Omar el Khebir había demostrado ser un hombre capaz de mantener la calma en los momentos difíciles resistiendo ataques de enemigos mucho más numerosos sin tan siquiera un pestañeo.
Era un tuareg valiente; un mercenario, cruel y asesino, pero valiente.
El desierto era su mundo, en él había nacido, se había criado y había aprendido a desenvolverse, pero ahora se había vuelto demasiado hostil debido a las persistentes sequías y sobre todo a que había roto una de las sagradas normas que contribuían a la supervivencia en ese desierto: el incuestionable deber de la hospitalidad y el profundo respeto a quien la había ofrecido.
«La tierra que tan solo sirve para cruzarla», que tal era la definición beduina del Sáhara, solo podía cruzarse confiando en la ayuda ajena y, según un antiquísimo código de los pueblos nómadas, anterior incluso al nacimiento del Profeta, quien traicionara dicha confianza debía ser severamente castigado.
Omar el Khebir tenía muy claro que desde el momento en que decidió arrasar el campamento de senaudi, robarles su agua y contaminar su pozo se había convertido en el odiado enemigo, no solo de los tuaregs que ya le perseguían, sino de la inmensa mayoría de las tribus vecinas, incluidas aquellas que siempre habían estado en mala relación con los senaudi.
Le constaba que había cometido un grave error al ordenar tan bárbaro ataque, pero a la vista de cuanto estaba ocurriendo debía admitir que mayor error hubiera sido resignarse a continuar su camino, visto que sin el agua que habían obtenido a cambio de sangre ya estarían muertos.
El calor resultaba insoportable, incluso para hombres tan acostumbrados al calor como los suyos, debido a que no conseguían encontrar una choza, una roca o un arbusto que les proporcionara un asomo de sombra.
Únicamente avanzaban a primera hora de la mañana y última de la tarde, siempre a pie y llevando del ronzal a los animales, con un andar tan pausado que cabría imaginar que habían decidido no llegar a ninguna parte, porque era cosa sabida que las prisas no acortaban el camino, tan solo lo hacían más fatigoso.
Había ordenado que cualquier objeto metálico se mantuviera oculto, los fusiles envueltos en telas, las gumías y los amuletos bajo el jaique e incluso los anillos y pulseras en bolsas de cuero, sabiendo como sabía que en semejante lugar cualquier reflejo les delataría de inmediato, puesto que se percibía desde muchísimo más lejos que la figura de un animal o un ser humano.
Cuando el sol alcanzaba su cénit descansaban a la sombra de un improvisado campamento en el que solían dormir durante tres o cuatro horas, reemprendiendo el camino cuando aflojaba el calor, pero en cuanto oscurecía apenas osaban moverse, temiendo caer en una nueva emboscada de quien contaba con silenciosas armas de visión nocturna y largo alcance.
A decir verdad, se sentían más acosados y vulnerables que cuando se enfrentaban cara a cara a los rebeldes libios, porque en Libia sabían con quién se enfrentaban y tenían agua, y ahora el agua se había convertido en su mayor problema.
El único pozo que habían encontrado estaba seco, y de un pequeño oasis antaño exuberante solo quedaban los carcomidos troncos de una docena de agusanadas palmeras y una informe masa de lodo ceniciento en el que tras mucho cavar surgió un poco de agua tan corrompida y pestilente que incluso los animales se negaron a probarla.
Fue esa noche cuando Yusuf decidió tomar por el brazo a su jefe con el fin de apartarle unos metros del resto del grupo.
—Sabes que siempre he acatado tus órdenes y nada más lejos de mi ánimo que objetar tus decisiones, pero sospecho que las cosas se te están yendo de las manos —dijo—. O nos aproximamos a rutas frecuentadas o acabaremos muertos.
—Lo sé.
—Algunos hombres han empezado a robar agua y esa es mala señal.
—También lo sé, y a partir de ahora fusilaré a quien la toque sin permiso.
—A mi modesto entender esa no es solución, porque la sed conduce a la locura y habrá quien prefiera morir de un tiro a volverse loco.
Su jefe pareció aceptar que tenía razón, lanzó un profundo resoplido y al fin señaló, no muy seguro de lo que iba a decir:
—Supongo que aún podremos aguantar un par de días… ¿Tú qué opinas?
Lo único que obtuvo fue un largo e inquietante silencio.
—De acuerdo… —masculló un malhumorado Omar el Khebir cuando comprendió que no había respuesta—. Si las cosas no cambian, y me temo que no van a cambiar, mañana por la noche nos desviaremos hacia la ruta de las caravanas.
No obstante, y contra todo pronóstico, las cosas comenzaron a cambiar al día siguiente a partir del momento en que Tufeili, el hombre que solía marchar en vanguardia, alzó una mano pidiendo que se detuvieran al tiempo que con la otra señalaba un punto en la distancia.
—¿Qué es aquello? —inquirió desconcertado.
Aguzaron la vista entrecerrando los ojos y cubriéndoselos con las manos a modo de visera, pero, pese a ser hombres acostumbrados a los grandes espacios, les resultó imposible distinguir con nitidez el objeto señalado por culpa de una reverberación que distorsionaba los contornos dificultando la visión.
Al fin, quien lo había distinguido en primer lugar fue también el primero en comentar.
—Demasiado pequeño para tratarse de un camión.
Yusuf optó por el expeditivo sistema de extraer unos viejos prismáticos de campaña de la funda y saltar sobre su camello poniéndose en pie sobre la silla de montar con la naturalidad de quien lo ha hecho a menudo.
Tras enfocar largo rato, manteniendo el equilibrio como un hábil funámbulo, señaló:
—Parecen los restos de una avioneta.
—Ayer al mediodía me pareció ver una… —comentó el propio Tufeili.
—¿Y por qué no dijiste nada…? —quiso saber de inmediato un molesto Omar el Khebir.
—Porque todos dormíais y volaba tan alto que no podía vernos.
—Nunca se sabe lo que se puede ver desde un avión… —fue el malhumorado comentario de Yusuf mientras saltaba al suelo—. Incluso a un estúpido fumando, que sin duda era lo que hacías, porque ese maldito vicio te acabará matando. ¿Qué opinas…? —inquirió volviéndose a Omar el Khebir.
—Que lo importante es saber si ha aterrizado por propia voluntad o se ha estrellado —fue la seca respuesta.
—Sin duda se ha estrellado puesto que el morro está clavado en la arena y la cola se encuentra a casi dos metros de altura —puntualizó Yusuf—. Hace años me tropecé con una que estaba en la misma posición porque, por lo visto, cuando aterrizan en campo abierto el problema estriba en que al encontrar arena demasiado blanda se dan de narices contra el suelo. El piloto debía llevar allí un par de años y estaba casi momificado.
—¿Y qué hacía esta por aquí? —quiso saber Tufeili—. Hay que estar loco para adentrarse en semejante zona del desierto en uno de esos trastos…
—Más loco hay que estar para adentrarse a pie, y aquí estamos —le hizo notar Yusuf—. Puede que se trate de contrabandistas de medicinas, o de esa gente que se dedica a recoger muestras con el fin de averiguar si bajo la arena hay petróleo, gas, agua y, sobre todo, uranio… Fue así como descubrieron los acuíferos de Libia, que son como mares de agua dulce que llevan millones de años bajo tierra.
—¡Mira que si encontráramos uno de esos acuíferos…!
—De poco te iba a servir, porque suelen estar a más de doscientos metros de profundidad, y a ver cómo te las ibas a arreglar.
—¿Os podéis callar de una vez…? —se impacientó Omar el Khebir—. Estoy tratando de pensar, ya que sin duda en ese aparato hay agua, pero, si sus ocupantes siguen vivos, tendremos problemas.
—¿Qué clase de problemas?
—Podrían dispararnos, pero nosotros no.
—¿Y eso?
—Si una bala alcanzara el depósito de combustible, todo saltaría por los aires y adiós agua… —Omar el Khebir hizo una pausa que aprovechó para quitarse el turbante y volver a colocárselo con sumo cuidado mientras señalaba—: Debemos llegar a un acuerdo y cambiarles el agua que necesitamos por los camellos que van a necesitar para salir de aquí.
Reiniciaron la marcha y, pese a la persistente reverberación, al cabo de unos minutos pudieron constatar que Yusuf no se había equivocado, una avioneta roja y blanca aparecía clavada en la arena con la cola en alto y a pocos metros de distancia aparecían apilados varios depósitos de plástico de forma rectangular.
Cuando se encontraban a poco más de un kilómetro, Omar el Khebir hizo un disparo al aire y, pese a que esperó un par de minutos y volvió a disparar, nadie hizo acto de presencia.
—Están muertos —comentó Tufeili.
—O se han marchado —le respondieron.
—¡Con tal de que no se hayan podido llevar toda el agua…!
De improviso, el mercenario que marchaba en retaguardia se desplomó; quien se encontraba más cerca se volvió intentando averiguar qué le había sucedido, pero al instante lanzó un gemido y se llevó las manos al estómago doblándose sobre sí mismo.
Yusuf se arrojó de cabeza a la arena al tiempo que aullaba:
—¡Al suelo! ¡Nos disparan!
La reacción fue tan inmediata como de costumbre en hombres habituados a las emboscadas, puesto que al instante obligaron a arrodillarse a los camellos protegiéndose con ellos, aunque en esta ocasión tampoco acertaran a determinar por el ruido de los disparos desde dónde llegaba el ataque.
A los pocos instantes un tercer miembro del grupo cayó muerto y solo entonces sus compañeros pudieron comprobar que el malnacido tirador que con tanta saña les perseguía se ocultaba en algún punto de su flanco derecho.
Intentaban localizar su posición en el momento en que ocurrió algo que les dejó ciertamente estupefactos; de la cabina de la avioneta había surgido un negro muy alto que, tras retirar las cuñas de madera que obligaban al aparato a mantenerse en equilibrio en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, se colgó de la cola haciendo contrapeso de tal forma que muy pronto consiguió que el aparato recuperara su posición original.
Como se encontraba fuera de tiro, Omar el Khebir y sus seguidores no pudieron hacer otra cosa que observar impotentes cómo les saludaba con la mano mientras prendía fuego a la pila de depósitos de plástico, que al contener aún restos de combustible, ardió al instante provocando una espesa columna de humo.
—¡Hijo de la gran puta…! —no pudo por menos que exclamar un indignado Yusuf—. Está indicando nuestra posición a quienes nos buscan; no ha sido un accidente, ha sido una trampa.
Como para corroborar sus palabras, el flaco Ameney se regodeó a la hora de extraer del bolsillo superior de su camisa un enorme habano que encendió con estudiada parsimonia.
—¿Qué hacemos? —inquirió un nervioso Tufeili—. Si nos quedamos aquí, acabarán por matarnos uno a uno.
Su jefe se volvió a mirarle despectivamente al señalar:
—Ser mercenario y pretender que no intenten matarte es tanto como ser peluquero y pretender que no te asalten los piojos.
Por su parte, el larguirucho somalí se tomó un tiempo prudencial fumando con exagerada delectación antes de introducirse de nuevo en la cabina y poner el motor en marcha. El rugiente aparato comenzó a moverse en línea recta levantando tras sí una nube de polvo que dificultó aún más su visión, pero al poco giró hacia la derecha, ganó velocidad y trazando un semicírculo acudió al punto en que Gacel Mugtar había hecho de improviso su aparición surgiendo de entre las rocas en que se encontraba oculto.
En cuanto el tuareg subió a bordo y aseguró la puerta, el piloto aceleró al máximo, por lo que la veterana avioneta, ahora mucho más ligera de peso, no tardó en elevarse, trazar un par de círculos a gran altura y poner rumbo al oeste.
Cuando ya no era más que un diminuto punto en la distancia, Omar el Khebir ordenó que enterraran a los muertos y se alejó hasta la cima de una duna en la que tomó asiento para reflexionar sobre la situación en que le había colocado un frío ejecutor que había sido capaz de abatir a siete de sus hombres sin permitirle saber qué aspecto tenía.
Apenas había alcanzado a verle de lejos y de espaldas en el momento de subir al aparato portando su sofisticado fusil de gran potencia, silenciador y mira telescópica, y aquella era un arma endiabladamente mortífera a la que nunca podría enfrentarse con las suyas.
Pero en aquellos momentos no era el tirador o su arma lo que más le preocupaba, sino la infinidad de beduinos que pudieran haber visto la columna de humo y que probablemente les buscaban ansiando aniquilar a quienes habían pasado a cuchillo a los senaudi.
También podía darse el caso, en realidad lo daba por seguro, de que el piloto hubiese comunicado por radio su posición, por lo que no sería de extrañar que en cualquier momento hiciera su aparición un caza francés dispuesto a fulminarles.
Ni siquiera Yusuf, que conocía bien la región, se sentía capaz de determinar si ya habían cruzado la frontera, y era cosa sabida que los franceses se habían tomado muy en serio el conflicto de Malí, así como la protección de las minas de uranio de Níger, al extremo de haber enviado a la región un numeroso contingente de tropas.
Y Omar el Khebir sabía por amarga experiencia que a los pilotos franceses les divertía disparar sus ametralladoras, y con excesiva frecuencia no dudaban en lanzar sus misiles sobre cuanto se movía.
A su modo de ver, había llegado por tanto el momento de gritar «¡Sálvese quien pueda!» y, siendo como era un hombre eminentemente pragmático, no dudó en admitirlo en el momento de reunirse con su gente.
—A partir de aquí debemos dispersarnos y que cada cual cuide de sí mismo… —comenzó diciendo sin el menor tapujo y con loable sinceridad—. No he conseguido evitar que nos machaquen y, por lo tanto, ya no me considero vuestro jefe.
—¿Y a dónde iremos?
—Cada cual a donde se sienta más seguro. Pero mi consejo es galopar hasta reventar los camellos, dejarlos luego en libertad e intentar ocultarse lo mejor posible.
—Resulta muy difícil sobrevivir en el desierto sin camellos —le hizo notar Tufeili.
—Cierto, pero te delatan desde muy lejos y lo mejor es soltarlos, porque su instinto les llevará hacia el agua y quienes te persigan irán tras ellos… —se golpeó el pecho como si quisiera poner de manifiesto su sinceridad—. Ese es mi consejo, pero cada cual puede hacer con su pellejo lo que le plazca.
No obtuvo respuesta, puesto que todos parecían rumiar sobre lo que harían a partir del momento en que se encontraran solos, por lo que, dando por concluida la reunión, dio unas cuantas palmadas al señalar:
—Y ahora repartiremos a partes iguales el agua y las provisiones, pero antes debemos desparramar las tripas de los camellos muertos.
—¿Y eso…? —preguntó alguien con gesto de asco.
—Atraerá de inmediato a los buitres y llamará la atención de cuantos nos buscan, que correrán hacia aquí, aunque cuando lleguen ya estaremos lejos.
—¡Odio a los buitres…! —masculló Yusuf.
—Todo el mundo odia a los buitres, amigo mío —fue la tranquila respuesta—. Pero en estos momentos son nuestros mejores aliados, porque los pilotos también los odian, ya que suelen provocar accidentes. Y al girar sobre los cadáveres atraerán a todas las aves carroñeras de la zona, lo cual evitará que nos delaten al girar sobre nosotros cuando andemos perdidos por esos arenales del demonio —sonrió como si lo que fuera a decir se le antojara de lo más divertido—: Por lo general, prefieren un cadáver seguro a un muerto probable.
Habían rellenado el depósito con el contenido de los bidones a los que más tarde Ameney prendiera fuego de una forma ciertamente provocativa, por lo que, en cuanto Gacel se acomodó en su asiento, el aparato, ligero ahora de carga, se elevó con sorprendente suavidad, de tal modo que aún tuvo tiempo de buscar sus prismáticos y observar con detenimiento al grupo de hombres que le amenazaban con el puño evidenciando la intensidad de su ira, su miedo y su impotencia.
Giraron de nuevo sobrevolando sus cabezas, lo suficientemente altos como para no temer que les alcanzaran sus disparos, pero a una distancia que permitió a Gacel distinguir con cierta nitidez el rostro del único mercenario que permanecía impasible y sin cubrirse con el velo devolviéndole la mirada con gesto desafiante.
Supo que se trataba de Omar el Khebir, que parecía estar diciéndole que algún día le ajustaría las cuentas pese a que no supiera quién era, dónde podría encontrarle o qué aspecto tenía, porque los tuaregs verdaderamente valientes solo se quitaban el velo ante sus amigos íntimos o sus peores enemigos con el fin de demostrarles que no les temían.
Gacel Mugtar aborrecía a un desalmado que había traicionado a su pueblo y masacrado a inocentes, pero no podía evitar respetar su capacidad de liderazgo visto que había sabido conducir a sus hombres hasta los límites de lo imaginable.
Allí estaba, en el mismísimo corazón del lugar más desolado del planeta, rodeado de enemigos y expuesto a que le dispararan desde el aire, pero aun así mantenía la entereza y parecía estar desafiándole a un enfrentamiento cara a cara.
—Deberíamos haber traído granadas —comentó el somalí tras lanzar un chorro de humo de su maloliente habano—. Me hubiera encantado lanzarles unas cuantas y verlos correr como conejos.
—Nunca me han gustado las granadas —masculló su pasajero.
—Menos me gustan a mí, porque una me dejó esta cicatriz —replicó el otro mostrándole el antebrazo—. Pero por eso mismo reconozco que suelen ser eficaces. ¿A dónde vamos?
—Hacia el oeste.
—Eso es «hacia dónde», no «a dónde» —le hizo notar el piloto—. Y te recuerdo que, cuando a uno de estos trastos se le acaba el combustible, tiene la fea costumbre de caerse, y en ese caso no sería un falso accidente.
—¿Y «a dónde» podríamos ir? —fue la inmediata pregunta.
—Si nos desviáramos hacia el noroeste, podríamos aterrizar en Kidal; si nos desviáramos hacia el suroeste, en Tombuctú; pero, si siguiéramos en línea recta, lo más probable es que acabáramos en lo alto de una duna, porque hacia el oeste todo es pura «tierra vacía».
—¿Cuánto tiempo tengo para decidirlo?
—Una media hora…
Apenas había pasado la mitad de ese tiempo cuando hizo su aparición frente a la hélice un macizo de negras rocas de unos trescientos metros de altura que se elevaba abruptamente en el centro de una llanura grisácea.
En uno de sus estrechos barrancos crecían arbustos, por lo que el tuareg enfocó hacia allí los prismáticos y al poco advirtió que en la parte más profunda se distinguía con cierta claridad una pequeña charca verdosa.
—¿Podrías aterrizar por aquí? —quiso saber.
—¿Para qué?
—Si hay agua, vendrán a buscarla.
—El agua que escurre por ese tipo de laderas casi nunca resulta potable.
—Lo sé. Pero un buen beduino, y Omar el Khebir lo es, también sabe en qué proporción debe mezclarla con sus reservas de agua dulce y de ese modo las aumenta.
El negro se limitó a encogerse de hombros al tiempo que inclinaba el morro del aparato y lo obligaba a virar lentamente con objeto de buscar un lugar en donde tomar tierra.
A punto ya de hacerlo, comentó:
—Si piensas quedarte esperándoles ahí, estás más loco de lo que suponía.
La maniobra de aterrizaje fue perfecta, el motor se detuvo a menos de trescientos metros de la entrada del barranco y juntos se aproximaron a examinar la charca que apenas tendría ocho metros de largo por tres de ancho, con una profundidad que no superaba los cuarenta centímetros.
Mientras encendía uno de sus gruesos habanos, el somalí alzó el rostro estudiando el escarpado macizo.
—Es un buen lugar para tender una emboscada, pero si te rodean acabarán cazándote.
—Nunca conseguirían rodearme… —señaló el tuareg seguro de sí mismo.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque vendrán de uno en uno, y un hombre solo no puede rodear a otro por mucho que se esfuerce —fue el humorístico comentario.
—¿Y cómo puedes saber que vendrán de uno en uno?
—Porque, por lo general, el tuareg que se siente acosado prefiere viajar sin compañía, abandonar su montura, camuflarse de día y caminar de noche.
—Tiene una cierta lógica visto lo dilatados que son aquí los espacios y que te pueden ver desde muy lejos.
—Tiene toda la lógica del mundo, puesto que desde que permites que te localicen eres hombre muerto. Ten por seguro que, si alguno de los hombres de Omar consigue llegar, lo hará en la oscuridad. Y en ese caso tendré una doble ventaja, porque yo puedo verle y él a mí no.
El piloto agitó una y otra vez la cabeza, tomó asiento en una roca, fumó unos instantes en silencio y, tras observar el escarpado terreno, masculló:
—Eres como una de esas jodidas serpientes que siempre parecen saber lo que va a hacer su presa y no me gustaría tenerte como enemigo. ¿Qué se siente al matar a alguien sabiendo que no puede defenderse?
—Intento no sentir nada, porque es lo que me han ordenado, al igual que se lo han ordenado a millones de soldados a lo largo de la historia.
—Pues tampoco me gustaría estar en tu pellejo —fue el agrio comentario.
—¿Acaso crees que me gusta a mí? —inquirió molesto su acompañante—. Cada vez que tengo que apretar el gatillo se me revuelven las tripas. Y es mejor que te marches, porque comienza a hacerse tarde.
El somalí negó convencido.
—Prefiero pasar la noche aquí, porque si despego ahora me arriesgo a que oscurezca antes de llegar a Kidal, que es el aeropuerto más próximo. Saldré al amanecer y aprovecharé lo que queda de luz para echarle un vistazo al motor, porque tose de vez en cuando y sospecho que no le ha gustado pasar tanto tiempo cabeza abajo.
—Pero, si alguno de los hombres de Omar llegara esta noche, correrías peligro.
—¡Qué estupidez! —fue el despectivo comentario—. Hemos recorrido casi ochenta kilómetros y ni al galope podría alcanzarnos antes de mañana al mediodía.
Regresaron junto a la avioneta y, al observar con cuánta habilidad el negro hurgaba en las entrañas de lo que se le antojaba una complejísima máquina, Gacel no pudo por menos que comentar:
—No me explico cómo eres capaz de pasarte media vida en un trasto que puede venirse abajo en cuanto se le afloje cualquier tornillo.
—Por eso lo único que importa es que los tornillos estén bien apretados —fue el sencillo comentario de quien se limpiaba la grasa de las manos con un mugriento trapo—. Y ten presente que hace medio siglo un Cessna como esta consiguió volar durante sesenta y seis días sin tocar tierra.
—¿Sesenta y seis días volando sin parar? —negó con absoluta rotundidad quien le observaba—. ¡Eso es absolutamente imposible!
—Es posible —afirmó el otro, seguro de lo que decía, volviendo a concentrarse en el motor—: Batió el récord mundial de permanencia en el aire con el fin de hacer publicidad de un casino de Las Vegas.
—Eso sí que se me antoja una soberana estupidez.
—A los norteamericanos les encanta ese tipo de estupideces, pero en ocasiones sirven de algo; no sé si convencerían a los jugadores para que acudieran al casino, pero sí convenció a millones de usuarios sobre la fiabilidad de un motor capaz de funcionar durante mil quinientas horas seguidas.
—¿Y de dónde sacaban el combustible?
—Dos pilotos se turnaban a los mandos y a ratos volaban junto a una carretera desde la que un coche les enviaba gasolina, agua y comida.
Gacel no volvió a preguntar nada al respecto, limitándose a alejarse para tomar asiento y reflexionar sobre lo disparatado que llegaba a ser un mundo en el que miles de niños habrían muerto de hambre durante los sesenta y seis días que aquella dichosa avioneta había estado dando vueltas tontamente.
Cuando tras la frugal cena, y ya a la luz de una luna en creciente, se lo comentó al esquelético negro, este se limitó a responder:
—¿Por qué crees que abandoné Somalia? Llegó un momento en que no soportaba ver cómo se gastaba mil veces más en armas que en agua mientras sufríamos una de las mayores sequías que se recuerdan.
—También aquí sufrimos cada vez más sequías y cada vez se gasta más en armas.
—La diferencia estriba en que Somalia tiene mucha costa y se podría utilizar el viento que casi siempre sopla con fuerza en la zona para subir agua de mar a la gran cadena montañosa del norte y dejarla caer de modo que produjera energía eléctrica. De ese modo se desalaría agua y se recuperaría una inmensa región en la que la gran mayoría de los somalíes podríamos vivir de la agricultura y la ganadería. Pero nadie hace nada y la yihad islámica advierte que matará a quien lo intente, porque las tecnologías modernas van contra la voluntad de Alá. Los muy hijos de mala madre no dudan en utilizar misiles teledirigidos, pero se niegan a aceptar que algo tan antiguo como un molino que sube agua a una montaña evite que mueran miles de niños. Por eso me ofrecí voluntario cuando supe que los estabais combatiendo.
—Pues te has embarcado en una lucha tan inútil como la mía, porque por cada yihadista que eliminamos nacen seis.
—Lo sé, pero la diferencia estriba en que yo abandonaré la lucha cuando me apetezca, mientras que tú no puedes dejarla… —el negro de rostro casi cadavérico echó una vez mano a sus sempiternos habanos antes de inquirir—: ¿Qué experimentas al saber que hagas lo que hagas nunca vencerás?
—Procuro no pensar en ello.
—¿Y lo consigues?
La respuesta tardó en llegar, pero fue absolutamente sincera.
—¡No! Naturalmente que no. Soñaba con comprarme un camión, casarme y tener hijos, pero mi abuelo ya me advirtió que la distancia que separa los sueños de la realidad suele ser mayor que el mayor de los desiertos.