11

Suilem Baladé era un hombre educado, meticuloso, afable y comprensivo que trataba por igual al rico comerciante que venía a consultarle la mejor forma de redactar una pomposa petición de ayuda oficial que a la mísera sirvienta que deseaba que le leyera la carta que le había enviado su novio, emigrante en cualquier país de Europa.

Desde primera hora de la mañana los clientes tomaban asiento en el banco de madera que corría a lo largo de la pared del patio delantero de su casa, respetando escrupulosamente el orden de llegada y, cuando advertían que quien ya había concluido su consulta abandonaba el pequeño despacho del Escritor, dejaban que transcurrieran unos minutos para que este fuera a comprobar que su esposa, a la que sabían muy delicada de salud, no le necesitaba.

Tan solo cuando les hacía un amistoso gesto con la mano, se decidían a entrar y tomar asiento al otro lado de la mesa.

Casi la mitad de la población de Kidal era analfabeta o tenía escasa práctica a la hora de expresarse por escrito, razón por la cual acudían a Suilem Baladé sabiendo que lo hacía con sorprendente claridad debido a que poseía un don innato para captar lo que cada cual pretendía transmitir en sus misivas.

De igual modo, producía un auténtico placer escuchar cómo leía una carta, variando la entonación e incluso de voz dependiendo del tipo de documento, puesto que a su modo de ver no era lo mismo solicitar el envío de una tonelada de natrón a pago diferido que evocar los momentos de éxtasis vividos cuando dos cuerpos se entrelazaban sobre las dunas a la luz de las estrellas.

El Escritor, aunque más apropiado pero menos respetuoso hubiera sido denominarle el Escribiente, se había ganado el cariño y la consideración de su comunidad no solo por la excelencia de su trato y su trabajo, sino sobre todo porque, pese a estar considerado como una especie de consejero económico y sentimental, jamás había hecho un solo comentario sobre lo mucho que sabía sobre la vida y milagros de un gran número de sus conciudadanos.

Cualquier secreto, fuera de alcoba o de negocios, permanecía seguro cuando cerraba su despacho, y ni incluso allí quedaba rastro de ellos, puesto que jamás guardaba copia de ningún documento.

Suilem lo conservaba todo en la memoria, y su memoria siempre había sido una caja fuerte inviolable.

Sobre su mesa aparecían perfectamente colocadas diferentes clases de papel con el fin de que cada cual pudiera elegir el que consideraba más adecuado al tema o mejor se adaptaba a sus gustos, y cuando giraba hacia la derecha podía escribir en una maquina con alfabeto árabe, mientras que cuando giraba hacia la izquierda lo hacía en una de alfabeto occidental.

También disponía de dos ordenadores, pero prefería emplearlos únicamente en imprimir folletos, carteles o invitaciones debido a que en Kidal la luz tenía la mala costumbre no «de irse», sino «de dejar de venir» cuando más falta hacía, y no era cuestión de mantener a un cliente aguardando durante horas por una simple carta que con su vieja Underwood se redactaba en cinco minutos.

Las misivas amorosas o en caracteres tifinagh las redactaba directamente a mano, en el primero de los casos por una cuestión de deferencia hacia los enamorados y, en el segundo, porque no había conseguido ninguna máquina en la que se sintiera cómodo a la hora de imprimir con absoluta corrección los caracteres de la peculiar y enrevesada escritura tuareg.

Aborrecía tanto a los yihadistas como a los tuaregs renegados que les estaban siguiendo el juego con sus absurdas reivindicaciones nacionalistas, por lo que experimentó como una especie de bocanada de aire fresco cuando Gacel Mugtar tomó asiento al otro lado de su mesa y se limitó a señalar:

—Me envía Hassan.

Aún quedaban hombres dispuestos a oponerse a un destino que comenzaba a considerar inevitable.

—¿Cuándo has llegado? —quiso saber.

—Al amanecer y de milagro, porque, si hubiéramos tardado un poco más, el vendaval nos hubiera apaleado arrastrándonos hasta Mauritania —el tuareg le mostró una manga al añadir sin el menor reparo—: Vomité hasta el alma y apesto a demonios.

—Aquí podrás ducharte y te proporcionaré ropa nueva —le replicó con una comprensiva sonrisa—. ¿Cómo ha ido el viaje?

—Regular; a tres mercenarios les ha ido peor, pero con este maldito viento resultaba imposible continuar trabajando.

—En Kidal tendrás suficiente trabajo siempre que nadie sepa que has venido. ¿Te pidieron que te identificaras al llegar?

El demandado negó de inmediato.

—A esas horas y con tanto polvo no había nadie en la pista, me escabullí entre las primeras casas, y el piloto jurará que venía solo y se vio obligado a aterrizar de emergencia.

Mientras le escuchaba, el Escritor había aprovechado para ir redactando sobre un papel rosa adornado con flores y corazones una relamida carta de amor dirigida a una supuesta amante.

Al concluir se la entregó dentro de un sobre del mismo color.

—Esto es por si te preguntan qué hacías aquí —le explicó—. Al salir gira a la derecha, dale la vuelta a la manzana y entra por el portón verde procurando que no te vean, porque tanto los extremistas como los renegados y los franceses tienen espías por todas partes.

Poco después, Gacel abandonó el despacho con la bolsa que contenía sus armas en una mano y un sobre rosa en la otra, exhibiendo su supuesta «carta de amor» con cara de tonto y como si se sintiera el hombre más feliz del mundo.

Agradeció una vez más que el moderno y extraordinario fusil que le había proporcionado Hassan fuera totalmente desmontable y pudiera llevarlo a todas partes sin levantar sospechas, salió a una calle de arena por la que no circulaba un alma, y en la que la visibilidad era casi nula por culpa del viento, y obedeció las instrucciones que le había dado Suilem Baladé, por lo que diez minutos más tarde se encontraba disfrutando de una reconfortante ducha.

Tenía un hambre canina, pero el agotamiento la superaba, se dejó caer un instante en la cama y se quedó dormido antes de poner la cabeza en la almohada.

Cuando le despertó un irresistible olor a cordero asado, lo primero que vio fue al dueño de la casa que acababa de irrumpir en la habitación portando una bandeja provista de patas.

—Es la que utiliza mi esposa cuando no tiene fuerzas para levantarse… —dijo mientras se la colocaba sobre las rodillas—. Pero no te acostumbres.

—Puedo comer en la mesa —le hizo notar el tuareg.

—Lo sé, pero aquí no hay más que una silla y la necesito —dijo mientras tomaba asiento frente a él y advertía cómo empezaba a comer con excesivas ansias—. Mientras cenas, y tómatelo con calma, porque te vas a atragantar, intentaré ponerte al corriente de cómo están las cosas por aquí…

Tan solo le respondió un gruñido acompañado de un gesto de asentimiento debido a que su interlocutor tenía la boca llena, por lo que insistió:

—Oficialmente, Kidal continúa bajo el control del Movimiento Nacional para la Liberación del Azawad con el visto bueno de las tropas francesas que intentan evitar una guerra civil manteniendo fuera de la ciudad al ejército maliense, pero los terroristas se esfuerzan por conseguir que esa guerra estalle… —el buen hombre lanzó un resoplido y negó una y otra vez como si a él mismo le costara aceptarlo—: Hace quince días que una bomba destrozó a una pobre mujer a la que solía escribirle cartas para sus hijos, y me consta que preparan nuevos atentados, porque la yihad islámica más intransigente ha decidido imponer su ley, desde el lujo de las Torres Gemelas de Nueva York a una ciudad tan miserable como esta. No pararán nunca y lo quieren absolutamente todo, lo cual nos obliga a reaccionar con violencia por muy neutrales y pacifistas que hayamos querido ser.

—¿Y qué crees que he estado haciendo más que utilizar la violencia? —fue la pregunta de quien se interrumpió un instante en su tarea de mojar pan en la salsa del cordero—. Entiendo que al no ser tuareg necesites justificar tus actos, pero a mí no tienes que darme explicaciones. ¿A quién tengo que matar?

—No soy quién para opinar ni sobre eso ni sobre nada —fue la respuesta del escribiente, al que se advertía confuso y se podría asegurar que casi incómodo—. Mis órdenes son ayudarte en cuanto puedas necesitar y procurar que nadie sepa que un ejecutor del ettebel se encuentra en la ciudad.

El tuareg, que parecía haber calmado su apetito a base de engullir a toda prisa, depositó la mesita en el suelo y, mientras mordisqueaba un pastelillo, comentó:

—Eso lo entiendo; trabajaré mejor si nadie me conoce, pero por lo que he oído decir eres un hombre muy inteligente que suele estar bien informado, y me gustaría conocer tu opinión.

Su interlocutor abandonó por un momento la estancia con el fin de retirar la bandeja y regresar con dos vasos de té y, tras entregarle uno y sorber un poco del otro, replicó con desconcertante naturalidad:

—La historia nos enseña que con demasiada frecuencia las batallas se pierden por culpa de la opinión de alguien que demostró no estar debidamente cualificado —sonrió de una forma encantadora al concluir—: Puede que yo sepa algunas cosas, pero no creo que sepa las suficientes.

—En ocasiones algunas cosas pueden ser suficientes… —fue la desenfadada respuesta—. Y desde luego siempre serán mejor que nada. ¿Qué puedes decirme sobre ese tal Sad al Mani que los demás no sepan?

—Que es demasiado joven para el puesto que ocupa en la cúpula yihadista, y que le duelen las muelas.

Gacel Mugtar se quedó estupefacto sosteniendo el vaso de té entre el índice y el pulgar, se rascó la descuidada barba, dudó entre echarse a reír o soltar un reniego y al fin inquirió.

—¿Cómo has dicho?

—Que se trata de un muchacho que al parecer no tiene suficiente espacio para que le salgan con normalidad las muelas del juicio, por lo que a menudo le asaltan unos dolores insoportables. Lo sé porque a Midani, el dentista, le sacaron una noche de su casa y le llevaron a una cueva del Adrar de los Iforas, donde un jovenzuelo con cara de pájaro, de esos que tienen el mentón demasiado hundido, lanzaba alaridos y maldecía en inglés. Cuando alguien sufre tanto suele quejarse en su idioma materno y, que yo sepa, en Malí no existe ningún otro extremista de origen inglés.

—Sad al Mani es canadiense.

—Cuando se trata de yihadistas son la misma basura. Tenía un flemón del tamaño de un huevo, por lo que el aterrorizado Midani lo único que pudo hacer fue inyectarle morfina y aconsejarle que acudiera a un lugar en el que dispusieran de instrumental adecuado para operarle la mandíbula, porque lo suyo no se solucionaba con unas simples extracciones.

—Cuesta creerlo tratándose de un terrorista.

—¿Por qué? ¿Nunca te han dolido las muelas? Por mucho que hablemos del espíritu, el cuerpo siempre impone sus leyes y la mejor prueba estriba en que, por importante que sea, el cuerpo de un ser humano siempre acaba pudriéndose. Si nos parece natural que unos tengan una nariz demasiado grande, también debe parecernos natural que otros tengan el mentón demasiado pequeño.

—La ventaja de los narigudos es que nunca les crecerán muelas en su interior… —comentó humorísticamente el tuareg, que se había puesto en pie y paseaba por la habitación esforzándose por asimilar los peculiares argumentos de su oponente—. Entiendo que no advirtiera la gravedad del problema hasta que empezaran a salirle las muelas del juicio, pero estarás de acuerdo conmigo en que resulta de lo más pintoresco teniendo en cuenta que nos estamos refiriendo a un sanguinario líder que convence a imbéciles para que se suiciden.

—¿Y qué aspecto tienen que tener los líderes sanguinarios? —fue la capciosa pregunta—. ¿Acaso ha existido un líder más sanguinario y de aspecto más ridículo que Adolf Hitler, con aquel minúsculo bigotito y aquel absurdo corte de pelo? Por lo menos, Sad al Mani se ha dejado una barba enorme que no le diferencia de cualquier líder de Al Qaeda.

—Cuesta trabajo imaginármelo llevándose una mano al flemón mientras gruñe: «Mañana te colocarás un cinturón de bombas a la cintura y te inmolarás en el mercado en nombre Alá, pero esta noche tienes que secuestrarme a un dentista». Suena ridículo.

—Pero los muertos son los mismos y seguro que a ellos no les ha hecho la más mínima gracia que los maten, quién los mate, en nombre de quién los maten o qué imbécil ha ordenado que los maten.

—En eso tienes toda la razón. ¿Cuántos dentistas puede haber en Kidal?

—¿Auténticos o simples sacamuelas?

—Auténticos.

—Ninguno, porque Midani se asustó tanto que huyó a Bamako y otro que había se fue hace tiempo porque no estaba de acuerdo con un Estado independiente en el que se imponga la sharía.

—¿Crees que la impondrían?

—No lo sé, pero no me gustaría que algún día fueran habituales las ejecuciones públicas, cortarle la mano a los ladrones o matar a alguien por algo tan personal como la homosexualidad o la infidelidad. Por eso considero que, si las muelas de uno de quienes pretenden imponernos tales normas nos pueden conducir hasta él, debemos seguir esa pista aunque parezca absurda.

—Empieza a no parecerme tan absurda —se vio obligado a reconocer Gacel Mugtar—. Cuando la policía persigue a un criminal herido, vigila los hospitales, o sea, que, si intento matar a Sad al Mani, debemos vigilar a los sacamuelas.

—Aún no te han ordenado matarlo… —le hizo notar el Escritor.

—Sí que lo han hecho, porque el mandato de los imajeghan deja muy claro que los tuaregs debemos contribuir a eliminar a quienes atentan contra nuestro honor, y ante todo soy un tuareg.

La primera bala se perdió en la noche, pero el fogonazo le permitió distinguir el bulto, corregir la puntería y acertar de lleno con el segundo disparo, por lo que el desprevenido Tufeili cayó de espaldas lanzando un aullido de dolor.

Omar el Khebir se precipitó sobre él, desenvainó su afilada gumía y, antes de silenciarle para siempre, masculló furibundo:

—Te advertí que tuvieras cuidado…

Le despojó de la bolsa de provisiones y la girba de agua y mientras le registraba en busca de dinero encontró un paquete de tabaco que arrojó lejos al tiempo que añadía:

—Y que no fumaras tanto…

Se alejó a paso de carga sabiendo que los disparos habrían alertado a cuantos se encontraran en las proximidades, pero sabiendo también que disparar sobre un blanco en movimiento durante una noche tan oscura constituía un grave riesgo que ni siquiera sus propios hombres se atreverían a asumir.

Por suerte, su peor enemigo, el traicionero tirador del arma con visor nocturno, debía de encontrarse muy lejos.

Tropezó en varias ocasiones, se lastimó una rodilla y se raspó la mano izquierda, que sangró un rato, pero aun así no aminoró la marcha hasta que alcanzó una duna.

La más elemental prudencia aconsejaba evitar dejar cualquier huella de su paso, pero, como sabía que el viento regresaría al amanecer y las borraría de inmediato, decidió trepar por ella. Los manuales sobre el arte de la guerra solían hacer hincapié en la necesidad de tener siempre preparada una estrategia, pero los manuales sobre el arte de la guerrilla señalaban que la mejor estrategia solía ser cambiar de estrategia dependiendo del momento y del terreno.

Omar el Khebir conocía mejor que nadie ese terreno, por lo que, cuando con la salida del sol el mundo volvió a convertirse en una especie de puré de garbanzos, aunque en esta ocasión mucho menos espeso, cabría asegurar que de nuevo había desaparecido de la faz del planeta.

Permaneció dos días oculto y protegido por el viento, la tercera noche las estrellas reaparecieron mostrándole el camino, y poco después la tímida luz de la luna le permitió abrirse paso por un interminable mar de dunas, aunque procurando siempre que su figura no se recortara contra el firmamento.

Había consumido ya la mitad del agua que cargaba, lo cual quería decir que si no hubiera matado a Tufeili estaría en grave peligro, por lo que agradeció mentalmente al fumador que no hubiera sido capaz de superar su adicción aun a sabiendas de que le iba la vida en ello.

«Bendito vicio…», masculló sonriendo, y continuó su andadura.

El cuarto día amaneció tranquilo, a lo largo de la mañana los restos de polvo en suspensión comenzaron a desaparecer y cuando al fin la visibilidad resultó aceptable advirtió que ante él se elevaba un macizo rocoso de unos trescientos metros de altura.

Aguardó a que el sol se ocultara tras la cumbre y, cuando comprobó que sus rayos no podían devolver el reflejo de las lentes de sus prismáticos, los enfocó hacia allí y con la última claridad advirtió que en su parte baja se distinguían arbustos y matojos.

Allí encontraría agua; amarga y salobre sin duda, pero agua, aunque si el maldito ejecutor que había abatido a siete de sus hombres le estaba esperando, posiblemente se encontraría también con una bala en la cabeza.

Mientras anochecía rezó y luego se dedicó a masticar dátiles con desesperante lentitud, lo que parecía ayudarle a pensar y sopesar sus opciones.

Una ancha llanura grisácea se extendía desde la duna en que se sentaba hasta la base del macizo, por lo que le constaba que, si el tirador se había apostado en las alturas, estaría a su merced, sobre todo si intentaba aproximarse de noche.

Poco antes de cerrar los ojos llegó, por tanto, a una sencilla aunque desconcertante conclusión: su mejor baza estribaba en «atacar» a la carrera y a pecho descubierto en cuanto el sol hiciera su aparición, ya que al encontrarse en esos momentos a sus espaldas sus primeros rayos delatarían de inmediato la mira telescópica de su enemigo.

Y localizar la posición de aquella escurridiza sabandija constituía su única esperanza de salvación.

Desarrolló su plan tal como había previsto, se lanzó a correr con la vista fija en las rocas confiando en distinguir un reflejo poco antes de que el oculto tirador apretara el gatillo, pero lo único que descubrió fue que alguien hacía exactamente lo mismo a unos trescientos metros a su izquierda.

Se detuvo en seco antes de encontrarse al alcance de la potente arma del posible emboscado y gritó:

—¡Yusuf…!

Su exlugarteniente cesó de correr en el acto, se volvió a mirarle y no pudo evitar palmearse con fuerza los muslos al tiempo que dejaba escapar una sonora carcajada.

—¡Qué jodido, Omar…! —exclamó divertido—. Hemos pensado lo mismo.

—De algo ha servido lo que te enseñé.

—¿Tienes agua?

—Poca…, ¿y tú?

—La justa.

Ambos sabían que cualquier enfrentamiento futuro llegaría por culpa de esa agua y que la mejor forma de evitar matarse entre sí se basaba en no tener con qué matarse.

Siguiendo un viejo ritual de las gentes de su peligroso oficio, el de mayor jerarquía, en este caso Omar, alzó su fusil para que quedara bien visible, lo descargó guardándose la balas y lo dejó en el suelo.

Yusuf le imitó.

Hizo lo mismo con su revólver y Yusuf también le imitó.

Solo entonces se aproximaron, abrazándose con sincero afecto, y a continuación cada uno de ellos se encaminó a recoger las armas del otro. Era una antigua forma, práctica y segura, de mantener la paz, puesto que ambos sabían que utilizaban munición de diferente calibre, por lo que de nada les servían las armas de su oponente si no disponían de las balas apropiadas.

Cada cual conservaba su gumía, pero eran lo suficientemente inteligentes y profesionales como para comprender que llegar a un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con armas blancas solo conduciría a que ambos salieran heridos.

Y resultar herido en mitad del desierto con poca agua constituía una sentencia de muerte.

Intercambiar pistolas y fusiles les permitía seguir juntos sin recelos y al mismo tiempo les convertía en una firme unidad, ya que en caso de agresión externa lo único que tenían que hacer era devolverse las armas.

Aquella era una de las ventajas de ser beduino y no pertenecer a un ejército regular, visto que en determinadas guerras eran más los oficiales que caían con un tiro en la espalda disparado por uno de sus subordinados que los abatidos de un tiro en la frente disparado por uno de sus enemigos.

Tomaron asiento el uno junto al otro de cara al macizo rocoso y Yusuf fue el primero en señalar las dos girbas que su antiguo jefe llevaba al hombro.

—¿De quién era la otra?

—De Tufeili. ¿Y esa?

—De Ahmed.

—Es que no aprenden por mucho que se les explique… —se lamentó Omar el Khebir en un tono de sincera resignación, para indicar luego con la barbilla el grupo de arbustos e inquirir—: ¿Crees que hay agua?

—Tal vez.

—¿Y crees que ese hijo de puta nos estará esperando?

—Tal vez.

—¿Cómo podemos averiguarlo?

—Corriendo al mismo tiempo y en paralelo, aunque con la puntería que ha demostrado ese maldito supongo que solo uno de nosotros llegará hasta las rocas. Al otro no le importará saberlo, porque ya estará frito.

—Me consuela saber que eres más alto y ofreces mejor blanco. ¿Vamos allá?

—Cuanto antes mejor…

Se pusieron en pie, se separaron una veintena de metros y echaron a correr con el mismo ímpetu, por lo que no tardaron en llegar al abrigo de las rocas, dejándose caer felices porque resultaba evidente que si no les habían disparado cuando se encontraban en terreno abierto era porque allí no había nadie dispuesto a dispararles.