11

Al día siguiente volví a Sevilla. No quería quedarme en Zahara. Para mi sorpresa, no me expulsaban de allí los fantasmas del pasado sino los horrores del presente. Zahara era como una rosa infestada de hormigas. Detestaba el ambiente bullanguero y familiar, de neveras con tortillas y refrescos, propio de las playas más próximas a Sevilla, el ambiente del que huíamos cuando llegamos rebeldes y jóvenes a esta costa solitaria, aislada por la distancia, protegida por las tormentas de arena del levante. Además, Arce me había llamado por la noche, quería una declaración jurada, no se fiaba de mí, temía que pudiera echarme atrás y negar todo dejándolo con el culo al aire. Ignoraba si su desconfianza era genuina o sólo un modo de expresarme su decepción, pero de cualquier modo él insistía en considerarlo necesario para convencer al periódico de que se metiera en aquel avispero. También tendría que contrastar la información con los aludidos. Le aseguré que no habría ningún problema por mi parte, estaba más decidido que nunca a desenmascarar a mis tres cómplices: el hecho de que se hubieran vuelto tan poderosos, tan importantes, lejos de intimidarme era mi mayor acicate. Le comenté que había visto el nombre de Federico como arquitecto de una de las urbanizaciones de Zahara. No le sorprendió, la promotora que estaba colmatando aquella playa era propiedad de su suegro, hombre de apellido viejo y fortuna reciente, conseguida al amparo de su cercanía con el poder, una cercanía que su yerno facilitaba a través de Teresa. Arce estaba investigando las relaciones entre los tres y, por lo que había deducido hasta entonces, eran continuas. Pero de eso ya hablaríamos, me invitó a leer la agenda del periódico del día siguiente, sin precisar más.

En el autobús de vuelta me acordé de Matías, al que detendrían cualquier día para que se chupara algunos años de cárcel sin que le importara a nadie su lucha para sacar adelante a su familia, y lo comparé con Federico, instalado en la legalidad del privilegio, amasando dinero a costa de lo que fuera, incluso a costa de sus propios gustos, ya que no de sus convicciones, de todo lo que antes había amado y prometido preservar. ¿Cuál de los dos era el delincuente?

El autobús iba lleno y a mi lado se sentó una muchacha que estudiaba enfermería en Sevilla y al tiempo aprendía inglés porque pensaba irse a trabajar a Inglaterra, donde necesitaban enfermeras, allí vería más mundo y tendría un sueldo mejor. Me recordó a Ana y hablamos un buen rato de los ingleses y sus manías. Después ella se ensimismó en un libro que llevaba, uno de estos de autoayuda, el de los hombres de Marte y las mujeres de Venus, y yo pude repasar el periódico. Se trataba del nuevo diario en el que trabajaba Arce, un diario que había roto el cuasi monopolio del que disfrutaba el sempiterno periódico conservador. Tenía cierta ambición de modernidad que sin duda Arce prefería a un periódico que solía abrirse por la página de las esquelas mortuorias. Las noticias apenas me interesaron, políticas en su mayor parte, o locales con alguna incursión cultural, pero me sirvieron para medir lo ajena que me resultaba la ciudad tras tantos años de ausencia.

Lo que sí me interesó fue uno de los anuncios de inmobiliarias de los muchos que había, el de la promoción en Zahara de Federico, o de su suegro, una página completa en la que se publicitaba con fotos retocadas un paraíso al alcance de todos (de todos los que tienen dinero, claro) y se hablaba sin rubor de respeto al medio ambiente. Sí, habíamos encontrado un paraíso, por emplear esa manida expresión, pero sólo para profanarlo y ahora, con voracidad de termitas, lo estaban destruyendo.

En la agenda del día había una foto de Teresa. Aquella misma tarde daba una conferencia en un club de la ciudad. Comprendí que era allí donde debía verme con Arce.

El club estaba en los aledaños del centro, un lugar espacioso con múltiples instalaciones deportivas y un salón de actos refrigerado en el que en esos momentos se congregaban unas trescientas personas. Había muchas chaquetas y corbatas a pesar del calor, las señoras tenían también un aire profesional, sin desmerecer la coquetería. Eran ejecutivos de la política, la élite administrativa de la capital autonómica, en la que se incluían financieros de las cajas de ahorro y empresarios de las empresas públicas. Aunque ese era el grupo más numeroso, no faltaban camisas floridas de artistas subvencionados, feministas militantes de pelo corto, sindicalistas desaliñados y algunos jóvenes con pinta de pertenecer a alguna ONG. La conferencia se titulaba «Una nueva vía para la izquierda» y de algún modo el público parecía mostrar esa imagen renovada frente a la «vieja guardia» socialista, aunque sólo fuera por la relativa juventud de los asistentes, en su inmensa mayoría en los cuarenta o poco más, como Teresa, como yo, nacidos a principios de los sesenta, la primera generación posfranquista. A pesar de esa afinidad, me sentía allí un completo extraño, muchos rostros me resultaban familiares sin poder precisar por qué y lo mismo debía de ocurrirle a algunos que me miraban como preguntándose de qué me conocían. Sí que reconocí a algún profesor de la universidad famoso por sus excentricidades, a algún pintor, a algún poeta todavía bajo el síndrome de Alberti.

La gente se iba sentando y yo me disponía a hacerlo en una de las últimas filas cuando distinguí a Arce haciéndome señas para indicarme un sitio libre junto a él en una de las primeras. Era evidente que pretendía que me vieran.

Nos saludamos con cierta reserva, ni él ni yo sabíamos cómo tratarnos, si aún como amigos o ya tan sólo como compañeros ocasionales en aquel desagradable trabajo.

—Hoy tu «amiga» se presenta como la abanderada en Andalucía de la nueva estrategia gubernamental. Es un paso importante en su carrera hacia la Moncloa. De hecho, por eso se celebra este acto en una fecha tan tardía, se rumorea que el presidente piensa componer un nuevo gobierno en verano para presentarlo en septiembre y al parecer anda por aquí uno de sus principales asesores.

—¿Y qué se supone que debo hacer?

—Nada. Sólo quedarte aquí. Quiero observar su reacción cuando te vea, también la de ellos, que seguro que la acompañarán en una ocasión tan importante. Te dejo, no quiero que nos vean juntos por el momento. Nos encontramos a la salida.

Se levantó y fue a sentarse dos filas más atrás al tiempo que le hacía una seña a un fotógrafo del periódico señalándome con la mirada. El zorro de Arce quería una instantánea. En ese momento se abrió una puerta lateral y un nutrido grupo de enchaquetados salió para ocupar la primera fila reservada a las autoridades. Sólo reconocí al presidente de la Junta de Andalucía, un hombre alto, mediocre y calvo, que ya estaba en el cargo una década atrás, cuando me fui. Tras ellos apareció Teresa con el presidente del club y, mientras se dirigían al estrado, salieron varias personas más, entre las que se encontraban Julián y Federico, y se aposentaron en la segunda fila, reservada al parecer a colaboradores y amigos.

El más cambiado era Federico, lo recordaba delgado, alto, con un pelo muy rubio que le gustaba dejarse largo a modo de media melena. Ahora estaba casi calvo, tan sólo en la parte posterior de la cabeza quedaban restos pajizos de aquella batalla perdida. Había ensanchado y tenía una barriga prominente como la de una embarazada. Siempre había sido coqueto, incluso afectado, supuse que había arrojado la coquetería a la basura junto con el resto de su estética. Era evidente que los años no lo habían tratado bien, tenía Pinta de hombre que ya sólo disfruta comiendo. Julián parecía el de siempre, quizá algo más grueso y aún más compacto, pero lleno de energía, sonriendo y saludando aquí y allá embutido en su traje de alpaca, al contrario que Fede, que parecía mustio, cansado. Teresa se había engrandecido, no tanto material, unos cuantos kilos de más repartidos en su considerable anatomía, como figuradamente, por la conciencia de la propia importancia que reflejaba su porte. De virgen guerrera había pasado a matrona clásica sin perder su hermosura, pero ya no había en su actitud desenfado alguno sino solemnidad, como si estuviera hecha de mármol.

No sé por qué pensé en ese momento, cuando se disponía a empezar su discurso, en que sería muy distinta de haber tenido hijos y sentir el deseo de amar a alguien más que a sí misma, algo que no le había dado el amor porque ella no se lo había pedido. Lo que tenía era lo que quería, lo que siempre había ansiado, aunque hubiera tenido que dejar la humanidad por el camino. Justo en ese momento peroraba acerca de lo inhumanos que eran sus adversarios, de solidaridad, de ciudadanía, de estar al lado de los que sufren… y me parecía tan hipócrita como los curas que dictan normas sobre el amor que nunca han hecho.

Encaramada a un pedestal de ideales huecos resueltos en utopías burocráticas (leyes, derechos, reglamentos), se situaba por encima de sus propios actos, como había hecho siempre, para que estos no pudieran mancharla. Denostaba la Transición, tras alabarla, porque afirmaba que se había cerrado en falso y exigía la necesidad de una memoria histórica que reparara los derechos de las víctimas, ya que los crímenes no prescriben nunca.

Ajeno a la política española, era la primera vez que oía eso de la memoria histórica, concepto que me dejó perplejo porque parecía un intento de suplantar a la Historia para así introducir una parcialidad incompatible con ella, pero sobre todo me indignó por el cinismo de quien lo proclamaba. Tal vez mi repugnancia emitió una de esas inaudibles vibraciones que alertan los sextos sentidos, porque Teresa, segura ya de haber cautivado a su auditorio, paseó su mirada por los rostros expectantes para terminar fijándola precisamente en el mío. Al reconocerme se quedó sin habla y el rostro se le descompuso en una mueca de asombro y terror. Fue sólo un instante, el tiempo suficiente como para que la captara el fogonazo de un flash. Se repuso con una sonrisa, siempre había tenido sangre fría y a estas alturas, además, muchas tablas, pero de no haber llevado escrito el discurso creo que no habría sido capaz de retomar el hilo.

Fede y Julián habían vuelto la cara al momento y me miraban como si contemplaran a un aparecido. El discurso prosiguió tras ese cruce de miradas que Arce observó atentamente. De vez en cuando Julián se volvía a mirarme como si pudiera entrar en mi mente para averiguar mis intenciones.

En cuanto acabó la conferencia, cuando todavía sonaban los aplausos, se me acercó y me saludó esforzándose por ser amable pero preguntándome a las claras qué hacía allí.

Le sonreí con despreocupación sin dar importancia a su ansiedad.

—Estoy pasando unos días y me he acercado a oír la conferencia. Ha sido muy instructiva.

—¿Instructiva? —repitió la palabra con absoluto recelo.

—Sí, eso de la memoria histórica. Hasta ahora no lo había oído. Es un concepto muy interesante.

La ironía de mi tono le enfureció pero consiguió dominarse.

Me cogió del brazo y acercó su cara a la mía poniéndose de puntillas.

—Escucha, Andrés, no sé por qué estás aquí pero me gustaría recibirte como a un viejo amigo. Aunque hablas de un modo que no me lo pareces. Tengamos la fiesta en paz, ¿vale?

No le dije que había venido precisamente a aguarles la fiesta. Me bastaba con que lo sospechara y hablé de manera vaga acerca de asuntos familiares, esas cosas que se arrastran Por años y que alguna vez hay que resolver. Me miró indeciso, sin saber a qué carta quedarse, y aproveché para despedirme diciéndole que aún estaría algún tiempo en Sevilla, que ya nos veríamos.

Le di la espalda y me dirigí a la salida. Teresa me miró de reojo mientras recibía las felicitaciones de sus correligionarios. Estaba seguro de haberle amargado el día y lo cierto es que eso me ponía de buen humor. Federico estaba aguardándome en la puerta. Su actitud no era defensiva como la de Julián, pero eso no me sorprendió, siempre había sido más frío y, de hecho, me miraba con más curiosidad que otra cosa. A pesar de que debía de estar forrado no tenía buen aspecto, parecía abrumado por algo, tal vez estuviera enfermo.

—Tenemos que hablar —y eso fue lo único que me dijo entregándome una tarjeta con su teléfono. Después volvió adentro. Arce me esperaba en la calle hablando con el fotógrafo, quien le enseñaba la instantánea del rostro de Teresa demudado en una mueca de espanto.

—Se me han acercado los del departamento de prensa para pedirme por Dios que no publique esa foto. No te jode —decía el fotógrafo.

—Puedes tranquilizarlos porque no la vamos a publicar de momento. Usa cualquiera de las otras para cubrir la conferencia y esta la guardamos para más adelante.

El fotógrafo asintió y me echó una mirada de curiosidad antes de despedirse para volver al periódico.

—Está claro que les has dado un buen susto —me dijo Arce.

—¿Era eso lo que querías? ¿Darles un susto?

—Quería comprobar que lo que habías dicho era cierto. Quería observar su reacción, saber si se sentían culpables. Y el tema del discurso de la señora diputada, de la futura ministra, no podía ser más adecuado.

—Bien. Supongo que has quedado satisfecho —la verdad es que no sabía qué más decir—. Mañana iré a un notario para certificar mi declaración —afirmé antes de despedirme porque pensaba que no querría hablar más conmigo.

—No creo que sea necesario. Basta con que lo escribas de tu puño y letra y lo firmes. Y no tengas tanta prisa. Tomemos algo.

Acepté aliviado, la verdad es que me dolía perder su amistad y lo último que deseaba era irme a casa a rumiar solo todo aquello. Fuimos caminando sin rumbo fijo deteniéndonos a tomar una cerveza de cuando en cuando. Su tono, al menos, ya no era hiriente, lo que había visto le había convencido de mi determinación. Esa misma mañana había estado hablando con Ana. No me contó la conversación, pero de algún modo se había reconciliado con ella y conmigo por ende o al menos parecía más dispuesto a comprender mi situación.

—Lo he estado pensando y no sé lo que habría hecho de estar en tu lugar. Es fácil pensar que habría obrado de forma muy distinta, que me habría enfrentado a mis amigos, que no habría consentido de ninguna manera que otro pagara el pato. Sin embargo, ¿quién sabe? Quizá habría hecho lo mismo que tú, quizá sí. Débil al callar por miedo y débil después lamentándolo en vano, huyendo. ¿Quién sabe? No puedo disculparte ni culparte tampoco. No es ese mi papel. Desde el principio quise contar esta historia y ese es mi único interés. Lo único que ahora importa.

Yo había hablado con Ana sólo en dos ocasiones en los días que llevaba en Sevilla, aunque la había llamado varias veces. Que con Arce no tuviera esos problemas de comunicación me dio una mezquina punzada de celos. La disculpaba por entender que a aquello debía enfrentarme solo, sin su acicate o su consuelo. Sólo así sería digno de ella. Le referí las amenazas de Julián y mi respuesta y nos felicitamos al suponer que esa noche ninguno de los tres dormiría tranquilo. Compartir la indignación ante su hipocresía nos acercaba y procuré convencerlo de que lo que había visto en Zahara, lo que había oído esa misma noche a Teresa, deseosa de arrojar luz sobre crímenes ajenos cometidos hacía setenta años al tiempo que ocultaba cuidadosamente el que ella había propiciado hacía diez, me habían hecho ver que lo importante era el presente, no el pasado, que desenmascararlos no era algo inútil, debido sólo a la memoria de Francisco y su madre, sino algo necesario para evitar que siguieran prosperando y haciendo aún más daño. No sé si me creyó del todo, seguramente siempre desconfiaría de mí. Arce los había estado investigando, sospechaba que meses después de la tragedia habían creado entre los tres una sociedad opaca para lavar e invertir el dinero y que aquella sociedad aún estaba operativa, invirtiendo en negocios como la urbanización de Zahara o intermediando en concursos de la Administración Pública. Tras tantos años aún seguían obteniendo beneficios de aquel botín, pero era difícil seguir su rastro en la maraña de sociedades de las que formaban parte. Le comenté la invitación a hablar de Federico, no sabía si llamarlo o no.

—Eso es cosa tuya —me dijo—. Y, de todos modos, van a enterarse tarde o temprano, pero yo que tú lo dejaría en la duda, sin decirle nada a ciencia cierta.

—¿Cuándo publicarás el artículo? —le pregunté.

—No sé y tampoco creo que pueda elegir el momento. Es la exclusiva de un gran escándalo, será decisión del director del periódico y es probable que se niegue a hacerlo en pleno verano. Si dependiera de mí, lo publicaría el mismo día de finales de agosto en que murió Francisco, en su aniversario. Un reportaje con todo lujo de detalles.

—¿Tan tarde?

—¿Ahora tienes prisa después de haber estado callado once años?

—No, bueno… sí. Creí que sería algo inmediato.

—Pues me temo que no. Tampoco tienes por qué quedarte, pero cuando se publique tendrás que volver y dar la cara.

Le aseguré que así lo haría. Después nos despedimos. Estábamos en el mismo barco y teníamos que remar juntos, pero comprendí que era muy improbable que volviéramos a hablar de literatura.

Al día siguiente escribí dos folios con todo lo que había ocurrido en Zahara.

Se trataba de una declaración formal, porque entendí que era lo que Arce quería. Empezaba con mi nombre, mi DNI, mi dirección en Londres y llevaba mi firma en el margen de cada folio y al final. La metí en un sobre y la llevé al periódico para que se la entregaran cuando llegara por la tarde. Podía haber tomado después un taxi hasta el aeropuerto y coger el primer avión que saliera de vuelta al hogar. Nada me retenía ya en Sevilla, al menos por el momento. Sin embargo…

Me gustaba estar de vacaciones en mi propia ciudad, la sensación de extrañeza y cercanía que sentía paseando por sus calles me inducía una risueña nostalgia, si es que eso es posible. Después de tantos años sin oírla, me divertía el habla de la gente en los bares, los mercados, al comprar el periódico, el pan.

Mis oídos agradecían el tono vivo, chispeante, porque era la matriz de mi propio lenguaje y eso me rejuvenecía. Me sentía a gusto. El calor, tras tanto tiempo en un clima frío, no me molestaba, hasta me sentaba bien. Podía concederme unos días más. Después de evitarlo tanto tiempo, el trago no estaba resultando tan amargo como temía. Incluso creía encontrar en los recuerdos que se me ofrecían a cada paso, hasta en la masificada Zahara, al joven que había sido antes de aquel verano y que tal vez estaba más vivo dentro de mí de lo que pensaba. Y aún tenía que hablar con Federico, presentía que había algo más, algo que no podía dejar atrás otra vez, huyendo, como decía Arce. No me importaba encararme con los tres si era preciso. Incluso lo deseaba. Tal vez para demostrar que no era un cobarde. Al fin y al cabo, había vuelto para enfrentarme con ellos, para destruir la confianza y respetabilidad con la que vivían, y sentía una malsana curiosidad por lo que habían hecho todos estos años, por comprobar hasta qué punto se habían hundido en la abyección, como el que no puede evitar mirar su propia mierda en la insondable profundidad de la taza del váter.

Lo llamé y, para mi sorpresa, me respondió en un tono casi cordial, como de antiguos amigos que han tenido sus diferencias pero pueden aparcarlas para tomar una copa juntos. Le seguí la corriente, yo estaba dispuesto a ser tan cínico como él y más. Suponía que quería sonsacarme información como yo a él y pensaba darle lo mínimo, dejarlo en la duda como me había recomendado Arce.

Quedamos en un lugar neutral, como espías, en un kiosco con mucha terraza que hay bajo el puente de Triana, a última hora de la tarde. Cuando llegué, él ya estaba sentado en una de las mesas más alejadas, de cara al río. Su cabeza era desproporcionadamente pequeña en relación con el cuerpo, algo apreciable sólo ahora que había perdido el pelo. Alto y barrigón, daba la impresión de haberse desplomado sobre la silla. Miraba las aguas, en las que empezaban a reflejarse las primeras luces nocturnas, con una apariencia de infinita apatía. Eso que llaman la buena vida le estaba pasando una abultada factura, con lo orgulloso que había estado siempre de su delgadez… y de su pelo. Federico estaba tan profundamente aburrido que parecía esperarme más como una distracción que como una amenaza. Cuando percibió mi presencia, se revolvió solemne para levantarse y me tendió la mano. Se la estreché sin reparo, pero no correspondí a su sonrisa. No se dio por aludido y lamentó nuestra separación de tantos años con un aire de «ahora lo arreglamos» mientras se volvía a sentar y llamaba al camarero. Hablaba con un tono ligero, no buscaba una confrontación, no era su estilo. Pedí una cerveza y él su segundo gin tonic.

—Tú sí que supiste al poner tierra por medio —me espetó—. Aquí… ¡Bah!

Esto es cada vez más provincia.

No me sorprendió su desdén por la ciudad, ya antaño cultivaba ese tono de hombre de mundo condenado a vivir en un lugar sin importancia, una afectación de lo más provinciana. Me envidiaba por vivir en una gran metrópoli, dando por hecho que vivir en Londres o en Nueva York tenía por fuerza que ser distinto que vivir en cualquier otra parte, y se sentía exiliado de los grandes acontecimientos artísticos, como si yo me pasara la vida en el Barbican o el Albert Hall. Las cosas que ponían en Sevilla no tenían nivel y del público mejor no hablar, sólo le gustaba el flamenqueo, la copla y las marchas procesionales. Lo oía pensando en que jamás fue capaz de levantar el vuelo porque nunca pudo ponerse a la altura de su supuesto talento. Ese era el veneno que lo destruía, convirtiéndolo en una ruina del hombre que había sido, mucho más que un remordimiento que seguramente no sentía. Por más que dijera, Federico era mucho más vulgar con su pretensión de estar a la última que aquellos a los que despreciaba por seguir como siempre.

—¿Y qué te ha impedido marcharte? —le pregunté con entonación inocente.

Me miró serio, dolido, como si de pronto pudiera tanto insultarme como responderme con sinceridad, pero sólo masculló evasivas. Daba la impresión de estar obligado a poner cara dulce a un sabor amargo. Me dijo que iba a Londres con frecuencia y que siempre se acordaba de mí, añorando nuestras conversaciones, porque siempre habíamos hablado mucho, pero no me llamaba porque no tenía mi número y por lo distanciados que estábamos desde aquel triste asunto. Así fue como lo nombró. Pero tras esa alusión como de pasada, evitó ir más allá y me preguntó cómo me iba, si aún estaba con Elisa, cómo me mantenía en una ciudad tan cara. No tuve inconveniente en contarle que nos habíamos separado, sin más explicaciones, y referirle mi trabajo vendiendo los muebles que hacía Marcus.

—Pero con eso no creo que ganes mucho, ¿no?

—No creas. Más de lo que necesito para vivir. Con eso me basta.

—¿Ah, sí? Qué raro, a nadie le basta —me lanzó una mirada inquisitiva que no supe bien cómo interpretar—. Pero si te va bien me alegro. Londres es una ciudad muy cara.

—Cierto —le respondí—. Sin embargo viven allí varios millones de personas.

—Ya —por cómo lo dijo era evidente que le parecía mal que en Londres no sólo vivieran millonarios.

—¿Y a ti cómo te va? —le pregunté a mi vez—. ¿Qué tal la arquitectura ecológica?

Procuré que el sarcasmo no apareciera en mi voz y me miró sin saber si me estaba burlando de él o no. Su cara empezaba a ser de pocos amigos, pero me respondió como si mi pregunta fuera casual. Ya las cosas no eran como antes (yo no le dije que eso estaba claro…), no hacía cosas de poco fuste, sólo acometía grandes proyectos, pero, eso sí, adaptados perfectamente el entorno. Por poco se me escapa la risa al oírle mentir con tanta fatuidad.

—Yo trabajo con la realidad —prosiguió—, no con ficciones como tú, Andrés, y lo que hago beneficia a la gente. Y, por cierto, hace tiempo que no publicas nada, ¿verdad?

Ahora era él el que quería pincharme. Guardándome las ganas de contarle que en pocos meses publicaría un libro y que estaba en Sevilla gracias al adelanto que me habían dado por él, confirmé su sospecha de que literariamente era un fracasado. Eso le complació visiblemente y casi me dio dos palmadas en la espalda. Sin duda le habría resultado insoportable que además de vivir en Londres tuviera algo de éxito.

—Bueno, ¿y cuánto tiempo piensas quedarte? —en realidad quería preguntar «¿A qué coño has venido?», pero debía de temer que le respondiera que no era de su incumbencia.

—No lo sé seguro. Quizá todo el verano —respondí displicente.

—¿Todo el verano? —parecía desilusionado—. ¿Aquí en Sevilla? —y también incrédulo.

—Bueno, iré por la playa alguna semana —no dije a qué playa pero debió de pensar que me refería a Zahara y pude notar que esa posibilidad no le gustaba.

Abrió la boca para decir algo, pero la volvió a cerrar como un pez que se hubiera tragado una burbuja de aire. Se hizo un silencio resbaladizo en el que podía estrellarse cualquier palabra que se pronunciara. Ambos volvimos la mirada al río, se había hecho ya de noche y una brisa anoréxica refrescaba mínimamente la atmósfera. Dos hombres solitarios que no podían hacerse compañía. Me acordé de Matías y su prole y le pregunté a Fede sin mirarlo si había tenido hijos.

—¿Qué? —masculló sorprendido—. ¿Hijos? No, no he tenido ninguno, que yo sepa. Pero mi mujer es todavía… —se calló de pronto, no quería darme ese tipo de información personal. No me pareció que su vida familiar fuera una fuente de satisfacciones por la mueca que apareció en su perfil—. Tampoco me preguntó a su vez si yo había sido padre, no debía de importarle, claro, o ya conocía la respuesta. Decidió alejarse del terreno de las confidencias y abordar la inquietud que le había llevado a proponer nuestro encuentro.

—Fue una gran sorpresa verte aparecer el otro día. Ya ves, llegué a pensar que querías recuperar a tus antiguos amigos, ¿qué otra cosa podrías pretender si no, después de tanto tiempo? Sin embargo, presentarte tan de sopetón, en esa ocasión precisamente… No pareció un acto muy amistoso.

—¿Por qué? Vi en el periódico que Teresa daba una conferencia y me pasé a escucharla. Estuvo muy bien, de hecho en algunas cosas estoy bastante de acuerdo con ella. Me habría gustado saludarla, pero como la vi tan encumbrada no me pareció el mejor momento. Supongo que ya tendré ocasión.

—¿Por qué nos guardas rencor, Andrés? ¿Qué te hemos hecho? —fue un lamento sincero. Desde su punto de vista, mi actitud era incomprensible—. No vienes a nosotros como un amigo. Por el contrario, te presentas en el momento más inoportuno con aire de querer jodernos la vida. ¿Por qué? ¿Qué quieres?

¿Dinero?

De modo que eso era lo que pensaba. Ya me había hecho con la mirada esa misma pregunta, pero yo no había querido entenderlo. Temían que quisiera chantajearlos, algo que ni se me había pasado por la cabeza.

—No, no quiero dinero —le contesté—, puedes estar tranquilo a ese respecto.

No tenía sentido prolongar la conversación si quería ocultarle nuestros planes, así que me levanté sin darle una posibilidad de réplica.

—Ahora tengo que irme. Ya continuaremos en otro momento. Lo cierto, Fede, es que no puede uno ocultarse de sí mismo ni vivir impunemente. Piénsalo. Ya nos veremos.

Le di la espalda dejándolo con la palabra en la boca y, mientras me alejaba, tuve la sensación de que en cualquier momento podía arrojarse sobre mí.

Aquella noche pude hablar al fin con Ana. Llamé al teléfono fijo de casa y en esa ocasión se dignó contestar. Antes la había llamado al móvil en dos ocasiones, pero en ninguna me había devuelto la llamada. No se lo reproché. Ni ella se disculpó. No importaba, quería mantenerla al margen de aquello, como ella misma parecía desear. Estaba completamente concentrada en el trabajo, se mantenía en contacto con la editorial y ya les había entregado la mayor parte del material. El libro saldría en septiembre. Tras su voz sonaba música de fondo y me pareció oír otra voz, masculina. Le pregunté si estaba acompañada y en efecto lo estaba, había invitado a un amigo de la Escuela de Artes para enseñarle los bocetos. «Espero que no te importe», y lo dijo con tanta naturalidad que le contesté que no, claro que no me importaba, aunque en realidad no me hacía ninguna gracia. Me preguntó cómo me iba, pasando por alto el hecho de que estuviera en mi apartamento con otro tipo. Me tranquilicé pensando que era un compañero de la escuela y le hablé de Arce, de la declaración jurada que le había entregado y que no pensaba publicar hasta fin de agosto. Él ya se lo había contado, como que mis tres antiguos cómplices aún seguían haciendo negocios juntos y eran personas muy importantes en la ciudad. Le referí la conversación con Federico y que temían que quisiera chantajearlos.

—¿Por qué, te ofreció dinero? —me preguntó.

—No, más bien se negó a dármelo sin que yo se lo pidiera.

—Eso es porque los has puesto muy nerviosos. Me alegro. Quizá no venga mal ese papel de chantajista.

—Pues es un papel bastante feo, pero lo llevo bien. Te echo de menos. Mucho.

Cualquier día, mañana mismo tomo un avión y vuelvo a casa. Tengo que verte.

—Vaya. Yo pensaba hacer lo mismo pero en sentido contrario. Más vale que nos avisemos. Tendría gracia que nos cruzáramos en un pasillo aéreo.

—¿Vas a venir entonces? —pregunté con el tono esperanzado con que ladra un perro al que van a sacar de paseo. Me apetecía mucho más que ella viniera a volver yo a Londres.

—Bueno. Estoy acabando las ilustraciones, es cosa de pocos días y, en cuanto las entregue, iré para allá, sí.

El corazón me dio un vuelco de alegría y le dije que la esperaría impaciente.

Además, ya había tomado la decisión de prolongar mi estancia en Sevilla al menos una semana y para entonces nos habríamos metido de lleno en el verano y podríamos irnos a la playa, no a Zahara, a donde ella quisiera, a Portugal. Ella insistió en lo contenta que estaba por la firmeza que demostraba al enfrentarme a ellos directamente. Se alegraba de que estuvieran preocupados. Ya me avisaría de su vuelta. Prometió que hasta entonces hablaríamos más a menudo.

Después colgó, sin darme tiempo a repetirle con qué ansia la esperaba.

Apenas dormí. Me quedé sentado en la mecedora en que mi madre cosía, al lado del balcón, mirando cómo la luna aparecía por los tejados y subía haciéndose más pequeña en el cielo. Fumando pitillo tras pitillo, pensando en lo que estaba haciendo allí y por qué o por quién lo hacía. Era fácil decirme y decir a Arce y a Ana que lo hacía por mí, pero no era cierto, lo hacía por ella, porque jamás habría revelado a nadie nuestro antiguo y podrido secreto si ella no hubiera aparecido. Vino a despertar mis remordimientos, a ponerme por delante el espejo de mi cobardía de modo que no pudiera mirar hacia otro lado, pero Ana había hecho algo más, había hecho que la amara. No me había seducido con ninguna artimaña, sólo por ser como era me había hecho amarla, más allá del sexo que compartíamos, como algo valioso que se admira y estima.

Y así era como yo quería que ella también me amara: necesitaba que pudiera sentirse orgullosa de mí y por eso me había convertido en su caballero andante, dispuesto a reparar el agravio que le había infligido. Me gustaba el papel, pero no era el único que quería representar.

Desde que me había encontrado con Matías, tan feliz con sus niños, no había dejado de pensar en tener hijos. Antes jamás me lo había planteado excepto en una ocasión, con Elisa, pero ella no se veía de madre, menos mal. Tampoco Teresa los tenía, ni Fede ni Julián, al menos reconocidos. En esa voluntaria esterilidad encontraba otro síntoma del fracaso de unas vidas presididas por un feroz egoísmo. ¿Podría tener yo hijos con Ana? Yo lo deseaba, desde luego, con súbita intensidad, pero dudaba mucho de que pudiera siquiera planteárselo sin llevarme una decepción. Harían falta años, ella era aún joven, tenía mucho tiempo por delante. Imaginaba nuestra vida en común como una extensión de los días que habíamos disfrutado en Londres, despreocupados, haciendo lo que nos gustaba. Con sus dibujos estaba seguro de que el libro sería un éxito y nos veía haciendo muchos más libros juntos, Jardines de Nueva York, de Tokio, de París… Pero en ese idílico panorama no aparecía entre setos y azaleas la sonrisa de ningún diablillo. Con Michelle, en cambio, estaba seguro de tenerlos, ella era otro tipo de mujer, con algunos años más y, sin duda, más maternal, pero la había dejado escapar. Dudé por primera vez si había hecho bien, si no me había embarcado en algo que al final acabaría conmigo, dejando por el camino una posibilidad auténtica de ser feliz.

Con la entrega a Arce de mi declaración, yo había hecho lo que debía y ya podía tomar un avión a Londres por la mañana y plantarme ante Michelle con un ramo de rosas. La imagen de unos niños café con leche como ella se me pasó por la cabeza, pero esos ensueños no eran más que otra impostura. Ya no podía dar la espalda a lo que había desencadenado, tampoco quería. Tal vez todo eso habría sucedido de no aparecer Ana en mi vida, pero ella me había arrastrado porque tenía el derecho y el poder para hacerlo.

No tendría hijos ante los que avergonzarme el día de mañana. Apuraría la copa hasta el final, hasta que se levantara el telón y aparecieran tal como eran en realidad, aunque yo tuviera que estar no ya desnudo sino desalmado entre ellos.