Níger ha padecido incontables ataques terroristas, pero nunca atentados como los que han costado la vida a veintidós militares de un cuartel de Agadez, así como a un empleado de la multinacional francesa que explota la mina de uranio de Arlit. Se contabilizaron también más de sesenta heridos.
La doble explosión de coches bomba en Agadez y Arlit, que fue seguida con un tiroteo en el que murieron tres asaltantes, ha sido reivindicada por el grupo extremista que secuestró en el suroeste de Argelia a dos cooperantes españoles y a una italiana. Horas después, los yihadistas aseguraron haber supervisado los ataques dirigidos contra los enemigos del islam en Níger, a lo que el presidente francés respondió prometiendo proteger los intereses de su país y cooperar con Níger en su lucha contra el terrorismo.
París apenas tiene intereses en Malí, donde ha intervenido militarmente, pero sí los posee en Níger, donde explota las principales minas de uranio. De las minas nigerinas se extrae hoy día el ocho por ciento de la producción mundial, pero, cuando la de Imuraren funcione a pleno rendimiento, Níger se colocará en el segundo puesto entre los productores de ese mineral.
Francia es el país más nuclearizado del mundo y todo el uranio que consume proviene de Níger, por lo que reforzó su dispositivo de seguridad tras el secuestro de siete empleados; pero cuatro meses más tarde otros dos franceses apresados por los terroristas fueron asesinados cuando las fuerzas de élite galas intentaron rescatarles.
París desarrolla la Operación Serval, destinada a expulsar a los yihadistas del norte de Malí, y también ha envido soldados de sus fuerzas especiales para proteger el uranio de Níger. Pese a estas precauciones, los terroristas han sido capaces de asestar un golpe en el casi todos los muertos son nigerinos. Las primeras indicaciones apuntan a que los yihadistas entraron en Níger desde Malí.
Gacel Mugtar dejó una vez más el periódico sobre la mesa y una vez más alzó la mirada hacia Suilem Baladé, que aguardaba sus comentarios con su taza de café-achicoria en la mano.
—¿Y qué quieres que te diga…? —señaló—. Va a resultar que les estamos haciendo el trabajo sucio a los franceses.
—Como de costumbre… —admitió el Escritor—. Los franceses han sabido convencer a los países de su entorno para que no empleen energía nuclear alegando que resulta demasiado peligrosa, al tiempo que no paran de abrir una central tras otra, y cada vez más cerca de las fronteras. Hacen un magnífico negocio vendiendo energía y resulta evidente que, si una de esas centrales revienta sus radiaciones, afectarán también a sus vecinos.
—¿Acaso los Gobiernos de los países vecinos son estúpidos?
—En unos casos lo son y en otros se han dejado sobornar, eso ya no lo sé… —fue la áspera respuesta—. Nos encontramos inmersos en una endemoniada guerra en la que se enfrentan intereses económicos, políticos y religiosos, y está claro que los palos nos llueven de todas partes.
La revelación sobre la realidad de los intereses de Francia en la región obligaba a Gacel a reflexionar una vez más sobre lo irracional de cuanto estaba sucediendo y la aparente inutilidad de los crímenes que se veía obligado a cometer.
A su modo ver, aquellos a quienes había ejecutado merecían la muerte, pero no podía dejar de preguntarse por qué razón tenía que ser un pobre camionero el encargado de impartir justicia. El simple hecho de haber nacido tuareg empezaba a no parecerle razón suficiente, y así se lo hizo notar a la paciente y comprensiva Ghalia Mendala en cuanto se encontraron de nuevo a solas.
—Pertenecemos a razas diferentes, y los tuaregs y los songhais no siempre hemos estado en buena sintonía, o sea, que tal vez sea la última persona de este mundo que pueda aconsejarte —dijo ella—. Pero, si, por lo que me has contado, solo podías elegir entre tu vida y la de unos sucios mercenarios, supongo que estás libre de culpa. Es más… —añadió con una leve sonrisa—. Los inocentes a quienes habrían matado esos canallas siempre estarán en deuda contigo.
—¿Y quién puede saber algo así?
—Alá.
Gacel Mugtar reflexionó sobre lo que la excepcional mujer acababa de decir, se maravilló una vez más por su belleza e inteligencia y acabó señalando:
—Tal vez te parezca cruel lo que voy a decir, pero en ocasiones creo que la enfermedad ha creado entre Suilem y tú unos vínculos tan fuertes como no hubieran podido crear media docena de hijos.
—Es posible… —aceptó ella—. Son unos vínculos maravillosos…, pero ¿qué ocurrirá el día que Suilem ya no tenga a quien leerle Las mil y una noches?
—Supongo que continuará leyéndolo en voz alta sabiendo que dondequiera que estés le escuchas.
Abandonó la habitación incapaz de soportar las lágrimas que amenazaban con brotar de aquellos fascinantes ojos negros y eso le alivió, pero sobre todo le alivió tropezarse en el pasillo con el inefable Ameney, que le saludó con sincero afecto tirándole de la barba con ambas manos.
—¿Cómo se encuentra mi tuareg favorito? —exclamó alborozado.
—Mejor ahora que veo a mi piloto favorito.
—¿A cuántos hijos de puta te has cargado en mi ausencia?
—Solo a uno.
—Pocos son, visto los que abundan… —fue el descarado comentario—. A ese paso no llegaremos a ninguna parte.
Se le advertía feliz y exuberante, porque una larga y muy activa estancia en el Tombuc-Fútbol Club parecía haber tenido la virtud de liberarle de algunos de sus muchos fantasmas, aunque cuando esa noche se reunieron con el Escritor su actitud cambió casi de inmediato.
—He traído aceite, azúcar, arroz, té y café, aunque no he conseguido demasiados medicamentos —se disculpó—. Pero son auténticos, ya que me los han proporcionado los propios «honorables contrabandistas» con los que mantengo excelentes relaciones.
—¿A cuenta de qué…?
—En alguna ocasión he volado para ellos.
—Eso no me lo habías contado… —le echó en cara Gacel Mugtar.
—Para contarte toda mi vida necesitaría meses… —fue la burlona respuesta—. Lo que importa es que me consideran uno de los suyos y, como son muy estrictos con respecto a quién venden sus productos, me comentaron algo que me ha obligado a reflexionar.
—¿Acaso obran milagros…? —se sorprendió el tuareg.
—Déjate de bromas, que esto es muy serio —masculló el otro—. La semana pasada les extrañó recibir un gran pedido por parte de una organización humanitaria.
—Han llegado varias —puntualizó el escribiente—. Y, por lo que se comenta están haciendo una magnífica labor en los campos de refugiados…
—Lo sé… —admitió el piloto—. Pero lo lógico es que una organización humanitaria disponga de sus propias medicinas sin tener que recurrir al contrabando, por lo que temiendo que pudiera tratarse de una trampa mis amigos se pusieron en contacto con sus proveedores habituales… —hizo una larga pausa destinada a avivar el interés de quienes le escuchaban hasta que al fin uno de ellos le urgió a continuar:
—¿Y…?
—Les aseguraron que esa organización humanitaria en concreto está dirigida por egipcios simpatizantes de los Hermanos Musulmanes, y es cosa sabida que a estos los financian emires fundamentalistas del golfo pérsico.
—No me sorprende… —se vio obligado a reconocer Suilem Baladé—. El dinero del petróleo sirve tanto para comprar yates, putas y equipos de fútbol como para financiar a la yihad islámica. En ocasiones reclutan cooperantes que ni siquiera saben para quién trabajan, por lo que algunos acaban pagando con la vida sus buenas intenciones. ¡Jodidos fanáticos…!
—Todo lo jodidos y todo lo fanáticos que quieras, pero de nada sirve perder el tiempo insultándolos… —pareció impacientarse Ameney—. Lo que importa es que un convoy saldrá de Tombuctú con destino a los campamentos de refugiados del norte y, o mucho me equivoco, o parte de su cargamento acabará en manos de Sad al Mani.
—¿Con medicamentos o sin medicamentos…? —quiso saber Suilem Baladé.
—Con medicamentos, porque mis amigos se los vendieron suponiendo que si los compran para uso propio no serán tan estúpidos como para adulterarlos. Por eso no pudieron proporcionarme más.
—¿Has visto esos camiones? —quiso saber Gacel, y ante el mudo gesto de asentimiento añadió—: ¿Cuántos son?
—Cinco enormes Mercedes-Benz cargados de harina, mijo, aceite y arroz, y dos furgonetas tipo ambulancia muy bien equipadas.
—¿Ese equipamiento incluye instrumental odontológico? —se apresuró a inquirir Suilem Baladé.
El piloto somalí le observó un tanto perplejo para acabar por responder, encogiéndose de hombros:
—¡Y yo qué sé…!
—Pues sería importante saberlo.
—¿Y eso…?
El Escritor le explicó cuanto sabían acerca de los problemas dentales de Sad al Mani, y la reacción del somalí no se diferenció mucho de la que había tenido días atrás el tuareg.
—Suena ridículo.
—Totalmente de acuerdo, pero una infección de la boca puede acabar por volverte loco y, si Sad al Mani no se atreve a salir de su escondite, lo lógico es que envíen a alguien capaz de arreglarle el problema de las muelas.
—Supongo que es lo que yo haría… —admitió Ameney sin el menor reparo—. Cuando existe alguna razón por la que no puedes acudir al médico, debe ser el médico el que acuda a tu casa.
—Y que te atrapen y te ahorquen son razones de mucho peso —reconoció a su vez Suilem Baladé—. ¿Tus amigos de Tombuctú podrían averiguar si alguna de esas furgonetas transporta material odontológico?
—Supongo que sí.
—¿Y si figura algún dentista entre su personal?
—Supongo que también.
No obstante, no fueron los prudentes amigos contrabandistas de Ameney en Tombuctú, sino las desinhibidas amigas de Ameney del Tombuc-Fútbol Club, las que le confirmaron que en los últimos días habían recibido numerosas visitas de generosos clientes «no habituales», entre los que abundaban militares de las fuerzas de intervención, funcionarios de las diversas delegaciones que habían acudido a intentar que se cerraran acuerdos de paz entre las facciones en conflicto e incluso miembros de organizaciones humanitarias que sabían que tendrían que soportar un largo período de abstinencia a partir del momento en que se internaran en el desierto.
Una de las chicas aseguraba haber pasado dos noches con un egipcio muy redicho y relamido que le había aconsejado cómo cuidar su dentadura y protegerse de las infecciones tras haber practicado el sexo oral, aunque le resultaba imposible determinar si se trataba de un militar o de un civil, puesto que solo le recordaba desnudo.
La idea de viajar sobre un burro y acompañado por diez cabras con la astuta intención de pasar por un humilde pastor, procurando de ese modo que nadie le relacionara con el grupo de mercenarios que habían masacrado a los senaudi, surtió efecto hasta el momento en que las cabras comenzaron a mostrarse en desacuerdo.
Omar el Khebir estaba acostumbrado a que sus órdenes se obedecieran en el acto, pero quienes ahora le seguían ya no eran el fiel Yusuf o los difuntos Tufeili o Almalarik, sino unas rebeldes bestias que en cuanto avistaban un arbusto corrían en su busca, y resultaban inútiles los gritos o amenazas teniendo en cuenta que la mayor parte del tiempo atravesaban zonas en las que no se encontraba ni un mal pedrusco que arrojarles.
La bucólica estampa de un paciente y curtido hombretón que sin más ayuda que su cayado, sus silbidos o sus bien adiestrados perros cuidaba rebaños que pastaban en las verdes praderas de una brumosa montaña en nada se parecía a la del sudoroso y afanado beduino cuyos animales se dispersaban en procura de un triste matojo que llevarse a la boca.
En aquella perdida llanura del noreste de Malí una cabra necesitaba mil veces más terreno para conseguir alimento que en cualquier región de Europa y, si se adentraban en los cercanos mares de dunas, diez mil veces más.
Y, por si ello no bastara, no existía ni un triste arroyuelo, pozo, charco o manantial en kilómetros a la redonda.
Los primeros días, tanto Omar el Khebir como los animales calmaban la sed con la leche de las cabras mezclada con puñados de mijo, pero pronto resultó evidente que dondequiera que se encontrase Kidal cada vez parecía estar más lejos, ya que lo que estaban haciendo no era avanzar en una dirección concreta, sino vagar sin rumbo en pos de unas briznas de hierba.
Cabría afirmar que un inteligente plan de batalla diseñado por un competente general había concluido en un rotundo fracaso debido a la total indisciplina de la tropa a su mando. Balidos y rebuznos eran las respuestas que Omar el Khebir recibía a cambio de sus imprecaciones, por lo que llegó un momento en que comprendió que con el agua y las energías que estaba consumiendo en perseguir a las hediondas bestias podría llegar solo hasta la mismísima Roma.
Al cuarto día, y aceptado su total fracaso como improvisado pastor, abandonó a su suerte a un díscolo rebaño al que no pareció preocuparle lo más mínimo su deserción, por lo que continuó subido en el borrico hasta que este también comenzó a dar muestras de agotamiento. Estaba a punto de abandonarle de igual modo cuando al coronar un altozano advirtió que a lo lejos se distinguía lo que parecía ser una pista de tierra que se perdía de vista en la distancia.
En efecto lo era y, al aproximarse y observar de cerca la cantidad de arena que se había depositado sobre las diferentes marcas de neumáticos, dedujo que algún tipo de vehículo pesado había pasado por allí hacía menos de una semana.
Se sentó a meditar sobre qué dirección tomar y le sorprendió descubrir que el burro se sentaba a su lado.
Lo lógico hubiera sido que se alejara a buscar alimentos, se quedara quieto o incluso se tumbara a descansar, pero en lugar de eso se había acomodado sobre sus cuartos traseros apoyándose en las patas delanteras y mirando al frente como si también estuviera reflexionando sobre la difícil situación en que se encontraban.
Se volvió a observarle y el animal se limitó e emitir un corto rebuzno mostrándole la reseca lengua.
—¡Pero bueno! —exclamó estupefacto—. Miles de kilómetros de desierto y tienes que venir a echarme tu repugnante aliento a la cara. ¿Qué clase de bicho eres?
Le vino entonces a la mente la escena en la que la chicuela del pozo hablaba con su muñeca mientras un burro la escuchaba sentado de igual modo, por lo que decidió que tal vez fuera él mismo o tal vez, y como aseguraba su padre, la niña tenía un extraño don a la hora de amaestrar animales.
Fuera como fuese, lo cierto es que la escena resultaba un tanto pintoresca y, al reparar en el desmesurado tamaño del pene de su acompañante, Omar el Khebir no pudo por menos que dejar escapar una corta carcajada.
—Supongo que no se te pasará por la cabeza la idea de violarme —dijo—. ¡Sería lo único que me faltaba…!
El asno se limitó a mostrarle de nuevo la rasposa lengua, por lo que, aun a sabiendas de que debía escatimar el agua, le derramó un poco en la boca mientras mascullaba:
—Toma, pero no te acostumbres. Y, si tuvieras un auténtico instinto de burro, deberías decidir si tenemos que dirigirnos hacia el norte o hacia el sur.
Como si hubiera entendido, o como si pretendiera demostrar la famosa y acreditada habilidad de los de su especie a la hora de encontrar las rutas más cortas, el animal se puso en pie y se encaminó hacia el norte siguiendo las rodadas de los vehículos.
Omar el Khebir le siguió encogiéndose de hombros, por lo que anduvieron sin prisas hasta que se puso el sol, momento en que el asno decidió tumbarse cuan largo era como dando por concluida su jornada de trabajo.
Intentó obligarle a ponerse en pie, pero resultó inútil, y en cuanto oscureció comprendió que la rebelde bestia tenía razón, porque sin visibilidad corrían el riesgo de salirse de la pista y perderse de nuevo.
Optó por tenderse a su lado al tiempo que rezongaba:
—Al final va a resultar que el más burro soy yo.
Casi al amanecer arreció como siempre el frío, por lo que se despertó temblando y le alarmó que el animal no se encontrara a su lado, pero con la primera claridad lo descubrió lamiendo con sumo cuidado el rocío que se había depositado sobre un montículo de rocas, aunque a los pocos instantes se quedo inmóvil con las orejas tiesas y la mirada fija en el punto por el que habían venido.
La columna de polvo y el rumor del motor no tardaron en confirmarle que un vehículo se aproximaba y, cuando comprobó que se trataba de uno de los gigantescos camiones que solían atravesar el desierto cargados de bultos y pasajeros, Omar el Khebir enterró bajo la arena su fusil, llamó al asno y le obligó a tomar asiento a su lado.
Ofrecían una estampa en verdad sorpresiva e hilarante y, cuando quince minutos después el bamboleante vehículo se detuvo a su lado, los pasajeros no podían contener la risa y uno de ellos se decidió a preguntar:
—¿A qué tribu pertenecéis…?
—¡Pero, primo…! —fue la descarada respuesta—. ¿Es que no nos recuerdas? Nos criamos juntos, aunque hemos cambiado mucho. Tú a peor.
El conductor había descendido desperezándose como si considerara que había llegado el momento de tomarse un merecido descanso.
—¿Qué haces aquí? —quiso saber.
—Podría responderte que soy el encargado de dirigir el tráfico, pero lo cierto es que llevaba mis cabras en busca de nuevos pastos y me he perdido. Esta maldita sequía está acabando con todo. ¿A dónde vais?
El otro hizo un gesto hacia adelante:
—A Kidal.
—¿Y a qué distancia queda?
—A unas ocho horas de marcha… —hizo una corta pausa para añadir, como si eso fuera algo que siempre había que tener en cuenta—: Si tenemos suerte.
Varios de los pasajeros habían aprovechado para saltar a tierra y hacer sus necesidades o estirar las piernas, e incluso se habían aproximado a observar de cerca el burro, que permanecía en idéntica posición como si fuera consciente de su importancia.
Un muchachito traía un puñado de mijo que le ofreció en el cuenco de la mano al tiempo que preguntaba:
—¿Cómo le has enseñado a sentarse?
—No le enseñé —respondió—. Es que ahora vienen así de fábrica… —ante el malestar del chicuelo, Omar el Khebir añadió, guiñándole un ojo—: No lo sé, hijo; lo único que sé es que es muy listo —se volvió de nuevo al conductor para inquirir, mientras le mostraba dos arrugados billetes y unas cuantas monedas—: ¿Bastará para llevarnos a Kidal…? Es todo lo que tengo.
El demandado contó el dinero y asintió, aunque no demasiado convencido.
—Como ya hemos pasado de la mitad del camino, solo te cobraré medio billete, pero te advierto que el del burro te va a costar más de lo que vale. Ya casi nadie compra burros.
—Pues hacen mal, porque si los dedicaran a la política, les sacarían grandes beneficios. ¿Tenemos derecho a agua?
—Medio cubo por cabeza, pero apresúrate, porque estamos perdiendo tiempo.
Varios viajeros le echaron una mano para subir al asno al camión, y a los diez minutos de haber reiniciado la marcha un pasajero, que había permanecido dormitando entre una pila de sacos, tocó el hombro de Omar el Khebir para comentar en voz muy baja y sin mirarle:
—Veo que ahora te relacionas con otra clase de amistades.
Al reconocer la voz, replicó en el mismo tono:
—¡Maldito hijo de una cabra sarnosa…! ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Del mismo modo que tú, pero sin burro.