Dos hombres montaban guardia, uno a cada lado de la puerta del vetusto caserón, y, mientras el más corpulento permanecía erguido y con el fusil firmemente aferrado, el otro apoyaba el suyo en el muro sobre el que se recostaba, aprovechando la oscuridad para despojarse del velo y fumar con absoluta comodidad.
Del interior de la vivienda surgían voces a las que no prestaban la menor atención, por lo que continuaron impertérritos hasta que por el final de la calle hizo su aparición un escuálido borrico montado por un harapiento beduino cuyas sandalias casi rozaban el suelo, y que obligaba al sufrido animal a avanzar a base de insultos y latigazos.
A la escasa luz que surgía de una de las ventanas la escena resultaba en cierto modo ridícula, puesto que evidentemente se trataba de una montura demasiado endeble para el esfuerzo que se le exigía, obligando a temer que en cualquier momento le fallarían las patas, con lo que su desconsiderado jinete saltaría por las orejas para acabar rompiéndose la crisma.
El centinela que fumaba agitó negativamente la cabeza dejando escapar una leve sonrisa, pero su compañero ni tan siquiera se inmutó.
El desgraciado borrico continuó su vacilante marcha y su dueño, concentrado en la tarea de mantenerse en tan inestable equilibrio, ni siquiera se dignó alzar el rostro o saludar, aunque cuando se encontraba a menos de cuatro metros de distancia en su mano hizo su aparición un pesado revólver.
Sin tiempo de reaccionar, el centinela más corpulento cayó de espaldas con un agujero entre los ojos.
El que fumaba se giró alargando la mano hacia su arma, pero una nueva bala le entró por la sien, le atravesó el cerebro y se clavó en la pared.
Quien les había eliminado de una forma tan fría e inesperada saltó ágilmente de su agotada montura, echó a correr y a los pocos instantes había desaparecido tras la siguiente esquina.
Cuando de la casa surgieron varios hombres dispuestos a repeler con violencia a cualquier enemigo, solo se encontraron frente a un derrengado borrico que olisqueaba los cadáveres.
Inshallah!
Gacel Mugtar corrió durante casi quinientos metros antes de desaparecer en las tinieblas de un estrecho callejón por el que abandonó de inmediato un silencioso pueblo en el que ni un solo lugareño se había atrevido a asomar la nariz a intentar averiguar a qué demonios se debían los disparos.
Continuó su marcha a la débil luz de las estrellas y diez minutos después se tumbó a contemplarlas.
Eran las estrellas de siempre, las que le habían guiado durante sus largos viajes a través del desierto. Eran las estrellas de siempre, pero ahora él había cambiado, puesto que ya no seguía siendo un noble imohag que se limitaba a disparar sobre los malhechores que osaban atacar su caravana o su camión; ahora era un asesino que había abatido a traición a dos hombres sin concederles la menor oportunidad de defenderse.
Se restregó las manos con arena como si con ella pudiera borrar una sangre que ni siquiera le había salpicado, y experimentó unos casi irrefrenables deseos de vomitar, aunque no lo hizo, limitándose a maldecir al cruel destino que había dado tan brusco vuelco a su vida.
Sabía que a partir de aquella noche no existía vuelta atrás, aunque en realidad eso era algo que supo desde que el malhadado Hassan le comunicara que había sido elegido como uno de los brazos ejecutores de una raza justamente ofendida.
Tal vez, ¡solo tal vez!, si un año antes hubiera conseguido saldar sus deudas y casarse con Alina, ya tendría un hijo y hubiera podido vivir el resto de su vida sin otra preocupación que sacar adelante a su familia.
Sin embargo, ahora la dulce Alina se vería obligada a encontrar a otro hombre con el que engendrar hijos mientras él continuaría matando renegados o yihadistas hasta que alguno de ellos tuviera la oportunidad de volarle los sesos.
Al fin y al cabo no sería más que una lucha entre iguales.
Le vino a la mente una frase de su abuelo: «Un tuareg nunca debe enfrentarse a los débiles, porque derrotarlos constituye un deshonor; tampoco debe enfrentarse a sus iguales, porque el resultado de la lucha solo dependerá de la suerte; únicamente debe enfrentarse a quienes son más fuertes, porque el hecho de vencerlos trae aparejada la auténtica gloria».
Aquellas palabras siempre le habían parecido muy hermosas, pero en aquellos momentos no creía que se consiguiera gloria alguna por el simple hecho de acabar con unos desprevenidos centinelas.
¿O quizás sí?
Tal vez, bien mirado, la gloria era mucha, puesto que no se trataba de «desprevenidos centinelas», sino de auténticos mercenarios que habían sido advertidos con suficiente antelación del futuro que les esperaba.
La noticia había comenzado a extenderse un mes antes, de norte a sur y de este a oeste, de Argelia a Nigeria o de Sudán a Mauritania; los tuaregs renegados, al igual que todos cuantos se hicieran pasar por ellos, disponían de tres semanas para abandonar las armas o serían ejecutados dondequiera que se encontrasen.
Si aquel par de cretinos habían sido tan ineptos como para dejarse engañar por un escuálido borrico, merecían estar dondequiera que estuvieran ahora.
—Son algunos de los que acompañaban al coronel Gadafi cuando intentaba salir de Libia y que consiguieron escapar cruzando la frontera cuando le mataron —había señalado Hassan—. Al parecer, ahora están a la espera de unirse a algún grupo yihadista, pero, por lo que sabemos, no son verdaderos integristas; son de los que se venden al mejor postor.
—¿Cuántos? —quiso saber.
—Unos quince, por lo que las órdenes son muy claras: intenta matar a los puedas, pero no corras riesgos. No necesitamos héroes, necesitamos ejecutores.
Era de agradecer que hubiera utilizado la palabra «ejecutor» y no «verdugo», que resultaba a su modo de ver mucho más apropiada, aunque al fin y al cabo lo mismo daba, ya que idéntica desazón hubiera sentido denominándose de una forma que de otra.
Lo que en verdad importaba era que dos de esos mercenarios ya estaban muertos y sus compinches debían tener sobradas razones para comprender que la amenaza iba en serio, ya que a partir de aquel momento cientos de tuaregs que sabían hacerse pasar por pacíficos beduinos, les estarían acechando desde cada duna o cada recodo del camino.
Hassan había abandonado su casa sin mostrarle el rostro, pero antes habían estado hablando a solas casi una hora, puesto que las instrucciones que debía darle no podían ser conocidas por Assalama.
La primera, y sin duda la más dolorosa, establecía que debía olvidar que tenía amigos y familiares, porque a partir del momento en que emprendiera la marcha su única familia y sus únicos amigos serían los que él le indicara.
—Tu madre deberá contar que has emigrado a Europa y nosotros nos ocuparemos de enviarle dinero con el fin de que pueda vivir dignamente hasta el día de su muerte.
—¿Por tarde que esta llegue?
—Aunque viva cien años.
—¿Y qué le diré a Alina? Confiaba en que nos casaríamos pronto.
—Nada, porque no volverás a verla.
Aquel había sido un golpe muy duro; el más duro quizás, puesto que Assalama siempre conocería las razones por las que había perdido a su hijo, mientras que la pobre muchacha pasaría el resto de su vida creyéndose repudiada por quien hacía tiempo que daba por hecho que sería su esposo.
—No es justo… —musitó amargamente—. No es justo para mí, pero sobre todo no es justo para ella que lleva mucho tiempo esperando.
—Nos encargaremos de que un familiar cercano, no te puedo decir cuál, pero se trata de alguien de nuestra absoluta confianza, se ocupe de hacerle comprender lo que ha ocurrido… —Hassan había hecho una breve pausa antes de apostillar—: Aunque no será de momento.
—¿Y a qué viene tanto secretismo? —se lamentó Gacel—. Si los tuaregs hemos decidido lavar nuestro honor, lo lógico es que lo hagamos en público.
Se diría que su interlocutor se encontraba fatigado o tal vez hastiado de tener que dar siempre idéntica explicación, pero, siendo como era consciente de lo que le estaba exigiendo, decidió exigirse a sí mismo.
—Si por algún increíble milagro los franceses decidieran lavar su honor en público, estarían en su derecho, al igual que podrían intentarlo italianos, ingleses, chinos o americanos. Pero legalmente los tuaregs que viven en Argelia no tienen derecho a lavar el honor de los tuaregs que vivimos en Níger, ni los tuaregs que viven en Chad el honor de los que viven en Malí… ¿Me explico?
—Supongo.
—Existen países que acogen dentro de sus fronteras a varios pueblos de diferentes costumbres a los que aplican las mismas leyes, pero los tuaregs somos un pueblo distribuido entre muchos países, por lo que cada uno nos aplica sus propias leyes. Y lo peor del caso es que aquí, en la inmensidad de unos desiertos en los que las fronteras rara vez están bien delimitadas, nunca podemos saber qué tipo de ley nos afecta en un determinado lugar y cuál nos afectará tres kilómetros más allá.
—Por lo que el resultado acaba siendo una situación ciertamente caótica… —se vio obligado a reconocer Gacel.
—Tú lo has dicho; los tuaregs vivimos inmersos en una impenetrable maraña de normas que además cambian en cuanto cambian los Gobiernos de cada uno de esos países, lo cual ocurre con excesiva frecuencia. En esta parte del mundo suele haber más días de golpe de Estado que de lluvia, y los que ayer eran demócratas mañana son fascistas o comunistas.
Se tomó un respiro, puesto que había sido una larga perorata que había tenido la virtud de dejarle la boca seca, y, tras elevar ambas manos con las palmas hacia arriba como queriendo indicar que aquel era un problema ciertamente irresoluble, inquirió:
—¿Qué puedes hacer cuando te encuentras frente a cien caminos que conducen a cien lugares diferentes…? —aguardó la respuesta, pero, como no llegaba, concluyó—: Elegir el único que conoces: el código tuareg, que siempre ha sido muy claro: el que la hace, la paga. Tras medio siglo de prudente silencio, los ettebels han vuelto a retumbar y nuestros enemigos tienen la obligación de escucharlos o darse por muertos.
Gacel Mugtar sabía muy bien que, cuando antaño los nobles imajeghan tomaban la difícil decisión de hacer sonar los enormes tambores que constituían la insignia de un poder que les permitía convocar asambleas, llamar a juicio e incluso declarar guerras, hasta al último tuareg, fuera hombre, mujer o niño, no le quedaban más que dos opciones: o acudir de inmediato o correr a esconderse en los confines del infierno.
Algunos podrían considerar absurdo recurrir a tan obsoleto sistema en los tiempos de los teléfonos móviles, pero resultaba evidente que hasta un mísero vendedor ambulante tenía acceso a uno de esos teléfonos sin que nadie prestara la menor atención a cuanto pudiera decir, y solo unos pocos imajeghan podían dictar sentencias de muerte a base de golpear un tambor.
Aunque una cosa era dictar sentencias y otra muy diferente ejecutarlas, sobre todo si los reos se ocultaban en una extensión de arena y piedras que duplicaba el tamaño de Europa.
—Nos consta que constituirá una ardua labor castigar a quienes no nos escuchen —añadió Hassan, como si le hubiera leído el pensamiento—. Pero sobrevivir en el lugar más árido del planeta siempre ha sido difícil y somos los únicos que tenemos ojos y oídos donde nadie más los tiene. Allí donde nunca conseguirán llegar los más modernos ejércitos con su sofisticado armamento, sabemos llegar nosotros.
En ese punto le asistía la razón, porque en el corazón del Sáhara ninguna máquina superaría el instinto de un tuareg ni ningún satélite de última generación conseguiría descubrir la huella del paso de un sigiloso beduino por una llanura de piedra.
Únicamente los tuaregs disponían de una extensa red de pacientes pastores, astutos cazadores, arriesgados contrabandistas o incansables caravaneros dispuestos a obedecer las órdenes que dictaba el ettebel.
—Ellos serán los encargados de señalar dónde se ocultan los culpables… —le había indicado Hassan en el momento de marcharse—. Tú limítate a eliminarlos.
Inshallah!
Nada cabía alegar ni ninguna disculpa era válida cuando las órdenes llegaban de tan alto.
Ya había eliminado a dos y, mientras observaba cómo unas estrellas fugaces surgían de la nada, se adueñaban del firmamento unos instantes y se sumían de nuevo en las tinieblas, Gacel se esforzó una vez más en admitir que la responsabilidad por tales muertes no era suya, sino de aquellos a quienes tenía la obligación de obedecer.
Había llegado tres noches antes al pueblo y se había dirigido directamente a casa del guarnicionero que le había informado con toda clase de detalles sobre cuántos eran sus enemigos, dónde se encontraban, qué rutinas seguían y cuál sería la mejor vía de escape una vez que hubiera llevado a cabo su misión.
—Continúan siendo quince, al mando de un tal Omar el Khebir, y el Gobierno libio ha puesto precio a sus cabezas acusándoles de docenas de asesinatos e infinidad de violaciones de mujeres e incluso niños. Por lo visto, tras la batalla de Sirte, y al comprender que todo estaba perdido, decidieron abandonar a Gadafi dejando un auténtico reguero de sangre durante su huida hacia la frontera. Sin embargo, desde que llegaron al pueblo, hace ya casi cinco meses, no han provocado ni un solo incidente.
—¿Todos son tuaregs?
—La mayoría, aunque los que no lo son lo parecen.
Omar el Khebir había participado en demasiadas batallas y había visto demasiados muertos como para asustarse al descubrir dos cadáveres ante la puerta del caserón que les servía de refugio, pero su estado de ánimo cambió como por ensalmo cuando advirtió que sobre el lomo del famélico borrico que le observaba con cara de hambre habían pintado una palabra en caracteres tifinagh, que solo los tuaregs, cualquiera que fuese su origen o nacionalidad, serían capaces de interpretar: «Ettebel».
Por primera vez en años un escalofrío le recorrió la espalda, porque sabía que aquel mensaje, transmitido en una casi indescifrable escritura que carecía de vocales, lo cual hacía que tuviera que leerse en voz alta para que el sonido de las consonantes proporcionase una pista sobre cuál era su auténtico significado, constituía una clara e inequívoca sentencia de muerte.
Le enfureció que ninguno de los tuaregs que vivían en el mísero poblacho, y entre los que distribuía dinero generosamente, hubiera tenido la gentileza de advertirle de que los imajeghan exigían su cabeza, por lo que tras lanzar una ristra de reniegos ordenó a sus hombres que fueran a cortarles el cuello.
No obstante, su lugarteniente, el siempre sensato e impasible Yusuf Kassar, le hizo comprender que probablemente ya habrían huido o que, si por casualidad encontraban a alguno, lo único que conseguirían sería perder el tiempo y complicar las cosas.
—Ya nada las puede complicar aún más… —fue la agria respuesta de su superior—. Hagamos lo que hagamos acabarán con nosotros, pero admito que tienes razón y lo aconsejable es salir cuanto antes de esta ratonera y presentar batalla donde mejor sabemos hacerlo; en el desierto.
El desierto se había convertido en su único aliado cuando decidieron abandonar a un maldito dictador hijo de puta que cuando se encontraba en el poder trataba a los seres humanos como a perros, pero que en cuanto vio de cerca la muerte fue capaz de lamerle el culo a cuantos suponía que podían ponerle a salvo. Le recordaba gimiendo y temblando, incapaz de aceptar que en pocos meses había pasado de ser un tirano prepotente, temido y vergonzosamente adulado por la mayor parte de los gobernantes del mundo, a un hediondo monigote de rostro repelente y ojos de alucinado, que cuando no lloriqueaba roía nerviosamente un pequeño hueso de cabra.
Disfrutó doblemente al traicionarle, no solo porque fuera un gusano al que muy pronto clavarían en un anzuelo, sino porque al dejarle atrás se llevó consigo parte del dinero con que contaba para sobornar a las patrullas fronterizas.
Y cobraban mucho, de eso podía dar fe.
Los bolsillos de infinidad de militares y políticos de los países vecinos engordaron de forma notable gracias a que habían sido legión los familiares, amigos y seguidores del coronel Gadafi que pagaron fortunas a la hora de escapar del infierno en que se había convertido Libia, y escasos fueron los Gobiernos que dieron asilo gratuitamente y por humanidad a quienes durante tantos años se habían comportado de una forma harto inhumana.
Pocas veces el simple hecho de vivir había costado tan caro, porque quienes no estaban dispuestos a pagar el precio estipulado debían permanecer al otro lado de la frontera aguardando a que vinieran a cobrarles en sangre la sangre que contribuyeron a derramar.
Consciente de ello, el día en que Omar el Khebir avistó en el horizonte a una patrulla de hombres uniformados que le cortaban el paso ni siquiera se le pasó por la cabeza la idea de plantarles cara, se limitó a comunicar a su mugriento teniente que estaba dispuesto a pagar cien mil dólares si les permitían seguir su camino.
Las opciones eran muy simples: si les obligaban a retroceder, buscarían otro punto de la frontera u otro país en el que los militares fueran más comprensibles; y, si decidían atacarles, rajaría las sacas del dinero, con lo que el fuerte viento que estaba soplando desparramaría los billetes a todo lo largo y ancho del desierto para acabar sirviendo de pasto a las cabras.
El desharrapado teniente no tardó ni medio minuto en tomar su decisión, en parte debido a que la decisión ya había sido previamente tomada por sus superiores: el ochenta por ciento de lo recaudado en las fronteras por el «derecho de asilo» iría a parar a las arcas del Estado mientras que el resto se repartiría entre los encargados de vigilarlas según su rango ya que eran los que se estaban achicharrando bajo un sol de fuego.
A decir verdad, los militares se achicharraban muy a gusto, puesto que al pertenecer a algunos de los países más pobres del planeta tanto soldados como oficiales se sentían increíblemente felices debido a que estaban ganando en pocos meses más de lo que hubieran soñado ganar a lo largo de toda su vida. Podría decirse que los fugitivos gadafistas se habían convertido en el nuevo maná del desierto.
Tal como marcaban las leyes internacionales, a los «asilados políticos» se les requisaron las armas antes de cruzar la frontera; pero, apenas la habían traspasado, el avispado teniente aceptó revenderles las peores, sabiendo como sabía que resultaba peligroso andar indefenso por unas hostiles tierras plagadas de bandidos.
Pese a que le hubiese privado de su amado Remington y sus prismáticos de visión nocturna, Omar el Khebir recordaba con cierto afecto a tan desvergonzado personaje, ya que, si les hubiera impedido el paso, los rebeldes que les pisaban los talones habrían acabado con ellos tal como habían acabado con su abominable dictador.
Anduvieron de noche, siempre hacia el sur, durante varios días, evitaron aproximarse a pistas, pozos, oasis o lugares habitados y pasaron meses ocultos en las montañas cerca de una agreste garganta en la que se había formado una minúscula laguna, subsistiendo a base de enviar de tanto en tanto a un par de hombres a conseguir provisiones.
Necesitaban dar tiempo al tiempo y permitir que el mundo se olvidara de los mercenarios de Gadafi, porque la mayoría de cuantos se dejaron atrapar acabaron linchados, y una cosa era morir en el campo de batalla y otra muy diferente permitir que una horda de harapientos rapaces y viejas desdentadas les molieran a palos, les rociaran de gasolina, que era lo único que en aquellos momentos sobraba en Libia, y les prendieran fuego.
Incapaces de soportar las privaciones, el infernal calor y, sobre todo, la falta de mujeres, dos de sus hombres acabaron por desertar, pero, como era de esperar, no llegaron muy lejos. Uno se pegó un tiro antes de que le pusiera la mano encima y al otro le quebró las piernas abandonándole en mitad de la llanura con el fin de que entre hienas y buitres le enseñaran lo que significaba la fidelidad a la palabra dada.
Quien juraba servir a las órdenes de Omar el Khebir tenía la obligación de servirle hasta el último aliento.
Inshallah!
No obstante, al parecer, en esta ocasión la voluntad de Alá era otra, las hienas no acudieron a la cita quizás debido a lo remoto del lugar, y los buitres se mostraron renuentes a aproximarse mientras su futuro almuerzo continuara agitando furiosamente un palo, por lo que se limitaron a girar en círculo aguardando acontecimientos sin arriesgarse a que les partiera un ala.
En pleno Sáhara un buitre que no pudiera volar no tardaba en morir bajo las garras de sus congéneres.
Quiso también Alá, cuyos caminos, como es cosa sabida, suelen ser inescrutables, que un camión de contrabandistas que, como también es cosa sabida, prefieren elegir caminos poco frecuentados, avistara en la distancia el lento girar de aves y se aproximara con la esperanza de que se tratara del cadáver de algún gadafista que aún llevara encima objetos de valor.
Grande fue su sorpresa al descubrir al infeliz sediento, y grandes las discusiones a la hora de decidir si lo recogían o lo abandonaban a su triste destino, pero al fin imperó el compasivo espíritu beduino y cargaron con él, aunque a desgana.
Y fue el tercer deseo de Alá, y en este caso ciertamente oportuno, que se tratara de contrabandistas de medicamentos, oficio en verdad peligroso pero increíblemente lucrativo y bien considerado debido a que uno de cada tres medicamentos que se vendía en aquella parte de África era una vergonzosa falsificación importada de China o la India. A los enfermos o sus familiares les enfurecía y casi desesperaba tener que emplear sus escasos medios en algo que a menudo producía más daño que alivio, por lo que desconfiaban de las farmacias o de sus proveedores habituales.
Quince años atrás, Níger se había visto asolado por una feroz epidemia de meningitis durante la cual traficantes sin escrúpulos habían sustituido ochenta mil vacunas auténticas por otras tantas falsas, provocando la muerte de casi tres mil pacientes, en su mayoría niños.
A raíz de semejante tragedia y otras no tan sangrantes, pero igual de dramáticas, nació lo que dio en llamarse el gremio de los «honorables contrabandistas», arriesgados aventureros cuya actividad se encontraba fuera de la ley, pero cuyos beneficios se sustentaban sobre el prestigio personal y la autenticidad de los productos que ofrecían, especialmente viagra, ya que, de cada diez pastillas que vendían las farmacias, ocho no eran más que harina teñida de azul.
El abominable negocio de los medicamentos falsos podía producir unos beneficios del quinientos por uno, incluso más que el tráfico de drogas, pero la «importación», sin pagar derechos de aduana, de medicamentos garantizados constituía de igual modo una actividad altamente lucrativa y hasta cierto punto «decente».
Los clientes de este tipo de contrabandistas tenían muy claro que, si se les ocurría adulterar sus mercancías, podían darse por muertos, ya que nadie estaba dispuesto a que le metieran en la cárcel o desaparecer para siempre en la inmensidad del desierto para que al final de tan infernal periplo un avaricioso intermediario dañara su prestigio.
Por suerte para el herido, los calmantes y antibióticos que le facilitaron sus salvadores eran genuinos y, como recompensa, no dudó en indicarles el punto exacto en el que se escondían quienes le habían dejado inválido de por vida y por cuya captura las autoridades libias ofrecían una más que generosa recompensa.
Días más tarde, cuando el fiel Yusuf regresó de adquirir provisiones y comentó que había encontrado lo poco que los buitres habían dejado del desertor que se había suicidado pero ni rastro del otro, Omar el Khebir comprendió que había llegado el momento de cambiar de aires.
Meses más tarde, al descubrir el mensaje escrito sobre un asno que parecía haber sido enviado por el propio Shaitán desde los mismísimos infiernos, llegó a una conclusión muy diferente: ya no bastaba con cambiar de aires, ahora necesitaba encontrar aliados lo suficientemente fuertes como para ayudarle a enfrentarse a los malditos imajeghan y sus dichosos tambores.
Y los primeros que le venían a la mente eran los yihadistas.
Despreciaba a los fanáticos, especialmente a quienes se inmolaban al grito de «¡Alá es grande!», porque Alá era tan grande que no precisaba de tan ridículos sacrificios para demostrar que era el único dios verdadero, abominando de quienes se lanzaban ciegamente a la lucha, sabiendo que si el Creador había tenido a bien proporcionar a los seres humanos una inteligencia que les diferenciase de las bestias no era para que actuasen como una manada de búfalos.
No obstante, ahora se veía en la obligación de entremezclarse con los búfalos con el fin de que le protegieran de los ataques de un solitario león.
Porque si algo le constaba a aquellas alturas era que los imajeghan no deseaban un abierto enfrentamiento entre distintas facciones tuaregs; habían preferido que ejecutores anónimos fueran resolviendo cada problema de forma individual.