13

Aún me duraba el mal sabor de boca de esa conversación cuando se la conté al día siguiente a Arce. No sabía si había hecho bien hablándole a Teresa de Ana. Arce respondió con cierta sorna que igual había adquirido la costumbre de decir la verdad. No le sorprendió que me ofreciera «ayuda» y no sólo para mí.

—Os ofrecerán dinero, Andrés, y puede que mucho, porque es mucho lo que pueden perder.

Había en su tono una resignada sospecha.

—Y tú temes que acepte.

—Ya lo has hecho una vez, a pesar de todas tus renuencias, pero no, no es eso. No pensaba en ti.

—¿Entonces en quién, en Ana?

—Sí, en Ana. Más bien en lo que sería más conveniente para ella.

—Tienes mi declaración, ya no puedo echarme atrás. En cuanto a Ana, jamás aceptaría un trato con esa gente.

—¿Por qué estás tan seguro? Contigo lo ha aceptado.

—Sí, pero sólo a cambio de decir la verdad. Y eso es para ella lo más conveniente.

—Ya, bueno. El otro día Teresa abordó a mi jefe en una reunión de esas que tienen los capitostes. Le confirmó confidencialmente que va para ministra pero que sabe que hay una operación en marcha contra ella, un montón de falsedades sin base alguna ni otro motivo que la envidia. No quiso decir en qué consistía esa operación, pero sí dejó caer los beneficios que podían esperar la ciudad y el periódico si ocupara un ministerio en Madrid. Según ella, los periódicos deben publicar información contrastada y no calumnias y nuestro editor, periodista y hombre de negocios al mismo tiempo, le aseguró que si llegaba algo así a la redacción, ella sería la primera en saberlo. A continuación, corrió la voz para que estuviéramos al loro. La olla se está calentando.

La ciudad también se calentaba, la gente no salía sino de noche y dormía en las azoteas. Yo estaba agotado por el calor africano y la tensión nerviosa de los últimos días. Le dije a Arce que me iría a la playa. Estuvo de acuerdo en que lo mejor era que me quitara de en medio unos días.

Esta vez sí alquilé un coche, no quería ir a Zahara de nuevo, ni a ningún sitio en el que hubiera mucha gente. Pensaba recorrer la costa hasta Bolonia, pero me detuve en el Capi, un hotel entre El Palmar y Los Caños, aquí en Zahora, donde ahora escribo, que me trajo viejos recuerdos. Había estado sólo una vez, en la prehistoria de mi vida, con la vocalista de un conjunto con la que estaba enrollado y que me cantaba desnuda en la playa sus canciones. Tuve suerte, tenían una habitación. Al atardecer, un dédalo de carriles me llevó a la playa. La marea estaba baja y había dejado a la vista una amplia extensión de roca, un jardín de piedra en el que a contraluz unos niños buscaban cangrejos. El faro de Trafalgar, al otro extremo, lanzaba ya su luz apenas apreciable, como la luna pálida que había aparecido en el cielo. Había nudistas, como entonces, desparramados felizmente en la cálida arena. Yo también me bañé desnudo y me tumbé contento de estar allí, con una despreocupación absoluta, mirando a unos muchachos volar unas cometas.

Todo estaba más o menos como lo recordaba, había más casas, pero ningún bloque a la vista, ninguna «urbanización»: Federico no había logrado aún meter sus zarpas. Al contrario que Zahara, Zahora no era un pueblo de marineros, ni siquiera era un pueblo sino un núcleo rural del que todavía quedaban algunas huertas. Durante siglos los barcos de vela habían tomado agua en Los Caños, unas cascadas de agua que caen en varias calas desde el acantilado, más allá del faro, y se habían provisto de verduras y fruta en Zahora por compra o por saqueo. Ya no caían las cortinas de agua y las huertas se habían convertido en parcelas y las parcelas en casas, todas ilegales, porque los terrenos seguían siendo rústicos, en una de estas inconsecuencias tan comunes en la vida española. Sin embargo, aquella apropiación caótica, al estar basada en un minifundio, no había dejado bolsas de suelo para los suegros de ningún Federico ni para sus urbanizaciones moriscas debidamente legalizadas, de modo que el anárquico resultado era más natural, menos prefabricado y menos masivo.

Muchas de esas casas eran de antiguos jipis, más o menos de mi edad, que habían llegado aquí por la misma época y se habían instalado. Encontré entre ellos algunos viejos amigos; formaban una comunidad de expatriados de Sevilla, vivían allí todo el año, también en invierno, muy bronco y frío en estos pagos. Me dijeron que Matías aún andaba por allí, pero no llegué a encontrarme con él. Uno de estos amigos, Javi, dueño en aquellos tiempos de un legendario bar de copas en la ciudad y promotor de no menos legendarios conciertos de rock, era un damnificado de Julián, según él uno entre muchos. Me abordó con cierto reparo porque creía que aún éramos amigos y se alegró de saber que no era así. Al parecer Julián copaba la producción de Canal Sur a través de dos productoras, la propia y otra que controlaba bajo cuerda, pero ese no era sino uno de sus negocios, también tenía una empresa de alquiler de equipo para eventos musicales en la que fijaba precios abusivos, pero que los promotores tenían que aceptar porque era frecuente que no obtuvieran los permisos de los ayuntamientos si no era así. A Javi había acabado echándolo del negocio y ahora llevaba una vida de bajo coste con unos ahorrillos que tenía y se dedicaba a la pesca submarina surtiendo a los restaurantes de la zona.

Pasé unos días de auténtica paz, sin hacer otra cosa que leer, pasear y bañarme, procurando pensar lo menos posible. Sólo recibí una llamada, de Ana.

Me alegró que fuera ella la que llamara, yo me había resistido a hacerlo. Había terminado el trabajo, todos los bocetos estaban entregados y en la editorial se trabajaba a toda máquina porque allí la temporada comenzaba antes.

Seguramente coincidirían la publicación del artículo de Arce y el lanzamiento de nuestro libro. Un doble motivo de celebración, al menos para ella. Me preguntó cómo estaba, con ternura, pero no dijo que me echara de menos. Le hablé de Zahora, de lo a gusto que me encontraba, con la misma placidez descuidada que en el Phoenix Garden, y de lo mucho que me gustaría que estuviera conmigo. Llegaría en unos dos días, me dijo, tenía que resolver algunos asuntos, asuntos que yo ignoraba.

De todos modos, no podríamos estar juntos como en Londres, eso no nos convenía. Enturbiaría nuestro propósito proporcionando a nuestros enemigos una munición escabrosa. Se quedaría en casa de Arce. Desde luego, Ana tenía razón, por eso había querido mantenerla al margen mientras me había sido posible, pero me dolía que me lo dijera con tanta indiferencia. Le conté la conversación con Teresa, su ofrecimiento de «ayuda». No le sorprendió, supuse que habría hablado con Arce y recordé sus dudas acerca de lo que Ana podría considerar más conveniente.

—¿Aceptarías si la cantidad fuera suficiente? —le pregunté—. ¿O ni siquiera lo considerarías?

—No se ha dado el caso, así que para qué pensar en ello. Quiero que paguen por lo que hicieron y cuanto más alto sea el precio, mejor.

No era nada concluyente pero ya no dijo nada más. Nos veríamos en breve.

Traería copias de los bocetos. Colgué bastante confuso con respecto a sus intenciones.

Volví a Sevilla ya a fines de julio sin muchas ganas, al menos el calor había remitido un poco. Las noches eran deliciosas, aunque habían perdido parte de su encanto al desaparecer los cines de verano, con sus jazmines y damas de noche y su «selecta nevería». Paseaba por las calles estrechas y solitarias del centro, evitando la zona turística y las plazas con veladores llenas de gente tomando cerveza. Raramente encontraba algún antiguo amigo o algún conocido, en parte por los años que llevaba fuera, en parte porque todo el que podía se había marchado ya de vacaciones. No llamé a Arce ni él a mí, lo suponía en contacto con Ana, esperándola de un día para otro. Me intrigaba cómo abordaría la historia, desde qué perspectiva, ¿la de ella quizá, tal vez la mía, o se limitaría a transcribir mi declaración y ampliar su reportaje de entonces, contestando por fin a la pregunta de quién mató a Francisco Parra?

Pero ¿qué contaría de lo ocurrido después, del dinero que dejé en casa de Ana o de su propia participación en el asunto? ¿Hasta qué punto sería sincero o cauto?

Ellos aprovecharían cualquier resquicio para tratar de echarnos mierda encima.

Por las mañanas salía con la fresca y no volvía hasta que me ahuyentaba el calor. Pasaba en casa las horas muertas de la tarde, leyendo la antigua colección de Reader’s Digest en español de mi padre, que se había quedado allí junto con sus libros de Derecho y los muebles que no se había llevado mi hermana, esperando la almoneda cuando se encontrara para la casa un comprador. Yo esperaba la llamada de Julián: él se había encargado siempre de resolver las cosas, siempre tuvo la última palabra porque no le importaba encargarse del trabajo sucio. Llamó el último día del mes. Quería que habláramos. Me citó en su oficina, a última hora de la tarde, allí estaríamos más cómodos, lo estaría él, claro, y era más adecuado para hablar de un asunto tan delicado como este. Le advertí que si lo que pretendía era amenazarme, podía ahorrarse la molestia y yo la visita. Además, yo no podría negociar nada porque era algo que ya no estaba en mis manos. Me aseguró que no habría ningún problema, sólo quería que escuchara su propuesta. Le aseguré que acudiría y, como con Teresa, me importaba poco el lugar que eligiera. De todos modos, llamé a Arce para que supiera adónde iba, por si desaparecía o me daban una paliza y me dejaban tirado en cualquier parte.

La productora de Julián ocupaba uno de los pabellones de la Expo. Incluía un plató, almacenes y oficinas. Habitualmente trabajaban allí más de un centenar de personas. Me proporcionó esta descripción que yo no había pedido la joven bastante guapa que me aguardaba en recepción, enunciando con orgullo los programas que se grababan allí mientras me conducía por un pasillo lleno de fotografías de famosos con firma incluida. En Londres no veía la televisión porque no me interesaba lo suficiente y por no pagar la tasa, pero en los días que llevaba en Sevilla la ponía de vez en cuando, quizá porque la tenía más presente al estar en casa de mis padres, con la diferencia de que la televisión que yo veía de niño me parecía mucho mejor. En concreto, la televisión autonómica era algo superior a mis fuerzas: de hecho, nunca habría imaginado una caricatura más cruel de la sociedad andaluza que la que mostraban esos programas con los que tan feliz se sentía aquella belleza de las relaciones públicas. Subimos en un ascensor hasta el último piso, reservado a quienes poseían una llavecita que la chica llevaba colgando de una pulsera. Yo di por hecho que era la asistente personal de Julián y que esa dedicación incluía todo tipo de servicios. Ella no entró, ni siquiera para anunciarme, y se despidió tras dejarme paso con un gesto a un despacho tan amplio como una suite.

Aquello parecía una vivienda sin tabiques: primero, el despacho propiamente dicho, en torno a una mesa de trabajo con dos ordenadores y una pantalla al lado que transmitía sin voz lo que estaba sucediendo en el plató; en otro lugar, una mesa de reuniones que parecía de comedor para unas ocho personas (no dudaba que allí se celebraban importantes comidas de trabajo), y en el centro estaba dispuesta una especie de sala de estar, con cómodos sillones en torno a una mesita baja, para hablar de negocios con un whisky en la mano. Seguro que tras las puertas cerradas había cocina y gimnasio. El frente era completamente de cristal y ofrecía una hermosa vista crepuscular sobre la ciudad al otro lado del río. Julián hablaba o más bien escuchaba por teléfono, ya con una copa en la mano. Me dirigió una mirada medida, ni falsamente cordial ni abiertamente hostil, invitándome a sentarme en uno de los sillones mientras concluía su muda conversación en la que no profería más que monosílabos. El sol se desangraba en el cielo, una muerte plácida que arrancaba a la ciudad un suspiro de alivio tras el largo día.

Me imaginaba allí mismo a los tres, seguramente habían estado hacía unos días, sentados en esos mismos sillones, tensos, discutiendo a gritos, calculando los daños, disputando por la estrategia que debían seguir, por cuánto ofrecer, por lo que tendría que poner cada uno. Tal vez echando cuentas de los negocios comunes, de los beneficios que a cada uno había aportado su asociación.

Recelando de que cada cual tuviera más que perder que el otro.

—Disculpa, tenía que atender esa llamada. ¿Te pongo algo?

La voz de Julián me sustrajo de aquella visión. Le dije que bastaría un vaso de agua.

—¡Bah!, no seas tan puritano. Si tienes sed, tómate una cerveza.

Me la sirvió sin esperar respuesta, después se sentó e indicó con un gesto amplio la panorámica que se nos ofrecía.

—Maravilloso, ¿no te parece?

Asentí con gesto de no estar allí para hablar con él de estética y mi cara de fastidio aumentó cuando se puso a hablarme de los nuevos proyectos que había en la ciudad, muerta desde la Expo pero que estaba despegando como un cohete hacia la modernidad, fuera eso lo que fuese. No me cabía duda de que debía de estar a partir un piñón con el alcalde. Y, por supuesto, los carcas boicoteaban todo, actuaban como perros rabiosos esperando una oportunidad para morder. Supuse que yo era una de esas oportunidades, cosa que me importaba poquísimo. No me molesté en decírselo, era patente en mi actitud.

—Pero bien, esto no te interesa. Ya sabemos que tú sólo te preocupas por ti mismo.

Se me escapó una risa.

—Sí, no soy un altruista como tú.

Él se rio también con desenvoltura.

—Siempre fuiste muy irónico, pero en este caso lo eres sin fundamento. Tú vives a tu bola en el extranjero sin hacer nada de provecho. En cambio, yo me he quedado aquí matándome a trabajar para crear riqueza, empleo. Son muchas las familias que dependen de mí.

Sí, la riqueza de las televisiones públicas y las adjudicaciones municipales, pero no había ido allí a enzarzarme en una discusión como esa y me limité a un lacónico «Ya».

—Veo que no te afecta el desprecio. No te preocupes, a mí tampoco. Así que podemos ahorrárnoslo.

Alargó la mano hasta una caja de madera sobre la mesa y sacó un puro, no me ofreció ni me preguntó si me molestaba que fumara. Lo encendió con parsimonia y me miró moviendo la cabeza como ante un niño díscolo que se obstina en lo que no le conviene.

—¿Has pensado en lo que te echas encima, Andrés? Ya no somos jóvenes, confesar algo así es un suicidio. ¿Has pedido asesoramiento legal? No lo creo, tú eres una de esas personas sensibles y simples que viven confiadas en que al final alguien resolverá sus problemas. Quizá creas que todo ha prescrito y que se trata de arruinar nuestras reputaciones, sin consecuencias para ti, por no tener ninguna, pero te equivocas…

—Basta, esa música me suena conocida —aquello era lo mismo que me habían dicho Teresa y Arce, lo que me decía todo el mundo menos Ana.

—Como quieras.

Se levantó y fue hasta la mesa de despacho. Desde allí leyó una nota en voz alta.

—Ana María Parra, de veinticinco años, natural de Zahara de los Atunes, licenciada en Bellas Artes con muy buenas notas. Una joven seria, con talento, que disfruta de una beca en una prestigiosa escuela de arte, en Londres.

Ignoraba cómo había conseguido aquella información, debían de tener un contacto en la universidad, debían de tener contactos en todas partes.

—No está mal para una chica de pueblo… —prosiguió mientras volvía y se sentaba con aire de «aquí yo soy el amo». Me entraron ganas de partirle la caja de puros en la jeta—, nada mal. Se ve que cundió el dinero que le diste. Cuando me lo contó Teresa, no me extrañó: eres de las personas que hacen eso pero dejan sólo la mitad, creyendo así lavar su conciencia.

—Supongo que no tenerla es mejor, más descansado.

Dio un resoplido de desprecio.

—Si se tratara sólo de ti, me limitaría a aplastarte como a una cucaracha o ni siquiera eso, porque tú solo jamás tendrías huevos, pero… esa muchacha. Sí que es cierto que estamos en deuda con ella.

Era ella a quien temían, una joven de origen humilde, huérfana, con su único hermano muerto, señalándolos con el dedo. Ella era lo que los aterraba. Y por eso hablaba de deuda. Permanecí callado, a la espera de que dijese la cifra con la que pensaba comprar nuestro silencio. Deseaba irme, salir al aire fresco, lejos del humo de su inmundo puro y de su obscena prepotencia.

—Trescientos mil euros —dijo al fin—, ni uno más. Esa es nuestra única y última oferta.

—No aceptará.

—¿Por qué no? Ya lo ha hecho antes. Cuando aceptó tu mitad.

Su aire cínico era desesperante.

—Hizo justo lo que tenía que hacer entonces y lo que hará ahora será muy distinto, te lo aseguro.

—¿Y por qué? ¿Por venganza? ¿Y qué ganará con eso?

—Justicia. Eso es lo que quiere y lo que obtendrá. Que se os vea tal como sois en realidad, unos desalmados que corrompen todo lo que tocan.

—¿Y tú? ¿En qué eres distinto a nosotros?

—Soy débil, ¿recuerdas? ¿No era eso lo que me reprochabas hace un momento? No soy despiadado como vosotros y no he seguido lucrándome después sobre ese dinero ensangrentado.

—Claro, tú crees que gastándolo pecas menos que nosotros invirtiéndolo. No, la diferencia que hay entre nosotros, en cuanto a ella, es que tú pagaste tu mitad. Y eso es lo que le ofrecemos ahora.

No sólo era un trato sino un trato además mezquino, tasado por algo que él mismo despreciaba, pero a Julián le cegaba la soberbia y no advertía lo elemental.

—Te equivocas. Hay una diferencia. Además de eso yo estoy dispuesto a decir la verdad, pero vosotros no.

—La verdad —lo dijo con un desprecio rotundo—. ¿Y qué es la verdad después de tantos años? ¿En qué se basa, en los recuerdos? La tuya no es igual que la mía. La verdad es algo que se establece en los juzgados, un sitio donde todo el mundo acude a mentir. Y allí la verdad será nuestra, no lo dudes, porque lo que defendemos es muy superior a un error de hace once años.

—¿Lo que defendéis? ¿Y qué defendéis que no sea una mentira en vuestros labios, la memoria histórica, la ecología, la Andalucía que sale en tus concursos y tus realities?

—Es muy fácil decir eso cuando no se ha hecho nada, como tú, dedicado a novelas que ni siquiera tienes el talento de escribir, cuando nunca se han metido las manos en el barro de la vida. Para hacer cosas, tienes que mancharte, eso tú nunca lo has entendido. Y el resultado está a la vista a pesar de todos tus lloriqueos. No digo aquí, en este despacho, sino en la ciudad, en esa Andalucía de la que te burlas, porque estamos avanzando y llegaremos mucho más lejos, a pesar de los inútiles llenos de rencor como tú.

—Creo que ya me has dicho todo lo que tenías que decirme.

—Sólo una cosa más. Entiendo que ella pueda tenernos inquina, pero ¿y tú?, ¿por qué nos odias tú? Es patológico.

—Porque sé quiénes sois.

—Te hará un gran favor si acepta, porque si no, diremos que fuiste tú, tú solo, y que cuando la chica te reconoció pasados los años, la engañaste involucrándonos a nosotros para descargar tu responsabilidad. Nos pondremos de su parte y lo haremos de tal modo que hasta ella acabará creyéndolo.

—Lo dudo. Todo eso no son más que bravatas. Por el contrario, todo el mundo creerá que sois culpables desde el primer momento y tú lo sabes. La carrera política de Teresa se irá al traste y con ella vuestro asidero principal al poder. En otro caso, tú jamás ofrecerías ni un solo céntimo pero, descuida, que por más que no sirva de nada sí transmitiré tu mensaje.

—Ya veremos. Si esa chica es tan lista como parece, comprenderá que nosotros, al ofrecerle una compensación, la tratamos mejor que tú, que pretendes arrastrarla a una guerra inútil de la que todos saldremos perdiendo.

—No. Perderemos nosotros, yo también, pero ella saldrá ganando, como toda la gente que merece saber quiénes son los que los gobiernan y cómo adquirieron su poder o su fortuna. Los que creen sinceramente en todo lo que vosotros ensuciáis con vuestras mentiras.

No sabía por qué me molestaba en zaherirlo salvo para desahogarme, porque todo lo que pudiera decirle le resbalaba ostensiblemente. Julián debía de haberse comido mierdas más grandes.

—Te quieres presentar como un héroe ante ella, ante el mundo, pero todos te verán como un ser despreciable. Que robó droga y se dio a la fuga con el botín sin reparar en las consecuencias y que tras gastarse el dinero durante años en el extranjero ahora vuelve embaucando a su antigua víctima para extorsionar a unos ciudadanos decentes que se ven en la picota por mantenerse firmes y no ceder al chantaje. Tendremos problemas una temporada, los tendrá Teresa, que es la que menos se merece la cochinada que quieres hacerle, pero al final ganaremos y ella saldrá reforzada y tú te pudrirás en la cárcel.

Su cinismo era absoluto. Me chantajeaba y me amenazaba con acusarme de chantajista. Me fui y lo dejé a solas con su puro y su poder. Su asistente personal me esperaba al pie del ascensor y me acompañó a la salida. Seguro que después subió a aliviar las frustraciones de su jefe. El aire libre me pareció una bendición. El río traía una brisa nocturna, fresca, que me besó la frente.