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—Tu madre me ha pedido que te diga que tus deudas han sido saldadas, recibe dinero para vivir sin apuros y Alina se va haciendo a la idea de tener que buscarse otro marido. Tu hermana también te echa de menos.

—Gracias.

—¿Por qué? —quiso saber Hassan—. Soy yo quien debe dártelas por arriesgar la vida.

—No la estoy arriesgando mucho últimamente… —le hizo notar Gacel.

—Eso tengo entendido, pero vaya lo uno por lo otro, y me temo que muy pronto se te acabará la diversión.

Se habían reunido en el bosquecillo que crecía junto a la cabecera del riachuelo y Hassan continuaba sin descubrirse el rostro, ya que el anonimato constituía una parte esencial de su tarea, al extremo de que se había negado a aceptar la hospitalidad de Razmán Yuha alegando que su mansión podía considerarse una especie de manicomio en el que gente llegada de muy diferentes lugares se dedicaba a cantar, bailar, recitar poesías o contar historias. A su modo de ver, se convertía en una especie de zoco propicio a la hora de obtener información, pero al propio tiempo se convertía en un lugar en exceso peligroso si se daba pie a que de allí partieran determinadas informaciones.

—Estamos teniendo muchas bajas… —dijo—. Y empiezo a temer que entre ellas se pueda encontrar Turky, el tercer hijo de Razmán, porque le enviamos a Tombuctú y lleva dos semanas sin dar señales de vida.

—Pues lamentaría muchísimo que le hubiera ocurrido algo —le dijo Gacel—. Su familia me ha recibido con los brazos abiertos.

—Y las piernas… —fue el jocoso comentario, pero, al no obtener respuesta de su avergonzado interlocutor, Hassan cambió el tono al añadir—: Debemos admitir que los tuaregs somos muchos, pero los yihadistas parecen nacer por generación espontánea y en los lugares más insospechados. Lo mismo se inmolan mujeres en un supermercado de Nairobi que dos hermanos ponen bombas al paso de un grupo de corredores en Boston.

—Algo me ha contado Zair sobre el incidente del maratón. ¡Cosa de locos!

—Lo malo es que los locos resultan imprevisibles y son más peligrosos que los cuerdos, porque solo sienten apego a sus obsesiones. Hace cuatro años, un psiquiatra del ejército norteamericano salió de su consulta y mató a tiros a trece soldados gritando que se acababa de convertir a la yihad, por lo que «había estado toda su vida luchando en el bando equivocado y necesitaba corregir su error». Como comprenderás, prefiero a diez asesinos hijos de mala madre como Omar el Khebir antes que a un loco como ese psiquiatra o un sádico como Sad al Mani.

—¿Quién es Sad al Mani?

—Un cristiano nacido de padres y abuelos canadienses que un buen día decidió convertirse al islamismo, pasar del frío de Montreal al calor del desierto y de una cómoda universidad, en la que se supone que debían enseñarle a vivir, a una sucia cueva en la que le han enseñado a matar, que evidentemente es lo que le gusta hacer y de la forma más cruel imaginable. Por lo que hemos conseguido averiguar, se encuentra en Malí y ha jurado «ajusticiar a los infieles que explotan los yacimientos de uranio y el petróleo sahariano».

—¿Qué tienen que ver el petróleo y el uranio con todo esto? —se sorprendió su interlocutor—. Se supone que estábamos hablando de religión, no de energía.

—En los tiempos que corren la energía se ha convertido en una religión y su credo predica «ajusticiar a los infieles», pero no a los musulmanes que explotan el uranio o el petróleo sahariano.

—Entiendo… —admitió Gacel no demasiado convencido—. O por lo menos intento entenderlo, porque Razmán me ha contado que, si la yihad consigue controlar la mayor parte de las fuentes de energía, acabará por imponer sus ideologías.

—¡Lógico! Quienes tienen el dinero y la fe siempre vencerán a quienes no tienen ni una cosa ni otra. Ese desmadrado canadiense pretende disponer de ambos y si, por lo que sabemos, Omar se dirige al oeste, acabará en Malí, lo cual significará que pronto o tarde se pondrá a su servicio.

Gacel meditó unos instantes, siguió su costumbre de arrancar una briza de hierba con el fin de mordisquearla y resultaba evidente que cuanto acababa de oír le desconcertaba. Siempre había sido un buen musulmán que cumplía los preceptos del Corán, pero le costaba aceptar que alguien de otra religión y otra cultura se transformara, de la noche a la mañana y sin razón aparente, en extremista.

Acabó por lanzar un hondo suspiro con el que pretendía demostrar que todo aquello superaba su capacidad de entendimiento y se limitó a preguntar:

—¿De dónde sacará Omar el agua que necesita para llegar a Malí? Razmán asegura que los pozos de la zona están agotados.

—No tengo ni la menor idea, pero ese hijo de una camella tuerta ha demostrado tener infinidad de recursos, por lo que tu misión consiste en impedir que se una al maldito canadiense hijo de una foca.

—Me lleva una ventaja enorme… —le hizo notar Gacel.

—Lo sé, y por eso estoy intentando conseguir una avioneta.

—Nunca he volado.

—Tampoco habías matado a nadie, y volar es más fácil.

—No estoy muy seguro… —fue el intencionado comentario—. Los hombres llevan miles de años matándose y, que yo sepa, aprendieron a volar hace apenas un siglo.

Su oponente le observó inclinando ligeramente la cabeza, hizo intención de contestar con brusquedad, pero se lo pensó mejor y acabó por señalar:

—Sospecho que la hija de Razmán te enseña demasiado.

—Se pasa la vida leyendo… ¡A rusos!

—Espero que no se trate de una comunista, pero volvamos a lo que importa; esa avioneta te dejaría en algún punto desde el que conseguirías interceptar a Omar antes de que se uniera a Sad al Mani.

—¿Y quién se ocupará de Sad al Mani?

—Los franceses le andan buscando, aunque dudo que lo encuentren, porque antiguamente su Legión Extranjera sabía desenvolverse en el desierto, mientras que ahora todo lo basan en aviones a reacción o satélites espías, y eso aquí no sirve de mucho. Debemos ser nosotros los que les resolvamos el problema.

—¿Para que sigan siendo ellos los que se llevan el gas, el petróleo o el uranio? —fue la capciosa pregunta de Gacel.

—No se han hecho sonar los ettebels a causa del gas, el petróleo, el uranio o nada que pueda comprarse con dinero —le contestó un quisquilloso Hassan—. Nuestra guerra no es económica; es por el honor de los tuaregs, que es algo que nunca tendrá precio. ¿O es que aún no lo habías entendido?

—Lo siento, siempre he sido un ignorante.

El otro pareció comprender que se había excedido y le golpeó con afecto el brazo intentando disculparse a su vez.

—Ni eres un ignorante ni tienes por qué pedir perdón, dado que has demostrado que estás dispuesto a morir por los nuestros. Y ahora disfruta de todo lo bueno que te ofrezca la vida, porque si algo sé es que cuando nos enfrentemos a los yihadistas acabaremos muriendo antes de tiempo.

Dieron un gran rodeo avanzando desde el oeste, con tanto sigilo que incluso aprisionaron los hocicos de los dromedarios con el fin de que no berrearan, y solo cuando tuvieron a la vista el rescoldo de las hogueras del campamento, comprobando que la mayor parte de sus ocupantes dormían, liberaron de sus mordazas a los animales, justo antes de lanzarse al galope en un furioso ataque por sorpresa.

Emplearon en el asalto todas sus armas, incluida la media docena de granadas que les quedaban, disparando contra cuanto se movía y provocando tal desconcierto que quienes no cayeron en el acto se vieron obligados a huir.

Los sorprendidos beduinos intentaron defenderse a la desesperada, pero ni un solo hombre quedó con vida y cinco jaimas ardieron abrasando en su interior a enfermos, ancianos, mujeres o niños.

Yasir continuó luchando hasta el último aliento pese a que una explosión le había arrancado un pie, ofreciendo tan fiera resistencia que consiguió herir a Almalarik unos segundos antes de que le lanzara encima su camello.

Ya en el suelo, se apuñalaron con saña y ambos se llevaron la peor parte, porque la peor parte siempre significa morir y ambos acabarían muriendo.

Yasir casi al instante; Almalarik, horas más tarde.

Cuando hizo acto de presencia el sol no pareció sorprenderse al alumbrar a una treintena de cadáveres debido a que estaba acostumbrado a que desde que el hombre hiciera su aparición sobre la faz de la Tierra masacres semejantes se produjeran casi a diario en algún rincón del planeta.

Algunas incluso muchísimo más aterradoras.

A media mañana, Yusuf, que había dedicado parte de su tiempo a despojar a los cadáveres de cuanto llevaran de valor, se aproximó a Almalarik, que se desangraba a la sombra de una palmera.

—No está bien que te mueras sin ver cumplido un último deseo —dijo al tiempo que le colocaba ante los ojos un abollado plato de aluminio—. Te he traído sopa de gallina con arroz.

—Mi último deseo no es sopa de gallina con arroz… —casi le escupió el herido sin apenas aliento—. Ahora mi último deseo sería entrar en el infierno llevándote de la mano.

El otro sonrió al tiempo que le guiñaba un ojo.

—Pues me temo que necesitarías un brazo muy largo, porque a ti te quedan tres pasos y dentro de una hora nos largamos —dijo—. Aquí te la dejo, si quieres te la tomas o si lo prefieres te vas al otro mundo en ayunas.

Tres hombres expresaron su malestar ante el hecho de abandonar a un compañero herido a merced de los senaudi que habían conseguido huir, ya que le torturarían al regresar, pero Omar el Khebir se mostró inflexible.

—Más sufrirá si le subimos a un camello —dijo—. Si creyera que le queda alguna esperanza de salvación, lo pensaría, pero en quien tengo que pensar es en vosotros, porque supongo que no tardarán en aparecer docenas de hijos de puta de las tribus cercanas dispuestos a cortarnos la cabeza. No me quedaré a esperar a que Almalarik se muera por sus propios medios, o sea, que el que no esté de acuerdo con dejarle aquí que le pegue un tiro —a continuación alzó el brazo señalando hacia el oeste, al añadir—: Ese es nuestro único camino y después de esto nos buscarán hasta debajo de las piedras, por lo que no podremos aproximarnos a ningún lugar habitado durante mucho mucho tiempo; así que en marcha.

Reunieron todos los camellos que había en el campamento y los cargaron con odres de agua y provisiones.

A continuación, Omar ordenó arrojar al pozo media docena de los cadáveres que ya habían comenzado a descomponerse, así como una gran cantidad de arena.

—Cegar y contaminar un pozo resulta fácil —señaló—. Volver a sacar la arena y descontaminarlo lleva tiempo, o sea, que, si alguien tiene intención de seguirnos, se verá obligado a traer agua desde muy lejos.

La noticia de la masacre que había tenido lugar en el campamento de los senaudi conmocionó a la familia, pero la última señal de su sempiterna alegría desapareció cuando dos días después se supo que el cadáver de Turky había aparecido en Tombuctú.

Le habían torturado, sacándole los ojos y arrancándole la lengua antes de arrojarle al Níger.

Su padre se encerró en su despacho sin querer ver a nadie y las mujeres se enclaustraron en un ala de la casa a llorar la pérdida de un valiente muchacho que lo había dejado todo por cumplir una difícil misión para la que no estaba en absoluto preparado.

Una vieja leyenda aseguraba que miles de años atrás el río Níger discurría a través de lo que ahora era el desierto para acabar desembocando en el lago Chad, por lo que su cauce era un vergel que alimentaba a miles de hombres y animales, incluidos leones, jirafas y elefantes.

No obstante, esa misma leyenda aseguraba que en sus orillas vivía un leñador muy fuerte, Tombuctú, cuya esposa, así como su hija adolescente, eran bellísimas.

Las dos mujeres solían bañarse cada atardecer en un recodo del río, frente a su cabaña, pero un malhadado día el poderoso y prepotente Níger decidió raptarlas y violarlas devolviéndolas a la orilla al cabo de una semana.

Continuaba contando la leyenda que el desesperado Tombuctú juró vengarse de quien le había arrebatado cuanto amaba y aguardó hasta que varios años más tarde una larga sequía hizo que el nivel del agua descendiera de forma notable, aprovechando la ocasión para acumular en el recodo enormes troncos y piedras con la intención de formar un dique infranqueable.

Cuando volvieron las lluvias el humillado río no fue capaz de derribar tan gigantesco obstáculo, pagando caro sus crímenes, ya que tuvo que buscar un nuevo cauce desviándose hacia el sur para ver cómo su ingente masa de agua dulce y fértil era engullida de inmediato por la del mar, que la convertía en salada y estéril.

Tombuctú completó su venganza y en aquel mismo punto nació la ciudad que llevaría su nombre, pero acarreó la desgracia a millones de seres que murieron de sed o que se vieron obligados a emigrar.

La arena no tardó en cubrir el viejo cauce del Níger, el Chad dejó de ser un gigantesco lago y ya solo era una triste charca casi a punto desaparecer, porque una vez más el hombre había sido capaz de vencer a la naturaleza, pero, una vez más, había pagado un precio demasiado alto.

Con el paso de los siglos Tombuctú se había convertido en una gran urbe próspera, activa y especialmente culta debido a que en sus museos y mezquitas se conservaban casi trescientos mil manuscritos de incalculable valor, muchos de los cuales databan del siglo XIII y trataban de religión, matemáticas, medicina, astronomía, música, literatura, poesía o arquitectura.

Durante la reciente ocupación de la ciudad, los yihadistas habían lanzado una feroz cruzada contra todo lo que denominaron «ideologías heréticas», y los libros con representaciones de imágenes se consideraron una práctica contraria a la tradición del islam suní; numerosos grupos de corriente extremista habían intentado destruir todos los documentos que no estuvieran de acuerdo con sus ideas extremistas.

El número de manuscritos e incunables robados o quemados por los grupos radicales superaba los cuatro mil, y se necesitarían millones de euros para proteger edificios declarados patrimonio de la humanidad si se pretendía evitar que ocurriera con ellos lo que había ocurrido con las colosales estatuas de Buda que años atrás habían sido dinamitadas por extremistas afganos.

Al parecer, Turky, que había estudiado historia en París, era uno de los encargados de recuperar manuscritos perdidos, por lo que su muerte podía achacarse tanto a los fanáticos que ya habían realizado su destructiva labor como a los saqueadores habituales.

Sentado bajo el árbol predilecto de Zair, y observando una vez más las garzas que anidaban al otro lado del riachuelo, Gacel se preguntó por qué extraña razón Tombuctú se había convertido en la ciudad en donde los auténticos creyentes y quienes interpretaban a su capricho los mandamientos del Profeta se enfrentaban en una lucha tan sórdida y sangrienta.

Las muertes que cargaba sobre sus espaldas le seguían pesando hiciera lo que hiciera, pero el hecho de tener conocimiento de la cruel matanza del campamento senaudi, así como del salvaje asesinato de Turky, había contribuido a aligerar su conciencia.

Si alguna duda había albergado sobre la legitimidad de sus acciones, y si era digno de un tuareg ejecutar a un ser humano a sangre fría, tales dudas se habían disipado a partir del momento en que le comunicaron el incalificable acto de barbarie que habían llevado a cabo las huestes de Omar el Khebir.

Y es que ya no entraban en la categoría de «seres humanos». A partir de aquel día pasaban a convertirse en alimañas a las que tenía la obligación de aniquilar dondequiera que se encontrasen y sin experimentar el menor remordimiento.

Bueno era cuando las dudas daban paso al convencimiento, aunque malo era cuando la templanza daba paso a la ira.

Hassan se lo advirtió la mañana que vino a comunicarle que recogiera sus cosas porque había llegado el momento de reanudar la lucha.

—No permitas que la sed de venganza te nuble el juicio —le dijo—. Has demostrado que sabes comportarte como un tuareg y eso es lo que seguimos esperando de ti porque no creo que la furia ciegue a los hombres, pero a menudo consigue que les tiemble el pulso. Limítate a matar sin rencor.

Aquella era una curiosa frase que se repetiría a sí mismo con frecuencia: «Matar sin rencor»; cumplir con su tarea sin molestarse en juzgar la inocencia o culpabilidad de quien se colocaba en su punto de mira y sin dedicarle luego un pensamiento.

No era fácil, pero resultaba mucho más cómodo que pararse a meditar en por qué razón iba a hacer lo que iba a hacer o por qué razón había hecho lo que había hecho. Mientras el difunto fuera uno de los mercenarios de Omar el Khebir, bien muerto estaba, y en lo único que debía pensar era en cuál sería el siguiente.

Lo que sí lamentó a la hora de reiniciar la cacería fue que Hassan le impidiera despedirse de la singular familia con la que había pasado algunos de los días más felices de su vida.

—Lo mejor que puedes hacer en este momento es respetar su duelo, porque ninguna palabra conseguirá aliviar su dolor —señaló el otro, convencido de lo que decía—. Lo que esperan de ti es saber que has contribuido a que la sangre de Turky no haya sido derramada en vano.

Cuando el vehículo se alejó rumbo al desierto, Gacel se volvió a contemplar la vieja fortaleza con la esperanza de distinguir a Zair en una ventana y poder decirle adiós pero se encontraba cerrada a cal y canto.

Al poco, Hassan le entregó un pedazo de papel.

—Estas son direcciones a las que podrás acudir en caso de necesidad —dijo—. Una en Kidal, otra en Tombuctú y otra en Bamako. Apréndetelas de memoria.

—No tengo buena memoria —protestó.

—Pues vale que te esfuerces, porque no podemos permitir que te encuentren esos nombres encima.

Al cabo de unos quince minutos avistaron una vieja avioneta de ala alta que parecía estar aguardándoles en mitad de la nada, pero, cuando se encontraban ya a tiro de piedra, Hassan detuvo el vehículo y permitió que le echara un último vistazo al papel antes de quitárselo de las manos.

—¿Te las has aprendido? —inquirió.

—Supongo que sí.

—Espero por tu bien que así sea. El piloto se llama Ameney y lo único que sabemos de él es que nació en Somalia y tiene casi treinta años de experiencia. ¡Suerte!

Gacel recogió sus pertenencias y se encaminó sin prisas hacia el punto en que, sentado en una de las ruedas del aparato, le aguardaba un negro muy alto y rostro chupado hasta parecer casi cadavérico que apuraba los restos de lo que sin duda había sido un grueso habano.

Salam aleikum! —le saludó.

Salam aleikum! —le respondió una voz que parecía surgir de una tétrica catacumba—. ¿A dónde vamos?

—Al pozo de los senaudi. ¿Lo conoces?

—Sé llegar, pero, si no recuerdo mal, está rodeado de dunas y no tendremos espacio para aterrizar.

—Tan solo nos servirá de punto de referencia.

El somalí se limitó a arrojar lejos lo poco que le quedaba de su cigarro, abrió la puerta indicando que subiera y al tuareg le sorprendió advertir que los asientos traseros habían sido sustituidos por recipientes de plástico tan perfectamente encajados que apenas quedaba espacio para colocar sus armas.

—Agua y combustible… —aclaró el llamado Ameney al advertir su desconcierto—. Cuando se vuela en un trasto de hace cuarenta años, nunca se sabe lo que puede suceder y hay que estar prevenidos, porque ese desierto es muy grande.

Gacel Mugtar no había volado nunca, nunca había tenido la menor intención de hacerlo y nunca imaginó que se vería obligado a hacerlo en un herrumbroso cacharro que ya debía de contar con cientos de horas de vuelo cuando él nació.

—¿Se elevará con tanto peso? —inquirió con apenas un hilo de voz.

—Pronto lo sabremos —fue la, a todas luces, inquietante y desalentadora respuesta de quien lo había dicho en un tono de absoluta sinceridad.

Por suerte la pista era muy larga: una llanura casi interminable sin un solo accidente, quizás el único lugar de toda la región por el que el desvencijado aparato corría tan libremente que su único y aterrorizado pasajero llegó a pensar que el piloto no tenía la menor intención de alzar el vuelo y pensaba llevarle por tierra a su destino.

En ocasiones las ruedas se elevaban un par de metros, pero de nuevo volvían a posarse con desconcertante suavidad, por lo que Gacel Mugtar se aferró al asiento tirando de él con fuerza como si con ello pudiera conseguir que el veterano trasto despegara.

Quien permanecía a los mandos aguardaba con infinita paciencia a que la rugiente y cochambrosa máquina tuviera a bien despedirse del suelo y, solo cuando al cabo de unos interminables minutos se encontraban ya a unos cien metros de altura, se decidió a comentar con su voz profunda y su tono monocorde:

—Empezaba a dudar.