La primera semana de agosto, el viento cambió a levante y empezó a hacer calor de verdad: la ciudad parecía un horno, las paredes ardían y ni siquiera las noches, que me pasaba al fresco en la azotea, traían un poco de descanso. Mi ánimo estaba también bajo una losa tan pesada como la temperatura. De pronto tenía dudas acerca de Ana, sobre su actitud y sus intenciones, de su amor. Ni me había llamado para anunciar su llegada ni contestaba a mis llamadas. Tenía miedo a las consecuencias de todo aquello, a afrontarlas en solitario, años quizá enfrascado en querellas y molestias judiciales. Me preocupaba el trabajo abandonado en Londres, junto con Marcus y Michelle, la vida placentera y práctica que había dejado allí y que ahora me parecía tan lejana. Todo eso se sumaba capa tras capa como estratos de una depresión atmosférica. Apenas salía, salvo a dar largos paseos nocturnos en los que ya no brillaba la emoción del reencuentro con la ciudad, agotada a los pocos días caminando por ella.
Me alegró que me llamara Arce invitándome a cenar en su casa. Tras la reunión con Julián habíamos hablado pero no nos habíamos visto. Me preguntaba si Ana ya habría llegado sin molestarse en avisarme, sin desear que fuera a esperarla al aeropuerto como me habría gustado. Tras la disputa con Julián, era más consciente de la necesidad de ocultar la relación que manteníamos, pues eso daría credibilidad a la pantalla de humo de que los tres eran víctimas de una conspiración urdida por mí. Y aun así, cuánto habría agradecido una llamada, una muestra de interés.
Arce vivía en la calle Joaquín Costa, junto a la Alameda de Hércules. El reformador aragonés llevaba un siglo dando nombre a la calle con la prostitución más arraigada de la ciudad. En los últimos años, la zona había cambiado, pero aún quedaban algunas «casas» abiertas, donde ejercían señoras entradas en años y en carnes que no tenían otro lugar a donde ir. Esa merecida mala fama había hecho que allí los precios de las viviendas estuvieran muy bajos y que Arce dispusiera de un cómodo ático con una espaciosa terraza por un precio increíble para la época.
Como ya había sospechado, Ana estaba allí y fue ella quien abrió la puerta abrazándome afectuosa para besarme en las mejillas, no en los labios. Le dirigí una mirada dolida que ella ignoró, hundiéndome un poco más en la miseria.
Aun así, la atraje hacia mí, pero ella se deshizo de mi abrazo, musitando que ahora no, que no debíamos, que no podía… Arce estaba poniendo la mesa en la terraza sin prestarnos atención. Ana parecía haberse apoderado de su casa como había hecho con la mía. Le reproché que no me hubiera llamado, que no me hubiera advertido al menos del día de su llegada. No se molestó en presentar ninguna excusa.
—Llegué ayer mismo —dijo como si eso explicara su actitud— y, además, te he traído una sorpresa. Ya lo verás. Anda, pasa.
Entré en un salón con una amplia biblioteca presidido por un gran televisor y recordé que Arce era futbolero. Me saludó desde la terraza y salí a estrecharle la mano.
—¿Cómo estás? —me preguntó.
—Deseando que esto acabe y con la sensación de que durará años.
—Es posible, muy posible.
Pareció que iba a añadir algo más, pero no lo hizo y me sirvió una copa de vino blanco que había puesto a enfriar en una cubitera. Ana había hecho la cena y a él le tocaba el resto. Yo era un invitado. Pensé en aquella armonía doméstica y en si habría dos dormitorios en aquel apartamento. Lo cierto es que con respecto a Ana ya no era capaz de asegurar nada. Ella volvió en ese momento con una carpeta. En su interior, en hojas sueltas, estaba la maqueta del libro.
—Siéntate y échale un vistazo. Yo voy a vigilar la pasta para que esté al dente.
Se la veía contenta y tenía motivos para estarlo. Y yo también.
—Es un trabajo magnífico —dijo Arce, que se había quedado de pie a mi lado mirándome pasar las páginas impresas por una sola cara—. El de los dos, tus textos me los ha traducido Ana —los diez años que me llevaba Arce marcaban la frontera entre la mínima enseñanza de francés que se daba en España a la mínima enseñanza de inglés—. Me gustan mucho. Y yo que te creía perdido para la literatura. Me alegro de comprobar que no. Y en inglés nada menos.
Los dibujos eran maravillosos y ahora que los veía encajados en el texto en una composición primorosa, bien a página completa, bien con pequeños detalles al margen o en las esquinas, me gustaban todavía más. El cenotafio de la iglesia de Saint Botolph, la ardilla que escapaba entre las tumbas de Bunhill Fields, el muro de papel de Soho Square, lleno de firmas, frases y símbolos, la estatua a la maternidad de Queen Square, imágenes que había descrito, sobre las que había construido mis ensoñaciones y que, plasmadas por el lápiz de Ana, atesoraban el sentimiento irónico, melancólico o festivo de cada paisaje.
No dudé de que con aquellas ilustraciones, misteriosas y limpias a la vez, el libro sería un éxito. Le interesaría hasta a aquellos que ya lo hubieran leído en el blog. Frente a mis dudas, allí había una realidad palpable, en nuestros Jardines, porque eran ya de ambos, estaríamos siempre juntos, unidos por una aspiración de belleza sosegada y libre que nada tenía que ver con la cadena de crimen y dinero que nos ataba y nos separaba a un tiempo, creando una brecha que sólo el amor podía salvar. Aquellas páginas me decían que eso era posible, que tendríamos una vida en común cuando todo aquello pasara y que debía atribuir el desvío que notaba en ella al dolor causado al revivir la pérdida de su hermano. Tenía que ser paciente: cuando estuviéramos lejos, cuando todo hubiera pasado, sería distinto. Mi pesadumbre desapareció, que me pusieran todos los pleitos que les diera la gana, que arrastraran mi nombre por el fango.
Poco me importaba, al final la verdad se impondría y yo conquistaría el amor de Ana, sin reservas y, quién sabe, más adelante… hasta tendríamos hijos.
Levanté sonriente la cara para comprobar que la comida ya estaba en la mesa.
Arce le estaba ofreciendo una copa a Ana y brindamos por Jardines de Londres, nos merecíamos ese momento de felicidad. Nos sentamos con buen ánimo a dar cuenta de la cena de estudiante, macarrones y ensalada, que Ana había preparado. Estaba muy hermosa, a veces me apretaba la mano con cariño, pero también se la apretaba a Arce, un gesto de amiga, en todo caso, no de amante.
Hablamos del libro y de Londres para satisfacer la curiosidad de Arce, también de lo que estábamos leyendo, de cualquier cosa que nos permitiera una conversación distendida. Sólo después, ya retirada la mesa, tras servirnos unas copas y sentarnos bajo el cielo color añil, abordamos lo que en realidad nos reunía aquella noche, como tres conspiradores. Arce ya le había comentado a Ana mi encuentro con Julián, pero ella quiso que le detallara la conversación, incluida la cantidad que ofrecían. Así lo hice y le dije que había aceptado transmitirle aquella propuesta de «compensación» a sabiendas de que ella no aceptaría, pero no reaccionó como yo esperaba. No se indignó ni se echó a reír, no dijo «de ninguna manera». No se negó en redondo. Tan sólo aludió a lo mezquino que resultaba que ahora dijeran que querían poner su parte, aquella limosna que no fueron capaces de dar entonces.
—No, diles que no aceptaré, no a ese precio.
—¿No a ese precio? ¿Qué quieres decir, que aceptarías a otro más alto?
Le pregunté estupefacto, sin poderme creer lo que estaba insinuando. Había dudado que me quisiera, había sospechado que me utilizaba, pero para obligarme a decir la verdad, no para volver a ocultarla por dinero. Arce nos observaba callado e inescrutable, paladeando el ron a pequeños sorbos. Ana había fruncido el ceño y bajado los ojos. Era palpable la lucha en su interior. Por fin levantó la cabeza desafiante.
—Tendría que pensarlo. Si me ofrecieran más, tendría que pensarlo.
Su mirada era dura, decidida. Sin duda llevaba pensándolo mucho tiempo, quizá desde el principio. Esa sospecha me mordió el corazón, me dejó sin habla.
—Mi hermano… —continuó— y mi madre murieron a causa del dinero con que estos miserables hicieron su fortuna. Me pertenece, me lo deben y me lo pagarán de una manera o de otra, pero tendrá que ser por lo menos el doble…
Apartó su mirada de la mía al fijar su precio. Razonaba casi más para sí misma que para nosotros. Miré a Arce buscando una ayuda que no encontré.
Refugiado tras su copa, reaccionó como si aquello fuera algo que no le concernía, que debíamos arreglar nosotros.
—Pero no puedes hacer eso —insistí con Ana—. Entonces ganarán, porque por más dinero que te den, siempre será menos de lo que ellos pueden perder.
Se saldrán con la suya.
—¿Crees que de todos modos no se saldrán con la suya o no lo harán otros en su nombre? ¿Crees que sólo son ellos los que están podridos?
—¿Por qué me has empujado a esto entonces? ¿Por dinero, para que te ofrecieran un chantaje?
Se quedó callada por un momento ante esa pregunta dejándome en la duda de si iba a hablarme sinceramente o iba a mentirme.
—No. No lo había previsto —dijo al fin, ya sin asomo de desafío, con un tono convincente y sereno—. Cuando me contaste lo que sucedió, sólo pensé en desenmascararlos, en que se enfrentaran a la monstruosidad que habían cometido, pero al saber que insinuaban una «indemnización», comencé a pensarlo… Sí, aunque me avergonzaba de mí misma como si tuviese pensamientos impuros, no he hecho otra cosa que darle vueltas en todos estos días. Yo sé lo que es la pobreza, lo sé en una medida en que vosotros ignoráis.
¿Cómo no iba a pensarlo? No tengo casa a la que volver cuando se acabe mi beca, no tengo nada. Nada queda ya del dinero que dejaste, aunque no me gasté ni un céntimo en tonterías. Sí, me gustaría verlos hundidos en la mierda, pero siento mucho menos odio por ellos que amor por mí misma. Ni siquiera los conozco ni quiero conocerlos. Por importantes que se crean, no son más que esclavos de una ambición que los devorará con o sin nuestra ayuda, pero si quieren poner en la balanza dinero en lugar de su vergüenza y su ruina, tendrá que ser por el total más los intereses.
Tenía razón en todo menos en lo fundamental: aun comprendiendo sus motivos, yo temía que estuviera a punto de cometer un trágico error, porque lo que vendía era algo más que la necesidad de hacer justicia, esa justicia de las leyes mucho más tuerta que ciega, pues al aceptar aquel soborno también entregaba una parte de su espíritu. Recordé el poema que me había pasado Arce, quien la escuchaba sin manifestar sorpresa alguna, como si no fuera la primera vez que habían hablado de todo aquello.
—¿Y tú, Diego, no tienes nada que decir? —le espeté tratando de sacarlo de su mutismo—. ¿Qué opinas? ¿Ya no recuerdas el poema que me dejaste? ¿Por qué no se lo recitas? Seguro que te lo sabes de memoria.
—No es más que un poema —contestó con una mirada resignada—, un conjunto de palabras destinado a provocar una emoción. ¿Qué opino de todo esto? No lo sé. No sé qué haría yo. Quizá habiendo perdido a mis seres queridos quisiera no ya justicia sino venganza al mayor coste. Pero ¿es eso lo más inteligente? ¿Es mejor una reparación moral que una económica? El dinero es algo tangible, el dinero resuelve toda una vida, y, a cambio, sólo obtendremos una batalla incierta en la que podemos vernos como acusados y no como acusadores. ¿Cómo demostraremos que lo que dices es cierto? Los fastidiaremos, desde luego, les haremos perder negocios, frustraremos maniobras que ni siquiera sospechamos, pero al coste de fastidiarte tú, Andrés, y dejar a Ana en la miseria, sin un porvenir.
¿Por qué no iba a tener un porvenir si tenía juventud y talento? Ni me molesté en decirlo por lo obvio que resultaba. Al no encontrar el apoyo que esperaba, me volví hacia ella, más blanca aún de lo que era ya de por sí.
—¿No comprendes que si permites que te compren harás lo mismo que hice yo? Creí que pensabas que había cosas más importantes que el dinero, que era más importante la verdad. Eso es lo que viniste a recordarme. Creí que estabas en deuda con tu hermano, con tu madre…
—¿Qué crees que me diría mi madre si pudiera aconsejarme? —me cortó.
Sí, no había duda de lo que le diría cualquier madre, que cogiera el dinero. Mi rostro asintió por mí.
—Exacto —prosiguió—. Y yo no hago lo mismo que hiciste tú, yo no estoy permitiendo que muera un inocente. Yo soy la única que vive de vuestras tres víctimas y tengo todo el derecho a obrar como mejor me parezca. Cualquier tribunal me concedería una indemnización en un juicio justo, pero eso es una ilusión después del tiempo transcurrido, hasta podrían condenarte sólo a ti y no a ellos. No es mi conciencia lo que está en venta, sólo mi silencio y siempre que paguen lo suficiente.
—¿Estás segura de que sólo vendes eso? ¿Y crees que te lo entregarán sin más, que no regatearán? Dilatarán todo, pedirán garantías. Nunca te pagarán tanto como pides.
—Si no pagan de un modo, pagarán de otro, sin dilaciones ni garantías. Ellos decidirán qué prefieren.
—Y tendrán que hacerlo pronto —intervino Arce—: los días pasan y no puedo demorar mucho más el hablar con mi jefe e informarle de este asunto.
Tenemos una fecha, un aniversario que celebrar, si puede decirse así. Sólo esperaré una semana y después echaré a rodar la bola y ya nada podrá detenerla.
Todo quedaba en puntos suspensivos. Tenía una sensación extraña, igual que las atónitas estrellas, estaba flotando en el vacío. Nos quedamos en silencio, ensimismado cada uno en sus propios pensamientos, ya no tenía fuerzas para seguir insistiendo. Me sentía engañado, estafado. Arce se levantó a poner música y a rellenar las copas. Aproveché para decirle a Ana que teníamos que vernos a solas. No era un ruego sino una exigencia. Asintió con ternura, tal vez la ternura de un adiós, o eso me pareció ver en su mirada, pero no precisó cuándo y después se retiró. Podía llevarme la maqueta. Me quedé un rato bebiendo con Arce en la terraza.
—Tú puedes hacerlo por tu cuenta —le dije—, tienes mi declaración. No nos necesitas. Hasta podría pensarse que es tu obligación como periodista.
Se le escapó un bufido sarcástico.
—Como ciudadano, quizá. Como periodista, te aseguro que no: el periodismo y el chantaje han ido siempre de la mano.
—No hablas en serio. Tú estás comprometido con esta historia, es importante para ti. No hace ni dos días me reprochabas mi silencio.
—El tuyo, cierto, pero no el de ella. No puedo pedirle en conciencia que haga algo que la perjudique en lugar de algo que la beneficie. Sí, me entran ganas de contar todo y lo haré con mucho gusto si llega la hora, pero no lo haré si voy en contra de sus deseos, de su futuro. Ana es para mí más importante que cualquier abstracción, como una justicia de la que no espero nada. ¿De verdad no piensas que para ella es mejor coger el dinero y vivir libre haciendo lo que le parezca?
—¿Y el poema? ¿Sólo era un conjunto de palabras sin relación con la vida?
—Tenía relación contigo, no con ella. Tu vida no era buena porque te sabías culpable y ese no es su caso. Creo que hace bien aprovechando una oportunidad como no volverá a tener nunca. Y es su decisión, no la mía, ni la tuya. Sobre todo tú estás obligado con ella —tomó un sorbo de ron. Prácticamente nos habíamos bebido la botella—. Y también hay que tenerte en cuenta a ti, Andrés, no hay necesidad de que pases por esa prueba de fuego que te acabará quemando, te lo aseguro. En cuanto a ellos, ¿por qué pensar que serán mejores los que ocupen su lugar y sólo en caso de que lográramos derribarlos de sus pedestales, cosa que no está clara?
—Pues ellos no lo dudan: si no, no ofrecerían tanto dinero.
—Sólo una semana. Tal vez se equivoquen y no quieran subir la apuesta.
—Lo dudo. Pagarán. Al fin y al cabo son doscientos mil euros cada uno.
Seguramente menos de lo que se llevaron entonces.
—Tanto mejor para Ana si es así.
Para ella sí, lo había dejado claro, pero ¿y para mí? Si lograba lo que se proponía, ¿yo entraría en sus planes? Hacía un momento pensaba en los libros que haríamos juntos, en los hijos que podríamos tener. Ahora ya no estaba seguro de nada. Si me había engañado haciéndome creer que no quería otra cosa que justicia, ¿por qué no iba a haberme engañado en lo demás? Julián tenía razón en su cínica consideración de la vida y eso me sublevaba.
—Caerán por su propio peso —respondió Arce a mi enésimo intento por convencerlo—. Los arrastrará la soberbia de sentirse todopoderosos, por encima de leyes o límites. Y todo lo que hoy tienen seguro que se derrumbará por sus podridos cimientos. Ni ellos pueden impedirlo, nosotros tampoco. Lo máximo que conseguiríamos sería apartarlos de la vida pública y en la sombra continuarían con sus trajines, sustituidos quizá por hombres de paja.
Despreocúpate, Andrés, piensa en que te libras de un problema muy gordo y deja que sea el tiempo el que haga justicia, aunque sea poética.
Yo de eso no estaba nada seguro. Tampoco podía atender a razones. Estaba dolido y medio borracho.
—Te engañó, ¿sabes? —le dije—. Te engañó durante todos estos años. Ella me vio cuando fui a su casa a dejar la bolsa con los diez millones. A través de ti, cuando le regalaste mi libro, supo quién era yo y ni entonces te dijo nada.
Quería que la viera con la misma sospecha con la que yo la estaba contemplando. Que estuviera tan dolido con ella como yo. Aquello fue una mezquindad por mi parte. Se quedó en silencio, digiriendo esa nueva decepción.
—Entonces tampoco salió de ti contárselo todo como me dijiste. También me mentiste tú, de nuevo. Si ella no hubiera sabido quién eras, tú te habrías callado la boca para siempre, ¿o no?
Y fue el golpe definitivo. Ya no quisimos hablar más ninguno de los dos.
Conforme avanzaba la noche, hacía más calor. Volví a casa arrastrando los pies para refugiarme en el aire acondicionado.