12

Me desperté ya pasado el mediodía. Mi móvil no paraba de sonar. Contesté sin mirar pensando en que sería Arce, pero sólo me respondió el silencio y al instante el pitido de haber cortado la llamada. Aproveché para levantarme y preparar el desayuno. El piso familiar, amplio, vacío, que los primeros días me había resultado angustioso, me parecía cómodo como un guante. Miré el móvil mientras esperaba que se tostara el pan, el número de la última llamada era «privado». El mío, por lo visto, no. Había llamado a Fede, así que tenían mi número y estaba pensando si habrían iniciado una campaña de acoso cuando el móvil volvió a sonar. Contesté con prevención. Reconocí su voz al instante.

—Hola, Andrés, ¿eres tú?

—¿Qué hay, Teresa?

—Hombre, menos mal que me has reconocido. Me habría llevado una desilusión…

—Recuerdo perfectamente tu voz. En realidad, no ha pasado tanto tiempo.

—¿Tú crees?

Dejó la pregunta colgando un instante en el inexistente espacio que compartíamos.

—Creo que deberíamos vernos, para hablar precisamente de eso, del tiempo que ha pasado. Me apetece mucho, aunque tú no lo creas, volver a verte.

—El otro día no me dio esa impresión.

—De eso también hablaremos. ¿Por qué no quedamos a cenar? Yo invito.

—¿A cenar? —pregunté incrédulo—. ¿Para hablar de los viejos tiempos?

—Sí, y de los actuales. ¿Por qué no?

Me repelía la idea de cenar juntos, como si nuestro encuentro fuera una cita y no un duelo, pero no tenía ningún motivo para rechazarla: ni la deseaba ni la temía. No me importaba que eligiera ella el campo de batalla. Me dio el nombre de un restaurante que no me sonaba de nada. Quedamos para esa misma noche.

Había estado tan absorto en la conversación que no me di cuenta de que se quemaban las tostadas. Las dejé por imposibles, bajé a desayunar a la calle y llamé a Arce.

Me vi con él por la tarde. Aún no le había contado nada del encuentro con Fede y quería saber lo que Teresa se traía entre manos antes de reunirme con ella unas horas más tarde, pero más allá de esas cuestiones «prácticas», por llamarlas de algún modo, deseaba su comprensión, su apoyo. El día era caluroso pero soportable y nos tomamos sendos cafés con hielo en una de las terrazas de los Jardines de Murillo.

—¿Así que Fede piensa que quieres hacerles chantaje? No está mal, como en una novela negra. ¿Le hablaste de mí?

—No, no le dije nada, tampoco lo amenacé expresamente, pero le di a entender de manera inequívoca que ese asunto seguía pendiente.

—Y ahora te llama ella. Al parecer los tienes en vilo.

—¿Lo has comentado ya con la dirección del periódico?

—No. Y no lo propondré hasta que no sea inmediato el momento de la publicación. El suegro de Fede, el constructor, es uno de los principales anunciantes del periódico, por no mencionar a la Junta y a todos sus organismos de gestión discrecional o los cuantiosos préstamos de la Caja de Ahorros, asociada a los negocios audiovisuales de Julián.

—¿Temes que no quieran publicarlo?

—No, en realidad no. Es demasiado goloso. Además, saben que si no lo publicamos nosotros, lo publicaría otro. Sin embargo, tendrán que soportar muchas presiones, cuanto menos tiempo tengan para pensarlo, mejor —asentí sin añadir nada—. ¿Por qué haces esto, Andrés? Me refiero a verlos, a enfrentarte directamente a ellos. Sí, sé que yo te di pie a ello. De repente no eras la persona que creía que eras. Quería cerciorarme de lo que me decías, comprobar si tendrías el valor de afrontarlo. En realidad estaba indignado contigo.

—¿Y ya no lo estás?

—¿Indignado? No. Decepcionado, sí. Pero eso forma parte de la decepción general por todas las cosas que no son lo suficiente buenas, por la vida, por esta continua merma de ilusiones por pequeñas que sean. Además, estoy tan indignado con esos tres canallas que no me queda indignación para ti.

Sonrió al decirlo y eso casi hizo que se me saltaran las lágrimas, pero me eché a reír, una risa nerviosa pero feliz.

—Podrías ahorrártelo e irte —continuó—. Con tu declaración ya tengo lo que necesito. Otra cosa será lo que venga después.

—Podría, pero no quiero hacerlo… Me he dado cuenta al volver que dejé aquí abandonado algo que quiero recuperar. Mi estima. Durante todos estos años me han pasado cosas buenas y malas y hasta en alguna ocasión he sido feliz, pero nunca he dejado de sentirme un mierda. Debo demostrarme que no los temo. Y eso implica no rehuirlos, mirarlos a la cara. Y obligarlos a que sean conscientes de la monstruosidad que hicimos forma parte de la terapia para recuperar mi orgullo. Y sin eso, nada valdría la pena.

Me miró con cierta ironía y un destello de lo que no supe si era cariño o compasión.

—¿Te das cuenta de que esto acabará mal para ti en cualquier caso? Aunque Ana no presente denuncia, la fiscalía Podría actuar de oficio y tú te habrás incriminado solo y además tendrás que responder al tiempo a la querella por calumnias que te echarán encima. Podría darse el caso de que te condenaran por ambas cosas y ellos quedaran completamente libres.

—No lo había pensado, la verdad. Sería espantoso. Aun así…

—Bien, muy bien. He sabido algunas cosas de Teresa. Su pareja oficiosa es el senador con el que estuvo en el funeral de tu padre.

—Sí, por entonces ya eran amantes.

—Tiene ya setenta y tantos años y enfermó hace unos meses. Dio un buen bajón y por lo visto Teresa pasó de él en cuanto lo vio prácticamente inválido.

Al parecer ha vuelto con su mujer, que debe de ser una santa. Este abandono no ha sido sólo sentimental sino también político. El senador pertenece a una vieja guardia que ha sido desalojada de los puestos clave. Teresa, por influencia suya o por decisión propia, estuvo en contra del presidente en el congreso en el que fue elegido, pero desde que ganó las elecciones, inició un acercamiento que ahora está dando sus frutos.

—¿Entonces es verdad que va para ministra?

—Sí. En un gabinete paritario. Y tú vas a impedírselo.

Tomé un buen trago de cerveza.

—Exacto. Y también tú. Y Ana. Vamos a impedírselo.

Brindamos haciendo chocar nuestros vasos.

—¿Qué vas a decirle?

—No lo sé, lo menos posible. Dejaré que hable ella.

—Tengo que irme —Arce se levantó y me entregó una cuartilla doblada—. Anoche, leyendo, me encontré unos versos y me acordé de ti. Los he copiado.

Es una traducción, supongo que preferirías leerlo en versión original. Son de Auden. Espero que aún estés a tiempo. Ya me contarás. Nos vemos.

Se fue sin decirme a tiempo de qué. Leí el poema y me hice la misma pregunta, aunque no ignoraba la respuesta. De todos modos me alegró que, a pesar de mis temores, Arce y yo seguiríamos hablando de literatura. Lo guardé en mi cartera, estaba escrito de su puño y letra.

Dios puede reducirte

el Día del Juicio Final

a lágrimas de vergüenza,

al recitar de memoria

los poemas que habrías

escrito si tu vida

hubiese sido buena.

¿Sería alguna vez mi vida lo suficientemente buena como para escribir esos poemas, novelas o lo que fuere y que Dios no tuviera que recitármelos para mi bochorno? El eco de esas palabras resonaba en mi mente cuando llegué al restaurante en que me había citado Teresa. Estaba en La Palmera, en uno de los antiguos palacetes de esa avenida, y era uno de los más caros de la ciudad y, según Arce, un lugar habitual de encuentro de la nomenclatura del Régimen.

En cuanto entré por la puerta, en la antesala de un amplio salón con molduras moriscas, se me acercó un camarero con librea como antiguamente los lacayos y me condujo por un corredor anexo y una escalera hasta la puerta del reservado donde Teresa me esperaba. Por eso había querido que nos encontráramos allí, para que nadie pudiera vernos juntos. La habitación era coqueta como un boudoir y estaba presidida por una mesa puesta con esmero. Aquel era un escenario más propio de un encuentro erótico que del combate de boxeo que íbamos a mantener. Teresa se levantó al verme y avanzó resuelta para darme un abrazo. Pensé por un instante en rechazarla, pero el poema de Arce me inducía a mirarla con más compasión que inquina y le correspondí con tibieza porque lo que hacía ella no era literatura y era mucho más lo que Dios podría echarle en cara por todo lo bueno que había dejado de hacer. Me estrechó entre sus brazos como si quisiera demostrarme que aún tenía tetas, más por cierto de lo que yo recordaba, no sabía si porque estaba más gruesa o porque se había operado.

—Siéntate, Andrés. Veo que te sienta bien Londres, estás muy guapo.

Sonreí ante el piropo, la primera tentación que como un hueso arrojaba a mi vanidad.

—Gracias. Tú también estás muy guapa —se lo devolví con una evidente falta de entusiasmo, no porque fuera falso sino porque su belleza no me inspiraba la menor emoción, era la de una máscara. La belleza que yo echaba de menos era la de la joven orgullosa y seria que conocí, que aprendió a reír conmigo. La belleza que nos faltaba era la de los ideales que ella había traicionado, la de las novelas que yo no había escrito, la de los edificios ecológicos que Fede no había proyectado, la de los documentales que Julián nunca llegó a filmar. Por mucho que nos consideráramos guapos, esa belleza la habíamos perdido y lo que quedaba eran dos caretas bajo las que se medían unos ojos recelosos. En ese momento entró el maître y ambos coincidimos en una comida ligera que dejamos a su elección, como el vino. Se marchó ceremonioso y Teresa reanudó la conversación.

—Me contó Fede que te ganas la vida en Londres vendiendo muebles que hace un carpintero jamaicano. Increíble.

Lo dijo de un modo que lo mismo podía ser un elogio que un desprecio.

—Son muebles para libros, estanterías, atriles, cosas así.

—Es muy interesante y, aunque sea sorprendente, te pega. Siempre te gustaron los libros. ¿Recuerdas cuando me leías a Cernuda, a Baudelaire…?

No recordaba haberle leído nunca a esos autores, pero otros sí, y los primeros y últimos versos que escribí, en un pasado muy remoto.

—De eso hace ya mucho.

—Sí —concedió—, pero es bonito recordarlo, ¿no te parece? —no, no me lo parecía, pero no se lo dije—. También me dijo Fede que ya no estás con… la inglesa, con…

Siempre había despreciado a mis novias y a las de los demás, no porque no fueran dignas de nosotros sino porque no eran dignas de ella.

—Elisa.

—Sí, eso. ¿Y tienes pareja, una relación? No te has casado ni nada de eso, ¿verdad?

Lo dijo riéndose, como si casarse fuera algo extravagante. Desde luego ella no estaba pensando en tener hijos, como yo. No me dio tiempo a responderle.

Llamaron a la puerta y entró una camarera con la comida. La sirvió y se retiró reverente con la advertencia por parte de Teresa de que no nos molestaran.

—No —repuse al fin—. Tampoco tengo pareja —le mentí—. ¿Y tu senador?

Se lo pregunté con mi sonrisa más cálida.

—Ya no estamos juntos. Ahora estoy sola, como tú.

La insinuación era evidente, pero ni ella misma se la creía. No pude evitar un gesto irónico que hizo que un rayo de rabia le pasara por los ojos, pero al instante hizo un mohín coqueto y se echó a reír.

—¡Bah!, para qué darle vueltas a eso. Tú me conoces de sobra, sabes que el amor o el sexo fue siempre algo secundario para mí. Lo principal siempre fue el servicio a los demás, mi carrera política, el partido.

—¿El servicio a los demás o a ti misma? —no pude contenerme—. Lo principal para ti siempre ha sido tu ambición.

—Y qué si soy ambiciosa. Alguien tiene que serlo, ¿no? ¿O el problema es que soy mujer? Me haces objeto de tu sarcasmo por aquello que pasó, pero eso no puede invalidar toda mi vida. Todo lo que he hecho, lo que estamos consiguiendo y lo que podemos conseguir.

—¿Conseguir? ¿Quiénes?

—Todos. La sociedad. Las cosas han cambiado mucho y para mejor y aún cambiarán más porque tenemos un nuevo impulso.

Yo dudaba mucho que la grosería de nuevo rico que era perceptible en toda España y desde luego en Sevilla fuera un cambio a mejor. En cuanto al nuevo impulso de gente como ella… daba miedo pensarlo, porque detrás de su ambición lo que había era una ignorancia de tomo y lomo. Tenía razón Matías, estaban eufóricos con que el capitalismo funcionara tan bien, así podían chuparle la sangre.

—¿Te acuerdas de que cuando te aburrías de que te leyera a Cernuda y a Baudelaire me arengabas con un montón de tópicos sobre las maldades del capitalismo, ese sistema inmundo que había que destruir? Parece que te has adaptado muy bien a él.

—¿Tú no? ¿No has llevado durante años una vida de rico en Londres?

—Yo nunca fui «revolucionario» como tú. Me consideraba sólo una buena persona y ni a eso llegué. Y, además, de rico nada, a mí nuestro botín nunca me dio para tanto.

—Nuestro botín. Estás obsesionado, es ridículo. Ya me lo dijo Fede, pero no podía creerlo. Eso es la prehistoria, pasó hace un siglo. Nos beneficiamos, sí, tú también. Me acusas de ser una hipócrita, pero tú lo eres mucho más. Nadie podría haber previsto el rumbo que tomaron las cosas. Todo transcurrió por accidente y eso es lo que fue. Y vienes ahora con tu moralina a dártelas de santo.

Se había sofocado, casi se mordía de rabia los labios y se tomó de un trago la copa de vino que tenía delante. Apenas habíamos mordisqueado la comida.

—Un accidente. Sí, eso fue lo que dijiste también entonces, que debíamos considerarlo un accidente y pagar una indemnización.

—¿Y tú a qué vienes, a cobrarla?

—Podría, podría porque la pagué por vosotros.

—¿La pagaste? ¿Qué estás diciendo?

Me dejé arrastrar por el calor de la conversación y ya no podía detenerme.

—¿Recuerdas lo que acordamos, recuerdas que volví al año y que os negasteis? Al día siguiente fui a Zahara y dejé en la puerta de aquella familia, una mujer viuda, una niña de dieciséis años, una bolsa con diez millones de pesetas.

—¿Y ahora vienes, diez años después, a contarnos esa trola y a pedirnos el dinero? Eres el colmo.

—Aquella niña me vio cuando dejaba la bolsa. La madre no soportó la pena por la muerte de su hijo y murió al poco, la niña se costeó una carrera universitaria con ese dinero producto de la muerte de su hermano. Me reconoció en una fotografía de la solapa de uno de mis libros. Ahora es una mujer de veinticinco y se ha puesto en contacto conmigo.

—¡Eres gilipollas! ¡Siempre, siempre has sido un gilipollas!

Le salió del alma. Ahora sabía que había otra persona, que ya no era algo sólo entre nosotros. Desde el principio Teresa había temido que acabara delatándome y a ellos conmigo y, aunque tarde, acababa de confirmar sus peores sospechas. Se sirvió la última copa de vino. Se había bebido ella sola la botella. Bebió, suspiró y me miró con una expresión de no tengo palabras para decirte lo tonto que eres. La coquetería del principio se había desvanecido, ya no me veía tan guapo.

—¿Qué le has contado?

Había obrado por impulso al hablarle de Ana, pero no me arrepentía de haberlo hecho. Quería que fuera plenamente consciente de que no era algo de un tiempo ya pasado, que nuestros actos habían tenido consecuencias que no podíamos evitar. Las cartas estaban sobre la mesa, pero no era prudente levantarlas todas. No era la de Ana sino la de Arce la que me tenía que guardar.

—La verdad. ¿Qué iba a contarle?

—¡Hijo de puta! ¡Mi nombre! ¿Le has mencionado mi nombre?

—Naturalmente. Se lo conté todo con pelos y señales. En el fondo, estaba deseando hacerlo.

Si las miradas asesinaran, en ese momento habría muerto sobre la mesa.

Después, se abismó en sus pensamientos como si estuviera haciendo el cálculo de los daños que aquello podría causar a su irresistible ascensión.

—¿Qué quiere?

Su voz era aséptica y dura como la de un general negociando una tregua.

—Lo mismo que tú predicas —le respondí—. No pretende denunciarnos, pero exige que se haga público. Como eso de la memoria histórica: no se trata de enjuiciar a los criminales pero sí de esclarecer los crímenes.

—Ahórrate los sarcasmos. Eso es una comparación ridícula, ofensiva, pero ¿no te das cuenta de la gravedad de lo que dices? Ah, claro, tú no tienes una reputación que defender, no eres nadie, sólo otro escritor fracasado y lleno de rencor, por eso no te importa. Negaremos todo, no lo dudes. Y sobre nosotros no habrá sospechas. Y de lo que no habrá ninguna duda es de tu culpabilidad.

Que no denunciará, eso dice ahora, para no asustarte, pero después… Y de cualquier modo el fiscal actuará de oficio. Si lo haces público, acabarás en la cárcel, no lo dudes.

—Ya veremos.

—Por supuesto que lo veremos. No podrás demostrar ninguna de tus acusaciones, ya nos ocuparemos de que lo único que se entienda de tu actitud sea la envidia y las ganas de llamar la atención. Te enterraremos en mierda, te lo juro.

—Bien. Entonces no tienes ninguna razón por la que estar preocupada. Dicen que vas a ser ministra, no sé cómo quedará este muerto en tu armario.

Un párpado le tembló mientras en sus pupilas ardía una llamarada de angustia. Si aquello se hacía público, por más cortinas de humo que arrojara, Teresa podía despedirse del cargo.

—Si sale a la luz, será dañino para todos, pero sobre todo para ti —insistió en sus amenazas—. Al final, el que pagará el pato de esto serás tú, eres así de cretino.

—Bien, tengo que irme. No creo que tenga sentido prolongar la conversación.

—Piénsatelo, Andrés, piénsatelo. A ti y a esa chica, tan joven, que está empezando en la vida, os convendría mucho más nuestra ayuda que nuestra enemistad.

—¿Vuestra ayuda?

—Sí, y no deberías despreciarla. La has conocido, ¿verdad?, a esa chica, lo haces por ella. Te conozco, por ti mismo eres incapaz de hacer nada, nunca lo has hecho, pero no has dejado de quejarte porque eres un quejica. Pues bien, ya que lo haces por ella, piensa en ella de verdad, en qué es lo que le conviene.

Me levanté. Ya no la soportaba ni un minuto más.

—Lo pensaré.

No me molesté en despedirme.