«Cuando la suerte te vuelve la espalda, lo único que puedes hacer es intentar darle por el culo».
Aquella era una de las frases predilectas de Omar el Khebir cuando las cosas iban mal y, en el momento en que Yusuf le advirtió que Mubarak continuaba galopando, pero que probablemente ahora lo hacía con el mismísimo Satanás trepado en la joroba de su camello, la repitió una y otra vez antes de ordenar que le enterraran cubriendo la tumba de piedras para evitar que las hienas se dieran un banquete con sus restos.
No lo hizo por compasión ni por motivos religiosos, sino porque comprendió que estaba dejando tras sí un vergonzoso rastro de cadáveres y que sus hombres se sentirían incómodos al suponer que serían los próximos en acabar siendo pasto de las bestias.
Habían demostrado en sobradas ocasiones su valor y sin duda estaban dispuestos a morir en combate, pero no les apetecía la idea de entrar en la eternidad convertidos en sangrientos despojos.
Omar el Khebir opinaba que lo mismo daba que te devoraran los gusanos que las hienas, aunque admitía que los primeros eran más discretos, ya que no solían reírse al hacerlo.
Cumplida la desagradable tarea de dar el último adiós a un amigo, trepó a una duna y oteó el horizonte a sus espaldas preguntándose cómo era posible que hubieran atravesado aquel desolado pedregal sin percatarse de la presencia de un enemigo. Quienquiera que fuese utilizaba silenciador, por lo que el simple jadear de los camellos bastaba para acallar el sonido de un disparo, pero había tenido la precaución de mantenerse alejado de las rocas y ese único disparo tenía que haberse realizado a una enorme distancia.
A la vista de ello solo cabían dos interpretaciones: o el tirador era excepcionalmente bueno o tenía la suerte de cara y, dado que pronto anochecería y no era cuestión de quedarse a averiguarlo, tomó la sabia decisión de largarse de allí lo más rápidamente posible.
Yusuf se negaba a huir como una vieja asustada ante quien había matado a cuatro compañeros, pero su jefe se mostró inflexible.
—Cuando salimos de Trípoli éramos cuarenta y ya solo quedamos once —dijo—. Hemos sido sentenciados a muerte y eso ya no hay quien lo evite, pero debemos intentar que nos entierren lo más lejos posible… —hizo un gesto para que el resto de su maltrecha tropa se aproximara con el fin de señalar—. Ahora nuestra «obligación» es convertirnos al islamismo más radical y encontrar a un grupo de yihadistas que nos acoja.
—¿Crees que estarán dispuestos a hacerlo? —le hizo notar Yusuf—. Suelen ser muy estrictos.
—Lo harán si los convencemos de nuestra sincera fe y espíritu de sacrificio, aunque probablemente nos cortarán el cuello si averiguan que hemos trabajado para Gadafi. Les encantan los mártires chapuceros, pero aborrecen a los buenos profesionales.
—¿Y qué les vamos a decir cuando quieran saber quiénes somos, de dónde venimos o a dónde vamos?
—¿Acaso crees que son filósofos en busca de respuestas a unas preguntas que la humanidad se viene haciendo desde el comienzo de los tiempos? —inquirió molesto—. ¡Olvídalo! Solo son fanáticos descerebrados, porque si tuvieran cerebro no se inmolarían, con lo que debe de doler eso de volar en pedazos —fue alzando los dedos a medida que hablaba—: «¿Quiénes somos…?». Sumisos seguidores del Señor. «¿De dónde venimos…?». Cada cual de su casa. «¿A dónde vamos?». A donde el Señor tenga a bien reclamar nuestra presencia…
Su lugarteniente, que le conocía desde hacía demasiados años, le observó de arriba abajo con gesto despectivo al comentar:
—Si alguien es capaz de creerte un «sumiso seguidor del Señor», debe ser tan estúpido que su simple compañía significa un peligro, pero tal vez tengas razón y el camino de la fe sea el único que evite que nos maten.
—De acuerdo entonces… —Omar el Khebir se volvió a uno de los pocos no tuaregs que quedaba en el grupo para inquirir—: ¿Es cierto que te sabes el Corán de memoria…?
—Casi todo.
—En ese caso, irás recitando versículos mientras cabalgamos y los demás los repetiremos en voz alta.
—Me parece una falta de respeto… —se lamentó el otro—. Siempre he sido un sincero creyente.
—Todos somos sinceros creyentes, por lo que recitar el Corán no puede significar falta de respeto —fue la desconcertante respuesta—. Y nos vendrá muy bien recordar algunos versículos tanto ahora para salvar nuestras vidas como después para salvar nuestras almas.
El beduino no pareció sentirse satisfecho por tan rebuscados argumentos, pero conocía a su jefe, sabía que no era hombre al que resultara prudente llevar la contraria y se limitó a obedecer, por lo que minutos después el grupo avanzaba de nuevo al trote corto, pero en esta ocasión cantando a voz en cuello de tal forma que quien que los viera no dudaría en suponer que se trataba de un puñado de fanáticos seguidores de las enseñanzas del Viejo de la Montaña.
Quien más tarde fuera conocido con tan curioso sobrenombre se llamaba en realidad Hassan-i Sabbah, y casi novecientos años antes había fundado en Egipto una secta integrista ismailí, pero al verse acosado por sus enemigos construyó una fortaleza en la cima de una montaña al sur del mar Caspio. Desde allí, sus seguidores consiguieron apoderarse de plazas fuertes en Palestina, Siria e Irán, llegando a constituir lo que podría considerarse un auténtico «Estado ismailí», que realizó una increíble labor de proselitismo de lo que denominaban la «nueva predicación». Aquellos que realizaban acciones armadas se denominaban a sí mismos fedayines, «los que están dispuestos a dar la vida por la causa».
Se convirtieron en un auténtico ejército de fanáticos especializados en el terror a costa de inmolarse y sus crímenes pretendían servir de ejemplo, por lo que los realizaban a plena luz del día y, sobre todo, cuando su objetivo se encontraba rodeado de gente. Como el atacante solía ser ajusticiado, los ismailíes drogaban con hachís a los aspirantes a entrar en su secta al extremo de que cuando despertaban se encontraban en un fabuloso jardín rodeados de manjares, fuentes, hermosas doncellas y cuanto un ser humano pudiera desear, lo que les obligaba a creer que ciertamente habían accedido al paraíso. Al cabo de unos días les devolvían a la realidad y les aseguraban que cuanto habían vivido solo era una muestra de lo que les esperaba en caso de inmolarse. Del término hashshashin o «consumidores de hachís» provenía la palabra asesino, que posteriormente se vulgarizó designando a cualquier homicida, pero que en su origen se refería concretamente a los seguidores del Viejo de la Montaña.
Estaban autorizados a mentir, fingir, ocultar sus orígenes e incluso renegar en público de sus creencias si ello les permitía ganarse la confianza de sus futuras víctimas. La muerte y la traición constituían sus únicos credos y eso era lo que les había hecho tan peligrosos en el pasado, los hacía tan peligrosos en el presente y los haría tan peligrosos en el futuro, ya que resultaba prácticamente imposible luchar contra quienes estaban deseando morir imaginando que de ese modo volarían directamente al paraíso.
Tal como el deleznable Hassan-i Sabbah asegurara en su día: «Cuando llegue la hora del triunfo, con la fortuna de ambos mundos por compañera, un rey con más de mil guerreros a caballo será aterrorizado por un solo guerrero a pie».
Omar el Khebir, que conocía muy bien la sangrienta historia de los fedayines, estaba convencido que la mejor forma de conservar la cabeza era hacerse pasar por uno de ellos hasta que le ordenaran colocarse un cinturón de bombas y hacerlas explotar entre la multitud.
Cuando llegara ese día vería cómo se las arreglaba, pero de momento lo mejor que podía hacer era aprender de memoria versículos del Corán, porque al fin y al cabo eso no era nada que pudiera hacerle daño.
Shela había asegurado que «entre sus hermanas existía un poco de todo» y Zair constituía la mejor prueba de ello.
Era la única a la que no le gustaba tomar parte en los cantos y bailes de las agitadas noches en torno a la hoguera y solía lucir grandes gafas de concha que resaltaban de forma notable la belleza de unos ojos que parecían estar siempre espiando el interior de quien se encontraba frente a ella.
La melena de un negro azabache le llegaba a la cintura, vestía a todas horas largas túnicas y siempre iba descalza, por lo que cuando cruzaba una estancia con un libro en la mano parecía un fantasma vagando en busca de un personaje.
A primera vista podía parecer fría y distante, pero pronto resultaba evidente que destilaba sexualidad y cada uno de sus movimientos evocaba los de un felino al acecho.
Gacel no tardó comprender que, si peligrosa se le había antojado la provocativa y deslenguada Shela, Zair podía ser letal, por lo que se prometió mantenerse lo más lejos posible de ambas.
Constituía, no obstante, un empeño difícil, puesto que vivían bajo el mismo techo y por grande que fuera la mansión no conseguía evitar tropezarse con alguna.
Una tarde, Zair, que solía pasar horas leyendo bajo un árbol a la orilla del río, le hizo un casi imperativo gesto indicándole que viniera a acomodarse a su lado, y apenas lo hubo hecho le espetó con marcada intención:
—Te advierto que no intento comerte, porque jamás pruebo una fruta si no tengo muy claro de qué árbol proviene. ¿A qué tribu perteneces?
—Si tu padre no te lo ha dicho, yo no puedo decírtelo —le respondió.
—Mi padre se muestra bastante reservado con respecto a ti y, si tú también quieres serlo, no insistiré… —la inquietante muchacha hizo un gesto indicando el libro que había dejado sobre la hierba e inquirió—: ¿Te gusta Tolstói?
—¿Quién?
—León Tolstói —golpeó con el dedo la portada al aclarar—. El autor.
—¿A qué tribu pertenece…? —fue la malévola pregunta.
—Era ruso y murió hace mucho tiempo.
Gacel tomó el libro, estudió el título y se limitó a comentar:
—Puede que fuera ruso y esté muerto, pero escribía sobre lo mismo que todos: la guerra y la paz.
—A mí me apasiona.
—¿La guerra o la paz?
—El libro.
Su interlocutor dejó el ejemplar donde había estado al tiempo que se disculpaba por su evidente ignorancia.
—Me resulta imposible leer mientras trabajo y regreso a casa agotado, pero cuando era joven me gustaban las novelas de Julio Verne, sobre todo una que trataba de un barco que navegaba bajo el agua.
—Veinte mil leguas de viaje submarino.
—No recuerdo cómo se llamaba, pero sí que los protagonistas libraban una feroz batalla contra una bestia enorme.
—Un calamar gigante…
—¡Bueno…! —fue el desencantado comentario no exento de un leve tono de reproche—. Veo que la conoces mejor que yo, o sea, que no vale la pena que te la cuente.
La atractiva mujer se bajó un tanto las gafas para mirar por encima de ellas a quien se advertía casi infantilmente ofendido.
—No he pretendido molestarte —dijo—. Verne, Stevenson y London siempre han sido mis autores favoritos y solía leerles sus novelas en voz alta a mis hermanos.
—Si se las leías, tenía que ser en voz alta, porque de lo contrario no se hubieran enterado de nada —fue el mordaz comentario.
Zair reaccionó como si le acabaran de tirar de las orejas y torció el gesto, pero casi al instante sonrió al replicar.
—Mi hermana ya me advirtió de que sueles responder con ingenio, pero hay algo que quiero que entiendas: no tengo marido, ni hijos, ni obligación alguna puesto que mi padre es rico y me lo proporciona todo, mientras que tú trabajas y sospecho que ahora incluso te juegas la vida. Con ello pretendo decir que no debes avergonzarte porque yo haya leído más que tú, puesto que he dispuesto de mucho más tiempo libre.
—Eso lo entiendo… —admitió él con absoluta sinceridad—. Cada cual debe conocer sus limitaciones y supongo que de tanto leer habrás aprendido muchas cosas.
—Con aprender no basta; alguien escribió en una ocasión: «Saber por saber de nada sirve, si no sabes para qué sirve lo que sabes». Tú eres de los que saben para qué sirve lo que sabes y yo a veces no. Entiendo los conceptos, pero no soy capaz de aplicarlos a nada útil.
—Lo que más me admira de ti es que puedas entender nada de lo que estás leyendo mientras caminas descalza sobre arena caliente —le hizo notar él—. Hasta yo me quemaría.
La muchacha se limitó a mostrarle la planta de uno de sus pies, que exhibía una callosidad equiparable a una suela de zapato.
—En eso continúo siendo una auténtica saharaui, porque puedo andar sobre cristales e incluso sobre cigarros encendidos.
—No parece muy propio de la hija de un amenokal.
—Quien acostumbra a hacer lo que se supone que tiene que hacer se vuelve previsible, lo cual le coloca en desventaja.
Gacel hubiera deseado preguntarle a qué clase de desventajas se refería, pero en esos momentos se aproximó una de las doncellas para comunicarle que «el amo» le rogaba que acudiera a su despacho.
Se lo encontró sentando en un blanco butacón fumando un enorme narguile y, al verle entrar, el Cuatrosangres le indicó que tomara asiento mientras hacía un gesto hacia el transmisor de radio que se encontraba a sus espaldas.
—Acaba de llamar Hassan pidiéndome que te haga una pregunta a la que debes responder con absoluta libertad: ¿te importaría aceptar cualquier misión que signifique eliminar yihadistas o prefieres continuar persiguiendo a Omar el Khebir?
Era, sin duda, una cuestión harto delicada que exigía una meditada respuesta, que tardó un par de minutos en llegar.
—Si tengo que matar, prefiero matar a alguien que mata por dinero antes que a quien mata debido a sus creencias por muy estúpidas que me parezcan. O sea, que elijo continuar persiguiendo a Omar.
—De acuerdo.
—El problema estriba en que a estas alturas debe encontrarse muy lejos y no tengo la menor idea de cómo seguirle el rastro —le dijo Gacel—. Se internó en el erg y las huellas de los camellos desaparecen sobre las rocas.
—Lo sé, pero no son los camellos, sino lo que llevan encima lo que nos indicará dónde se encuentran —ante el desconcierto de su interlocutor el padre de Zair continuó—: Como señal de garantía los buenos guarnicioneros identifican con su firma las monturas que fabrican, y el que conociste, que es de los mejores, le había vendido cinco a Omar. Nuestra gente, que controla los pueblos, los oasis y los pozos desde aquí a Mauritania, estará atenta a la aparición de cualquiera de ellas.
—Pero son casi tres mil kilómetros —le recordó el tuareg.
—Por mil de ancho, pero, como tenemos miles de ojos al acecho, solo es cuestión de tiempo.
—Lo que me sobra es tiempo.
—¿Estás a gusto en mi casa?
—Mucho.
—¿Te dan problemas mis hijas?
—En absoluto.
—También eso es cuestión de tiempo… —fue el burlón comentario—. Procura no bajar la guardia, porque he podido advertir que un par de muchachas del servicio te miran con ojitos de gacela degollada y, si la iniciativa parte de ellas, mis mujeres no pueden acusarme de alcahuete. A partir de ahora, lo que tienes que hacer es rogarle al Señor que te proporcione fuerzas para resistir un acoso que te puede venir de varios frentes.
—Eres un hombre desconcertante incluso en los desconcertantes tiempos que corren… —le hizo notar su confuso interlocutor—. A veces sospecho que juegas conmigo.
—Nada más lejos de mi ánimo, puesto que tu vida pende de un hilo y sé lo que eso significa, ya que tres de mis hijos también luchan por nuestra causa, aunque se ven obligados a hacerlo en las ciudades.
—¿Y eso por qué?
—Porque estudiaron en Europa y luchando en el desierto no habrían durado ni cinco minutos.
—No tenía ni la menor idea.
—¿Acaso me crees capaz de derramar sangre ajena sin estar dispuesto a derramar la mía? —quiso saber el otro en un tono que parecía querer indicar que la sola idea le ofendía—. Esta es una guerra en la que debemos implicarnos del más rico al más humilde o estaremos condenados a perderla. No somos como los ingleses, que enviaban al campo de batalla a neozelandeses, australianos o hindúes mientras ellos se quedaban en casa haciendo política, que es lo que en verdad les gusta.
—No sé mucho sobre los ingleses.
—Pues te convendría leer algún libro de historia.
—Todo el mundo parece empeñado en que lea libros… —se lamentó el camionero al tiempo que indicaba con un gesto de la barbilla la enorme biblioteca que llegaba del suelo al techo—. ¿Cuánto tiempo tardaría en leerme todo eso?
—Siglos, puesto que la mayoría están en inglés.
—¿Y Zair los entiende?
—Mucho mejor que yo.
—¡Demonio de mujer! ¿Cómo puede ser tan inteligente?
—Hablar idiomas no suele ser cuestión de inteligencia, sino de oportunidad y una cierta predisposición que sin duda ella tiene, lo cual no quiere decir que no sea inteligente, que lo es, y mucho.
Su huésped fue a decir algo, pero se lo pensó mejor y decidió cambiar de tema, puesto que al parecer existía otro que le preocupaba más que Zair o sus hermanas.
—Me gustaría que me aclararas algo, si es que estás autorizado a hacerlo… —dijo tras unos instantes de indecisión—. Desde que yo recuerde, en África se han producido y continúan produciéndose revoluciones y guerras civiles que en ocasiones degeneran en auténticas masacres que no parecen importarle gran cosa al resto del mundo… ¿Por qué lo que está ocurriendo en Malí resulta tan importante que ha obligado a intervenir a los franceses?
El dueño de la casa meditó la respuesta; dio la sensación de no querer responder, pero al fin extrajo de un cajón un mapa que abarcaba una gran extensión del continente, desde el golfo de Guinea al Mediterráneo.
—Malí se encuentra en este punto y, como puedes comprobar, su extremo noroeste, que está considerado el desierto más desierto de todos los desiertos, podría ser considerado de igual modo el centro geográfico del Sáhara. Si con la disculpa de convertir la región en una república tuareg la yihad islámica consiguiera crear un Estado reconocido internacionalmente, extenderían su influencia a los países vecinos aniquilando a quien se opusiera, fuera tuareg o no… —lanzó un resoplido de desagrado, y se diría que casi estaba a punto de escupir sobre el mapa al añadir—: Y por lo que a mí respecta, me niego a que impongan las leyes de la sharía, obliguen a mis hijas a usar burka o les impidan hacer el amor con quien les plazca.
Gacel Mugtar observó con atención el mapa para acabar por asentir con un leve movimiento de cabeza.
—La verdad es que constituye un punto estratégico con fronteras a cuatro países —dijo—. Entiendo que a los franceses no les interese que sea el acceso a ellos.
—A los únicos que les interesa es a los integristas… —insistió su interlocutor—. Lo que buscan con esa supuesta «nación tuareg» no es más que una tapadera, y los tuaregs podemos ser cualquier cosa menos una tapadera. Casi medio millón de malíes han tenido que huir de la zona, setenta mil se encuentran en campos de refugiados y el resto desparramados aquí o allá muriéndose de hambre. Y los yihadistas, que son los verdaderos culpables, se han infiltrado entre la población con el fin de azuzarla contra los nuestros. Los persiguen, los encarcelan o los matan a palos como si fueran bestias… —el dueño de la casa golpeó repetidamente el mapa con el dedo al concluir—: Siempre he estado de acuerdo en que pertenecer al islam significa aceptar la voluntad de Alá, pero un pueblo como el tuareg no debe someterse a la interpretación que un lunático pretenda dar a los mandamientos del Corán. Si existiera una autoridad suprema que marcara el camino que debemos seguir, a semejanza del papa de los cristianos, aceptaría sus mandatos, me gustaran o no, pero por suerte o por desgracia no existe.
—Pero por lo que me han contado, eso del papado no funciona muy bien y el Vaticano se ha convertido en un nido de corrupción —le hizo notar con cierta timidez su huésped—. Incluso tengo entendido que debido a ello ahora incluso existen dos papas.
—Eso es cierto; muchos han sido corruptos, pero lo hagan bien o lo hagan mal constituyen una autoridad única que marca las pautas a seguir, mientras que los musulmanes tenemos que resignarnos a ver cómo cualquier imán exaltado interpreta los textos sagrados a su antojo. La mayoría de las aleyas del Corán son muy precisas, pero existen otras que se prestan a confusión y el propio Profeta lo advirtió en su momento: «Quienes tienen dudas en su corazón prefieren seguir el camino equívoco buscando la discrepancia y ansiando imponer su propia interpretación, pero esa interpretación solo la conoce Dios».