El presidente de Nigeria ha declarado el estado de emergencia en los territorios norteños tras una oleada de mortíferos ataques atribuidos a la milicia radical islámica.
Terroristas yihadistas han asesinado a cuarenta y dos estudiantes en la ciudad de Potiskum, donde asaltaron una escuela, incendiaron los edificios con los alumnos y profesores dentro y dispararon contra los que trataban de huir.
Se trata del ataque más brutal de los tres que se han producido contra escuelas desde que, en mayo, el ejército lanzó una ofensiva contra el grupo terrorista Boko Haram, cuyo nombre significa «la educación occidental es pecado».
La ofensiva militar no ha logrado frenar los ataques de Boko Haram, que lucha por el establecimiento de un Estado islámico en el norte de Nigeria. La mayoría de sus víctimas son cristianos. Solo en el último mes se han producido otros dos ataques contra escuelas, uno en Maiduguri, donde fueron asesinados nueve estudiantes, y otro en Damaturu, donde se produjeron siete víctimas mortales.
«Los últimos acontecimientos hacen necesario tomar medidas extraordinarias para restaurar la normalidad. Después de numerosas consultas, declaro el estado de emergencia», anunció el presidente en un discurso emitido por radio y televisión señalando que se había solicitado al jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas que desplegara más tropas en estos estados para operaciones de seguridad internas.
«Esas tropas y otras agencias de seguridad tienen órdenes de llevar a cabo todas las acciones necesarias, dentro de sus protocolos de combate, para acabar con la impunidad de insurgentes y terroristas».
Estas normas «incluyen arrestar y detener sospechosos, la toma de control de cualquier estructura usada con fines terroristas, el aislamiento de cualquier zona de operaciones terroristas, la práctica de registros y la captura de personas en posesión ilegal de armas».
Sin embargo, a diferencia de otras declaraciones del pasado que incluían la destitución de todos los cargos electos de los estados afectados, se ha decidido que en esta ocasión los gobernadores continúen en sus puestos para cumplir con sus responsabilidades. Para el presidente nigeriano, la rebelión registrada en el norte del país, de mayoría musulmana, supone una seria amenaza para la integridad de Nigeria.
«Estos terroristas e insurgentes parecen decididos a tomar el control en zonas de nuestra nación y arrinconar al resto del país. Han atacado edificios gubernamentales, asesinando a ciudadanos inocentes e incendiando casas, haciendo rehenes a mujeres y niños.
»Estas acciones equivalen a una declaración de guerra. No lo toleraremos», advirtió el mandatario, que intenta entablar conversaciones con los integristas para conceder una amnistía a aquellos que quieran abandonar la violencia, pero los integristas han rechazado la oferta.
Gacel Mugtar dejó sobre la mesa el ejemplar del periódico y alzó el rostro hacia Suilem Baladé, que saboreaba con delectación su tazón de café mañanero, aunque, dada la situación de desabastecimiento de la ciudad, la mayor parte de los granos de café habían sido sustituidos por achicoria.
—Nunca he entendido de política —comentó encogiéndose de hombros—. Pero, si Nigeria, que es uno de los mayores productores de petróleo del continente y cuenta con un poderoso ejército, tiene problemas con los islamistas, dudo que Malí, que es uno de los países más pobres del mundo, consiga solucionar los suyos.
—Más poderosos son los ejércitos estadounidenses, franceses o ingleses y tampoco consiguen evitar que los terroristas les tengan con el alma en vilo. No hace mucho, dos jóvenes islamistas decapitaron en Londres a un soldado y se quedaron en la calle, con los machetes en la mano, charlando con los transeúntes y asegurando que pronto se iniciaría una guerra en la que acabarían con todos los que no adoraran a Alá. Esa actitud prueba que los yihadistas continúan utilizando la táctica diseñada por el Viejo de la Montaña, lo cual viene a decir que les bastará con sus locos suicidas y ningún ejército conseguirá vencerles hasta que no utilice su misma táctica.
—Dudo que existan muchos judíos, cristianos, budistas o animistas a los que se les pueda animar a que se vuelen en pedazos con el fin de imponer sus creencias —le hizo notar quien le acompañaba a la hora del desayuno—. Ni incluso a mí, que soy musulmán y me consta que moriré en esta estúpida guerra, me apetece saber que recogerán mis restos con una pala.
—El problema no estriba en aquellos a quienes se les puede «animar», sino en aquellos que saben cómo «animarles» —se lamentó el Escritor—. Un niñato canadiense al que nadie había dado vela en este entierro viene desde el otro lado del planeta a arengar a unos pobres analfabetos a los que les tengo que redactar las cartas, asegurando que si se suicidan les espera el paraíso. Tan solo es un miserable y repelente personajillo que presentía que en su Toronto natal le aguardaba un futuro anodino, por lo que ha preferido convertirse en líder religioso de un perdido país africano… —Suilem Baladé dejó a un lado su ya vacío tazón de café-achicoria y esbozó lo que pretendía ser una sonrisa al añadir—: Bien pensado, y como no sabemos si Omar el Khebir ha conseguido sobrevivir, me parece una buena idea que intentes acabar con Sad al Mani.
—Me juego el cuello a que Omar ha conseguido sobrevivir, pero a estas alturas tanto me da uno que otro… —puntualizó su interlocutor—. El problema estriba en que no sabemos dónde se encuentran ni el uno ni el otro.
—Del primero no puedo opinar, pero de Sad al Mani sabemos que se oculta en el Adrar de los Iforas, donde en caso de verse acorralado cruzaría a Argelia, y que, como a todo buen psicópata, le encanta alardear de lo que hace.
El tuareg observó al escribiente que en esos momentos se servía un nuevo tazón de un brebaje que a su modo de ver resultaba vomitivo, frunció el ceño con gesto de evidente desagrado y tras una ligera duda acabó por admitir su ignorancia.
—No tengo muy claro lo que es un psicópata, aunque imagino que será una especie de loco maniático, y por tanto tampoco tengo ni la menor idea de a qué demonios te estás refiriendo. ¿Te importaría aclarármelo?
—A que al endiosado Sad al Mani le encanta dejar su marca en los atentados que manda cometer.
—¿Qué clase de marca?
—Una hoja de arce.
—¿Una hoja de qué…?
—De arce, un árbol que ni siquiera crece en el desierto.
—¿Y eso a qué viene?
—A que la hoja de arce es el símbolo de Canadá, por lo que los canadienses están tan indignados que su Gobierno parece decidido a enviar un batallón de sus fuerzas especiales para acabar con Sad al Mani.
—¿Pero Canadá no es ese país en el que casi siempre hace frío…? —ante el mudo gesto de asentimiento, Gacel Mugtar no pudo por menos que añadir en tono de manifiesta incredulidad—: Pues menudo papelón harían aquí sus fuerzas especiales.
—Supongo que les proporcionarían un equipamiento adecuado.
—Ningún equipamiento es adecuado si quien lo utiliza no es la persona adecuada… —puntualizó el tuareg, seguro de lo que decía—. Esto es el desierto y debemos ser los hombres del desierto los que ajustemos las cuentas a quien ha venido a jodernos desde tan lejos.
—En eso estoy de acuerdo… —admitió el Escritor, como si aquella fuera una realidad incuestionable—. El gran problema africano estriba en que siempre vienen extraños a intentar arreglar nuestros problemas y acaban por convertirse en su mayor problema. Ingleses, franceses, alemanes, portugueses, españoles o belgas han acudido docenas de veces a «salvarnos», y docenas de veces se las han arreglado para hundirnos. Por lo visto, ahora le ha tocado el turno a los extremistas de todas las nacionalidades.
—Pues por muy extremistas que sean se enfrentarán a una situación aún más extrema, porque, si han cometido el error de ocultarse en el Adrar de los Iforas, van a tener infinidad de problemas en estos tiempos de grandes sequías. Los camellos, los coches e incluso las avionetas podrán abastecerles de armas y víveres, pero para abastecerse de agua necesitarán camiones cisternas. ¿Tienes idea de dónde se encuentra Ameney?
—En Tombuctú.
—Debí suponerlo… ¿Puedes hacer que venga?
—¿Para qué?
—Es uno de los tipos más listos que conozco, tiene muchos recursos, y si fuera necesario podría llevarme al Adrar de los Iforas.
El Escritor meditó la respuesta, se frotó varias veces la parte baja de la nariz, lo que por lo visto tenía la virtud de ayudarle a pensar, y al fin pareció tener una idea que se le antojó factible.
—Si hiciera un vuelo trayendo medicinas, no creo que los franceses le pusieran objeciones, pero me preocupa que pueda detenerle un inspector de la policía aduanera, del que me consta que se deja sobornar por los yihadistas.
—Dime quién es y dejará de preocuparte.
—¿Así sin más?
—Así sin más —fue la agria respuesta—. Nunca quise este trabajo, pero si tengo que hacerlo lo haré, y basta con que alguien colabore con los islamistas para que lo considere un enemigo.
—No es tan solo que colabore, es que además se trata de uno de los principales traficantes de niños de la región. Se los lleva prometiendo a sus padres que trabajarán de mecánicos o camareros, pero es cosa sabida que siempre acaban esclavizados en las plantaciones de cacao de Costa de Marfil.
—¿Y si sus padres lo saben por qué se los entregan?
—Porque un niño de ocho años come lo mismo que dos de tres, y este es el país con mayor índice de mortalidad infantil del mundo, o sea, que cada vez que una familia envía a un chico «al cacao» imagina que está salvando a dos de sus hermanos —Suilem Baladé hizo un gesto que pretendía indicar que resultaba un problema de imposible solución al añadir—: A los chicos que intentan escapar les cortan una mano y el dueño de la plantación alega que fue un accidente de los que ocurren a menudo debido a que son pequeños y utilizan machetes muy afilados para abrir las piñas… —lanzó un sonoro resoplido al concluir—. Si te das una vuelta por el mercado, verás algunos de los que devolvieron a sus padres porque se habían quedado mancos.
Permitió que transcurriera un largo rato antes de admitir que nadie les acechaba y decidirse a inquirir:
—¿Qué opinas?
—Que o esa serpiente es un lagarto, o estamos haciendo el ridículo, porque ya me duele el culo… —respondió Yusuf, que tampoco se había movido de su escondite—. Ese hijo de mala madre no está ahí arriba y, si lo está, prefiero que me pegue un tiro a continuar sentado sobre esta maldita piedra.
—¡Pues vamos allá! Inshallah!
No había nadie y, por tanto, no tardaron en sumergirse en la charca chapoteando como niños, aunque manteniendo prudentemente la cabeza fuera del agua, lo que les permitió relajarse tras largos días de tensión.
El agua no era potable, pero ambos sabían en qué proporción debían mezclarla con la que tenían con el fin de no correr riesgos, porque beber agua demasiado salada apagaba de momento la sed, pero hacía que esta pronto aumentara y su amargor les advertía del peligro de padecer un súbito ataque de disentería que les conduciría a una peligrosísima deshidratación.
Las plantas que crecían junto a la charca eran de las conocidas como amayil y tibunuar, que incluso las cabras se negaban a comer por venenosas, y sus raíces eran las que emponzoñaban el agua.
El hecho de mantener la cabeza siempre erguida había impedido que se les irritaran los ojos, y gracias a ello de lo único que tenían que preocuparse era de intentar salir con vida de aquella perdida montaña.
—¿Dónde crees que estamos…? —inquirió de improviso Yusuf como sin darle importancia a la pregunta.
—A seis o siete días de marcha de Kidal… Supongo.
—¿Has estado alguna vez en Kidal?
—Nadie ha estado nunca en Kidal… —fue la desconcertante respuesta—. Por lo menos nadie en su sano juicio, porque tiene fama de ser una de las ciudades más remotas, violentas y calurosas del planeta.
—¿Encontraremos yihadistas?
—Seguro.
—¿Y a gente del ettebel?
—También.
—¿Y por qué no se matan entre ellos y nos dejan en paz?
Omar el Khebir se irguió apoyándose en el codo para observar a su exlugarteniente como si le costara aceptar que hubiera hecho una pregunta tan estúpida.
—Se matan entre ellos, de eso no me cabe la menor duda —dijo—. Pero, como son de los que matan gratis, aún les sobra energía.
—¿Tú nunca matas gratis?
—No, si puedo evitarlo.
—Conozco mucha gente que merece que la maten gratis —señaló Yusuf.
—Cuestión de gustos…
Se puso en pie, comenzó a vestirse con estudiada parsimonia, observó el cielo intentando calcular el tiempo de luz que aún les quedaba y por ultimo comentó:
—Y ahora lo mejor que podemos hacer es devolvernos nuestras armas y separarnos, porque sé que llegará un momento en que me vencerá el sueño y no creo que durmiera a gusto sabiendo que estás cerca.
—¿Llevamos seis años juntos y aún no te fías de mí? —se lamentó su ofendido exlugarteniente.
—No me fío de ti porque llevamos seis años juntos, querido —fue la descarada respuesta—. Te aprecio tanto que no quiero caer en la tentación de quedarme con tu agua, y mucho menos hacerte caer en la tentación de quedarte con la mía.
Cuando el sol rozaba el horizonte, se habían perdido de vista el uno al otro; al oscurecer Omar el Khebir apretó el paso y solo cuando ya era noche cerrada se detuvo a plantearse la nueva estrategia a seguir.
Si se trataba de disparar a larga distancia, Yusuf contaba con una clara ventaja porque estaba considerado un excelente tirador, debido a lo cual la más elemental prudencia recomendaba no ponerse a su alcance.
La guerra abierta era una cosa y la guerra de guerrillas otra muy diferente, pero en lo que ahora estaban inmersos era en una disparatada cacería humana en la que todos parecían llevar una diana en el culo.
Al pensar en ello experimentó la desagradable sensación de haberse convertido en el hombre más solitario del planeta; el más odiado, el más acosado y el único al que incluso su mejor amigo parecía decidido a matar.
Y, por si todo ello no bastara, se encontraba perdido en el corazón del mayor de los desiertos y con muy escasa provisión de agua.
Tenía, eso sí, tanto dinero que le sobraría para comprar cuanto alcanzaba a ver, pero todo cuanto alcanzaba a ver tan solo era arena, que ni siquiera estaba en venta.
Tenía tanto dinero como para pasarse varios años en Roma acudiendo cada noche a casa de Angelina, pero en aquellos momentos ese dinero no le servía ni para comprar un mísero refresco.
Llegó a una evidente y desoladora conclusión: el dinero era algo inventado por los hombres para el exclusivo uso de los hombres y, si por aquellos desolados andurriales no había un solo hombre, lo único que podía hacer con ese dinero era barquitos de papel que de nada servían, porque ni siquiera existía un triste charco en el que ponerlos a flotar.