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Hacía frío.

Mucho frío.

Aún faltaba media hora para el amanecer, el termómetro marcaba once grados, pero un molesto viento que llegaba del noroeste obligaba a tiritar a quienes se apretujaban en la parte alta del camión, cuyas manos se agarrotaban a causa del esfuerzo que exigía aferrarse a cuanto podían con el fin de evitar que un bache obligara al vehículo a dar un brusco salto precipitándoles al suelo desde cuatro metros de altura.

Gacel Mugtar, que había heredado el nombre de un pariente lejano que al parecer había luchado heroicamente contra la dictadura militar, sabía muy bien que en tales momentos debía conducir con infinitas precauciones para evitar tan desagradables incidentes. Quienes trepaban sobre las cajas y los sacos lo hacían aceptando una total responsabilidad sobre sus actos, pero resultaba desagradable, poco honorable y en cierto modo humillante llegar a su destino con un viajero menos.

Infinidad de veces se había visto obligado a detener la marcha para recoger a quien no había tenido la precaución de atarse a algo al advertir que se estaba quedando dormido, pero el caso más triste ocurrió la noche en que un muchacho cayó a plomo sin que nadie lo advirtiera y tan solo salvó la vida gracias a que cuatro días más tarde otro camión se lo encontró tendido en mitad de la pista, con una pierna destrozada y a punto de ser devorado por las hienas.

Inshallah!

La voluntad del Señor había sido que sobreviviera a base de aprender una dura lección y quedarse cojo.

Pese a que antes de ponerse en marcha Gacel aleccionaba insistentemente a sus pasajeros sobre la necesidad de tomar toda clase de precauciones durante el agotador viaje, no podía evitar sentirse molesto cuando sobrevenía un accidente debido a que la mayoría de los pasajeros apenas le prestaba atención, ya que se consideraban valientes guerreros capaces de enfrentarse a los infinitos peligros del desierto, incluso desde lo alto de un bamboleante vehículo.

Cuando la primera luz comenzó a anunciar su próxima aparición a algunos viajeros aún les castañeaban los dientes, pero apenas diez minutos más tarde el indiscutible amo de los desiertos, el sol, recuperó su trono, ahuyentó el frío y se dispuso a imponer una bochornosa e implacable ley sobre sus vastos territorios.

Las dos horas siguientes, con perfecta visibilidad y apenas 20 grados de máxima, resultaban las más idóneas para viajar, pero, tal como solía suceder con desesperante regularidad, apenas había transcurrido la mitad de ese tiempo cuando estalló el primer neumático.

Inshallah!

Bastante había tardado, a decir verdad, e incluso debía agradecerle que hubiera tenido la deferencia de no haberse visto obligado a apear del camión a los pasajeros en mitad de la noche con el fin de reparar el desaguisado a la luz de una linterna.

Apagó el motor, echó el freno de mano, descendió, comprobó que en efecto la rueda delantera derecha había quedado inservible y se alejó hasta encontrar la sombra de una acacia bajo la que descansar un rato.

Su eficaz ayudante, Abdul, sería el encargado de rogar a los viajeros que descendieran y exigir a los hombres más fuertes que le echaran una mano para cambiar la rueda debido a que era un compromiso que adquirían a la hora de comprar su pasaje.

Aquel no era un autobús de línea regular que se dirigiera a un destino concreto siguiendo un itinerario fijo o un horario predeterminado, sino tan solo un medio de transporte poco ortodoxo, puesto que era cosa sabida que tenía que someterse a las mil eventualidades que surgían en un entorno natural en exceso caprichoso.

El viento, la arena, los salteadores de caminos y últimamente los sanguinarios yihadistas que intentaban imponer por la fuerza sus fanáticas leyes en una tierra que jamás había aceptado otra ley que la libertad de creencias, conseguían a menudo que un itinerario que debía recorrerse en tres días se prolongara otros tantos, e incluso que no se completara nunca.

Inshallah!

Así era, por desgracia, y las costumbres imponían que en tales casos el conductor se tomara un merecido descanso y fueran otros los encargados del duro trabajo de sustituir la rueda dañada. En aquel lugar y con aquellas circunstancias llegaba a resultar agotador, porque, como el inestable terreno impedía utilizar un gato hidráulico que poco a poco se iba hundiendo en la arena, lo único que se podía hacer era sostener el chasis con gruesos troncos y cavar un hoyo bajo la rueda de forma que pudiese extraerse y cambiarse por una de repuesto.

A continuación se hacía necesario rellenar de nuevo el hueco hasta que el neumático se asentara con firmeza, y por ultimo retirar los troncos, lo cual solía celebrarse con gritos y saltos de alboroto, puesto que se trataba de una clara victoria del hombre sobre la naturaleza.

Por último, el incansable Abdul reparaba el pinchazo, colocaba el neumático en el puesto que había quedado vacío y se encaminaba hasta el punto en que su jefe descansaba, ofreciéndole un vaso de té con el que venía a indicarle que podían reiniciar la marcha en cuanto lo considerara oportuno.

Los pasajeros se limitaban a aguardar expectantes, porque un hombre capaz de conducir un camión tan grande por un territorio tan complejo llevándolos sanos y salvos a su punto de destino alcanzaba a sus ojos una jerarquía digna de la mayor consideración.

Tal como rezaba un viejo dicho beduino: «Los más valientes guerreros serán derrotados si no disponen de un guía que sepa conducirles al campo de batalla».

Y Gacel Mugtar era un buen guía.

Siempre lo había sido.

Años atrás solía marchar al frente de una larga caravana que transportaba sal, pero ahora era el curtido chófer de una compleja y ruidosa máquina que acortaba el tiempo de viaje, aunque no las distancias.

A solas con su vaso de té, observando cómo Abdul y la mayoría de los viajeros se acomodaban en lo alto del vehículo esperando con la paciencia propia de los beduinos a que se decidiera a retomar el volante, Gacel Mugtar evocó una vez más los viejos tiempos en que solía hacer aquel mismo recorrido a lomos de un parsimonioso camello que no necesitaba que le apretara el acelerador o le cambiara las marchas.

Él era un imohag del Kel Talgimus por cuyas venas corría la sangre más noble y más pura que pudiera encontrarse entre los tuaregs, y el hecho de guiar caravanas a través del más peligroso de los desiertos siempre había sido considerado un gran honor para los de su estirpe.

Conducir un camión ya no lo era tanto.

No obstante, el día en que su hermana le comunicó que deseaba casarse se vio obligado a endeudarse con el fin de proporcionarle la dote adecuada.

Nunca pudo imaginar que el ajuar de una novia costara tanto, lo cual trajo aparejado que tuviera que cambiar de oficio y pasar de las bridas de un silencioso dromedario al volante de un ruidoso monstruo mecánico.

En aquella remota zona del desierto en la que el mar más cercano se encontraba a miles de kilómetros, la sal era un bien muy apreciado, pero su comercio no resultaba rentable si se transportaba en unos camiones que solían averiarse y consumían demasiada gasolina.

La sal no tenía fecha de caducidad, los camellos eran mucho más lentos y, aunque se reprodujeran solos, se alimentaran del pasto del camino y soportaran largo tiempo sin beber, una caravana de doscientos animales proporcionaba tan escasos beneficios que resultaba imposible ganar lo suficiente como para adquirir una dote digna de una hermana.

Y el dueño de los camiones pagaba bien.

Y pagaba bien porque era consciente de los riesgos que se corrían. Apenas tres meses atrás, dos de sus camiones cargados de inmigrantes que se dirigían a Argelia con el fin de llegar al Mediterráneo y cruzar Europa habían tenido la mala suerte de averiarse al mismo tiempo y casi cien hombres, mujeres y niños, ¡familias enteras!, habían muerto de sed tras diez o doce días de vagar sin rumbo por el desierto y pese a que los andaba buscando todo un ejército.

Gacel conocía a uno de los conductores y sabía que era un buen profesional, pero aun así no había podido evitar tan espantosa desgracia.

Inshallah!

Era el Señor el que en definitiva señalaba los caminos que deben seguir los seres humanos.

Incluso los tuaregs.

Apuró su té, se decidió a reanudar la marcha y, por suerte, solo se produjo un nuevo pinchazo antes de que llegara el mediodía y la temperatura superara los cuarenta grados, momento en el que buscó un lugar apropiado, se detuvo y permitió que Abdul desmontara una parte de la lona que cubría el camión para levantar con ella un toldo. Muy pronto el sol castigaría con fuerza el costado de poniente del vehículo, pero al lado contrario, cara a levante, la sombra permitiría a los pasajeros descansar hasta que amainara el insoportable bochorno.

Y es que ni hombres ni máquinas estaban en condiciones de resistir la violencia del sol durante las próximas horas.

Cuando se cercioró de que todo estaba en orden y sus pasajeros disfrutaban de una relativa comodidad, Gacel Mugtar comió frugalmente, recogió el viejo fusil que colgaban en la trasera de la cabina y se alejó de las voces, los ronquidos o las ventosidades, puesto que tras más de seis horas al volante necesitaba dormir.

Rezó sus oraciones arrodillado sobre una estera que luego le sirvió para montar una minúscula tienda de campaña, se acurrucó en posición fetal y cerró los ojos sabiendo que Abdul, nieto de esclavos descendientes de kotokos del lago Chad, tenía la piel tan curtida que permanecería impasible en lo alto del camión atento a la llegada de malhechores de los que en más de una ocasión habían tenido que defenderse a tiros.

En absoluto silencio y libre del velo que cubría su rostro en presencia de extraños, Gacel descansó lo suficiente como para reintegrarse sin problemas a su duro trabajo y alcanzar su destino esa misma noche.

La suerte quiso que solo sufrieran un nuevo pinchazo, por lo que poco después de las dos de la mañana hizo entrega de las llaves del vehículo y se encaminó a una casa de la que llevaba once días ausente.

Assalama se encaró sin el menor miramiento al hombre que había golpeado la puerta de una forma tan desconsiderada e insistente.

—¿Qué ocurre…? —inquirió sin tan siquiera molestarse en saludarle—. ¿A qué viene tanto escándalo? Mi hijo descansa.

—Necesito hablar con él.

—Vuelve mañana. Ha hecho un largo viaje y está agotado.

—Más largo ha sido el mío, y no puedo esperar… —fue la seca respuesta en lengua tamashek—. Me llamo Hassan y soy un Cebra.

Ante semejante presentación la actitud de la mujer cambió como por ensalmo, franqueó la entrada al recién llegado y le condujo al patio en que se alzaba su más preciado tesoro: uno de los nueve árboles del valle, y probablemente el más frondoso, lo que permitía que aquel fuera el único lugar del pueblo en el que al mediodía se podía charlar a gusto a sin que faltara el aliento.

Gacel Mugtar apenas tardó unos minutos en hacer su aparición, saludando respetuosamente a su inesperado huésped según la milenaria tradición de los tuaregs:

—Metulem, metulem!

Metulem, metulem! —le respondió quien le esperaba.

—¿En qué puedo servirte?

El desconocido aguardó a que Assalama colocara ante ellos una bandeja con la inevitable tetera, vasos, pastas y dátiles, pero cuando advirtió que hacía ademán de alejarse la detuvo con un gesto.

—¡Quédate! —suplicó—. Lo que tengo que decir te atañe de modo muy directo.

La buena mujer dudó, consultó con la mirada a su hijo, que hizo un casi imperceptible gesto de asentimiento, y tras llenar los vasos tomó asiento permaneciendo a la expectativa con las manos cruzadas sobre el halda.

Quien decía llamarse Hassan y se había proclamado Cebra aguardó unos instantes, se alzó unos centímetros el anagad con el fin de sorber un poco de la oscura infusión sin permitir que se le viera el rostro y, tras asentir como dando su conformidad a la calidad de su cuidadosa elaboración, comentó:

—Estoy aquí porque como bien sabéis el tuareg es un pueblo temido, admirado y respetado desde hace miles de años, desde que, según cuenta la tradición, nuestros antepasados, los garamantes, se lanzaron a la conquista de estos inmensos desiertos en los que nunca nadie se ha atrevido a discutir nuestra hegemonía —hizo una corta pausa, bebió de nuevo y, tras lanzar lo que parecía un hondo suspiro, añadió—: Siempre hemos sido una raza noble y orgullosa de una fama de la que nos hemos hecho merecedores a base de sufrir incontables privaciones, pero últimamente un deleznable grupúsculo de individuos de nuestra misma sangre está arrastrando por el fango nuestro buen nombre…

El dueño de la casa se limitó a asentir a sabiendas de que a su visitante le asistía toda la razón, por lo que este añadió:

—Más de un millón de tuaregs asentados desde hace siglos en una decena de países no pueden consentir que un par de cientos de renegados, bien sean viles mercenarios o fanáticos embrutecidos por ideologías extremistas, destruyan su glorioso pasado arruinando el futuro de sus hijos… —la nueva pausa estaba destinada a dar mayor fuerza a sus palabras y la voz sonó segura de sí misma al puntualizar—: Debido a ello se ha tomado una lógica y justificada decisión: los culpables, ¡todos los culpables!, deben ser eliminados.

—¿Qué quieres decir exactamente con «eliminados»? —quiso saber un alarmado Gacel.

—Lo que he dicho: tienen que ser aniquilados dondequiera que estén y aunque se trate de nuestros propios hermanos o nuestros propios hijos.

—¿Significa eso matarlos?

—Significa «ajusticiarlos» —fue la rápida aclaración—. No debe quedar uno solo; ni de ellos, ni de cuantos se cubren el rostro con un velo y se hacen pasar por tuaregs con el fin de seguir cometiendo atrocidades.

Assalama fue a decir algo, se arrepintió, pero Hassan le animó a hacerlo.

—Habla sin reparos; tal como ya te dije, esto te afecta.

Tras una ligera duda debido a que no era habitual que una mujer interviniera en una conversación en la que los hombres trataran «asuntos de guerra», o a que tal vez lo que pretendía decir resultaba demasiado duro, la madre de Gacel Mugtar se atrevió a puntualizar:

—Ajusticiarlos sin juicio previo significaría colocarse a su mismo nivel.

—A los bárbaros solo se les puede combatir siendo aún más bárbaros —fue la áspera respuesta—. Esos malnacidos, hijos de una camella tuerta, no respetan ni a mujeres ni a niños, ni aun a las más sagradas reglas de la hospitalidad. Hacen burla de las palabras del Profeta al interpretarlas y retorcerlas a su antojo y, si no se tratara de una herejía, me atrevería a decir que merecerían que se les enterrara envueltos en la piel de un cerdo.

—¡Por favor…!

—¡Perdón! No debería permitir que la ira se apoderase de mi ánimo, pero en ocasiones no puedo evitarlo porque hemos sabido que incluso están promoviendo entre sus propias hijas ese bárbaro ritual de la ablación.

—¡No es posible! —negó una escandalizada Assalama.

—Lo es.

Gacel Mugtar, que parecía presentir que aquella conversación iba a cambiar de alguna forma brutal y muy poco deseada su monótona pero en cierto modo apacible existencia, depositó con sumo cuidado su vaso sobre la bandeja antes de inquirir en un tono que mostraba a las claras una sincera y profunda preocupación.

—Si, como aseguras, eres un auténtico Cebra y no un simple mensajero, me gustaría saber qué es lo que se espera de mí.

—Se espera que cumplas con tu obligación como miembro del Pueblo del Velo. Se te ha elegido porque se te considera un gran conocedor del desierto, y además eres soltero, lo cual significa que si caes en la lucha no dejarás ni viudas ni huérfanos.

—Dejaría desamparada a su madre… —le hizo notar Assalama.

—Dejaría desamparada a una madre orgullosa del sacrificio de su hijo… —fue la descarnada respuesta—. Ten en cuenta que aquellas que podrían haber sido sus esposas encontraron otros maridos con los que sin duda engendrarán nuevos tuaregs, mientras que tú ya no estás en edad de hacerlo.

—¿La decisión es firme? —quiso saber ella en un tono que denotaba la profundidad de su angustia.

—E inapelable.

—Eso lo daba por sentado —señaló Gacel en el tono de quien acepta sin protestar lo que el destino le ha deparado—. Siempre he sabido que no me temblaría el pulso a la hora de matar a un enemigo, pero no estoy tan seguro si se me exige que lo mate a sangre fría.

—Solo lo sabrás cuando llegue el momento, y la memoria de tus antepasados te dará fuerzas.

—No creo que se trate de fuerzas, que pocas se necesitan a la hora de apretar un gatillo; lo que hace falta es decisión.

—Te la proporcionará el saber que los yihadistas han iniciado una campaña de matanzas indiscriminadas en cualquier lugar del mundo y contra todos los que no sean musulmanes extremistas. Destruyen a quien construye y alaban a quien destruye, lo cual solo nos deja dos opciones: alabarlos o destruirlos…

—Justo parece.

—Y justo es. El nuestro nunca ha sido un pueblo al que le apasione el progreso puesto que siempre ha sabido conformarse con lo que la naturaleza le proporciona aprendiendo a sobrevivir con lo imprescindible, pero tampoco desea retroceder a unos tiempos en los que las creencias se imponían por la fuerza. Quien adora al Señor porque el Señor así lo quiere entrará en el paraíso, pero quien le adora porque otros le obligan jamás cruzará sus puertas.

—¿Cruzará mi hijo esas puertas con una carga de muertes sobre sus espaldas?

El Cebra tardó en responder, arrugó el entrecejo, lo cual resultó visible, puesto que el velo solo le cubría parte de la frente, y, tras lanzar un gruñido que evidenciaba el malestar que la pregunta le producía, masculló:

—Empiezo a arrepentirme de permitirte participar en nuestra conversación, mujer, pero, como presumo de ser consecuente con mis actos, no me queda otro remedio que resignarme. Entiende bien que le estoy ordenando a tu hijo que ejecute a nuestros enemigos o que en caso de no obedecer se disponga a morir. Decida lo que decida, yo seré el único responsable.

Assalama fue a añadir algo, pero Gacel se lo impidió.

—Se trata de una guerra inevitable aunque nunca la hayamos deseado, madre, y cuando una guerra se inicia no se discuten las órdenes. ¿Acaso te gustaría ver cómo una vieja fanática mutila los genitales de tus nietas convirtiéndolas en pedazos de carne que tan solo servirán para que otros viejos fanáticos disfruten de ellas como si fueran mulas?

—Naturalmente que no.

—En ese caso déjame que luche por su derecho a ser mujeres, tal como lo fuiste tú, pues aún recuerdo con cuánta pasión amabas a mi padre… —Gacel se tomó un leve respiro antes de concluir—: Lo que por desgracia está en juego no son nuestras vidas, sino nuestra forma de vivir, lo cual no nos atañe tan solo a ti y a mí, sino a millones de personas, sean tuaregs o no.

—En eso puede que tengas razón —admitió ella—. Por lo poco que oigo y lo poco que sé, una desmesurada avaricia o un enloquecido fanatismo parecen estar adueñándose del mundo y entiendo que debemos contribuir a evitarlo. Si Alá ha dispuesto que te conviertas en un Cebra, debo resignarme.

—Ese siempre ha sido el papel de las madres… —le hizo notar Hassan.

—Y lo acepto, aunque hay algo que me gustaría saber… —la pregunta no iba dirigida a su hijo, sino a su huésped—: ¿Qué significa exactamente ser un Cebra, y por qué razón se ha elegido el nombre de un asustadizo animal que en nada representa lo que debe ser un valeroso tuareg?

El interrogado meditó su respuesta mientras mordisqueaba un dátil, y por fin inquirió en un tono que dejaba entrever una ligera sorna:

—¿Un león o tigre te parecen animales que nos representarían mejor…? —ante el mudo gesto de asentimiento añadió—: En un circo los leones y los tigres saltan por el interior de un aro de fuego en cuanto el domador chasquea su látigo, a la par que los caballos más fogosos e incluso los gigantescos elefantes acaban haciendo payasadas. Sin embargo, las cebras no suelen obedecer órdenes y rara vez se dejan montar —sonrió divertido al concluir—: Y además tienen rayas.

Tanto Assalama como su hijo mostraron ahora su sorpresa.

—¿Y qué tienen que ver las rayas? —quiso saber la primera.

—Que nadie puede saber si se trata de un animal blanco con rayas negras o uno negro con rayas blancas. ¿Tú qué opinas?

—No tengo ni la menor idea… —fue la sincera respuesta.

—Hasta los ocho meses de gestación el feto de una cebra es negro y solo a partir de ahí comienzan a aparecerle manchas blancas, lo cual indica que en su origen debían ser negras y la necesidad las obligó a evolucionar con el fin de camuflarse.

—¡Camuflarse! —repitió la asombrada mujer—. Es el animal más estúpidamente llamativo que he visto.

—Puede que resulte llamativo para ti, pero no para los leones, que son sus principales depredadores, ya que al parecer tan solo ven las cosas en blanco o negro. Cuando las cebras se quedan quietas entre la maleza, sus rayas simulan ser ramas, lo cual les permite pasar desapercibidas a los ojos de los leones.

—Nunca se me habría ocurrido.

Su interlocutor parecía disfrutar con sus explicaciones, puesto que, tras lanzar lejos el hueso del dátil con la vana esperanza de que algún día naciera una palmera que dejara constancia de su paso por aquel lugar, añadió:

—Conocer las limitaciones del enemigo resulta prioritario a la hora de luchar. Una de nuestras mayores ventajas estriba en que cuando nos quitamos el velo nadie puede saber que somos tuaregs. Gracias a que nos está permitido usarlo tú aún no has visto mi rostro, o sea, que, si mañana cruzara a tu lado vestido de un modo diferente, no me reconocerías y te estarías comportando como un león que no consiguiera distinguir a su presa. ¿Empiezas a entender por qué hemos elegido a la cebra como símbolo?

—Un poco…

—Ya hay demasiados símbolos de leones, tigres, zorros, leopardos o panteras y tenemos que esforzarnos por actuar con astucia pasando desapercibidos debido a que existen millones de yihadistas astutos, sanguinarios y especialmente traicioneros.

—No me parece un comportamiento honorable ni digno de nuestra raza —se lamentó la buena mujer—. Tú mismo empezaste diciendo…

—Madre, perdona que te interrumpa… —intervino de nuevo Gacel—. Sabes cuánto te respeto y valoro tu opinión, pero entiendo que esta es una guerra especialmente sucia y en la que el honor y la dignidad no tienen cabida. Cebra o tigre… ¿Qué más da? Sus rayas les sirven para lo mismo, intentar pasar desapercibidos a la hora de matar o morir.