Fue una noche larga, agradable e instructiva, puesto que el somalí había participado en un gran número de acciones armadas, ejercido incontables oficios y viajado por buena parte del mundo, por lo que sabía mucho sobre el arte de vivir y volar, incluido el arte de estrellarse.
—En realidad resulta muy sencillo —le había explicado a la hora de convencerle para que le tendieran una trampa a Omar el Khebir—. Lo único que hay que hacer es detener el avión en el lugar oportuno, colocar la hélice totalmente horizontal para que no roce el suelo y cavar un hueco bajo el motor. A continuación se levanta la cola con un gato hidráulico y se van calzando las ruedas, por lo que visto desde lejos nadie duda de que el avión se ha clavado de morro quedando inservible. En Somalia lo utilizábamos para cazar bandidos hasta que aprendieron el truco y se dedicaron a una piratería que les está resultando mucho más rentable.
Evidentemente, el sencillo truco había dado como resultado tres mercenarios menos y probablemente el fin de Omar el Khebir como cabecilla de una banda armada, aunque esa noche Gacel no tuvo el menor reparo en admitir que le habían asaltado profundas dudas sobre la eficacia del sistema durante el tiempo que permaneció emboscado permitiendo que sus enemigos se aproximaran.
—Por un momento temí que decidieran atacar —dijo—. Y en ese caso lo hubiéramos pasado francamente mal.
—Ten presente que si alguien se está muriendo de hambre luchará por arrebatarte un pedazo de pan, pero que, si se está muriendo de sed, no luchará por arrebatarte una botella de agua que puede derramarse. Prefiere llegar a un acuerdo, y te lo dice quien ha nacido en el país de las peores sequías.
—Aquí también sabemos mucho sobre la sed —le hizo notar el tuareg—. No olvides que vivimos en el mayor de los desiertos.
—No lo olvido —admitió sin la menor reserva Ameney—. Pero los tuaregs os adaptasteis al desierto hace miles de años y vuestra densidad de población es mínima, mientras que Somalia poseía regiones muy fértiles que las sequías han ido dejando sin cosechas por lo que sus pobladores no han sabido hacer frente a tan catastrófica situación. Y lo más triste del caso es que, con la mitad del dinero que se gastan las grandes potencias en mantener la flota de buques de guerra que combaten la piratería en nuestras costas, se acabaría con el problema de la sequía y, por lo tanto, la piratería.
—¿Y por qué no lo hacen?
—Porque se gana más disparando cañones que depurando agua, y construyendo acorazados que plantando cebada…
Como buen tuareg, a Gacel le encantaba escuchar a cuantos eran capaces de contar una historia interesante, recitar un hermoso poema o enseñarle algo, por lo que se hubiera pasado toda la noche haciendo preguntas, pero comprendió que había sido una jornada dura y que al día siguiente a su acompañante le aguardaban largas horas de vuelo.
—Vete a descansar —dijo al fin muy a su pesar—. Me quedaré de guardia, ya que mañana dispongo de todo el día para dormir.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte aquí? —quiso saber el piloto.
—Supongo que cuatro o cinco días.
Ameney frunció el ceño, contó con los dedos y al fin señaló con una aviesa sonrisa:
—Estamos a martes, o sea, que puedo volar a Tombuctú, pasar tres noches en el Tombuc-Fútbol Club, que entre semana baja mucho los precios, y volver a recogerte el viernes —hizo una significativa pausa antes de añadir—: Si estás vivo, te llevaré a donde quieras y, si estás muerto, te enterraré.
—¿Y piensas pasarte tres noches jugando al fútbol…? —no pudo por menos que sorprenderse el otro—. ¡Tú estás mal de la cabeza!
—¡Mira que llegas a ser bruto! —fue la divertida respuesta—. En el Tombuc-Fútbol Club no se juega al fútbol, es el mejor prostíbulo de Malí, y está considerado uno de los mejores de África.
—¿Un prostíbulo? —se asombró el otro—. ¿Y por qué le han puesto un nombre tan absurdo?
—No tiene nada de absurdo, porque de ese modo, cuando un marido le dice a su mujer que se va al fútbol, no está mintiendo. Y las chicas se ponen nombres de jugadores para que se pueda hablar en público de los méritos de cada una de ellas sin provocar escándalo.
El tuareg permaneció un largo rato rumiando la sorprendente respuesta para acabar haciendo un gesto que no venía a significar nada en concreto.
—Nunca he estado en un prostíbulo y tampoco entiendo de fútbol, o sea, que vete a dormir pero no lo hagas junto al agua porque te molestarán animales que la huelan de lejos, aunque cuando la prueban no la beben… —hizo una pausa antes de añadir—: Incluso hay algunos que sí se la beben y consiguen sobrevivir.
En cuanto el somalí se fue a descansar, Gacel se alejó unos quinientos metros, se acomodó sobre un pequeño montículo, dedicó un largo rato a observar los alrededores a través del visor nocturno y, cuando comprobó que no existía peligro, se entretuvo en estudiar el firmamento recordando un viejo dicho: «Los tuaregs pinchan estrellas en la punta de sus lanzas con el fin de iluminar con ellas los caminos».
En cierto modo era verdad: los de su raza aprendían desde niños qué rumbo seguía cada constelación dependiendo de la época del año y de cuál les llevaría sanos y salvos a su destino.
A veces hacían su aparición dos que iban juntas, haciendo guiños y siguiendo siempre la misma ruta, y al poco se escuchaba en el silencio de la noche el apagado runrunear de los motores de un avión que volaba muy alto.
Continuó alerta, y apenas habían pasado tres horas cuando de improviso comenzó a olfatear el aire como un sabueso al que le llega el olor de una pieza, por lo que se alzó inquieto, prestó atención, permaneció unos momentos tan inmóvil como una estatua, olisqueó de nuevo y por fin echó a correr hacia donde roncaba el piloto, al que zarandeó sin contemplaciones.
—¿Qué ocurre? —inquirió el alarmado somalí frotándose los ojos.
—¿Podrías despegar a oscuras? —quiso saber.
—¿Aquí y ahora? ¡Joder! ¿A qué vienen esas prisas?
—A que en cuanto amanezca soplará viento de levante, y te aseguro que será muy fuerte. Si no nos vamos ahora, es posible que no nos vayamos nunca; al menos en esa avioneta, porque la puede cubrir de arena hasta la hélice.
El desconcertado Ameney miró la hora, hizo un pequeño cálculo mental y acabó negando.
—Tendremos que esperar si pretendemos llegar con luz de día a Kidal —dijo—. Si tuviéramos que volar hasta que amaneciera, nos quedaríamos sin combustible.
—Eso nunca le pasaría a un camello —fue el desenfadado comentario de quien pretendía desdramatizar la situación—. ¿Cuánto tiempo?
—El suficiente como para preparar antorchas para cuando tengamos que despegar, o sea, que corta unos cuantos arbustos mientras estudio el terreno. ¡Maldita sea! Yo que ya me había hecho a la idea de pasarme tres días «jugando al fútbol».
—Supongo que en Kidal también habrá putas.
—No es lo mismo; las chicas del Tombuc-Fútbol Club no son putas, son artistas.
Lo que vino a continuación fueron horas de trabajo intenso durante las cuales Gacel continuó olfateando el aire al tiempo que advertía que por levante las estrellas empezaban a perder su brillo, lo que venía a significar que había comenzado a hacer su aparición el polvo en suspensión que precedía al vendaval.
Tuvieron que llevar la avioneta hasta el punto en que habían tomado tierra para intentar despegar siguiendo las mismas rodadas y a continuación colocaron una hilera de arbustos a lo largo de la improvisada pista.
Concluido el trabajo, se sentaron a descansar, puesto que tras consultar una vez más su reloj el somalí señaló:
—Aún tenemos que esperar veinte minutos.
—El viento no espera.
—Pero el sol sí, y has dicho que el viento llegará al amanecer.
—Es que por allí detrás ya debe estar amaneciendo.
—Si los mapas no mienten en esta época del año el sol debe estar saliendo en estos momentos por Sudán. Vete al final de la pista, reza pidiéndole al Señor que nos eche una mano y, en cuanto oigas que pongo el motor en marcha, prendes fuego a los arbustos, subes a bordo y nos largamos…
Omar el Khebir se postró a dar gracias al Señor por enviarle el viento.
Al caer la noche su camello había estado a punto de derrengarse y le había dejado en libertad para que se buscara la forma de sobrevivir por su cuenta.
El agotado animal ni tan siquiera se movió, pero resultaba evidente que en cuanto recuperara fuerzas su instinto le llevaría por el camino correcto; que alcanzara o no su destino ya era otra cosa y, a decir verdad, a su dueño no le preocupaba en absoluto. A partir de aquel momento de lo único que debía preocuparse era de salvarse, lo cual no resultaba empresa fácil, ya que por hábil que fuera borrando su rastro siempre habría un beduino capaz de seguirlo, y por muy bien que se escondiera siempre habría un beduino capaz de encontrarle.
Quienes le perseguían, probablemente muchos, conocían la región mejor que él, por lo que si en cien kilómetros a la redonda existía una sola fuente de la que manara una mísera gota de agua, allí estarían esperándole.
Tras abandonar a su montura, había caminado durante casi cuatro horas buscando a la luz de la luna un lugar apropiado en el que pudiera cavar una pequeña zanja e introducirse en ella boca arriba cubriéndose de nuevo de tal forma que tan solo la nariz y la boca quedaran al descubierto.
Cuando al fin creyó haber encontrado un emplazamiento bastante seguro, se sentó a descansar, pero una hora después, en el momento en que se disponía a comenzar a cavar la zanja, olfateó el aire y fue entonces cuando decidió postrarse a dar gracias al Señor por enviarle el viento.
Llegaría al amanecer, de eso estaba seguro, y sonrió al comprender que quienes le perseguían comprenderían a su vez que perderían el tiempo buscándole, porque la arena siempre había sido la gran amante del viento, su música la elevaba a los cielos, bailaban juntos y al hacerlo oscurecían el sol.
Cómplices y amantes, macho dominante y hembra sumisa, el viento utilizaba a menudo a la arena con el fin de castigar el orgullo de los hombres cubriendo con ella sus campos, templos, tumbas o ciudades, permitiéndose el capricho de llevársela siglos más tarde para dejar de nuevo al descubierto el esplendor y las riquezas de culturas perdidas en tiempos muy remotos.
Arena y viento siempre habían sido los peores enemigos de los tuaregs, pero en muy contadas ocasiones se convertían en sus principales aliados.
Aquel día parecían disfrutar con la idea de salvar a Omar el Khebir de cuantos se habían conjurado para matarle y, como el fugitivo parecía confiar más en su capacidad de sobrevivir a un vendaval que a una lluvia de balas, decidió cambiar su estrategia original y se dedicó a buscar una alta roca inclinada hacia poniente para protegerse del terrible enemigo que llegaría de levante.
El resto era esperar.
Esperó mucho, porque el día tardó más de lo previsto en hacer su aparición y pareció despertarse a desgana, gruñendo, bostezando y sin decidirse a iluminar un paisaje que parecía haberse convertido en un deslavazado puré de garbanzos en el que nada diferenciaba el cielo de la tierra o una roca de una duna.
Tan solo entonces, cuando comprendió que había pasado a formar parte de un mundo sin formas en el que todo era polvo en suspensión, Omar el Khebir se sintió absolutamente seguro, se cubrió la cabeza con el jaique y cerró los ojos.
Soñó con el día más feliz de su vida.
El coronel Gadafi le había elegido como miembro de su escolta, viajaron a Italia en el avión presidencial y le concedieron unas horas de asueto mientras el dictador se reunía con Silvio Berlusconi.
Un bedel de la embajada se ofreció a enseñarle Roma, y le fascinó enfrentarse a las ruinas del Coliseo, visitar la Capilla Sixtina o ver cómo los turistas lanzaban monedas a la Fontana di Trevi.
A la caída de la tarde el avispado bedel le propuso pasar un rato inolvidable con una mujer prodigiosa.
—Conozco a muchas mujeres —le respondió Omar el Khebir—. Pero no conozco a ninguna que merezca que pierda los minutos que quiero dedicar a seguir contemplando las maravillas de esta ciudad.
El astuto bedel, romano de nacimiento y celestino de vocación, le agradeció el cumplido, pero al poco no pudo evitar un corrosivo comentario.
—Puede que hayas conocido a muchas mujeres, pero está claro que aún no has conocido a la apropiada; diez minutos con Angelina, ¡tan solo diez minutos!, te harán cambiar de idea, porque el balcón de su dormitorio se abre justo sobre la fuente de la Piazza Navona.
Fue en verdad una experiencia que le hizo cambiar de idea y el descarado macarra pareció quedar muy satisfecho porque percibía una comisión por cada cliente que le llevaba a Angelina, mientras que nadie le daba un céntimo por cada turista que llevara al Coliseo.
Le despertó el silencio, porque el viento dejaba de aullar con la caída de la tarde, pero aun así no movió un músculo, cubierto como estaba por la arena. Solo cuando, según solía decirse, «resultaba imposible distinguir un hilo blanco de un hilo negro», abandonó su minúsculo refugio, bebió un sorbo de agua y comió frugalmente, porque durante todo el día no le había exigido esfuerzo alguno a su cuerpo y, por tanto, su cuerpo no tenía derecho a exigirle demasiado.
Si la luz del sol apenas había sido capaz de atravesar el grueso manto de polvo en suspensión, mucho menos fueron capaces de atravesarlo la luz de las estrellas o la luna, por lo que las tinieblas resultaban tan impenetrables que decidió que lo mejor que podía hacer era quedarse donde estaba.
En tan difíciles circunstancias ningún camino conducía a ninguna parte, un simple paso le aproximaría más a la tumba que a cualquier otro lugar y, por tanto, se limitó a humedecerse el dedo meñique con la intención de limpiarse a fondo las fosas nasales y colocar luego la palma de la mano sobre el suelo procurando que todos sus sentidos permanecieran alerta.
Sabía que necesitaba incluso aquel sexto sentido, nunca bien descrito por nadie, que le hacía presentir que se encontraba en peligro.
Permitió que las horas transcurrieran sin hacer otro esfuerzo que girar de tanto en tanto la cabeza intentando captar cualquier rumor, pero no fue el oído el que le obligó a apretar con fuerza la culata del fusil que descansaba sobre sus rodillas, sino un olor que le resultaba familiar.
Únicamente Tufeili era capaz de encender un cigarrillo bajo el jaique sin que nadie consiguiera ver la llama, y únicamente Tufeili era capaz de fumar manteniendo el pitillo con la punta de los dedos y la mano cerrada de forma que la lumbre tampoco pudiera distinguirse a un metro de distancia.
Era aquella una mala costumbre propia de fumadores compulsivos que se veían obligados a pasar largas horas de guardia, y Tufeili siempre había sido un buen centinela y un magnífico explorador acostumbrado a moverse sigilosamente.
Omar el Khebir no pudo evitar sonreír al recordar que hasta unas horas antes había sido uno de sus mejores hombres, un eficaz mercenario al que tenía la obligación de defender incluso arriesgando su vida.
Pero únicamente hasta unas horas antes.
En aquellos momentos ya no era uno de sus subordinados, sino solo un beduino, ni tan siquiera un tuareg, que no había aprendido la última lección que le diera al despedirse: «A partir de ahora cada cual deberá cuidar de sí mismo».
Y es que, si no sabía cuidar de sí mismo, el primero que se cruzara en su camino no resistiría la tentación de arrebatarle el dinero, las provisiones y, sobre todo, la girba, porque una doble ración de agua podría significar la diferencia entre la vida o la muerte.
Tufeili había tenido en verdad muy mala suerte, porque el primero que se había cruzado en su camino era su antiguo jefe, Omar el Khebir, quien alzó con sumo cuidado el pesado fusil y apuntó hacia donde supuso que se encontraba.