Hacía mucho tiempo que no se celebraba una boda con tanto lujo y tan importantes invitados, debido a que el novio era hijo del dueño de los mayores yacimientos de natrón del país y, si los camellos del padre de la novia se colocaran uno tras otro, desaparecerían en el horizonte.
El natrón se extraía en grandes losas que esos mismos camellos transportaban a cientos de kilómetros de distancia, lo cual venía a significar que el éxito en los negocios del padre de la novia dependía del éxito en los negocios del padre del novio.
Y viceversa.
Los antiguos egipcios denominaban al natrón «la sal de los dioses», porque les resultaba imprescindible para momificar a sus muertos; y las viejas leyendas contaban que un faraón ordenó que partieran desde los yacimientos de Malí seiscientos camellos cargados con grandes placas y que tras casi cinco meses de viaje las embarcaran en Sudán para que el padre Nilo las condujera hasta el valle de los Reyes.
Ahora, miles de años después y con la unión de las dos familias, la totalidad del negocio quedaría en casa y el primer hijo varón se convertiría en uno de los hombres más ricos del país.
El lugar elegido para la multitudinaria fiesta había sido un pequeño oasis en el que se levantaron casi un centenar de hermosas jaimas de colores o dibujos diferentes según las tribus a la que pertenecían los invitados, y a orillas de la laguna se instaló un gran escenario en el que músicos, danzarines, ilusionistas, contadores de historias y poetas actuarían a todas hora del día y parte de la noche.
Como los novios deseaban que la ceremonia se celebrara según los ritos más ancestrales, se había prohibido la presencia de vehículos a motor, que debían aparcarse a unos dos kilómetros de distancia y bajo grandes toldos tan hábilmente inclinados que les protegían no solo del sol, sino especialmente de un viento que en aquel lugar soplaba del noreste arrastrando finos granos de arena que de otro modo hubieran acabado introduciéndose en los motores y engranajes.
Tampoco estaban permitidos los transistores, ordenadores o teléfonos móviles, y la iluminación nocturna se basaba en antorchas, hogueras de maderas aromáticas y lámparas de aceites perfumados.
Quien decidiera aceptar una invitación, cuya redacción había sido encargada a Suilem Baladé, que se las vio y deseó a la hora de no herir sentimientos o provocar susceptibilidades, sabía de antemano que debía acudir a lomos de los enjaezados dromedarios que les aguardarían en el punto en que dejaran sus vehículos, vestir las ropas ceremoniales propias de su rango, no portar armas, no consumir drogas y no discutir de política o religión durante los días que durara la fastuosa celebración.
Gracias a sus influencias y a un dinero generosamente depositado en las manos apropiadas, las dos poderosas familias habían conseguido que tanto los activistas del Azawar como el Gobierno central, las tropas de intervención y los fundamentalistas islámicos aceptaran un momentáneo alto el fuego alegando que existían circunstancias en las que la concordia, la paz y el amor debían prevalecer sobre la política, el odio y la violencia.
Tal como ordenaba la tradición, la ceremonia había sido oficiada en una mezquita de Kidal por un imán amigo de las dos familias, el respetado y bondadoso morabito Songó Babangasi, pero sin que estuvieran presentes los novios, puesto que, aunque los tiempos habían cambiado y fueran estos últimos los que hubieran elegido con quién querían casarse, a los beduinos les encantaba mantener las apariencias, aunque solo fuera como muestra de respeto hacia sus mayores.
Si sus padres les habían enseñado a sobrevivir en un entorno tan hostil como el desierto, su primera obligación era demostrar su agradecimiento, y la mejor demostración era reconocer que mientras ese desierto no cambiara, y llevaba más trazas de expandirse que de mejorar, la única herencia a tener en cuenta era la valiosísima experiencia que sus progenitores les habían transmitido.
El ritual dictaminaba que la novia y su amiga más querida ocuparán una pequeña jaima que cada mañana desmontaban para volver a levantar de inmediato aumentando su tamaño y comodidades, lo cual era una forma de demostrar que sabían hacer su trabajo de mujeres nómadas y que confiaban en que el matrimonio sería tan próspero y dichoso que cada vez necesitarían más espacio para sus muchos hijos.
Por su parte, las abuelas de los novios se ocupaban de la difícil tarea de espantar a los temibles gri-gri, los malos espíritus que vivían eternamente envidiosos de la felicidad de los seres humanos y para los que una boda constituía el lugar más apropiado para llevar a cabo sus pérfidos designios.
Hábiles majarreros habían labrado en plata infinidad de amuletos destinados a mantener lejos del oasis a tan indeseables criaturas del inframundo, de las que se aseguraba que en semejantes fechas eran capaces de volver impotentes a los hombres y frígidas a las mujeres.
Y una noche de bodas en la que una pareja no disfrutara plenamente el uno del otro auguraba un negro futuro, no solo para ellos, sino también para su descendencia.
Al fin y al cabo, los gri-gri tan solo eran fruto de la imaginación, y las ancianas sabían que la imaginación solía jugar malas pasadas en los momentos más inoportunos.
Los costosos amuletos y el trabajo de las ancianas habían surtido sin duda un extraordinario efecto beneficioso, puesto que al tercer día en el oasis todo seguían siendo risas y alegría, por lo que mientras hubo luz los invitados se divirtieron con carreras de camellos, algaradas en las que corría la pólvora y partidos de fútbol en los que los jóvenes jugadores del club que patrocinaba el padre del novio demostraban su habilidad con el balón incluso sobre la arena.
Al caer la noche, y tras permitir que los invitados disfrutaran de un espectacular ocaso mientras bandadas de aves migratorias cruzaban el cielo rumbo al norte, se encendieron las hogueras y, después de una pantagruélica cena en la que los corderos, los cabritos, los conejos y los pollos se asaron a la vista, la mayor parte de los asistentes se acomodaron frente al escenario aguardando impacientes la actuación de un celebrado poeta procedente de la mismísima La Meca, cuna del Profeta.
Como prolegómeno actuaron magos, humoristas, músicos y bailarinas, a continuación se concedió un descanso durante el que se sirvieron toda clase de dulces y, por fin, el hombre que disfrutaba del inmenso honor de haber nacido a la sombra de la Kaaba en la Ciudad Santa comenzó a cantar las fabulosas hazañas del más noble y más glorioso de sus reyes:
A lomos de camellos,
a lomos de caballos,
saliendo de la nada,
con nada entre las manos,
así llegaron.
Con la fe como espada,
con la verde bandera
y la limpia mirada,
así llegaron.
¿De dónde habían salido?
Del lejano pasado,
de la triste derrota,
de la muerte y el llanto.
Y van de nuevo camino
de más muerte y más llanto,
pues apenas son treinta
y ellos son demasiados.
El oro turco
compró al traidor,
el oro turco
pagó el cañón,
pero el oro turco
no compra amor,
y Arabia ama
a su señor.
A Gacel Mugtar le encantaba aquella epopeya, pero siempre se había preguntado cómo era posible que en poco más de un siglo se hubiera perdido el espíritu del hombre que había demostrado no solo una increíble inteligencia, sino que además había hecho gala de un profundo amor a la libertad, la concordia y la justicia.
Padre de casi un centenar de hijos, estos habían engendrado a su vez una pléyade de parasitarios «príncipes» que derrochaban vanamente las ingentes riquezas que les proporcionaba el petróleo, a la par que imponían en el país de su heroico bisabuelo un feroz régimen dictatorial sin tener en cuenta el legado de un excepcional antepasado al que se lo debían todo.
Los turcos son feroces
y cruel su aliado,
pero ellos no les temen
pese a ser demasiados.
Con la verde bandera
y la fe como espada,
así marcha Saud
sobre un blanco caballo.
Viene a reconquistar
aquel reino robado,
viene a recuperar
el honor mancillado.
Por allí llega Saud
sobre un blanco caballo,
y los turcos le ignoran
porque son demasiados.
Pero Saud galopa
sobre un blanco caballo
porque sus enemigos
nunca son demasiados.
En opinión de Gacel, Saud de Arabia merecía haber sido tuareg y, aunque por sus venas nunca corrió la sangre del Pueblo del Velo, de la Lanza o de la Espada, resultaba evidente que sí corría su misma forma de ver el mundo desde el prisma de la austeridad y la fraternidad que imponían el hecho de haber nacido en ambientes extremadamente hostiles. El pueblo tuareg era el único capaz de permanecer siglo tras siglo pegado a los arenales y se comportaba como la semilla del acheb, que se negaba a crecer en campos cultivados o junto a un pozo, pero que bajo el agua de lluvia despertaba con violencia, cubría la llanura de verde y transformaba un árido paisaje en la más hermosa de las regiones, floreciendo apenas unos días para sumergirse luego en un nuevo y largo sueño hasta la llegada del próximo aguacero que tal vez tardaría quince años en descargar.
Aquel mítico guerrero de casi dos metros de altura, que siendo apenas un muchacho se empeñó en recuperar el trono que le había sido arrebatado a su padre, merecía ciertamente haber nacido tuareg, porque había sido capaz de enfrentarse al todopoderoso Imperio otomano e incluso a los religiosos que intentaban imponerle sus rígidas ideas fundamentalistas.
No obstante, su hermoso legado se había diluido en un mar de oro negro.
La historia de un personaje del que el presidente Roosevelt había asegurado que era el mandatario más inteligente que había conocido era muy larga, por lo que, sabiendo la desmesurada extensión del poema que cantaba sus hazañas, Gacel Mugtar decidió que aquel era el momento de escabullirse fingiendo que tenía que acudir a los urinarios, pero con la intención de perderse luego en un sendero entre las dunas sin que nadie se percatara de su ausencia.
El elegante, relamido y engominado egipcio que solía recorrer aquel mismo camino dos veces diarias alegando que debía poner en marcha su automóvil o de lo contrario se le descargaba la batería se encontraba en aquellos momentos disfrutando de la fiesta y confiaba en que tuviera la sana intención de disfrutarla durante toda la noche en compañía de la exuberante matrona senegalesa que se sentaba a su lado.
Lo único que el tuareg llevaba consigo era el visor nocturno que solía acoplar a la mira telescópica de su fusil y, en cuanto consideró que se encontraba a la distancia adecuada, se tendió cual largo era en la cima de un montículo con el fin de enfocarlo hacia el punto en que los vehículos permanecían estacionados. Una vez más tuvo que echar mano de su infinita paciencia, puesto que no resultaba fácil localizar el vehículo que le interesaba, y mucho menos los puntos en que se apostaban los centinelas que vigilaban el aparcamiento.
Se grabó en la mente cada de detalle del lugar, calculando que disponía aún de mucho tiempo, por lo que decidió dar un gran rodeo aproximándose por la parte trasera, aunque tomando la precaución de detenerse de tanto en tanto a comprobar que nada cambiaba.
Cuando se encontró tras la lona que protegía del viento, apartó con cuidado las piedras que impedían que este la levantara, se deslizó al otro lado y se felicitó a sí mismo al comprobar que había calculado bien, puesto que a unos diez metros a su izquierda se encontraba aparcada la furgoneta que venía buscando.
Estaba cerrada, aunque los cristales de las enrejadas ventanillas de la parte trasera permanecían abiertos permitiendo que circulara el aire, por lo que atisbó sigilosamente hasta comprobar que un hombre descansaba sobre una alta camilla.
Se sentó a esperar.
Tal como había sucedido las dos noches precedentes, a las doce en punto comenzaron los fuegos artificiales, que constituían el colofón de las actividades de la jornada, y, tal como imaginaba, los centinelas se volvieron a admirarlos.
Envolvió con el turbante una piedra, rompió con ella una ventanilla de la parte delantera, introdujo la mano, abrió la puerta y, pese a que el hombre de la camilla continuaba durmiendo, le golpeó en la cabeza con la misma piedra.
Durante años se había ganado la vida como camionero acumulando experiencia en cuanto se refería a mecánica y, sabiendo que el espectáculo se prolongaría durante casi diez minutos, no se apresuró a la hora de elegir los cables que le permitieran poner en marcha un motor que apenas dejó escapar un suave runruneo.
Cascadas de lejanas luces de colores adornaban el cielo, el estallido de los cohetes llegaba con nitidez y los centinelas continuaban contemplando fascinados un espectáculo tan inusual en aquellos remotos lugares, debido a lo cual ninguno de ellos advirtió que a sus espaldas una furgoneta con las luces apagadas se ponía en marcha, giraba en redondo y se perdía de vista en la distancia.
Llegaron a Kidal al anochecer y Omar el Khebir se disponía a alejarse por una de sus callejuelas en el momento en que le gritaron:
—¡Eh, amigo…! ¡Te olvidas del burro!
—Te lo regalo…
—¿Y para qué quiero yo un burro…?
—Para lo mismo que yo.
Un sonriente Yusuf se aproximó conduciendo a la bestia por una oreja y se la entregó al tiempo que comentaba con manifiesta malicia:
—Deberías tener más cuidado, porque, si te has hecho pasar por un mísero pastor que entrega «hasta su última moneda que le queda» por salvar al único animal que le queda, no puedes abandonarlo a las primeras de cambio sin levantar sospechas. Recuerda que nos andan buscando.
Su antiguo jefe comprendió que tenía razón, pero aun así intentó disculparse:
—De quien quería alejarme no era de él, sino de ti, aunque al fin y al cabo viene a ser lo mismo. Sabes que llevo mucho dinero encima.
—También tú sabes lo que llevo yo… —le hizo notar su exlugarteniente mientras acariciaba una y otra vez el lomo del borrico como si con ello pretendiera transmitir confianza—. Por eso mismo creo que convendría que nos cuidáramos mutuamente en un asqueroso lugar en el que no conocemos a nadie.
—En eso puede que tengas razón —admitió quien le había dado órdenes durante años—. Y para que no tengamos que recelar el uno del otro, porque es cosa sabida que tanto más amigos son los amigos cuantos menos intereses se interponen entre ellos, creo que lo mejor sería que esta noche cada cual escondiera lo que carga donde mejor le plazca y volviéramos a encontrarnos aquí mañana.
—Cuanto menor sea la tentación, menor será el peligro —admitió su interlocutor mientras se alejaba, aunque antes de perderse de vista alzó el brazo para advertirle—: ¡Y cuida del burro, que esta noche es el único que cuidará de ti!
Omar el Khebir se quedó por tanto a solas preguntándose qué cuernos hacía en una plazoleta que ya los últimos pasajeros del camión habían abandonado, y no tardó en comprender que muy pronto cuanto le rodeaba serían tinieblas en una laberíntica ciudad en la que se había decretado el toque de queda. En cualquier momento una patrulla podía detenerle, interrogarle, registrarle con el fin de comprobar que no portaba armas y encontrarse con la difícilmente justificable sorpresa de un ancho cinturón de lona con casi doscientos mil dólares.
Lo primero que tenía que hacer era ocultar su «bien ganada fortuna», no ya por miedo a que se la robaran, sino sobre todo por miedo a que le preguntaran de dónde provenía. Si le acusaban de saqueo y pillaje, malo; y, si alegaba que la había obtenido trabajando a las órdenes del tirano Gadafi, peor.
Dijera lo que dijese no tardaría en enfrentarse a la horca, por lo que aquella noche su peor enemigo era el dinero y su único aliado un borrico que le permitía hacerse pasar por pordiosero y que parecía estar dándose un festín con las hojas de un árbol cuyas ramas caían desde un patio vecino.
Le llegó, muy tenue, el sonido de una vieja canción romántica, lo que le hizo caer en la cuenta de que hacía meses que no escuchaba música, de la misma forma que hacía meses que no dormía en una buena cama o disfrutaba de un almuerzo decente.
Las luces de unos faros iluminaron una fachada cercana y, cuando advirtió que se trataba de un vehículo militar, comprendió que no podía continuar allí por poco que le apeteciera internarse en un intrincado dédalo de silenciosas callejuelas en las que cualquier ladrón, incluido Yusuf, podía estar acechándole.
Empuñó su revólver dispuesto a disparar sobre lo primero que se moviese, y tras emitir un profundo suspiro se internó por un callejón encajonado entre altos muros de adobe, ni tan siquiera blanqueados, aunque de tanto en tanto se distinguían gruesas puertas cerradas a cal y canto. Resultaba evidente que a partir de una cierta hora en la revuelta Kidal nadie osaba asomar la nariz a no ser que le resultara absolutamente imprescindible.
No tardó en advertir que otro vehículo con hombres armados avanzaba muy despacio por una callejuela lateral, por lo que sus dólares comenzaron a convertirse en una pesada carga de la que le urgía desprenderse cuanto antes.
Se detuvo intentando orientarse o distinguir en la oscuridad algún lugar que le ofreciera cualquier tipo de protección y, al escuchar a su espalda unos sigilosos pasos amortiguados por la arena, se aplastó contra el muro dejándose deslizar hasta quedar agazapado.
Permaneció así unos instantes, presintió que el peligro estaba próximo, amartilló el arma y se volvió lentamente para enfrentarse a unos enormes ojos marrones y unos amarillos dientes sobradamente conocidos.
—¡Maldito bicho…! —susurró indignado—. ¡Menudo susto me has dado! ¿Qué coño haces aquí?
No obtuvo respuesta, como si el animal comprendiera que no era momento de hacer ruido, aunque continuó siguiéndole mansamente hasta que a los pocos minutos desembocaron frente a lo que tiempo atrás debió de ser un almacén de chatarra cuyo techo se había hundido por completo.
Era un buen lugar para pasar la noche, y sobre todo un excelente lugar para enterrar en un apartado rincón todo aquello que podía costarle la vida, incluido el revólver.
Se despertó con hambre, recuperó de «sus ahorros» unos cuantos dólares que le permitieran sobrevivir por un tiempo sin excesivos agobios, abandonó el lugar procurando no ser visto y regresó a la plazuela seguido por el asno, que de inmediato se concentró de nuevo en la tarea de mordisquear las hojas del árbol.
En un puesto ambulante que no estaba allí la noche antes adquirió unos grasientos pinchitos, un pedazo de pan y un refresco y, aunque el pan estaba duro, el refresco caliente y la carne podía ser de cualquier animal menos cordero, le supo a gloria, por lo que se acomodó sobre un muro que aún se mantenía a la sombra mientras observaba cómo cargaban de nuevo el camión en que había llegado, y que al parecer reemprendería la marcha rumbo al desierto en cuanto los legionarios franceses registraran a los pasajeros comprobando una y otra vez su identidad.
Mientras aguardaba a que concluyeran su minuciosa labor, el conductor acudió a acomodarse junto a él, le ofreció un cigarrillo y como lo rechazara lo encendió para sí al tiempo que inquiría, señalando al asno:
—¿Qué piensas hacer con él?
—Supongo que acabaré comiéndomelo.
—Si se lo vendes al viejo de los pinchitos, te ahorrará el trabajo… —fue la malintencionada respuesta—. Lo que te acabas de comer debe ser gato, y tengo entendido que la carne de burro es más sabrosa —dejó escapar un chorro de humo y a continuación lanzó un resoplido al mascullar—: Y te aconsejo que te largues de Kidal cuanto antes, porque este maldito lugar no es que sea el culo del mundo, es la última boñiga que se ha caído del culo del mundo y muy pronto Sad al Mani lo hará saltar en pedazos.
—¿Quién es Sad al Mani?
—Uno que cree que Dios hizo las cosas mal y se considera capaz de mejorarlas. ¿Nunca habías oído hablar de él? —ante la silenciosa negativa añadió—: Mejor para ti.
—¿Por qué?
—Si continúas aquí algún tiempo, lo sabrás —se puso en pie y le hizo un leve gesto de despedida con la mano al añadir—: Y ahora tengo que irme; suerte, y cuida del burro.
Al poco puso en marcha el rugiente vehículo atestado de infelices deseosos de abandonar una ciudad sobre la que parecía sobrevolar la muerte tal como giraban los buitres en torno a un animal herido y, en cuanto se disipó la nube de polvo que dejaba a su paso, hizo su aparición al otro extremo de la plaza un agitado Yusuf, que parecía muy satisfecho de sí mismo.
—¡Ven…! —pidió tirándole de la manga—. Quiero enseñarte algo.
—¿Qué…?
—Prefiero que lo veas.
—Sabes que nunca me han gustado las sorpresas.
—Esta te va a gustar.
—Lo dudo; durante el último año cada vez que me han dado una sorpresa me ha costado un disgusto o la vida de uno de mis hombres…
Anduvieron a buen paso, siempre seguidos por el asno, que marchaba ahora casi al trote, y, cuando a los pocos minutos alcanzaron una ancha explanada, su exlugarteniente extendió la mano con gesto de triunfo al tiempo que inquiría con una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja:
—¿La reconoces…?