7

Un hombre que se cubría el rostro con el extremo de un turbante azul hizo su aparición en la cima de una duna alzando la mano a modo de saludo mientras en la otra sostenía un fusil.

Metulem, metulem! —gritó.

Metulem, metulem! —le respondieron.

—Lo siento, pero no podéis pasar de aquí.

—¿Por qué?

—Porque no tenemos agua suficiente. Uno de vosotros puede ir a llenar dos girbas, pero es todo lo que os daré.

—¿Quién lo dice?

—Yasir, dueño del pozo. Los senaudi lo abrimos hace más de un siglo y lo hemos cuidado durante cuatro generaciones.

—Nuestros animales necesitan beber y con dos girbas no basta —le hizo notar Omar el Khebir alzando la voz, ya que el desconocido no parecía dispuesto a aproximarse.

—Lo sé, pero tengo que elegir entre mi familia y vuestros animales.

—¿Acaso es esta la famosa hospitalidad beduina? —fue el claro reproche que buscaba herir el orgullo del desconocido.

—Si solicitas mi hospitalidad, te la otorgo, al igual que estoy obligado a concedérsela a todo el que me la pida… —respondió el otro de inmediato—. Pero los camellos no saben hablar y por tanto la ley de la hospitalidad no me exige acogerles.

—En ese caso pedimos tu hospitalidad.

—Pues en ese caso continuad a pie, aunque dejando aquí las armas, porque a partir de este momento estáis bajo la protección de los senaudi y, por tanto, no las necesitáis.

—¡Astuto el maldito…! —masculló por lo bajo un malhumorado Omar sin girar la cabeza hacia Yusuf, que se encontraba a su lado—. ¿Qué hacemos?

—Aceptar lo poco que nos ofrece y largarnos, porque nos han visto llegar y les creo capaces de habernos tendido una emboscada buscando una disculpa para quitarnos desde la vida a los camellos…

Su jefe chasqueó la lengua al tiempo que movía afirmativamente la cabeza al comentar:

—Alegarían que pretendíamos robarles el agua, por lo que estaban en su derecho a matarnos… —hizo una pausa para mascullar de nuevo—: Sin contar que es posible que sepan que los tuaregs nos han condenado, con lo cual no dudarían en enterrarnos hasta el cuello. ¡De acuerdo! —le gritó al dueño del pozo—. Almalarik te acompañará a buscar el agua.

—¿Y por qué yo…? —protestó el elegido, al que evidentemente la orden no le hacía la más mínima gracia.

—Porque la vida de un pederasta es la que menos vale a los ojos del Señor —fue la despectiva respuesta—. Nadie te llorará si no vuelves.

—Nadie llorará por ninguno de nosotros —comentó el elegido, obligando a arrodillarse a su montura para descabalgar—. Y por el camino que vamos muy pronto llegará ese momento.

Se colgó del hombro los dos odres vacíos que le lanzaron sus compañeros, hizo un gesto con el que pretendía demostrar al senaudi que se encontraba desarmado y comenzó a ascender hacia donde se encontraba.

—¿Queda muy lejos? —quiso saber.

No obtuvo respuesta, desaparecieron juntos tras las dunas y tardó una hora en regresar arreando a un asno que cargaba los odres que ahora rezumaban agua, una cabritilla recién degollada de cuyo cuello aún goteaba sangre y un pequeño haz de leña destinado a asarla.

—La cabrita y la leña son un regalo —aclaró—. Pero el borrico tenemos que devolverlo…

—Pues descargadlo y vámonos, porque nos están vigilando.

Almalarik distribuyó entre sus compañeros cuanto cargaba el burro y, tras darle una patada en el trasero obligándole a que regresara por donde había venido, comentó:

—Esos malditos tienen más gallinas de las que he visto en mi vida; intenté que nos regalaran dos en lugar de la cabra, pero se negaron en redondo.

—¿Por qué? —quiso saber Yusuf.

—Alegan que las cabras no ponen huevos.

—Y tienen razón.

—Pero, según eso, tampoco las gallinas dan leche y me apetecía un buen caldo de gallina con arroz, porque hace meses que tan solo comemos carne de cabra… Por cierto —añadió dirigiéndose directamente a Omar el Khebir—: Yasir nos aconseja que regresemos por donde vinimos, o que en todo caso nos dirijamos al sur, porque los pozos del norte y el oeste se han secado.

—¿Y el suyo cómo está?

—Muy mal, hay que bajar treinta metros para conseguir un hilillo de agua, y a mi modo de ver tiene razón en no querer repartirla; si la sequía continúa, se verán obligados a emigrar.

—Será la voluntad de Alá.

—Pues la voluntad de Alá a veces cansa.

—¡No blasfemes!

Mientras trepaba de nuevo a su montura y le golpeaba levemente el cuello con la fusta para que se pusiera en pie, Almalarik no pudo por menos que rezongar:

—¡Maldita palabra! Si dices lo que piensas de los demás, te llaman sincero, pero, si dices lo que piensas de Dios, te llaman blasfemo —hizo un gesto con la mano hacia la cabeza del animal como deseando saber en qué dirección debía orientarla al inquirir—: ¿Hacia dónde vamos?

—Hacia el sur, tal como aconseja Yasir, pero sin prisas… —replicó Omar el Khebir, que casi de inmediato inquirió—: ¿Cuántos hombres armados has visto en el campamento?

—Ninguno.

—Lógico… —señaló Yusuf, que permanecía atento a la conversación—. No quieren que conozcamos sus fuerzas. ¿Cuántas jaimas?

—Seis junto al pozo y cuatro entre las palmeras, por lo que calculo que entre hombres, mujeres, ancianos y niños no deben de llegar al medio centenar, aunque pretendan aparentar que son más.

—Cuando piensas atacar debes hacer creer a tu enemigo que tus fuerzas son menores de lo que en realidad son, pero cuando te defiendes debes hacerle creer que son mayores. Esa es la norma, aunque en ocasiones el éxito se alcanza cuando se contravienen las normas…

Iniciaron la marcha y no tardaron en comprobar que un jinete les seguía sin hacer la menor intención de pasar desapercibido, lo que venía a indicar que lo único que pretendía era comprobar que abandonaban el territorio de los senaudi.

Omar el Khebir hizo un gesto a Yusuf con el fin de que se colocara a su lado y señaló:

—O mucho me equivoco, o a estas alturas ya deben haber enviado a alguien a contar a los del tambor que nuestros camellos no han bebido y que nos dirigimos al sur, lo cual quiere decir que fortificarán los pozos y nos acosarán hasta matarnos de sed.

—¡Mala muerte es esa! —fue el sencillo comentario de su lugarteniente.

—La peor, e indigna de un tuareg que se precie… —Omar hizo un gesto hacia el sol al añadir—: No tardará en oscurecer y tenemos que librarnos de ese imbécil, o sea que prepárate. ¡Y no me falles!

—Nunca te he fallado.

—Lo sé, pero es que en esta ocasión nos jugamos el pellejo.

—¿Y cuándo no? —quiso saber Yusuf mientras permitía que su dromedario se retrasara con el fin de ordenar al resto de los hombres que comenzaran a preparar lo necesario para acabar cuanto antes con tan molesto acompañante.

Apenas comenzó a oscurecer y, al descender de una duna que les ocultaba por unos momentos del campo de visión del senaudi, Yusuf se deslizó del dromedario y de inmediato tres de sus hombres levantaron sobre la montura la tosca figura que habían confeccionado con palos, una chilaba y un turbante. Vista de frente no llegaría ni a la categoría de burdo espantapájaros, pero, para quien se encontrara a casi un kilómetro de distancia a sus espaldas y con escasa luz, seguiría siendo uno más de los intrusos que se alejaban.

Omar el Khebir había hecho bien en confiar en un veterano experto en emboscadas, puesto que Yusuf apenas tardó tres minutos en ocultarse bajo la arena, donde permaneció hasta que escuchó los resoplidos del camello del senaudi que descendía por la duna.

Solo cuando comprendió que lo tenía ya sobre su cabeza dio un salto surgiendo como un fantasma que aventara la arena y le clavó al animal una afilada gumía, rajándole el vientre de arriba abajo.

La pobre bestia se derrumbó lanzando un sonoro berrido, su jinete se precipitó de bruces sin tiempo de reaccionar y un instante después la sangre de su corazón se mezcló con la del dromedario que chorreaba de la gumía.

Fue un trabajo limpio y rápido, tal como se esperaba de un mercenario curtido en semejantes lides, alguien que jamás dudaba ni un segundo a la hora de segar una vida sabiendo que ese segundo podía significar que la vida segada fuera la suya, aunque, en el momento en que Yusuf descubrió que el difunto era un muchacho, se sintió profundamente decepcionado.

—Lo siento —se disculpó aun a sabiendas de que no podía oírle—. Debieron enviar a alguien con más experiencia para que no cayera en una trampa tan burda.

A un par de metros de distancia el dromedario agonizaba coceando, aguardó a que lanzara una última patada y se apoderó de la girba y la bolsa de dátiles que colgaban de la silla. Bebió a pequeños sorbos, lanzó un sonoro eructo y a continuación se sentó sobre las ancas de animal observando el ensangrentado cuerpo del joven beduino.

Intentó hacer un recuento del número de hombres que había matado a lo largo de su vida pero no tardó en darse por vencido; llevaba demasiado tiempo en un oficio en el que cada muerto solo era una oportunidad de seguir respirando.

Él continuaba allí sentado mientras que aquellos que se cruzaron en su camino estaban ahora en manos de quien debería juzgarle y que sin duda sabría con exactitud a cuántos le había enviado antes de tiempo.

Tal vez le mostraría una larga lista intentando averiguar las razones que le habían impulsado a acabar con cada uno de sus miembros.

«Nací en el Sahel…, sería lo único que acertaría a decirle. Mis padres tenían un pequeño huerto y algunas cabezas de ganado, pero dejó de llover y tuvimos que acudir a un campo de refugiados donde murieron dos de mis hermanos. Si tú permitiste que el viento empujara la arena que mataría a los míos y a miles como ellos, ¿con qué derecho me pides cuentas de mis actos? ¿Acaso el desierto no te parece lo suficientemente grande que pretendes ensancharlo día a día a costa de la vida de los más miserables? Si me acusas de haber asesinado sin razón aparente, te responderé que lo único que he hecho ha sido seguir tu ejemplo».

Dudaba que tal razonamiento le salvara de acabar en el infierno, pero al fin y al cabo había pasado gran parte de su infancia en uno de ellos.

Olvidó el asunto, y al muerto, en cuanto sus compañeros regresaron, recuperó su camello y, en el momento de reiniciar la marcha rumbo al pozo de los senaudi, se colocó junto a Omar el Khebir.

—¿Atacaremos con sigilo o por sorpresa? —inquirió.

Esperó a que Zair estuviera leyendo bajo su árbol predilecto, tomó asiento a su lado y arrancando una brizna de hierba la mordisqueó antes de comentar, con los ojos clavados en las garzas que paseaban muy erguidas por la otra orilla del riachuelo:

—Tres visitas por noche durante cinco noches seguidas me impiden descansar y, si las visitas continúan a ese ritmo, cuando llegue el momento de volver a la lucha no seré capaz de levantar un arma.

—¿Y qué quieres que haga?

—Procurar que se reduzcan a dos y que, en todo caso, la tercera espere a la hora de la siesta.

—Lo veo difícil porque, aunque tu dormitorio dispone de cortinas, no bastan para conseguir una oscuridad absoluta durante el día, por lo que tu visitante perdería la ventaja del anonimato… —la muchacha dejó el libro a un lado al añadir—: Además, en esta casa vive mucha gente y correría el riesgo de que la vieran entrar o salir.

—¡Es que me están exprimiendo…! —fue el quejumbroso comentario.

—¿Y por qué acudes a mí? —quiso saber la muchacha—. ¿Acaso imaginas que soy una de ellas?

—No —fue la firme respuesta—. Sé que no lo eres.

La hija de Razmán Yuha se despojó de las gafas e inclinó el cuerpo hacia delante con el fin de mirar de medio lado a su interlocutor:

—¿Y cómo puedes estar tan seguro? —inquirió, burlona.

—Porque son siempre las mismas, acuden en el mismo orden, y tú no eres una de ellas. Si lo fueras, no habría acudido a pedirte ayuda.

—Podrías equivocarte.

—Imposible.

—En lo que se refiere al sexo y al deseo, nunca hay nada imposible.

—Algunas cosas sí.

—¿Como qué?

—Como que los callos de las plantas de los pies de una mujer que suele caminar descalza sobre arena caliente desaparezcan de la noche a la mañana.

La carcajada estalló espontánea y la fascinante criatura no pudo por menos que agitar su negrísima cabellera hasta que casi le ocultó el rostro.

—¡Por las barbas del Profeta! —exclamó sin el menor respeto—. ¡Esto sí que no me lo esperaba! ¿O sea, que te dedicas a tantear las plantas de los pies a las mujeres con las que estás haciendo el amor?

—Entre otras cosas… —replicó Gacel sin inmutarse—. Y de momento no me ha servido para descubrir quiénes son las que me impiden dormir, pero sí para descartar candidatas.

—Bastaría con que cerraras la puerta para que se te acabaran los problemas.

—Que en su justa medida no son un problema, sino todo lo contrario —fue la sincera explicación—. Y te hago notar que cerrar la puerta constituiría una ofensa para tu padre debido a que soy su huésped y según la tradición debe ser él quien me proteja desde el momento en que me recibió en su casa.

—Pues debe haber olvidado sus deberes, porque las ojeras te llegan al bigote —comentó Zair socarronamente—. Se lo recordaré discretamente.

—¡No, por favor! —se apresuró a atajarle él—. No es necesario.

La empedernida lectora meditó unos instantes, golpeó la mano de su acompañante con una mezcla de afecto y compasión y al fin comentó:

—Las pastillas que guarda mi padre en su despacho podrían ayudarte, puesto que tiene que atender a las necesidades de tres mujeres bastante revoltosas, aunque por lo que me han contado lo que tú necesitas no es viagra, sino vitaminas.

—Si sabes eso es que sabes mucho más —puntualizó su interlocutor.

—¡Naturalmente! ¿O es que te has creído que los ojos solo me sirven para leer y los oídos para escuchar el trino de los pájaros? Nada de cuanto ocurra en esta casa se me pasa por alto, y sé que cada una de tus visitantes solo gime una vez por noche, mientras que tú gimes tres veces por noche. Miles de hombres se cambiarían por ti con los ojos cerrados. ¿De qué te quejas?

—Recuerda el viejo dicho: «No permitas que tu camello pase tres semanas sin beber ni permitas que beba demasiado. En el primer caso morirá de sed; en el segundo, reventará».

—¡De acuerdo…! —admitió ella—. Intentaré hacerle un agujero a tu salvavidas, aunque no te prometo nada, porque en esta casa viven nueve posibles «visitantes nocturnas».

—¿Qué quieres decir con eso de «hacerle un agujero a mi salvavidas»?

—Es una curiosa historia que leí hace tiempo, pero que me llamó mucho la atención. Antiguamente, los barcos llevaban siempre un gran trozo de madera o de corcho que lanzaban a quienes se caían por la borda, pero, si el náufrago de veía obligado a permanecer mucho tiempo abrazado a él intentando mantener la cabeza fuera del agua, se cansaba y acababa ahogándose. Sin embargo, un buen día, alguien muy listo, aunque nunca se ha sabido exactamente quién, comprendió que, si le hacía un agujero al corcho, el náufrago podía introducirse por él, apoyar los brazos en los lados y mantenerse así indefinidamente. A partir de entonces todos los salvavidas son redondos, o sea, que te procuraré uno que tenga un agujero a tu medida.

Zair cumplió su promesa y esa noche Gacel durmió sin sobresaltos, pero la noche siguiente lo que le despertó no fue una mano desconocida, sino una conocida voz que susurraba:

—Ahora vamos a comprobar si lo que cuentan sobre ti es cierto.

Y lo comprobó a conciencia.

Tan a conciencia que no le permitió descansar ni una hora, por lo que, cuando el maltrecho Gacel acudió a una nueva llamada de Razmán Yuha, este no pudo por menos que llevarse las manos a la cabeza en un exagerado gesto de horror.

—¡Que el Señor se apiade de mí! —exclamó—. Se suponía que mi casa sería el refugio en el que recuperarías fuerzas para enfrentarte a las mil penalidades que te esperan en el desierto, pero vengo a descubrir que no es ese desierto lo que acabará contigo, sino la vida placentera… ¡Cálmate un poco!

—Lo intentaré.

—Eso espero…

Hizo un gesto con la mano como apartando el tema y le indicó que se aproximara para estudiar de cerca el mapa que había vuelto a extender sobre la mesa.

—El jefe de una aldea bororo que se encuentra por esta zona asegura que tiene una de las sillas de montar que buscábamos. Al parecer, el grupo de Omar el Khebir se dirige al guelta senaudi, que está justo aquí, no lejos de la frontera.

—¿Cuánto tardarán en llegar al pozo? —quiso saber su interlocutor.

—Supongo que deben encontrarse cerca, si es que no han llegado ya.

—¿Y cuánto tardaría en llegar yo?

—Demasiado, y para cuando lo hicieras ya se habrían marchado, porque la región está agostada por las sequías y no tendrán pasto para los camellos. Hace años que las caravanas abandonaron esa ruta y la hierba no basta ni para alimentar a una docena de cabras.

—Y, en ese caso, ¿qué hacemos?

—Esperar noticias, aunque me temo que si tardan no van a servirnos de mucho a no ser que te encierre con llave.

—No será necesario.

—Confío en ti, porque no me gustaría pasarme los próximos meses rodeado de mujeres con la tripa hasta los dientes…