recuerdas cuando Gadafi nos entrenaba como las fuerzas de élite que algún día ayudarían a los Hermanos Musulmanes a derrocar al presidente Mubarak con el fin de instaurar una «democracia islamista» en Egipto…? —como su interlocutor asintiera sin la menor vacilación, añadió en un tono entre incrédulo e irónico—: De eso hace tres años y ahora Gadafi está muerto, Mubarak en la cárcel, la democracia islamista de los Hermanos Musulmanes se derrumba y las supuestas fuerzas de élite se enteran de lo que ocurre gracias a que un guarro se mea en la calle. ¡Las vueltas que da la vida…!
—Cuando algo da vueltas puede suceder que vuelve al punto de partida, cosa que nunca ocurre si marcha siempre en línea recta —sentenció Omar el Khebir como si aquella fuera una verdad incuestionable—. Cierto que nos encontramos en el peor lugar y en el peor momento, pero cierto es también que cuanto nos rodea es caos, y se supone que somos profesionales habituados a las situaciones caóticas.