Seguí bebiendo y me levanté con una resaca soportable. Pensé en Ana, en lo que estaría haciendo en ese momento en mi casa, poniéndose un té, preparando su material de trabajo, vistiéndose para visitar alguno de los jardines del libro.
Quizá recordarla, tenerla tan presente, me hizo desear ir a Zahara como el criminal que vuelve al lugar del crimen. Salvo esperar la llamada de Arce, nada tenía que hacer en Sevilla y podría responderla lo mismo en un lugar que en otro. El clima primaveral, una tregua de cuatro días traída por el viento de poniente, se había desvanecido en el calor bochornoso habitual del mes de julio.
La conversación con Arce, aunque dolorosa, me había serenado. Había puesto en marcha algo que ya no podía controlar, al menos de momento me había quitado un gran peso de encima y no me importaba hasta dónde pudiera terminar hundiéndome. Ante nadie podía avergonzarme tanto como ante él y, en ese sentido, ya había tomado mi dosis de cicuta. Por fin había hecho lo correcto, en pocos días nuestro secreto sería público, la Banda de los Cuatro quedaría al descubierto y, si me convocaban ante un juez o ante la prensa, declararía la verdad simple y llanamente. Ya había llevado bastante tiempo el peso de esa cruz, ahora que la llevaran ellos.
Me sentía aliviado, ligero. Quería bañarme en el mar, tomar el sol, algo que raramente había hecho en una década. Deseché la idea de ir a otro lugar de la costa. Ya era hora de dejar de huir de mis recuerdos para enterrarlos piadosamente allá donde nacieron.
Otra cosa que no había hecho en una década era conducir. No pensaba visitar ninguna tumba, ni el desolado paraje donde Francisco había muerto, ni hacer un recorrido siniestro por la sierra a la búsqueda de aquel escondrijo con un hombre de hace tres mil años grabado en la piedra. No necesitaba coche, me fui en autobús. La vieja estación del Prado continuaba increíblemente fiel a sí misma en una ciudad que había cambiado tanto, llena de gente de los pueblos de la provincia y de mochileros que iban o venían de las playas de Cádiz. Hacía treinta años había tomado esa misma línea para ir por primera vez a Caños de Meca, por entonces era menor de edad y no tenía carné de conducir. Se tardaba muchísimo y el calor era insoportable, pero lo soportábamos estupendamente, hasta lo recordé con nostalgia ahora que el autobús era más cómodo y tenía aire acondicionado. Me senté junto a la ventanilla dispuesto a contemplar el paisaje, rezando porque ningún pelmazo o ninguna señora entrometida se sentara a mi lado. Abrí el periódico que acababa de comprar, en una señal clara de que no daría conversación, y pasaba las hojas sin leerlas cuando alguien se detuvo frente a mí. Me preguntó si estaba ocupado y levanté la vista con cara de pocos amigos. Se trataba de un tipo de mi edad, con gafas, vaqueros, camiseta y una chaqueta de lino que había conocido mejores tiempos. Me resultaba familiar y a él debía de pasarle lo mismo por cómo me miraba.
—Oye, pero ¿tú no ere el Andrés? Ay, mi madre. Quiyo, que soy el Matías.
El Matías, cómo no lo había reconocido. Habíamos estudiado juntos en el instituto hasta que él lo dejó para meterse a camello, vendía hachís por las plazas del centro de la ciudad y le compraba de cuando en cuando. Hacía mucho que habíamos perdido el contacto, antes de irme a Londres. Me alegró verlo después de tanto tiempo. Dejó su bolsa de viaje y se sentó a mi lado sin dejar de lanzar exclamaciones de asombro.
—Conque en Londres —me dijo, tras informarle sumariamente de mi vida, y silbó entre dientes—. Tú siempre fuiste un tipo listo. No como yo. No debería haber dejado los estudios y eso que no se me daban mal, ¿te acuerdas?
—Pero si tú eras el más espabilao —concedí, y era cierto.
—Ese fue el problema. Como era tan listo, tú sabes lo pronto que empecé a ganarme la vida. Con dinero en el bolsillo y to’ el día vacilón, quién iba a pensar en estudiar.
—Ya.
—Oye, ¿y tú, no t’as casao ni na’, no tienes niños?
—No, he estado emparejado y eso, pero niños, no. Qué va.
—Yo tengo cinco. Mira.
Me enseñó una foto en la que cinco mocosos de distintas edades se agrupaban alrededor de una mujer gruesa y guapa.
—Si no fuera por lo guapa que es tu mujer, diría que te has vuelto del Opus.
—Sí, sí que es guapa, y los niños, que salen todos a ella —y emitió un carraspeo de satisfacción mientras devolvía la foto a la cartera—. ¡Del Opus!
Qué va, al revés, lo que soy es un proletario. ¿No era eso, los que no tienen otra cosa que su prole?
Asentí entre risas, Matías siempre había sido muy ocurrente y las gafas le daban un aspecto filosófico que acentuaba su comicidad.
—Bueno, ¿y en qué te las buscas? —le pregunté.
—En lo mismo.
—¿Cómo que en lo mismo? ¿Todavía estás pasando manteca?
—Pues sí, a ver qué voy a hacer.
—Hombre, no sé. Vamos teniendo una edad…
—Ya, si no creas que no lo sé. De hecho, he tratao de remediarlo, pero no es fácil. Verás, hace dos años me dio un toque la policía, que en to’ este tiempo no había llegao a molestarme, porque ellos me conocen y saben que lo que lucho es por la vida. Me tuvieron dos días en comisaría, en el calabozo, la cosa no llegó al juzgao, un aviso, como en los toros. Y decidí tomármelo en serio y retirarme.
Como mi mujer guisa de escándalo y teníamos unos ahorrillos, montamos un bar: cerveza y buenas tapas básicamente. Pero la cosa no fue bien, los del barrio que sabían a lo que me dedicaba antes iban diciendo que aquello era un tugurio de drogas, y eso era mentira pues habíamos montado el bar para lo contrario, pero nos crearon mala fama y entraba poca gente, nos matábamos a trabajar por cuatro perras y ni siquiera nos podíamos quedar con ellas. Cuando no hacíamos nada, nos daban ayudas, pero desde el momento en que abrimos el negocio, todo fueron impuestos, que si el notario, la licencia, el proyecto, el perito, la contribución, lo de autónomo, la basura, la Cámara de Comercio y, además, inspecciones, multas, la luz, el agua, el seguro con todas sus responsabilidades a tanto cada una y no te digo si contratas a alguien y ochenta cosas más.
Empezamos a discutir entre nosotros y hasta con los niños, se creó un mal rollo familiar que no veas. Y pasaban los meses y cada vez más trabajo y más encabronao. Nos habíamos gastado lo poco que teníamos y el resultado es que estábamos amargaos, como burros en una noria pa’ que ganaran los cabrones de las Cajas, de la Junta, del Ayuntamiento, del Estado, con todas sus puñeteras leyes. Así que un día, como al año, nos miramos y nos dijimos: con lo bien que vivíamos antes.
Hizo una pausa para lanzarme una mirada estrábica, aumentada por el cristal de las gafas.
—Cerramos el negocio y nos declaramos insolventes —prosiguió—. Y ahora en vez de pagar impuestos nos dan subsidios y ayudas, como criaturitas que somos. Tenemos una vivienda social por la que hay que pagar mu poco al mes, pero no lo pago, no se vayan a pensar que tengo dinero. Vengo en autobús porque tengo la furgona en el taller, pero normalmente aparco donde quiero, porque como soy insolvente, no Pago las multas y, de todos modos, como soy un parao de larga duración, tengo una tarjeta gratuita en los transportes públicos y una ayudita porque no tengo desempleo, y otra mi mujer, y sigo con mi negocio de toda la vida, evitando a los bancos como a la peste. Me juego la libertad, pero cada dos semanas le compro a mis niños pa’ la merienda una paletilla de pata negra y que le den por culo al mundo, ¿no te parece?
Me parecía, desde luego, ¿qué iba a decirle? Me eché a reír porque lo contaba con mucha gracia. Aquello además era una verdad que no aparecía en el periódico.
—Sí, tú ríete, pero eso es España hoy, Andrés, la de verdad de la calle. Al que quiere trabajar lo crujen y al que no quiere lo ayudan. Te lo digo pa’ que te enteres, tú que estás allí tomando el té con la reina de Inglaterra.
No le contesté porque no podía parar de reírme. Llevaba tiempo sin hacerlo con tantas ganas y lo animé a seguir explicándome su concepción del mundo.
—Que no quisiera estudiar no quiere decir que haya dejado de pensar por mi cuenta, que conste. ¿Te acuerdas cuando chavalitos que éramos tan de izquierdas y nos manifestábamos contra Franco y el Fraga y to’ esa partía de hijos de puta? Y luego el Felipe y el Guerra y to’ aquello. Bueno, pos ya lleva treinta años gobernando la izquierda y hay más capitalismo que nunca. Dicen que ahora no hay pobres, o hay pocos, yo digo que hay muchas maneras de ser pobre y nos las estamos tragando todas. Los de izquierda son los chupópteros del capitalismo que, desde los poderes públicos con el pretexto de que van a repartir, no hacen más que engordar chupando sangre, y eso al dinero de verdad no le importa porque se lo tienen mu montao y hasta necesitan al parásito, eso… que decían…
—La simbiosis.
—Ahí está. No pueden vivir ya uno sin el otro, ¿no ves cómo me acuerdo? Pa’ los ricos de verdad los impuestos son una venilla de na’, hasta les convienen, pero pa’ la gente que trabaja, p’al currante, el de cuenta propia, el de unos cuantos empleaos, la vena que le pillan es la aorta como los vampiros. De esa gente es de lo que viven en unos despachos y en otros, en los de la riqueza y en los de la política, que en el fondo están de acuerdo en to’, aunque hagan que se pelean. Y luego estamos los alegales, las putas, los camellos, los ladrones, los del chapú en las casas, tos’ los fuera de la ley que formamos el colchón de la miseria. Y to’ está mu’ bonito, muchas carreteras, pero está podrío por dentro.
Te lo digo yo que estoy en la calle, al raso, y veo venir los nubarrones.
Siguió despotricando contra lo divino y lo humano, a derecha e izquierda, durante todo el camino hasta que se bajó en Los Caños, donde pasaba buena parte del verano en pos de su clientela. Lo que contaba ocurría también en otras partes, al menos en Europa, incluso en Inglaterra, donde Elisa siempre estaba a la búsqueda de algún subsidio. Aquello era una muestra de que España y hasta Andalucía se había convertido en un país del primer mundo y podía derrochar en protección social. De todos modos, a Matías, aunque caminara por el filo de la navaja y tuviera una visión apocalíptica de las cosas, se le veía feliz con su mujer y sus cinco niños. Le deseé lo mejor mientras contemplaba el paisaje, ya a solas.
El autobús subía la antigua pista forestal que iba de Los Caños a Barbate cruzando La Breña, ahora asfaltada, pero no agrandada, para convertirla en carretera. Ya en lo alto un cartel indicaba el carril a San Ambrosio, donde había muerto Francisco, el hermano de Ana, tratando de huir de sus secuestradores.
No sentí ningún escalofrío, allí no había ningún fantasma porque los fantasmas no están fuera de nosotros, en los lugares donde injustamente los situamos, sino en nuestro interior, por donde arrastran sus cadenas. El inmenso pinar se extendía a uno y otro lado, el día era claro y más allá del mar se veía África.
Unas montañas pálidas en la azulada bruma del Estrecho, tan similares a las de este lado del mar que parecía haber un espejo. Tras cruzar el caótico Barbate seguimos hasta Zahara por la banda de costa virgen aún en poder del ejército.
La estampa bucólica de los toros en la playa era la misma que hacía veinte años, pero al acercarnos al pueblo, advertí que las sombrillas iban creciendo hasta convertirse en un continuo entoldado. No tuve que bajarme en Zahara, el autobús seguía hasta el hotel Atlanterra, donde había reservado una habitación individual, pero eso bastó para darme cuenta de que el pueblo era como un traje al que le estallaban las costuras. Había coches y gente por todos lados, terrazas en todas las calles que yo recordaba vacías y tranquilas, nuevos hoteles al lado de la carretera. Lo cierto es que no me sorprendió, esperaba algo así y tampoco había cambiado tanto, todo lo que pude ver seguía más o menos igual y la avalancha se iría tras agosto.
Lo que sí me dejó boquiabierto fueron las urbanizaciones que se extendían al llegar a Atlanterra. Nada de eso estaba allí antes y me resultaba inimaginable, espantoso. Pisos y más pisos, unos con imaginería seudoarábiga, otros con aire ibicenco, amontonados en cuatro y cinco plantas, casitas adosadas, edificios con terrazas escalonadas y una altura considerable, todo un pueblo que debía de tener más viviendas que la propia Zahara y eso a cuatro pasos del mar. Era increíble, me bajé atónito del autobús. ¡Cómo se había consentido una cosa así!
Salvo el hotel Atlanterra, adaptado al terreno, casi invisible, y las mansiones de la ladera de la sierra, aquello había sido siempre una playa virgen. Sólo la carcasa de hormigón del viejo hotel construido a finales de los sesenta y que nunca había llegado a terminarse se erguía solitaria y fantasmal sobre la costa con sus grandes ventanas redondas, como recordatorio de un error que no debía repetirse. Capitaneados por Federico habíamos estado en manifestaciones para echarlo abajo. Si entonces nos parecía horrible, cuánto peor era sin embargo lo que estaba viendo. Finalmente lo habían derribado, pero sólo para sustituirlo por algo mucho más grande y mucho peor. Miles de segundas residencias para clase media.
Felizmente en el trozo de playa del hotel no había aglomeraciones y pude darme un buen baño en el agua fría del Atlántico, divirtiéndome con las olas que me zarandearon con más eficacia que el mejor masajista. Tomé el sol un rato y después, atraído por la curiosidad y la fascinación por lo grotesco, recorrí las nuevas urbanizaciones. Mucho césped con mucho gasto de agua, piscinas con niños gritando, adolescentes en pandilla, abuelas. El paraíso de los jipis con dinero se había convertido en una playa familiar. Aterraba pensar en el consumo y la basura de todos aquellos miles de personas que pululaban como una plaga bíblica.
En el lugar donde había estado el hotel abandonado aún quedaba un solar, pero ya estaba presidido por un gran cartel que anunciaba una nueva urbanización. La promotora presumía de haber hecho la mayor parte de aquellos horrores y ofrecía 53 viviendas más alrededor de una nueva piscina. El arquitecto al cargo de la obra era Federico. Sí, el arquitecto de los edificios que formarían parte de la naturaleza, sí, el arquitecto ambiental.
Para hacer algo así, él, tan inteligente, tan despectivo con la arquitectura convencional, tan consciente de los daños en el litoral de las aglomeraciones urbanas, debía de haberse corrompido hasta la médula. Aquello me impactó más que cualquier otra cosa desde mi vuelta. Hasta entonces había pensado que sacar aquel viejo crimen a la luz era un asunto de justicia para con la familia, pero en aquel momento empecé a comprender que era algo más, que no se trataba sólo del pasado, sino del presente, de la justicia del presente.
Comprendí mejor el cuento de la chaqueta, lo que decía Ana: Fede, mi viejo amigo, seguía sacando dinero del bolsillo y las cantidades y el daño eran cada vez más grandes.
Volví a la playa, atardecía y me senté en la arena a esperar la caída del sol, desde los chiringuitos sonaba algo que debía de ser chill out, la gente sonreía saludando el crepúsculo, tomaban fotografías, bebían mojitos y daiquiris, se pavoneaban con sus ridículos sombreritos, aplaudían como grandísimos bobos a la bola incandescente que se hundía en el horizonte por darles tan buen espectáculo. Me arrojé al mar para dejar de oírlos, nadé más allá del rompeolas y allí aguardé flotando hasta que las aguas turquesa se volvieron negras.