4

Razmán Yuha, también conocido por Cuatrosangres, no debía su sonoro apodo al hecho de ser un temido criminal o un peligroso sádico, sino a que se enorgullecía de poseer una abuela senegalesa y otra fulbé, un abuelo francés y otro tuareg.

A decir verdad era un arageyna por partida doble, puesto que tal era la palabra con la que se designaba en el idioma tamashek a aquellos cuyo padre era de una raza y su madre de otra.

Era uno de los miembros más ricos y poderosos de la respetada tribu nómada de los iregenaynatan, pero hacía ya casi treinta años que un accidente de automóvil le había dejado dolorosas secuelas, razón por la que ya apenas abandonaba los límites de sus extensas propiedades.

Había amasado una muy notable fortuna con el comercio de la sal o la importación de latas de conserva y sandalias de plástico, por lo que su inmensa mansión, levantada sobre una antigua fortaleza de la época colonial, era sin duda la construcción más sólida y hermosa en cientos de kilómetros a la redonda. Se alzaba a orillas de un riachuelo de aguas cristalinas, carecía de grandes lujos, pero la había dotado de todas las comodidades imaginables, excepto teléfono y televisión, puesto que en su opinión el primero solo servía para que las mujeres hablaran demasiado y el segundo para que los hombres estuvieran demasiado callados.

«Las familias solo siguen siendo familias mientras se comunican entre sí más que con los extraños» —solía decir y, evidentemente, sabía mucho de temas familiares, puesto que tenía tres esposas y once hijos.

Su mayor placer era reunirlos a cenar en el amplio jardín, con un buen número de amigos con el fin de tomar luego el té, cantar, bailar, fumar el narguile, contar historias y recitar poesías, tal como habían hecho sus antepasados desde el origen de los tiempos.

Recibió a Gacel en lo que había sido el despacho de un general francés y que se encontraba cubierto de estanterías repletas de libros en varios idiomas y, tras agradecerle cuanto estaba haciendo a favor de «la causa de los tuaregs», le indicó que debía permanecer como su bienvenido huésped hasta que recibiera instrucciones de Hassan.

—Son muchos los que como tú han actuado con rapidez eliminando a un buen número de fanáticos, pero precisamente por ello el resto está ahora muy alerta y creemos que ha llegado el momento de hacer una pausa con el fin de permitir que vuelvan a confiarse.

—¿Y qué haré mientras tanto? —fue la lógica pregunta.

—Descansar y disfrutar sin preocupaciones, puesto que mi tribu controla la región, y te garantizo que entre ellos no queda ni un solo fanático.

—¿Cómo lo has conseguido?

—Cortando a tiempo algunas lenguas, porque nadie ha aprendido a predicar el extremismo o incitar a la violencia a base de gestos; resultaría ridículo y los asistentes al mitin acabarían revolcándose de risa.

—Lo tendré en cuenta… —señaló convencido su huésped—. Cuando crea que alguien no ha hecho suficiente daño como para pagar con la vida, haré que pague con la lengua.

—Pero procura no cortársela demasiado o de lo contrario tendría serios problemas para comer.

—También lo tendré en cuenta.

—¡Bien! —el Cuatrosangres cambió de tono y su voz sonó más profunda y grave al señalar—: Y ahora me veo obligado a hacerte una advertencia, ya que pronto conocerás a mis hijas, así como a varias sirvientas akli que he ido seleccionando por su innegable encanto y belleza —se interrumpió unos instantes como si le costara trabajo decir lo que tenía que decir, pero al fin lo hizo—: Te quedaría muy agradecido si no fijaras tu atención en ninguna de estas últimas, puesto que al pertenecer a una raza inferior se verían obligadas a aceptar tus requerimientos aunque solo fuera porque suponen que de ese modo me agradan. Y nada más lejos de la realidad, ya que la experiencia me ha enseñado que tal comportamiento acarrea engorrosos problemas y mis esposas me acusan de alcahuete —hizo una nueva pausa mientras agitaba la cabeza como si recordara malos ratos pasados por culpa de tan desagradable malentendido, y al poco añadió—: Si incluso yo las respeto, con mayor razón deben hacerlo mis invitados. No obstante, en cuanto se refiere a mis hijas, son mayores de edad y dueñas de sus actos hasta que decidan contraer matrimonio, o sea, que allá tú con lo que hagas —le golpeó afectuosamente la rodilla al concluir—: Pero mi consejo es que te andes con ojo, porque han salido tan zalameras y embaucadoras como sus madres.

Esa misma noche, Mogtar pudo comprobar que a Razmán Yuha le sobraba razón, puesto que al menos cuatro de las muchachas akli encargadas de atender a la treintena de comensales hubieran sido dignas de participar en un concurso de belleza, al igual que tres de sus hijas, que parecían rezumar miel por cada poro de su cuerpo mientras observaban al nuevo huésped de su padre con la expresión del gato dispuesto a juguetear con un ratón antes de merendárselo.

Durante la cena se habló poco, puesto que la tradición estipulaba que aquellos eran momentos para disfrutar de los manjares y no de las palabras, pero tras los postres se sirvió el té y al poco el dueño de la casa alzó su vaso y fue como si el mundo se hubiera detenido, ya que todos los presentes se aprestaron a disfrutar en absoluto silencio.

Un anciano de ojos cansados pero de voz aún potente, que hablaba con tanta claridad que resultaba casi imposible perder un solo detalle de su narración, se puso en pie, agradeció con un gesto los espontáneos aplausos de quienes sabían que se trataba de uno de los mejores contadores de historias de la región y al poco se decidió a iniciar un relato que debía aspirar a servir de entretenimiento y enseñanza.

—Allá por ya mi muy lejana juventud —dijo—, quiso Alá bendecir a una tribu de gente trabajadora, creyente y abnegada dotando a sus pozos de abundante agua, con lo que pudieron aumentar la extensión de sus campos y pastos, criando un ganado fuerte que proporcionaba nuevas crías, así como gran cantidad de leche y queso. Al poco comenzaron a llegar las caravanas con el fin de abrevar al ganado, la tribu progresó tal como nunca había imaginado y jamás se vio a beduinos tan alegres y felices a este lado del Adrar de los Iforas… —alzó un dedo inclinando apenas la cabeza en un claro gesto que obligaba a suponer que algo malo iba a ocurrir y aquel idílico cuadro cambiaría muy pronto de color…—. ¡Ah…! —exclamó antes de hacer una corta pausa—. Cosa sabida es que nunca llueve en la medida exacta de las exigencias de cada cual, y tanta felicidad no satisfacía al usurero, ya que estaba acostumbrado a que por cada cinco monedas que prestaba recibía cada año dos en concepto de intereses, y eran esos intereses los que le permitían vivir cómodamente —el contador de historias negó una y otra vez con la cabeza queriendo indicar que aquella situación no era agradable ni en absoluto sostenible para añadir—: Aquel maldito avaro comprendió que, si no cultivaba la tierra, pastoreaba ganado, salía a cazar antílopes o fabricaba esteras y, por ende, no recibía nada a cambio de su dinero, tendría que acabar gastándoselo en sobrevivir, lo cual le producía un insoportable malestar. Fue por ello por lo que maquinó un astuto plan destinado a tergiversar los sagrados designios del Señor y permitir que las cosas volvieran a los viejos tiempos en los que acumulaba riquezas a costa de los demás.

Ahora la pausa fue de varios minutos con el fin de que se pudieran servir más té, recargar el narguile o correr a aliviar la vejiga, si es que resultaba necesario, pero, sobre todo, estaba destinada a permitir que los oyentes intercambiaran opiniones o intentaran adivinar cuál sería el deleznable plan por el que tan despreciable personaje intentaría devolver a tan próspera tribu a los amargos tiempos de la precariedad.

Recuperado el aliento, reconfortado el estómago con más dulces de miel y almendras y elevado el ánimo por el ansioso interés de los asistentes, el veterano narrador recorrió con la mirada los rostros de todos y cada uno de cuantos se sentaban en torno a la hoguera, sonrió a una de las encantadoras hijas de su anfitrión y al fin se decidió a continuar.

—Aquel inmundo parásito, que, como hemos dicho, tan solo sabía vivir del esfuerzo ajeno, fue llamando uno por uno a sus vecinos, a los que dijo: «Vuestros pozos son muy generosos y dan agua abundante, pero puedo proporcionaros los medios para que contratéis obreros y los agrandéis ampliando de ese modo los campos de cultivo y el número y calidad de vuestros animales. Aceptad mi dinero con el fin de asegurar el futuro de vuestros hijos y, si me entregáis las escrituras de vuestras tierras como garantía, solo os cobraré una moneda anual en concepto de intereses».

Gacel Mugtar advirtió cómo un murmullo se extendía entre los presentes y, mientras algunos cruzaban miradas de desaprobación, otros permanecían tan solo atentos a las palabras del anciano, que al poco aclaró:

—La mayoría de los beduinos, hombres de buena fe, consideraron que con más agua, más tierras y más ganado el día de mañana podrían distribuir más riqueza entre sus hijos, por lo que aceptaron el trato; trajeron operarios y roturaron nuevos campos de cultivos. No obstante, la gran sorpresa llegó cuando descubrieron que más pozos no significaban más agua, sino la misma cantidad de agua repartida entre más pozos, porque el Señor suele ser generoso pero no despilfarrador. El astuto usurero lo sabía y, tal como había previsto, al cabo de dos años los miembros de la tribu tenían lo mismo que al principio pero el doble de deudas, y al cabo de cuatro años todos los campos y todos los pozos le pertenecían.

Nuevo silencio, nuevos murmullos y gestos de desencanto, porque a nadie le gustaba que las historias que se contaban en torno a una hoguera acabaran en tragedia, por lo que al fin el narrador se vio obligado a alzar la mano para que le permitieran añadir el epílogo que constituía la esencia y la moraleja del relato, puesto que a su modo de entender la vida contar algo que no enseñara nada de nada servía.

—Tal como os he dicho, aquel diabólico escorpión ponzoñoso logró sus propósitos, pero no había tenido en cuenta que en el fondo de su alma los miembros de la tribu seguían siendo nómadas, por lo que, respetando sus viejas costumbres, habían aceptado empeñarlo todo menos el ganado. Fue así como un buen día se pusieron en marcha arreando sus cabras, sus camellos, sus ovejas y sus asnos, por lo que el codicioso prestamista se quedó rodeado de inútiles riquezas y ahora nadie impedía que el viento cubriera de arena los campos. Ni siquiera le quedaban las monedas que se habían empleado en pagar obreros, por lo que una noche, que se lanzó a correr desesperado, se cayó a un pozo en el que el agua le llegaba a la cintura, pero, como no podía salir ni nadie le escuchaba, pasó varios días en su interior hasta que acabó muriendo de hambre.

Resonaron los aplausos, se escucharon innumerables alabanzas, hasta el último oyente se sintió satisfecho por el justo final que había tenido tan despreciable personaje, y Shela, una de las hijas más jóvenes de Razmán, casi una adolescente, comentó con manifiesto entusiasmo volviéndose a Gacel Mugtar, que se encontraba a su lado:

—Una hermosa historia que una vez más nos enseña que el egoísmo y la avaricia a nada conducen —sonrió provocativamente al añadir—: Pero, sobre todo, nos enseña que más vale estar casado.

—¿Y eso que tiene que ver…? —fue la sorprendida pregunta del tuareg.

—Mucho, porque, si el deleznable usurero hubiera tenido una esposa, le habría sacado del pozo… ¿Tú estás casado?

—Soy demasiado pobre como para poder permitirme más de una esposa, y es cosa sabida que una sola proporciona infinitos problemas… —replicó con evidente sentido del humor el interrogado.

—El dinero no lo es todo, importan los méritos y, por lo que he oído, mi padre te considera casi un héroe… ¿Realmente eres un héroe?

—Me limito a cumplir con lo que me ordenan.

—¿A cuántos yihadistas has matado?

—A ninguno.

—Mientes… —le espetó la muchacha con absoluto desparpajo.

—Recuerda el dicho: «El hombre que miente a una mujer entrometida no merece castigo, merece una recompensa porque la excesiva curiosidad no está bien vista a los ojos de Alá».

La desinhibida muchacha no pudo evitar que se le escapara una divertida carcajada al tiempo que exclamaba:

—No conocía ese dicho y sospecho que acabas de inventártelo, lo cual me encanta, porque demuestra que eres un hombre ingenioso. ¿Conoces algún poema?

Su interlocutor se puso en guardia intuyendo el peligro que implicaba responder a una pregunta en apariencia inocente. Los tuaregs amaban la poesía y el hecho de saber recitar, e incluso ser capaces de improvisar un poema marcaba diferencias en una sociedad que apreciaba mucho el ingenio y el don de la palabra.

En cuanto se encendían las hogueras, los buenos poetas y contadores de historias se convertían en los protagonistas de la noche mientras los más aguerridos guerreros o expertos cazadores pasaban a un segundo plano.

Frunció el ceño, observó de reojo a la desvergonzada criatura que pretendía colocarle en una situación harto comprometida en la que se arriesgaba a rozar el ridículo y, tras meditarlo unos instantes, replicó:

—He podido advertir que la mayoría de vuestros invitados son hombres cultos, por lo que imagino que se sentirían ofendidos si un zafio camionero tuviera la osadía de interrumpirles con el fin de recitar un poema, que, por hermoso que fuera, al escucharlo de mi boca perdería de inmediato toda su belleza… —sonrió ladinamente al rematar la frase—: ¿Es eso lo que deseas? ¿Que ofenda a los amigos de quienes me han acogido con tanto afecto?

—¡No! Naturalmente que no —replicó quien sin lugar a dudas se sentía frustrada por la forma en que su víctima había sabido escapar de la trampa que había intentado tenderle—. Nada más lejos de mi intención, pero te advierto que de ahora en adelante estaré muy atenta, puesto que has demostrado ser un jodido tipejo puñeteramente escurridizo.

—No es forma de expresarse demasiado apropiada tratándose de una jovencita bien educada.

—Ni soy tan jovencita ni estoy bien educada, puesto que tengo seis hermanos, a cual más bruto.

—¿Y cómo son tus hermanas?

—Hay un poco de todo, o sea, que tendrás dónde elegir.

—No tengo la menor intención de elegir.

—Eso está por ver, porque, como nos aconseja mi padre: «Debemos disfrutar de nuestras gracias mientras nos sea posible, porque nunca sabemos cuándo llegará el tiempo de nuestras desgracias».

—Extraño comportamiento…

—No tan extraño si se tiene en cuenta que mi bisabuelo nació en París y alcanzó el grado de coronel de la Legión Extranjera. Y ya te puedes imaginar cómo era la Legión Extranjera en aquellos tiempos…

Dos horas más tarde, Gacel no pudo por menos que preguntarse cómo era posible que estuviera tendido en una amplia cama de mullido colchón y suaves sábanas cuando apenas una semana antes se encontraba acurrucado entre unas rocas temiendo que una cuadrilla de asesinos decidieran volver sobre sus pasos con el fin de acabar con él aun a costa de levantar hasta la última piedra del desierto.

Aquel día había tenido que esperar a que la noche cerrara antes de atreverse a asomar la cabeza y, aunque todo era quietud y silencio, había dedicado largo rato a espiar cuanto le rodeaba con ayuda del visor nocturno, echando mano una vez más de la demostrada paciencia propia de los cazadores de las llanuras.

Cuando algo se movió sigilosamente a su derecha, el corazón le latió con fuerza, aunque se calmó al comprobar que solo se trataba de una serpiente que se deslizaba en busca de ratones. Una hora más tarde avistó en la distancia a un fénec, pero el escurridizo zorrillo de enormes orejas y alargado morro debió captar su olor o presentir el peligro, porque a los pocos instantes dio media vuelta y se perdió de vista.

Había tardado casi dos horas en abandonar su refugio, aliviar el cuerpo, que buena falta le hacía, cubrir sus excrementos para no dejar la menor huella de su paso y regresar al lugar en que había enterrado la montura.

Tan solo entonces comió y bebió hasta sentirse ahíto, durmió hasta que el frío le hizo comprender que era hora de reemprender la marcha, buscó la estrella polar, la Cabra, que siempre le marcaba el rumbo a seguir, y se encaminó al noreste.

De día se ocultaba y de noche caminaba, y así siguió hasta alcanzar el punto en que le habían asegurado que le aguardaría un guía enviado por un tal Razmán Yuha, que según le había contado Hassan era miembro de los imajeghan y uno de los pocos autorizados a hacer sonar el tambor que le había obligado a matar.