—Yo vivía ahí, en esa calle, cuando estaba en la facultad en un piso que compartía con dos amigas.
Ana María señalaba una de las callejas que desembocan en la plaza del Pumarejo. Dos días después de mi charla con Julián, me había citado allí y nos habíamos sentado en la terraza de uno de los bares, más bien una taberna: parroquianos con toda la pinta de pasarse allí las horas, mesas de tablas pintadas de rojo y sillas plegables de madera.
—Cuando nos salían bien los exámenes, veníamos aquí, a este sitio, a celebrarlo.
Llevaba un sencillo vestido de tirantes y el pelo suelto. Ana María estaba contenta, había logrado lo que quería. Esa misma mañana la había llamado un abogado londinense. A pesar del mes corto que habíamos pasado juntos, constaté que apenas la conocía, pues más allá de sus gustos literarios o artísticos, ella me había mantenido cuidadosamente alejado de su vida. Arce, al que había decepcionado sin dejar por eso de ayudarla, la conocía mucho mejor que yo, pero Ana María me comprendía mejor que nadie, por eso había podido utilizarme. ¡Y yo que había querido ser un héroe para ella, sacrificarme por ella!
¡Qué bien me había calado! Me había marcado el camino de la redención sin advertirme que acababa en el chantaje. Por más que me dijera que lo que hacía era lo mejor también para mí, por más que sintiera alivio incluso, no podía dejar de repugnarme que hubiera aceptado el dinero.
—Ahora eres tú la que saca dinero de la chaqueta —lo mencioné sin acritud, con más sorpresa que otra cosa.
—Yo no tengo la chaqueta, la tienen ellos. Cojo una parte de lo que ellos sacan, la que se me debe. Todos lo hacen, ya te lo dije, de un modo o de otro, sin remedio, cada vez que se va al cajero. Nadie puede evitarlo. Si estuvieras en mi lugar, ¿tú qué harías, Andrés? Piénsalo.
—Haría lo mismo que tú, seguramente, pero creí que tú harías lo contrario, creí que eras mejor que yo. Que habías aparecido en mi vida para enseñarme precisamente eso. Ya veo que no. La tuya es otra enseñanza, una lección desoladora. No cometes ningún crimen, eso es cierto. Te hicimos daño y te lo cobras, a ellos de una manera, a mí de otra, pero tu egoísmo es de la misma naturaleza que el nuestro. Eso es lo mejor para ti, claro, pero ¿es lo mejor, eso es lo que se debe hacer? Tú sabes que no. Ellos seguirán medrando, corrompiendo, sacando billetes de la chaqueta, y tú nunca sabrás lo que ese dinero te quita, lo que habrías podido hacer por ti misma, desde la verdad. Con tu silencio vivirás bien, lo malo es que pierdas la voz.
No se inmutó. Me miraba con dulzura, como a un niño que no sabe lo que dice, como si ya hubiera sostenido consigo misma ese combate y lo hubiese saldado con una alegre victoria.
—Mi arte es mudo, Andrés, para mí no es nada perder la voz. A los escritores os va bien ser tristes y pobres, pero a los artistas no. En lo que pienso es en todo lo que podré hacer y aprender y crear sin preocupaciones económicas. Yo no he perdido nada, he ganado un futuro, y sí, eso es lo único que me importa. ¿Crees que no me da coraje que el mundo no sepa lo que hicieron, lo que hicisteis, que sigan viviendo tan tranquilos, como vivirás tú también después de todo esto?
Pero su daño de qué me serviría, ¿crees que dentro de uno, dos, tres años, trabajando de camarera o como ilustradora a destajo, no lamentaría haber dejado pasar esta oportunidad? ¿Me consolaría entonces la satisfacción de haberlos jodido, el orgullo de haber prestado un servicio a la sociedad? No, no lo creo, ni tú tampoco.
A mí sí me había jodido, desde todos los puntos de vista. La miraba argumentar, inteligente, apasionada, y sabía que si de pronto me besaba los labios, todos mis escrúpulos desaparecerían, porque en realidad mi reacción no era sino una manera de defenderme. Bastaba su actitud afectuosa y distante para decirme sin una palabra que yo no entraba en sus planes. A los ojos de los que pudieran mirarnos en aquella plaza, con los vasos de cerveza ya vacíos ante nosotros, ¿qué pareceríamos, una pareja de novios o un padre y una hija discutiendo? Le llevaba más de veinte años. En aquellos dos días se me había caído la venda de los ojos. Con ella no tenía ningún futuro, ni libros, ni niños, nada. Ahora me parecía increíble haber sido tan ingenuo, tan ridículo.
—¿Por qué te enrollaste conmigo? —le pregunté: eso era lo único que le pedía, una explicación—. No era necesario.
—¿Seguro? ¿Habrías confesado, habrías inculpado a esa gente tan poderosa de no hacerlo… por mí?
Callé porque conocía la respuesta tan bien como ella.
—No, tu arrepentimiento no habría bastado. Lo habrías lamentado, te habrías disculpado un millón de veces, hasta habrías llorado sinceras lágrimas, pero nada más. Eres demasiado… —buscó una palabra que no fuera hiriente— indeciso… —pero la desechó—, demasiado cobarde —habría preferido un bofetón a esa palabra—. No te lo tomes a mal, las mujeres podemos ser cobardes y hasta presumir de ello, esa es una de nuestras pocas ventajas. No es raro además en un hombre que vive por y para la imaginación. Sin embargo has sido valiente por mí, porque me deseabas o me amabas y sabías que ese era mi precio.
—Un precio, sí, como una puta. Yo lo sabía, aunque no quería verlo de ese modo, creí que ese precio era el de mi redención, que así podría merecerte y mira para qué me ha servido. Eres muy lista. Y muy puta. Lo que has hecho conmigo es el sentido exacto del verbo putear.
Me miró con un destello de sorna en los ojos y una sonrisa agria en la boca, diciendo sin necesidad de palabras que aquello era justo lo que me merecía.
Después apartó la mirada como si la volviera hacia sí misma. Levantó el vaso vacío e hizo una seña al camarero para que trajera dos más. Era evidente que después de lo dicho no volveríamos a vernos, salvo por casualidad. Bebimos los dos un largo trago. Empezó a hablar sin mirarme, con la vista hundida en su pasado.
—Aquel año, tras la muerte de mi hermano, fue el peor de mi vida, tenía sólo dieciséis años, me pasaba el tiempo leyendo todo lo que caía en mis manos y dibujando a solas para romper los dibujos después, era tan tímida como las ovejas que se mueren de miedo al oír al lobo, todo me avergonzaba, mi cuerpo, nuestra pobreza, nuestra desgracia, los murmullos al pasar. Con el llanto de mi madre y la ausencia de Francisco, la vida se convirtió en un infierno. Quería matarme y lo habría hecho, pero apareciste tú. Y me salvaste. Guardé tu rostro, visto sólo una vez, como un tesoro. En aquellos años, antes de empezar la universidad, cuando soñaba «cosas cochinas» —en ese momento levantó sonriente y triste la cara—, eras tú quien aparecía en el sueño. Después, cuando comprendí más cabalmente que mi hermano había muerto por tu culpa, llegué a odiarte pero al mismo tiempo una parte de mí seguía deseándote. Leí tus libros, supe quién eras, en parte quería herirte, en parte te disculpaba sin saber hasta dónde llegaba tu culpa. Quería comprenderte. Acostarme contigo no me costó ningún trabajo, fue un gusto que le di a aquella niña insegura, mi manera de agradecerte que la salvaras. Y no estuvo mal. Esos dibujos son lo mejor que he hecho hasta ahora. No todo fue cálculo, no soy tan puta, la que es puta es la vida, que hace las cosas así. Ni tú tan cobarde, te has enfrentado a ellos por mí, pero también por tu propio orgullo. Has cambiado, para mejor.
—He cambiado pero no lo suficiente, ¿verdad?
—Lo suficiente ¿para qué?
—Para que nos demos un beso, para volver juntos a Londres.
Asintió porque no ignoraba que ese era mi deseo, pero de sus labios salió una negativa.
—No, nunca podrías cambiar tanto.
No debía haberlo preguntado, pero no pude evitarlo. Los vasos volvían a estar vacíos, ya nos lo habíamos dicho todo, o casi todo, la plaza estaba tan quieta como un lagarto a la sombra.
—Hay alguien, ¿verdad?
—Tengo novio —lo dijo con completa inocencia, no un amigo u otro amante sino novio—. Lo conocí al poco de llegar a Londres, es músico, estudia en el conservatorio.
Me imaginé un joven rubio, serio, con gafas, arrastrando un chelo o un trombón. Reí por no llorar, pero acabé riendo con ganas.
—No pensé que fuera a hacerte gracia.
—Bueno, me alegro por ti. Ya lloraré después.
—Te agradezco lo que has hecho, ¿sabes?
—De eso no me cabe la menor duda, pero ¿compartirías el dinero conmigo?
Se lo preguntaba como el que no quiere la cosa, pero en realidad creía merecer una parte, sólo que no me sentía con fuerza para exigirla. Todo lo había hecho por ella y ella se llevaba todo.
—No. Ni un céntimo.
—Lo suponía. Has jugado bien tus cartas. Espero de corazón que no te hayas equivocado, porque es verdad que la vida es muy puta.
Ahora sí estaba todo dicho. Volvimos sin prisa por calles solitarias a la Alameda. La acompañé a casa de Arce y en la puerta me besó por última vez y me pidió que nos despidiéramos sin rencores porque al fin ya estábamos en paz.
Me quedé en Sevilla unos días más, el tiempo necesario para despedirme de Arce y de la ciudad. La venta de la casa de mis padres estaba prevista para septiembre, ya nunca volvería salvo como un extraño, a un hotel, sería definitivamente un expatriado. Arce de pronto me pareció más viejo, aunque quizá sólo veía en él mi propio reflejo. Caminamos juntos por la Alameda, hasta el río, en la indecisión del atardecer. En la orilla corría una suave brisa.
—Habría preferido no saber nada de esto —Arce tenía en la mano mi declaración—. Eso es lo que pasa con las historias reales, ¿recuerdas que lo hablamos cuando yo ignoraba quién eras, bueno, quién eras en realidad? Al contrario que las inventadas, casi nunca llegas a conocer el hilo escondido que todos ocultan cuidadosamente y, cuando al fin das con él, siempre conduce a un callejón sin salida. Esto no debía acabar así, tapando todo con dinero, pero así es como suelen acabar las cosas, salvo en las novelas.
—Aún puedes publicarlo. Nada te lo impide.
—¿Y para qué? Os haría daño a Ana y a ti, a sabiendas de que ellos no son peores que otros que tienen enfrente o al lado, no son peores en realidad que la mayoría, aprovechan sus oportunidades sin tener en cuenta a los demás, como todo el mundo. Quizá tengan menos escrúpulos, pero los escrúpulos son poca cosa, no marcan una gran diferencia. No, no serviría de nada. De alguna manera la vida siempre ajusta sus cuentas, ¿no te parece? Contigo lo ha hecho, también lo hará con ellos —rompió la declaración en pedazos y la arrojó a una papelera—. Ya todo terminó. Ya nadie removerá esa tumba olvidada en Zahara. Ahora estás libre, Andrés. Libre de tu culpa, incluso de tu arrepentimiento —se había detenido y me miraba tras el cristal de sus gafas de intelectual de entreguerras, con ojos fatigados y una mueca escéptica ya permanente en la comisura de los labios.
—Olvídalo todo o, mejor, recuérdalo ya sin temor alguno. Cuéntalo como si fuera una mentira, sólo así se puede decir la verdad.
Ya se había hecho de noche cuando volvimos a la Alameda. Nos despedimos como si ninguno pensara en volvernos a encontrar.
Volé a Londres, regresé a mi apartamento luminoso y vacío. Ana me había dejado los originales de todas las ilustraciones. A gran formato. Eran estampas magníficas, siempre podría venderlas en caso de necesidad. Marcus había cerrado el taller por vacaciones, al parecer estaba en su isla tomando el sol. No encontré a Michelle, se había mudado sin dejar su nueva dirección y había dado de baja su número de móvil. El libro salió a la venta el primer día de septiembre, una época de mucho turismo en la ciudad. Tuvo un éxito inmediato. También se multiplicaron las visitas al blog. Una risueña Grace me dijo que había contratado publicidad y que repartiríamos los beneficios.
También me ofreció trabajo en su tienda si finalmente no seguía con Marcus. Le dije que me lo pensaría, no estaba mal pasarse las horas rodeado de flores.
Tenía que reanudar mi vida, pero estaba inquieto, como si hubiera dejado algo atrás, y no hacía más que volver la cabeza sin saber bien qué era. Hace dos semanas tomé un avión a Jerez, no a Sevilla, alquilé un coche y me vine aquí, a Zahora, para seguir el consejo de Arce y escribir esta historia con un final infeliz, triste como un blues.
Una historia de venganza que no se consuma, de justicia comprada por el dinero, de oportunidades que el mundo sólo ofrece si te desgarras el alma, de víctimas que no son buenas por ser víctimas, que cuenta una redención que no sirve para nada. El relato de un chantaje en el que nadie lleva su auténtico nombre pero sí su auténtico rostro. Una historia que, a pesar de todo ello, había que contar. Por los huesos que reposan despojados de memoria, por el castigo que los culpables no sufrirán para que al menos haya quien a sus espaldas los señale con el dedo, por decir una verdad que sólo resulta veraz narrada como un cuento.
Septiembre termina y ha cambiado el viento, virando a un poniente frío que trae ya el otoño. El levante me ha acompañado con su furia durante todos estos días de soledad en los que me he vaciado el alma como si hubiera tomado una purga. Ahora que se ha ido, yo también debo irme. He acabado mi tarea. No puedo dar por bueno pero sí por pasado todo lo que me trajo aquí y me alegro de haber llegado y poder marcharme reconciliado conmigo mismo. Volveré a este lugar, encontraré en Londres a una Michelle que me quiera y a la que yo pueda querer, traeré a mis hijos, les contaré historias de piratas y tesoros, mucho más truculentas y felices que esta. O quizá nada de eso pase y no tenga hijos ni vuelva nunca.
En estos últimos días, con esta narración ya concluida, pendiente solo del punto y final, doy largos paseos al faro, a La Breña, a El Palmar, me detengo a coger conchas, piedras con forma de corazón erosionado, a bañarme en esta agua fría, ya oceánica, deliciosa para combatir el calor. Por las noches me reúno en el bar de las dunas con viejos amigos, exiliados en Los Caños de Meca, restos como yo mismo del naufragio de la vida. Pienso en lo pequeño y lo grande que es el mundo. Sé que este mazo de folios se publicará y que llegará a las manos más insospechadas en forma de ficción, como una novela. Como quería Ana María, no he ocultado nada, ni mi propia vergüenza ni mi mezquindad, tampoco la suya. Esta fábula sin moraleja no cambiará nada, pero me ha cambiado a mí. Me ha devuelto la voz, clara, libre, después de tantos años de pensar, hablar y escribir en sordina, en susurros, temeroso de escucharme.
Todo lo que he contado es cierto tal como yo lo viví y por eso quizá es falso también. Seguro que cada uno lo contaría de distinto modo. Al cabo, un novelista ha de escribir novelas.
El faro guiña seguro en la noche en calma. El aire ya es fresco y hay que echarse algo por encima. Hay algunas luces en el mar y las estrellas se amontonan en el cielo unas sobre otras. He visto ponerse el sol y ponerse la luna sobre el mismo risco enfrentado a las olas. Mañana me iré y lo que fui, lo que hice, quedará enterrado en estas páginas al arbitrio del mundo. Nadie me espera, pero ya de nada huyo.
Sólo queda una pregunta. ¿Qué habrías hecho tú, que has llegado hasta el final de esta historia, qué habrías hecho en mi lugar, en el de Ana María, en el de Teresa o los otros?
Seguro que ya te lo has preguntado porque esa es la cuestión, eso es lo que importa.