Al día siguiente, la idea de aquella transacción aún me resultaba repugnante.
Sencillamente no podía creérmelo. Me había convencido hasta tal punto de que decir la verdad era lo que había que hacer que no conseguía mirarlo desde otra perspectiva, ya fuera la «egoísta» de Ana o la «razonable» de Arce. Mi papel de caballero andante había quedado reducido al de mero chantajista. Ellos, Julián sobre todo, lo habían previsto así desde el primer momento y habían acertado, aunque no por mí sino a mi pesar. Nunca conseguía llevar el paso de los demás, tampoco imponer el mío. Entonces, hace diez años, aun sabiendo que era un crimen, acabé haciendo lo que ellos querían. Ahora también sabía que actuábamos mal, pero también haría lo que Ana esperaba de mí. No tendría la fuerza para destapar el asunto yo solo, sin ella o contra ella. No tendría la fuerza ni el motivo. Arce tenía razón: debía respirar aliviado por librarme de querellas, jueces y periodistas, de la cárcel incluso, pero no sentía alivio ninguno. Me había preparado para esa pelea en la que cifraba la recuperación de mi estima y de pronto me vi dando patéticos golpes en el vacío.
Pensé en irme, pensé en salir corriendo, pero debía acabar lo que había empezado y aún guardaba un rescoldo de esperanza con respecto a Ana y a mí.
Me había prometido ser paciente y, al fin y al cabo, aceptar el chantaje era una manera de acabar con todo aquello. Un principio. Le entregaría el dinero en bandeja, junto con mi cabeza, y que dispusiera de lo uno y lo otro como le viniera en gana.
Les envié a los tres el mismo mensaje. No incluí una sola palabra, sólo dos fechas, el 30 de agosto de hacía once años y el 30 de agosto de este mismo año.
Después sólo quedaba esperar. Julián llamó unas horas más tarde. Debían de haber estado conferenciando juntos, quizá en ese momento estaban a su lado. Se le notaba la tensión, el miedo en la voz.
—¿Qué significa esto?
—Tú lo sabes. Es un aniversario. Ese día murió Francisco Parra y ese día nuestro secreto se hará público.
Durante más de un minuto sólo le oí resoplar como un niño encorajinado al que le falta la respiración. Parecía incapaz de articular palabra.
—No —dijo al fin—, eso no puede pasar. Precisamente ahora no —era un tono suplicante que nunca había oído en su voz y no dije nada, esperaba que él lo dijera por mí y lo hizo.
—Seiscientos mil euros, es mi última oferta, todo lo que podemos dar. Es mucho dinero, mucho. Y si no, será la guerra.
Sabía lo tacaño que era y cuánto le costaba doblar la cifra que había previsto inicialmente. Eso me reconfortaba y tuve la tentación de pedirle más, parecía dispuesto a cualquier cosa, pero me asqueaba aquel infame regateo y sabía que la cuerda podía romperse si la tensaba en exceso. Interpretó correctamente que mi silencio era aquiescencia.
—En una cuenta en la isla de Jersey, territorio de vuestra querida Inglaterra.
A cambio quiero la garantía de que esto no volverá a ocurrir, de que ese secreto nunca saldrá a la luz.
¿Garantía? Sabía que la pediría, pero qué garantía podía ofrecerle.
—Sólo puedo decirte que jamás volveréis a saber de mí y que yo espero no saber tampoco nunca de vosotros. Y lo mismo vale para ella. Esa es la única garantía que puedo darte. Si no te basta, espera hasta final de mes y afronta la situación.
Un silencio dubitativo acogió mis palabras, pero no tenía otra opción y, aunque se resistió a lo inevitable farfullando amenazas, al fin descendió a los detalles prácticos. Todo se haría a través de un bufete inglés, desde donde se pondrían en contacto con Ana. En cuestión de días todo estaría arreglado.
Seguro que ellos también tenían cuentas opacas en la isla de Jersey, al amparo del fisco. Se quedó esperando una reacción que no se produjo.
—Todo irá a nombre de ella —insistió, al parecer creía que yo también quería una parte.
—Es lo justo. Si piensas que quiero algo para mí, te equivocas.
—Lo planeaste desde el principio, ¿verdad? Cuando te viste sin un duro buscaste a esa muchacha y resulta que la tenías a mano. A saber lo que le habrás contado, que te obligamos, que tú no querías, cuando fuiste el más entusiasta aquella noche. Seguro que hasta te la estás follando, pero puede que ella no sea tan tonta como crees y ahora te la dé con queso. Eso espero de todo corazón.
Julián seguía a rajatabla ese refrán de «piensa mal y acertarás» y era muy posible que estuviera acertando con Ana también en eso.
—Puedes pensar de mí lo que quieras, no será peor de lo que yo pienso de ti —le contesté—. No deberías quejarte tanto, después de todo te sales con la tuya.
Podréis seguir sin trabas con vuestros «asuntos», con completa impunidad.
—Y también tú. Te estás librando de un gran problema a nuestra costa.
También estamos pagando por ti.
—No me digas, pues entonces me alegro. ¿Algo más?
—¡Hijo de puta! Si me vuelvo a topar contigo, te mato, lo juro, te mato con mis propias manos.
—No te mando a la mierda porque ya estás en ella, Julián, que os vaya bien.
Colgué sin esperar respuesta y me lo imaginé tirando el móvil en un gesto de rabia y eso me gustó.
Ana María estaba en Zahara cuando la llamé. Había ido sola, a despedirse, según me dijo, porque de un modo u otro no pensaba volver por allí. Le anuncié que en adelante podría ir al lugar del mundo que quisiera y le referí la conversación, pero me abstuve de felicitarla. Volvió dos días más tarde.