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Omar el Khebir aborrecía a los bororos, a los que consideraba una raza inferior a causa de sus absurdos rituales, y sobre todo a los estrambóticos maquillajes que utilizaban resaltando sus pintarrajeados ojos y unas enormes dentaduras que mantenían muy blancas a base de frotárselas continuamente con el extremo de una ramita.

Se le antojaban ridículos payasos sin dignidad y le repelían sus claustrofóbicas chozas de adobe, pero sus hombres estaban sedientos y sus monturas agotadas, por lo que al distinguir una de sus míseras aldeas decidió enviar por delante a Yusuf con el fin de advertir que venían en son de paz y estaban dispuestos a pagar el agua a muy buen precio.

Un diminuto y cojitranco jefezuelo aceptó el trato condicionándolo a que se marcharan al atardecer debido a que la mayoría de los guerreros se habían llevado el ganado a pastorear demasiado lejos por culpa de la sequía y desconfiaba de lo que pudiera ocurrir durante la noche en un poblado con mayoría de ancianos, mujeres y niños.

A la vista de ello, Omar el Khebir no dudó en amenazar severamente a sus hombres al tiempo que puntualizaba:

—Recordad que ahora somos devotos siervos de Alá que viajamos en procura de su mayor gloria, o sea, que al que intente propasarse con las mujeres o con los niños, y esto último va por ti, Almalarik, tendrá que recoger sus sesos de la arena.

El tono de su voz no dejaba lugar a dudas con respecto a la sinceridad de sus intenciones, sobre todo teniendo en cuenta que la bilis le devoraba las entrañas por el hecho de verse obligado a huir como una liebre asustada.

Sus subordinados recordaban con nostalgia los viejos tiempos en que montaban guardia en torno al palacio de Gadafi y los viandantes les observaban con temor, pero Trípoli se encontraba a casi dos mil kilómetros de distancia, y correr durante tanto tiempo perdiendo en el camino a la mayor parte de sus compañeros había constituido un severo correctivo.

Pese a tan desmoralizadora racha de desastres, nadie ponía en duda la autoridad de Omar el Khebir, aceptando que si aún seguían con vida era gracias a él.

Comprendían que estuviera furioso, lo que significaba que si no le obedecían su furia se convertiría en ira y cumpliría a pies juntillas su promesa de desparramar sus sesos por la arena.

Se agruparon por tanto a la sombra del bosquecillo que rodeaba el pozo cumpliendo el precepto de dar de beber en primer lugar a los camellos, y no les sorprendió que el único ser humano que se aproximara fuera el renqueante jefezuelo, que, tras estudiar con suma atención a los animales, comentó:

—Parecen agotados y algunos presentan heridas en las patas, porque han caminado demasiado sobre el erg. Estoy dispuesto a cambiároslos por trece de refresco si me regaláis uno de los fusiles que os sobran.

—Los fusiles nunca sobran… —le hizo notar Omar el Khebir—. Y trece camellos a cambio de quince no se me antoja un trato justo.

—Lo es si tienes en cuenta que pasaré días curándoles las heridas y que al menos dos corren peligro de quedarse cojos. Si descansan, sobrevivirán; si continúan, tan solo servirán de pasto para buitres.

—Eres un maldito charlatán enredador —fue la respuesta.

—Por eso soy el que manda… —replicó el otro con sorna—. Pero si de algo entiendo es de camellos.

A Omar el Khebir le hubiera encantado regatear, aunque solo fuera por seguir la costumbre, pero se encontraba en verdad agotado y le constaba que al mal encarado bororo le sobraba razón en lo que se refería a los animales.

—¡De acuerdo! —masculló de mala gana.

—En ese caso te proporcionaré siete odres de agua a cambio de cincuenta cartuchos, porque un rifle sin munición de nada sirve.

—Veinte cartuchos…

—Cuarenta…

—Veinte…

—Treinta y ocho, porque te advierto que el pozo más cercano, el guelta senaudi, se encuentra a tres días de camino.

—Veinte… —insistió Omar el Khebir, y adelantándose al viejo, que parecía dispuesto a continuar discutiendo, le espetó—: Y ahora soy yo quien te advierte que puedes elegir entre veinte balas en una bolsa o una en la cabeza, y en ese caso nos quedaríamos con todo y saquearíamos tu aldea.

El anciano, cuya dentadura seguía siendo tan perfecta, sana y blanca como la de un adolescente, la mostró abiertamente al admitir con gesto de rendida resignación:

—Es una oferta a la que nadie podría resistirse, o sea, que ordenaré que traigan los animales y llenen los odres… —hizo un gesto hacia las monturas—. ¡Por cierto! —exclamó—. ¿Qué piensas hacer con las sillas que te van a sobrar?

—¿Y qué mierda quieres que haga? —fue la malhumorada respuesta—. ¿Utilizarlas como sombrilla? Quédatelas, y que una de ellas te sirva de montura cuando galopes hacia el infierno.

—Espero que sea cómoda, porque tengo entendido que es un largo viaje… —respondió quien parecía sentirse muy satisfecho de cómo había manejado la situación—. Mataré un cabrito para que podáis cenar a gusto y antes de dos horas podréis iros.

Se alejó casi dando saltos de alegría, por lo que Yusuf alzó los ojos al cielo al tiempo que barbotaba:

—¡Hasta dónde hemos llegado!

—El problema no es hasta dónde hemos llegado, sino hasta dónde llegaremos —le hizo notar su jefe—. Tras cuatro años de sequía, en el guelta senaudi apenas debe quedar agua. Tendremos que confiar en Alá.

—Tengo la impresión de que Alá no confía en nosotros, pese a tanto cántico y tantas alabanzas. Y, por lo que a mí respecta, no pienso continuar recitando el Corán en voz alta, porque sospecho que le molesta y además se me seca la garganta.

¿Era un sueño?

No era un sueño.

Pero podía ser un sueño.

También podía ser que soñara que estaba soñando.

En contadas ocasiones había experimentado idéntico placer cuando soñaba, pero la mano que le acariciaba íntimamente demostraba ser muchísimo más hábil de lo que pudiera serlo cualquier criatura surgida de un sueño.

Abrió los ojos y fue como si no los hubiera abierto, puesto que la oscuridad era absoluta, pero el leve jadear, el olor y el tacto le hicieron comprender que se trataba de una mujer y que se encontraba sumamente excitada.

No hizo preguntas, sabiendo que no recibiría respuestas.

Quienquiera que fuese había sabido elegir una calurosa noche sin luna en la que debió de suponer que le encontraría desnudo sobre la cama.

Y así era.

Los suaves dedos dejaron paso a una húmeda lengua, luego a una ávida boca y por fin a unos muslos que se abrieron sobre sus muslos, por lo que permitió que le cabalgaran hasta la extenuación.

Se quedó dormido.

Descansó durante una hora; tal vez dos…

Y tuvo un sueño.

Pero no era un sueño, aunque podía ser un sueño.

También podía ser que soñara que estaba soñando.

En ciertas ocasiones había experimentado idéntico placer, pero la mano que le acariciaba íntimamente demostraba ser muchísimo más hábil de lo que pudiera serlo cualquier criatura surgida de un sueño.

Abrió los ojos y fue como si no los hubiera abierto, puesto que la oscuridad era absoluta, pero el leve jadear, el olor y el tacto le hicieron comprender que se trataba de una mujer y que se encontraba sumamente excitada.

Pero su perfume era diferente, al igual que lo era la tersura de su piel y la forma en que en esta ocasión le cabalgó hasta dejarle vacío.

Durmió una hora; tal vez dos…

Y por tercera vez tuvo un sueño.

Pero no era un sueño, aunque podía ser un sueño en el que intervenía una tercera mujer que nada tenía que ver con las anteriores.

Cuando despertó por cuarta vez, ya era de día, por lo que agradeció que los sueños no acabarán convirtiéndose en pesadillas, porque la visita de tres ansiosas desconocidas en tan corto espacio de tiempo constituía sin lugar a duda una experiencia ciertamente satisfactoria pero a todas luces agotadora.

Cerró los ojos y permaneció muy quieto olfateándose a sí mismo como un perro de caza en un vano esfuerzo por asociar los olores que le habían impregnado la piel con algunas de las mujeres de la casa.

La resultó imposible debido a que imperaba una fuerte mezcla a sudor y sexo.

Le hubiera gustado permanecer largo rato rememorando las sensaciones que le habían asaltado durante aquella insólita noche, pero tanto ejercicio le había despertado el apetito, por lo que se dio una larga ducha que le sirvió para advertir cómo por el desagüe desaparecían las pruebas que hubieran servido para demostrar que había sido implacable y abusivamente violentado.

Inshallah!

Si esa era su voluntad, ¿quién era él para oponerse?

Pasó el día observando de reojo a cuantas muchachas se cruzaban en su deambular por salones, patios y jardines, creyendo descubrir sonrisas maliciosas o gestos de complicidad, pero no de complicidad con él, sino entre ellas, por lo que llegó un momento en el que se sintió incómodo al imaginar que se estaban riendo a sus espaldas.

Esa tarde la casa se engalanó como correspondía al honor de recibir a Alí Bahal, uno de los más celebrados poetas del Sahel, que además tenía fama de ser un buen contador de historias.

Como de costumbre, la cena se sirvió en torno a una pequeña hoguera que tenía la misión de servir de símbolo de unión y no de fuente de calor, ya que el persistente bochorno resultaba agobiante.

Tal como ordenaba el «protocolo», mientras se disfrutaba de los abundantes y exquisitos manjares, se habló poco, sin elevar el tono y siempre con alguno de los invitados más próximos.

Gacel aprovechó la ocasión para mantenerse atento a las reacciones de las hijas de su anfitrión o de alguna de las doncellas que en ocasiones se aproximaban a atenderle, pero, por más que esforzaba la vista o aventaba la nariz como un perro de caza, no fue capaz de descubrir un solo gesto o percibir un solo perfume que le sirviera de orientación para determinar cuáles de entre aquellas exuberantes muchachas le habían visitado en plena noche.

Nada parecía haber cambiado.

Nadie parecía tener la menor noticia sobre una triple y fascinante agresión sexual perpetrada al amparo de las tinieblas.

Resultaba frustrante.

Por fin, Alí Bahal decidió ponerse en pie, y lo primero que hizo fue recitar algunos poemas propios, un tanto enrevesados al entender de un simple camionero debido a que aparecían repletos de alusiones a hechos y personajes de los que Gacel nunca había oído hablar, pero que deleitaban al refinado auditorio y sobre todo entusiasmaban al dueño de la casa, que era lo que en verdad importaba.

Vino luego una larga y conocida epopeya en recuerdo de un admirado caíd vencedor en incontables batallas doscientos años atrás y, tras el imprescindible intermedio destinado a procurar el alivio de las vejigas de los ancianos, Alí Bahal comenzó su historia, pese a que su voz no era tan clara ni tan firme como la de quien le había precedido en parecida tarea la semana anterior.

—¡Alá es grande, alabado sea! —dijo—. Esto que voy a contaros ocurrió muy lejos, más allá del río Congo, y al sur de los inmensos lagos que son como mares de agua dulce en el centro del continente, un lugar habitado por salvajes que abrigan extrañas creencias e idolatran a los astros. Mantienen ideas absurdas, entre ellas una muy singular que afirma que, cuando un león devora a un hombre, su alma, que se ha quedado sin cuerpo en el que descansar durante toda la eternidad, se introduce en el guerrero que se encuentra más próximo, toma posesión de él como segundo espíritu y no lo abandonará hasta que armado únicamente de una lanza se enfrente a la fiera y le dé muerte. Según dicen, no le queda al guerrero otro remedio que luchar, puesto que de lo contrario vivirá atormentado por el espíritu intruso, al punto que llegará a hablar, pensar y comportarse tal como si fuera el difunto.

Hizo una pausa para tomar un sorbo de agua y estudiar el efecto que sus palabras causaban en el auditorio y hasta qué punto había despertado interés, ya que quien no supiera cuál era el momento justo de detenerse y cuál el de retomar la palabra y proporcionar a la narración un ritmo adecuado nunca conseguiría convertirse en un buen contador de historias.

—Admito que lo que estoy relatando es poco digno de crédito a nuestros ojos —dijo—. Pero aseguran que un nefasto día, y de eso hace también casi un siglo, un cazador inglés amante de los grandes trofeos se adentró en la selva en busca de un enorme león devorador de hombres que estaba causando estragos entre los nativos. Le acompañaba un experto rastreador local, y por desgracia nadie fue testigo de lo que sucedió, aunque a las dos semanas el inglés regresó hambriento, exhausto y enfermo. Por lo que contó, la astuta fiera le había atacado por sorpresa, desarmándole, y cuando el valiente rastreador acudió en su ayuda se abalanzó sobre él matándole en el acto. Reconoció que lo único que hizo fue huir presa del pánico, vagó sin rumbo, bebió aguas infectadas y solo la voluntad de Alá quiso que en el último momento encontrara el camino de regreso al poblado.

Durante la nueva y muy estudiada pausa, Gacel se entretuvo en escudriñar los rostros de todas las mujeres y pudo constatar que ninguna parecía reparar en su presencia, ya que su atención se centraba en lo que Alí Bahal estaba diciendo. Hubiera sido o no el hombre del que habían disfrutado la noche anterior no le prestaban la menor atención y en aquellos momentos carecía de importancia.

Según un antiguo proverbio: «El pene de un hombre puede mantener en vilo a una mujer durante un cierto tiempo; su lengua puede mantenerla en vilo durante horas».

Aquella era una clara prueba.

—El hechicero de la tribu cuidó al cazador blanco y consiguió curarle… —continuó el relator—. Pero pronto comenzaron a correr rumores que aseguraban que el espíritu del rastreador se había apoderado de su cuerpo, y a ello contribuyó que se comportara de una forma cada vez más extraña, puesto que dejó de actuar como correspondía a un hombre de su rango, raza o cultura. Poco a poco, sus ideas se identificaron con las de los nativos atravesando por largos períodos de melancólica lucidez y otros de desgarradora desesperación durante los que gritaba que una voz le ordenaba que se adentrara en la selva y se enfrentara de nuevo al sanguinario león.

Alí Bahal bebió de nuevo, depositó el vaso en la bandeja con casi desesperante lentitud, observó directamente a Razmán Yuha como para comprobar que se sentía satisfecho pese al cuantioso gasto realizado a la hora de organizar tan magnífica fiesta en su honor y comprendió que había llegado el momento de alcanzar el clímax de su inquietante narración:

—Temerosos de las represalias de las autoridades europeas si les consideraban sospechosos de brujería, los indígenas pidieron ayuda al representante del rey de los belgas, que eran quienes en aquellos momentos les gobernaban, y este no tardó en presentarse con la intención de devolver al desgraciado poseso a su país. El cazador se negó alegando que no podía llevarse con él a un segundo espíritu; el belga decidió que debía repatriarlo aun contra su voluntad, pero no pudo hacerlo, puesto que la noche anterior a la partida el cazador desapareció llevándose una lanza. Fueron inútiles cuantos intentos se hicieron por encontrarle y nunca más se volvió a saber de él, pero también es cierto que los lugareños jamás volvieron a ser atacados por el terrible león devorador de hombres.

El hábil contador de historias demostró que se había ganado a pulso la fama, puesto que alzó las manos con las palmas hacia arriba como para demostrar que no guardaba nada en ellas, al puntualizar:

—Esta es la historia que me contaron y que os cuento, y en la que nunca he creído, porque siempre he sabido que no hay más dios que Alá y que él procura que los espíritus de los valientes, sean quienes sean y dondequiera que mueran, marchen directamente al paraíso, donde disfrutarán de una paz y una felicidad eternas.