Concederle el título de aeropuerto era tanto como haberle concedido el título de transatlántico a una barca de remos.
Con una barca de remos, suerte, paciencia y buenos brazos se podía cruzar el océano y con mucha pericia, suerte y valor se podía aterrizar en la pista de arena de Kidal sin acabar empotrado en cualquiera de las casuchas que la flanqueaban conformando un ángulo en cuyo vértice se alzaba el pequeño edificio de la terminal.
Hacía ya tres días que no había aterrizado ningún avión que no fuera de las fuerzas francesas, por lo que al anochecer el malhumorado Ibrahím Musa abandonó su oficina preguntándose cómo demonios iba a sacar adelante a su familia mientras aquel maldito embrollo continuase.
Si no había tráfico aéreo no entraban mercancías ni tenía nada que contarles a los yihadistas.
Y, si la región seguía en alerta roja, no existía forma humana de llevar niños «al cacao».
Sus competidores del sur podían continuar traficando con ellos porque les bastaba con cruzar la cercana frontera, pero Kidal se encontraba demasiado lejos de Costa de Marfil y no podía arriesgarse a alquilar un camión, que tanto los militares franceses como los malienses interceptarían de inmediato.
Conocía a gente que sabía cómo sacarle provecho a las guerras, pero él aún no había aprendido a hacerlo, y a no ser que Sad al Mani se adueñara de la ciudad y le recompensara por los servicios prestados, sus mujeres y sus hijos acabarían pasando serios apuros puesto que los alimentos escaseaban y los precios se disparaban.
En tiempos de paz llegaban de tanto en tanto aviones de organizaciones humanitarias cargados de arroz, harina, aceite, leche en polvo o medicinas, y casi siempre conseguía que algo de ello acabara en su despensa, pero desde hacía meses los franceses lo controlaban todo y un mal encarado sargento le había amenazado con azotarle en público si volvía a sorprenderle metiendo la mano donde no debía.
¡Cerdos franceses! Volvían a considerarse los dueños del país.
Se entretuvo charlando con un vecino que tomaba el fresco sentado a la puerta de su casa, y ya era noche cerrada cuando sacó las llaves para abrir el portón de la suya.
En ese momento un desconocido surgió de la oscuridad y preguntó:
—¿Ibrahím Musa…?
Asintió, y fue lo último que hizo en su vida.
Al escuchar el disparo, el prudente vecino recogió la silla y desapareció en el interior de su vivienda, porque no estaban los tiempos como para hacer preguntas y siempre había dado por supuesto que el día menos pensado le ajustarían las cuentas a un tipo tan indeseable y marrullero como Ibrahím Musa.
Aquel había sido el día elegido, porque los tiempos revueltos solían ser tiempos de venganza.
El eco del disparo aún no se había apagado y ya Gacel se había difuminado en las tinieblas, por lo que apenas diez minutos después se encontraba haciéndole compañía a la esposa de Suilem Baladé, al que aún le quedaba mucho trabajo por hacer.
Al tuareg le encantaba hablar con la delicada mujer de la vida y la muerte, con la explícita complicidad y naturalidad con que podían hacerlo quienes sabían que dicha muerte les rondaba de cerca.
Ghalia Mendala era como una flor a la que una brisa suave pero cálida y persistente hubiera ido arrancando uno a uno los pétalos hasta convertirla de nuevo en un estilizado capullo de tallo largo que no obstante conservaba toda la fascinante hermosura y el embriagador perfume de su juventud.
De piel negra como el azabache, ojos rasgados, boca perfecta y largas manos, parecía vivir avergonzada por no haber logrado ser la madre de los hijos del Escritor, convirtiéndose en una carga y no en una ayuda.
Amaba y admiraba a su marido, que no solo trabajaba y la cuidaba, sino que era capaz de pasarse horas leyéndole las fabulosas historias de Las mil y una noches con voces y entonaciones tan distintas que cuando cerraba los ojos sospechaba que el dormitorio había sido invadido por una compañía de fabulosos actores.
Se sentía especialmente orgullosa de su origen songhai, pero sobre todo de su madre, que había tenido el coraje de enfrentarse a las mujeres de su aldea oponiéndose a que su hija pasara por el suplicio de la ablación.
—Hace treinta años semejante actitud estaba considerada casi como una herejía —había dicho con su voz cálida aunque apenas audible—. Pero mi madre se mantuvo firme y, cuando comprendió que mi abuela me extirparía el clítoris en cuanto tuviera ocasión, huimos para no volver nunca. Pasamos hambre, pero consiguió que cuando me hice mujer pudiera disfrutar plenamente del amor de Suilem y él del mío. ¡Que Dios la tenga en su gloria!
Fue la única persona con la que Gacel Mugtar se atrevió a hablar de lo que había sentido por Alina, y la única a la que le recitó el pequeño poema que había compuesto en honor a Zair:
«Me condujiste de la mano hasta los cielos, y con la misma mano me bajaste a los infiernos; ahora sé que jamás volveré a ninguno de ellos porque ya no estás aquí para llevarme».
—Le hubiera encantado que se lo recitaras personalmente —señaló la enferma—. A las mujeres nos gustan esas cosas.
—No a Zair… —replicó convencido—. Se hubiera reído.
—En ese caso no hubiera sido digna de tu poema —le hizo notar ella—. Y, por lo que me has contado, debe serlo. Cuando vuelvas a verla recítaselo y comprobarás que no se echa a reír.
—Preferiría no volver a verla, porque es la única que me impediría continuar luchando.
—No me habías comentado que se opusiera.
—Y no se opone.
—¿Entonces…?
—«El caravanero que pierde su tiempo recordando el oasis que dejó atrás se arriesga a no ver el siguiente».
—Me resulta difícil entenderte debido a que mi vida se centra en un continuo mirar hacia atrás, pero lo intento… —la fabulosa mujer hizo una pausa y al fin se decidió a preguntar—: ¿Serías capaz de escribir un poema igualmente hermoso para que pueda recitárselo a Suilem?
—Suilem no necesita que le recites poemas… —fue la sincera respuesta—. Le basta con verte.
—Lo que acabas de decir también es en cierto modo un poema… —señaló ella, para añadir con un susurro—: A menudo me pregunto por qué razón, si la gente es tan desgraciada y a nosotros nos bastaba con tan poco para ser felices, el Señor se ha empeñado en llevarme a su lado demasiado pronto.
—Por celos.
Era una ancha vaguada, tal vez el cauce por el que discurriera el río Níger antes de que el vengativo leñador Tombuctú lo desviara de su curso y, sin que pudiera considerarse un auténtico oasis, puesto que carecía de palmeras, se encontraba cubierto por una espesa capa de vegetación que contrastaba con el resto del paisaje de altas dunas que parecían abrazarlo e incluso intentar ocultarlo a la vista de los extraños.
En su centro se alzaban una remendada jaima, un huerto protegido por una rudimentaria valla y el brocal de un pozo junto al que distinguió a una chicuela que parecía mantener una animada charla con una mugrienta muñeca de trapo mientras frente a ella un pequeño burro se sentaba sobre los cuartos traseros de tal forma que casi parecía una persona que estuviera escuchando atentamente.
Una treintena de cabras, cuatro dromedarios y tres burros más pastaban acosados por los tábanos, y los insectos fueron los primeros en advertir la presencia del intruso acudiendo a intentar completar con sangre humana su diario menú de sangre animal.
Incluso un individuo tan curtido como Omar el Khebir, acostumbrado a sobrevivir en las peores condiciones, no pudo por menos que preguntarse cómo era posible que alguien hubiera elegido semejante lugar para instalarse.
Aguardó unos minutos intentando hacerse una idea sobre qué clase de peligros le acecharían si continuaba aproximándose, y al fin optó por gritar llamando la atención de la chiquilla.
Esta le observó con la expresión de quien ha visto a un fantasma, comenzó a gritar a su vez y al poco hizo su aparición en la entrada de la jaima un negro gigantesco con la cara desfigurada por una ancha cicatriz, que solo se cubría con un taparrabos, pero portaba una vetusta escopeta de cañones paralelos que probablemente causaría más estragos a quien osara dispararla que a quien se encontrara frente a ella.
Omar el Khebir decidió que no era momento de enredarse en trifulcas de incierto resultado, por lo que optó por tomar asiento y extender las manos permitiendo que fuera el otro quien se aproximara.
—Salam aleikum!
—Salam aleikum!
—¿Vienes en son de paz?
—A la vista está, puesto que podrías matarme.
—¿Y qué sacaría con matarte? —fue la pregunta no carente de lógica—. Hay quien asegura que a mis antepasados les gustaba la carne humana, pero de eso hace muchísimo tiempo y la tuya no parece demasiado apetecible.
—Tengo dinero.
—Puede que mis antepasados fueran caníbales, pero nunca fueron ladrones —señaló el dueño de la jaima mientras tomaba asiento a su lado—. ¿De dónde vienes?
Omar el Khebir señaló con el dedo pulgar a sus espaldas.
—Del desierto.
—Todo a nuestro alrededor es desierto… —le hizo notar el gigante—. Pero de esa parte jamás había llegado nadie.
—Me sorprendió una tormenta y mi camello murió.
—Raro resulta que durante una tormenta el camello muera antes que su jinete, pero no soy quién para opinar. ¿Cómo puedo ayudarte?
—Vendiéndome agua, cabras y un burro.
—El agua es gratis, pero mis animales no están en venta.
Omar el Khebir extrajo de una bolsa un grueso fajo de billetes que introdujo a medias en la arena.
—Te pagaría veinte veces su valor.
El negro atrapó con un rapidísimo movimiento un tábano que intentaba picarle y lo aplastó entre sus enormes dedos al tiempo que inquiría:
—¿Y qué voy a hacer aquí con eso?
—Aquí nada… —fue la lógica respuesta—. Pero en algún lugar que conozcas podrás comprarte doscientas cabras y veinte burros.
—Estos pastos no dan para doscientas cabras y veinte burros… —le hizo notar el hombre de la horrenda cicatriz con una desconcertante sonrisa—. Se morirían de hambre.
—En ese caso puedes comprarte una jaima más grande, una escopeta nueva, lindos vestidos para tu mujer y una muñeca de las que hablan para tu hija.
Su interlocutor agitó una y otra vez la cabeza como si la propuesta le pareciera razonable y, tras atrapar otro tábano, demostrando una vez más una asombrosa habilidad, comentó:
—Eso estaría bien, aunque no creo que Kalia quiera cambiar de muñeca porque llevan juntas toda la vida. Y las muñecas que hablan lo hacen en francés, que ella no entiende.
—A lo mejor a las dos les apetece tener otra amiga… —aventuró Omar el Khebir en idéntico tono—. Y si no les gusta la pueden tirar al pozo.
—Eso no estaría bien, porque hay muchas niñas que no tienen muñecas.
—Lo que acabas de decir confirma que eres un hombre compasivo.
—Lo único que demuestra es que no acostumbro a tirar nada… —replicó el otro antes de añadir—: ¡De acuerdo! Tal vez acepte el trato si me dices para qué quieres las cabras y el burro si a partir de aquí solo encontrarás arena.
—Para ir a Kidal. ¿Sabes por dónde queda?
El negro hizo un gesto indeterminado evidenciando que no lo tenía muy claro.
—Creo que en aquella dirección, pero muy lejos —luego dudó al inquirir—: ¿No te sería más útil un camello? El mehari blanco es magnífico y soportaría un largo viaje.
Quien se sentaba a su lado negó convencido:
—Un hombre montado en un magnífico mehari blanco llama la atención y no todo el mundo es tan honrado como tú. Sin embargo, un mísero pastor que acarrea cabras famélicas no despierta bajos instintos.
—Mis cabras no están famélicas —protestó su dueño.
—Lo estarían cuando llegáramos a Kidal.
—Eso es muy cierto; llegarían echas un asco… —se detuvo un momento y concluyó con escepticismo—: Si llegaran. A Kalia le dará mucha pena, porque las ha visto nacer y se entretiene amaestrándolas. Tiene muy buena mano con los animales y en ocasiones creo que la entienden.
—¿Quieres decir con eso que aceptas el trato?
—Con una condición.
—¿Y es…?
—Que me confieses que en realidad eres un fugitivo de la justicia e imaginas que te resultará mucho más sencillo escabullirte haciéndote pasar por un pobre pastor de cabras que por un rico salteador de caminos.
—Estás resultando ser un negro muy sensato teniendo en cuenta que vives en un lugar como este… —le hizo notar Omar el Khebir con innegable sorna.
—Precisamente vivo en un lugar como este porque soy un negro muy sensato —puntualizó quisquillosamente el otro—. Aquí los únicos que molestan son los tábanos durante tres meses al año. Fuera de aquí, la gente molesta todo el año —hizo un gesto con la barbilla hacia los billetes que continuaban semienterrados en la arena y añadió—: Si me dices de quién huyes, te traeré agua, el burro y las cabras.
Omar el Khebir se tomó un tiempo para responder, se asombró de nuevo ante la habilidad como cazador de insectos de su acompañante, intentó urdir una mentira aceptable, pero por último decidió que no valía la pena esforzarse.
—Huyo de los tuaregs, que me acusan de haber cometido todos los delitos que seas capaz de imaginar, por lo que han puesto precio a mi cabeza.
—Yo no soy tuareg.
—Lo sé, pero miembros de algunas otras tribus también quieren matarme y admito que les asiste la razón.
—De eso estoy seguro, pero por lo que a mí respecta solo eres un viajero, porque hasta ahora te has comportado con absoluta corrección…
—Demuestras ser un hombre justo.
El gigantón se puso en pie recogiendo el arma y el dinero al tiempo que comentaba jocosamente:
—En pocos minutos me has llamado honrado, compasivo, sensato y justo. Te traeré tus animales antes de que empieces a encontrarme incluso guapo…