Gacel Mugtar intentaba entender por qué razón se habían negado a proporcionarle los hombres necesarios para acabar con Omar el Khebir y sus mercenarios de una vez por todas.
No se le antojaba justo que le dejaran solo si sabían dónde se ocultaba y disponían de medios suficientes como para borrarles del mapa, pero acabó por aceptar que quienes manejaban los hilos de tan enredada madeja estaban mejor informados de lo que él pudiera estarlo nunca.
Tenía la impresión de haberse convertido en un minúsculo peón en un inmenso tablero, avanzando casilla a casilla centrándose en la tarea de apartar de su camino a cuantos peones se pusieran a su alcance, por lo que cuando se cansó de contemplar las estrellas reemprendió el camino en busca de la hondonada en donde había ocultado un camello con todos sus pertrechos.
Extrajo de una bolsa de mano el moderno rifle de gran potencia y largo alcance dotado de silenciador que le había proporcionado Hassan, lo montó a oscuras, tal como le había enseñado a hacerlo, y tendido sobre la arena de un montículo afirmó los codos y enfocó el visor nocturno que había acoplado a la mira telescópica.
Todo se antojaba irreal bajo la luz verdosa, como si estuviera viviendo un sueño que llevaba trazas de convertirse en pesadilla. Nada se movía en el pueblo o sus alrededores pero se armó de paciencia sabiendo que esa paciencia sería su mejor aliada en el futuro y que si alguna vez la olvidaba se volvería en su contra.
«El cazador al acecho no tiene peor enemigo que aquel que acecha en su interior». La frase, que formaba parte del decálogo de cuantos aspiraban a abatir a una gacela o un antílope en mitad del desierto, se aplicaba de igual modo a quien pretendiera abatir a un ser humano que conociera bien ese desierto, y Gacel tenía muy claro que a los que estaba intentando abatir lo conocían.
Por ello no le sorprendió que al cabo de casi dos horas una larga hilera de dromedarios abandonara el pueblo en dirección suroeste y sobre ninguno de ellos se distinguiera la figura de un jinete.
Tampoco nadie tiraba de los ronzales, evitando que su silueta destacara en el horizonte convirtiéndole en un blanco fácil. Sus dueños marchaban a pie, aferrados a las sillas de montar y con el hombro rozando sus cuartos traseros de forma que sus piernas se confundían con las patas y de cintura para arriba se encontraban protegidos por los cuerpos de las bestias.
Siguiendo la costumbre, la mitad de los hombres avanzaban por un lado de la hilera y la otra mitad por el otro. Tal precaución solía ser muy eficaz en unos tiempos en los que aún no se habían inventado las armas de gran calibre dotadas de silenciador, mira telescópica y visor nocturno, pero en este caso no sirvió de gran cosa, dado que el hombre que marchaba junto al quinto animal sintió algo parecido a un negro rayo que le hubiera penetrado por el brazo derecho atravesándole de parte a parte hasta detenerse en la clavícula izquierda, trastabilló y cayó de bruces.
Gritó pidiendo ayuda, pero ninguno de sus compañeros acudió en su auxilio sabiendo que el tiempo que Alá le había otorgado para permanecer entre los vivos estaba a punto de acabar. Bien adiestrados, lo único que hicieron fue obligar a arrodillarse a los animales ocultándose tras ellos por el lado contrario al que había sido alcanzado el herido.
La noche se pobló de gemidos hasta que Omar el Khebir acabó con ellos por el expeditivo método de rematar a bocajarro a un maldito beduino que ni siquiera en su agonía había aprendido a comportarse como un tuareg. A continuación recostó la espalda contra el animal que le servía de protección y, una vez más, echó de menos los prismáticos de visión nocturna que el desvergonzado teniente le había requisado al cruzar la frontera.
Analizó con calma la situación sabiendo que disponía de una evidente superioridad numérica, pero de una innegable inferioridad posicional. Años antes sus hombres se hubieran desplegado en silencio arrastrándose por entre los matojos y las rocas hasta eliminar a quien ya había asesinado a tres de sus compañeros, pero, si, como parecía evidente, el francotirador estaba en condiciones de distinguirles en plena noche, los iría abatiendo uno por uno en cuanto osaran asomar la nariz sobre la joroba de un dromedario.
Los animales constituían por tanto su única protección hasta que con el amanecer las fuerzas empezaran a equilibrarse, pero si algo le constaba a Omar el Khebir era que al amanecer aquel maldito hijo de perra ya estaría muy lejos.
Desde el principio de los tiempos habían existido animales diurnos y animales nocturnos, y cada uno de ellos adaptaba a la luz o a la oscuridad su capacidad de matar o no dejarse matar, pero, como de costumbre, el ser humano había acabado por romper tan justo equilibrio encontrando la forma de matar o no dejarse matar en las tinieblas.
Los rayos infrarrojos, ¡ni el mismísimo Shaitán debía de saber lo que era eso!, permitían a un cegato rivalizar con un guepardo en plena noche, y a su modo de entender se trataba de una clara injusticia y una burla a las sagradas leyes de la naturaleza.
Cansado de esperar, gritó a voz en cuello:
—¿Quién te envía?
La lacónica respuesta fue la esperada y la peor que hubiera deseado escuchar.
—¡El ettebel!
Tras pronunciar la temida palabra, Gacel Mugtar pareció comprender que ya nada más le quedaba por hacer allí y, tras desmontar el arma y guardarla en su bolsa de cuero, tomó las riendas del camello y se alejó hacia el este.
A la media hora, cuando ya no podían ni verle ni oírle, cabalgó obligando al animal a marchar al trote cara al sur durante casi tres horas con el fin de girar luego de nuevo hacia el oeste y detenerse en un punto que a su entender debía de encontrarse aproximadamente en la intersección de la ruta que seguirían los fugitivos.
Una vez más, los rayos infrarrojos resultaban de una utilidad asombrosa. Le permitieron comprobar que ante él se extendía una amplia llanura de piedra que se perdía de vista y que aparecía salpicada de innumerables montículos de altas rocas que le proporcionarían un magnífico escondite.
Se tomó unos minutos de descanso, calculó el tiempo que faltaba para que la primera claridad hiciera su aparición en el horizonte, repasó mentalmente cada paso que debía dar y al fin tomó una dolorosa decisión: liberó al camello del ronzal y la montura, le obligó a levantarse y, tras pedirle en voz alta perdón porque había demostrado ser un noble animal que no se merecía semejante castigo, le levantó el rabo y le introdujo una guindilla en el ano.
La pobre bestia dio un salto, lanzó un estremecedor berrido, coceo en el aire y partió como alma que lleva el diablo hasta perderse de vista en las tinieblas y probablemente no paró de correr hasta encontrar un río o una laguna en la que poner los cuartos traseros en remojo.
El tuareg lamentaba sinceramente haber tenido que recurrir a tan deleznable truco, más propio de un sádico caravanero beduino que de un noble imohag miembro del pueblo del Kel Talgimus, pero sabía por experiencia que aquella era la única forma de conseguir que se alejara del punto en que le dejaba en libertad.
Un animal tan alto resultaba demasiado visible en el desierto, advirtiendo a los extraños de que su dueño no debía encontrarse muy lejos y, si esos extraños eran mercenarios que se sabían acosados, el peligro era excesivo.
Tras rezar sus oraciones y pedir perdón por la maldad que acababa de cometer, Gacel cenó con apetito, enterró la silla de montar junto a la mayor parte de sus pertenencias y reinició la marcha a pie sin cargar más que con las armas, tres odres de agua y una bolsa de dátiles.
Avanzó pisando siempre sobre las piedras y cuando le resultaba imposible hacerlo se volvía de espaldas de tal modo que podía ir barriendo sus huellas con ayuda de un arbusto. En una ocasión tropezó, y al caer se clavó una piedra en el trasero y se quedó un largo rato sentado frotándose la parte dañada sin poder contener la risa al entender que no era aquella una postura ciertamente airada para un ejecutor de renegados.
La primera claridad anunciaba que pronto el sol comenzaría a borrar del firmamento las estrellas cuando al fin encontró un buen escondrijo en lo alto de un grupo de rocas.
Se acurrucó en su interior, cerró los ojos y se quedó dormido.
El día fue especialmente bochornoso y se congratuló por haber tomado la precaución de cargar con mucha agua y poca comida, porque no tenía apetito, pero corría el peligro de deshidratarse debido a que las rocas se recalentaban de tal forma que su refugio estaba a punto de convertirse en un horno.
No corría ni una gota de viento, a mediodía advirtió que tenía la ropa empapada en sudor y echó de menos el pequeño ventilador del salpicadero del camión. Su madre le había regalado uno portátil, pero las pilas tenían la mala costumbre de agotarse cuando más falta hacía, y siempre le pareció poco apropiado que un miembro de su raza lo usara en público.
Ahora se encontraba completamente solo y le habría sido de gran ayuda, pero de nada servía lamentarse.
Se sumió en un profundo sopor y soñó que paseaba por las calles de una ciudad fabulosamente iluminada para acabar bañándose en una enorme fuente en la que los chorros de agua cambiaban de color.
Al despertar recordó que había visto esa fuente en una película, pero no recordaba cuál; le encantaba el cine, aunque nunca había tenido ocasión de acudir a una auténtica sala con butacas, gran pantalla y buena acústica. Su experiencia se limitaba a proyecciones al aire libre sobre un muro, en un idioma que no entendía y con subtítulos en francés que rara vez le daba tiempo a leer. Aun así le encantaba.
El sol comenzaba a declinar cuando los vio venir y llegó a la conclusión de que eran muy buenos en su oficio, puesto que conformaban un grupo compacto pero cada uno tenía la vista fija en un punto sin mover apenas la cabeza.
El que los comandaba solo miraba al frente; los de los flancos, al lado que les correspondía, y el que marchaba en retaguardia había modificado su silla con el fin de viajar de espaldas, apoyado en un alto respaldo de madera y con los ojos clavados en cada duna o cada roca que iba dejando atrás.
A Gacel no le cupo duda de que aquel era un genuino tuareg, aunque le recordara a uno de aquellos monos de feria trepados sobre una cabra con cuyas habilidades los titiriteros se ganaban unas monedas en los zocos.
No obstante, la forma en que mantenía la posición adaptándose a los movimientos del dromedario y sin transmitir la sensación de correr peligro de caerse de bruces obligaba a reconocer que se trataba de un jinete excepcional.
Los animales avanzaban en bloque, a paso ligero, aunque sin llegar al trote, siguiendo el ritmo que marcaba el que iba en cabeza y manteniendo las distancias sin necesidad de que sus dueños les fustigaran.
Unos hombres y unas bestias tan bien compenetrados constituían sin duda un enemigo letal en un pedregal perdido en el centro del Sáhara, por lo que Gacel se planteó que tal vez había cometido un grave error al elegir el lugar para enfrentarse a ellos.
Si los atacaba, e independientemente de que tuviera éxito o no, podrían ocurrir dos cosas: la primera, que decidieran emprender la huida a sabiendas de que la mira telescópica le proporcionaba una gran ventaja; y la segunda, que se arriesgaran a buscarle y eliminarle antes de que oscureciera y su visor nocturno multiplicara aún más dicha ventaja.
Intentó imaginar cómo actuaría Omar el Khebir en su lugar, pero le resultó imposible debido a que el mercenario debía de estar acostumbrado a enfrentarse a situaciones de alto riesgo, mientras que él no era más que un simple camionero que hasta la noche anterior jamás había entrado en combate.
Estudió la posición del sol y calculó que, pese a lo breves que solían ser los crepúsculos por aquellas latitudes, faltaba casi una hora hasta que oscureciera, y una hora podía hacerse infinitamente eterna cuando unos cazadores de hombres profesionales tomaban la decisión de cazarle.
Seguían avanzando.
Los observó por una rendija entre las rocas, sin mover un músculo, casi sin respirar siquiera, sabiendo que un par de ojos escrutaban cada punto en un círculo completo, lo que demostraba que confiaban ciegamente en quien les comandaba y en que sus monturas sabían muy bien dónde pisaban.
Parecían autómatas.
No era justo; nada justo. Él debía encontrarse en aquellos momentos al volante de su camión charlando amistosamente con los pasajeros que se encontraran a su lado, por lo general ricos comerciantes que podían permitirse el lujo de pagar veinte veces más por viajar en la cabina y que solían hacerlo con cestas repletas de apetitosos manjares que no dudaban en compartir con el encargado de conducirles sanos y salvos a su destino.
No era justo; él no debía encontrarse ahora allí, sino muy lejos, porque ya había matado a tres renegados.
¿A cuántos más tendría que matar para que Hassan se sintiera satisfecho?
Hasta que no quedara uno solo, y eran muchos.
Y más serían, porque el virus del extremismo fanático se iba extendiendo como una pandemia; una «peste negra» que no se extinguiría hasta que el último ser humano del planeta se convirtiera al islamismo y aceptara que no existía otro dios que Alá.
Gacel Mugtar aceptaba esto último; siempre lo había aceptado sin que la menor duda naciera nunca en su ánimo, pero lo que no aceptaba era que quienes se habían vendido a un tirano, asesinando y torturando por dinero, fueran dignos de ser considerados auténticos musulmanes.
Pero, lo aceptara o no, ellos seguían avanzando impertérritos.
Por el rumbo que llevaban pasarían a unos doscientos metros a la izquierda de donde se ocultaba, una distancia considerable teniendo en cuenta que no paraban de moverse, aunque calculó que resultaría hasta cierto punto factible dar en el blanco siempre que utilizara la mira telescópica.
Aceptó que tenía miedo y se justificó a sí mismo argumentando que era preferible dejarlos continuar su camino y conservar la vida con el fin de poder cumplir otras misiones. Tal como dijera el propio Hassan: «No corras demasiados riesgos, porque no necesitamos héroes románticos, sino ejecutores eficaces».
Pasaron de largo y respiró aliviado; si todos ellos le hubieran dado la espalda, les habría permitido continuar su camino, pero la fría altivez de quien marchaba en retaguardia, y que en esos momentos parecía estar mirando directamente hacia el punto en donde se encontraba, le hizo cambiar de idea.
Permitió que se alejaran otros doscientos metros, se encaró el arma, levantó en el último instante la tapa que cubría la mira telescópica, apuntó al pecho de quien parecía estar observándole y disparó.
Se ocultó de inmediato, dejó pasar varios minutos antes de decidirse a atisbar de nuevo entre las rocas y le sorprendió descubrir que el grupo se iba perdiendo de vista en la distancia.
Gacel Mugtar nunca llegó a saber si había errado el tiro o si los que se alejaban aún no habían advertido que quien cabalgaba en último lugar cabalgaba muerto.
Cuando el viaje era muy largo y corrían el riesgo de quedarse dormidos, algunos jinetes tenían la costumbre de atarse al respaldo de la silla, porque, tal como aseguraba el viejo refrán: «Más son los que se rompen el cuello por caerse del camello que por caerse el camello».