La plaza del Salvador estaba a rebosar, el caluroso julio había empezado con una temperatura casi primaveral para Sevilla, treinta y tantos grados, y las velas levantadas para el Corpus sobre altos postes de madera daban una sombra benéfica a los centenares de bebedores de cerveza situados bajo palio. Era un mediodía de sábado y se notaba el relajo del fin de semana en la efervescencia de la muchedumbre. Todo igual que siempre, familiar y al mismo tiempo ajeno.
Yo era ya un extraño. Antes habría saludado a no menos de veinte o treinta personas y habría ido de unos grupos a otros fumando pitillos y bebiendo cañas hasta coger un buen punto (o uno malo) e irme a dormir la siesta a las cuatro o las cinco de la tarde. Yo habría sido uno más de los que en aquel momento reían a carcajadas, planeaban irse a la playa, se convidaban a cerveza o manzanilla, se felicitaban, contaban chistes en los que brillaba entre aspavientos, como una bengala, el hiperbólico humor andaluz, pero tras once años de ausencia no conocía absolutamente a nadie y nadie parecía conocerme a mí. Esperé paciente mi turno entre la gente que se apelotonaba ante las minúsculas bodeguitas y pedí una manzanilla para saborearla anónimo y solitario entre tantos corros de amigos, como si su sabor frío y salado equivaliera a la magdalena de Proust y pudiese hacerme revivir todas las copas que había tomado en tardes felices pasadas en aquella misma plaza. Eché de menos un porro, de hachís, no de marihuana, que llevaba años sin probar, como la manzanilla, pero ya no era el tío que llevaba siempre una «postura» encima. Logré situarme al lado de un naranjo, frente a la iglesia de mayestática fachada rosa y ocre. La multitud estaba en continuo movimiento, idas y venidas al bar, gente que pasaba en fila india zigzagueando entre los corrillos, hombres y mujeres que buscaban a alguien y a cada momento se ponían de puntillas tratando de ver sobre las cabezas, todo con un ritmo muy ensayado de pacífica bulla.
Había quedado con Arce en media hora, pero no allí, donde con tanta gente habríamos tardado en encontrarnos, sino en la taberna Entre Cárceles, al doblar la esquina. Pensaba invitarlo a comer para poner una distancia «civilizada» entre nosotros, dado lo que tenía que contarle. Quería hacerlo, no estaba nervioso ni especialmente avergonzado, deseaba que él fuera el cronista fiel de lo que había ocurrido, entregarle por fin la historia completa. Me detuve en la plaza del Salvador para hacer tiempo y porque llevaba dos días recorriendo la ciudad, a medias como un extranjero que la viera por primera vez, a medias como un anciano que regresara al lugar de su infancia, y aquella era una parada obligada. Saboreé a sorbos mi copa con la sensación agridulce de no ser nadie en aquella feliz congregación, de no tener ya un papel en aquella comedia. Poco podía importarme lo que se dijera allí de mí, donde ni siquiera me quedaba ya familia, porque desde la muerte de mi padre, mi madre vivía con mi hermana en Algeciras. Aún me alojaba en mi cuarto de siempre, en el piso familiar, ahora vacío, pero ya estaba en venta. La próxima vez que volviera a Sevilla, tendría que quedarme en un hotel.
En los paseos que daba, echaba de menos la ciudad en la que había crecido a fines de los setenta, mucho más decadente, también más loca, con la Alameda llena de putas y viejos delincuentes mezclados con los yonquis, camellos en todas las esquinas, palacios abandonados, derruidos, como en Palermo, vendedores nocturnos de tabaco y condones, como la Chester, aquel travesti gordo y pintarrajeado que se instalaba con su puesto en un carrillo de mano durante toda la noche en pleno centro, en la plaza de la Campana, ángel de la guarda que también vendía papelillos. ¿Qué habrá sido de él? Ahora todo me parecía más convencional, menos auténtico, la ciudad era más próspera pero menos distinguida, más bonita y menos hermosa, completamente entregada al tópico de su perenne alegría, descartado ya cualquier asomo de melancolía becqueriana, aunque las golondrinas seguían llenando la tarde con sus chillidos como en ningún otro lugar. Ahora se disputaban a golpe de talonario con cifras exorbitantes las mismas casas que entonces nadie quería, abandonadas a los gatos, los chorizos y los poetas en ciernes, que solían ir juntos. Y, aunque no eran cosas para echar de menos, añoraba en la ciudad del siglo XXI aquellas ruinas elegiacas que eran las de mi juventud.
Volví en mí y apuré mi copa, aquellos pensamientos me habían recordado que tenía una misión. No me había convertido en un poeta, pero sí en un chorizo y había llegado la hora de decir la verdad. La hora de contar cómo jugando a ser canallas nos convertimos en canallas auténticos y nos fue bien…
Arce ya me esperaba y me saludó efusivo con un gran abrazo, completamente ajeno a la bomba que iba a soltarle. No me permitió que dijera nada, salvo que quería otra copa de manzanilla, tampoco que adoptara una actitud solemne que le hiciera comprender que aquella no era un cita común entre dos viejos amigos.
Volvió al momento con dos copas y me hizo brindar por Ana María. Tras decirle que estaba en Sevilla y quedar con él, la había llamado y ella le había contado lo del libro y que estaba dibujando las ilustraciones. Estaba más contento por ella que si le hubieran dado a él algún premio periodístico o hubiese escrito una novela que se estuviera vendiendo como las de Pérez-Reverte. No dejaba de repetir que era estupendo y de agradecérmelo y felicitarme por lo que a mí me tocaba.
—Ya me dijiste que escribías sobre jardines y, la verdad, me pareció que era una pamplina, pero ahora mira…
—Verás, Diego, yo…
—Pero cuéntame, cómo son los dibujos, los textos, estoy impaciente por verlos. He encontrado a Ana tan contenta, con lo que ha pasado esa chiquilla.
Esas palabras me emocionaron y me dieron ánimo. Eso era justo lo que quería, por esa felicidad estaba dispuesto a sacrificarme.
—Ya no es una chiquilla —pude meter baza al fin.
—No, claro que no.
—Oye, Diego —continué aprovechando que mi tono algo seco había logrado que se callara un momento y me dirigiese una mirada inquisitiva—, ¿por qué no nos vamos a comer a algún sitio tranquilo? Tengo que contarte una cosa.
Asintió poniéndose más serio y me lanzó una mirada sobrentendida que no supe interpretar. Pagó las copas y me llevó a un restaurante situado en el Arenal donde podíamos hablar sin que nos molestara nadie. Pedimos más manzanilla y Arce insistió en brindar de nuevo por Jardines de Londres, antes de mirarme expectante. Esa tercera copa, la fatal, como el tercer polvo en una relación, tras el que no puedes ya decir que sólo es sexo, límite tras el que sólo cabe la entrega a la borrachera y su correspondiente resaca, me había aturdido y titubeé con la mente en blanco, sin saber cómo comenzar.
—No es necesario que me des explicaciones, Andrés —dijo al notar mi indecisión. Lo miré perplejo, ¿de qué estaba hablando?
—No es necesario porque yo no soy quién —prosiguió ante mi mutismo— y, en cualquier caso, lo entiendo. No sé si me gusta, pero lo entiendo.
Comprendí que había adivinado justo aquello que pensaba ocultarle, que Ana María y yo estábamos liados.
—Ella… —balbucí.
—No, no me ha dicho nada, pero… de algún modo. Yo siempre la he mirado como la niña que conocí, pero tú la has conocido ya hecha una mujer y, aunque le llevas demasiados años, tú tienes diez menos que yo. En fin, ¿cómo no comprenderte?
Bajé la cabeza, agradecido y abochornado. Él, que la quería tanto o más que yo, era lo bastante generoso como para alegrarse por nosotros. Sería un trago aún más amargo de lo que suponía.
—Me alegro de oír eso, pero no es de lo que quiero hablarte.
Creo que me lo vio en la cara antes de oírmelo decir y en su rostro fue apareciendo la decepción paulatinamente, como un acíbar que tienes que tragar hasta la última gota.
—¿Recuerdas nuestra última conversación? —casi no tuve que decir más.
Asintió moviendo la cabeza con una mueca triste, la que pone en la cara esa experiencia de la vida que se regodea siempre en contradecir nuestras ilusiones.
—Acertaste —proseguí tras acabar la copa de un buen trago—. Aquel año alquilamos una casa en la ladera…
—Espera. ¿Por qué me cuentas esto ahora?
—Porque quiero que se sepa y porque se lo he prometido a ella.
—¿Ana María sabe…?
—Sí. Cuando la conocí, no pude ocultárselo… Quizá porque en el fondo no soy tan cínico —mentí.
No le dije que ella ya lo sabía antes. Le hice creer que mi confesión había salido de mí. En parte por cubrir a Ana María, que le había estado mintiendo durante tantos años, en parte por él, por ahorrarle esa decepción, y en parte por mí, por salir algo más favorecido.
—Lo sabe. Lo sabe y aun así…
Se está acostando contigo… No lo dijo, pero yo lo completé por él en mi pensamiento. Se había acostumbrado a verla como una niña, pero ella había dejado de serlo el mismo día en que murió su hermano.
—Nunca se acaba de conocer a una persona —dijo—, nunca. Y por más escéptico que uno se vuelva, siempre pasa algo que te hace ver lo ingenuo que eres. Perdona, voy a fumarme un cigarro a la puerta, necesito que me dé el aire.
Me quedé solo unos minutos, el camarero trajo una comida que apenas probaríamos y le pedí la cuarta copa de manzanilla. Sentí la tentación de llamar a Ana, sólo por sentir su voz, pero lo reprimí, no quería que Arce sorprendiera nuestra conversación. Volvió al rato, ya no era el amigo de antes. Ahora tenía la expresión resuelta y ávida del cazador que ha olfateado la presa.
—Antes que nada tengo que decirte que publicaré lo que me cuentes aunque sea lo último que haga.
—Cuento con ello.
—Bien. ¿Has dicho que alquilasteis una casa? ¿Quiénes?
Casi silbó al escuchar los nombres. El de Teresa ya lo esperaba, pero los otros lo dejaron boquiabierto. Se lo conté todo sin que me interrumpiera en ningún momento, cómo nos llevamos el alijo, cómo supe del secuestro por el periódico, lo que hablamos, nuestro encuentro dos días más tarde, en compañía de Teresa, cuando le hicimos creer que yo tenía resaca, el dinero que nos dieron, el acuerdo al que llegamos de indemnizar a la familia, de considerarlo todo un accidente y cómo se negaron a cumplirlo un año después, sintiéndose ya a salvo. No me dejé nada en el tintero. La comida se me quedó fría en el plato, no tenía hambre. Él no tomó notas, no apuntó nada. Cuando acabé, se hizo entre los dos un silencio pesado como una losa.
—¿Cómo pudiste? —preguntó al fin—. Podríais haberlo salvado, podrías haberlo hecho tú, aunque fuera solo. Para vosotros no habría sido más que un contratiempo, seguramente ni siquiera hubierais ido a la cárcel. Y lo habrían soltado. No habría muerto.
—No puedo ofrecerte ninguna disculpa. Traté de convencerles de que nos entregáramos, eso es cierto, pero en realidad yo tampoco estaba dispuesto a hacerlo y fueron ellos los que me convencieron a mí. Me amparé en sus mentiras para no hacer nada. Y también me trastornó el dinero. Después, ya era tarde… ¿Recuerdas que decías que el periodismo casi siempre ofrece historias incompletas? Ahora al fin la tienes completa, es lo máximo que puedo hacer.
El rechazo fue sustituido en su rostro por una sonrisa estoica con la que parecía aceptar mi flaqueza, con la misma resignación con la que debía aceptar la suya, fuera cual fuese.
—Yo no soy quién para juzgarte. Sí, al fin la historia completa. Con lo que me he devanado los sesos con ella… Y es más o menos como la imaginé, salvo que no imaginé que pudiera participar alguien como tú. Si no te enfrentaste entonces a ellos, ¿por qué vas a hacerlo ahora? Aunque la pregunta sobra, por ella, claro, Ana María ha sido muy lista.
—No es sólo por ella, también lo hago por mí. No tengo nada que perder. Mi reputación me importa bien poco y supongo que los delitos que cometiéramos entonces están ya prescritos. A mis cómplices de entonces no les tengo ni cariño ni respeto. Son unos grandes hipócritas y me alegraré de quitarles la máscara y que se les vea tal y como son.
—¿No has mantenido contacto con ellos?
—No, salvo en el funeral de mi padre, no los he visto en todos estos años.
—Son personas muy influyentes. Han prosperado mucho desde entonces.
Desmentirán todo. Se querellarán contra ti, contra mí, contra el periódico, si es que el periódico lo publica. Tratarán de cubrirnos de mierda. Será una guerra sin cuartel.
Yo lo sabía y estaba dispuesto a afrontarlo, a dos mil kilómetros los problemas se ven con la suficiente distancia, pero me preocupaba que aquello pudiera perjudicar a Arce, un punto en el que ni siquiera había pensado. Sabía que a mis antiguos amigos les había ido bien desde entonces, pero no que ocuparan lugares tan relevantes en el entramado del poder. Teresa, según me informó Arce, era diputada autonómica y su nombre sonaba para ministra en Madrid tras la próxima remodelación del gobierno. Tenía un gran ascendiente en el partido y era una figura destacada de la generación que había llegado al poder con el nuevo presidente de gobierno. Federico tenía un gran estudio de arquitectura, salía a menudo en las fotos de la crónica social con su esposa, hija de uno de los mayores constructores de Andalucía, uno de los reyes Midas surgidos en los últimos años. Julián era uno de los principales productores de televisión de Canal Sur.
—No podemos tomarnos esto a la ligera. Tenemos que pensar bien en cómo hacerlo —Arce había pedido un whisky y lo removía con una expresión tensa en el rostro—. Tendré que contrastar tu testimonio y comprobar esa información. Procuraré averiguar todo lo que pueda de ellos. Y tú tendrás que ayudarme. Pero ¿qué clase de personas sois? —estalló sin levantar la voz, moviendo la cabeza—. ¿En qué monstruos os habéis convertido?
No dije nada, me limité a agachar la cabeza, la manzanilla me había hecho efecto y la tensión se diluía en un estupor alcohólico en el que podía soportarlo todo. Si hubiera estado más borracho, me habría echado a llorar o a reír, quién sabe, pero el alcohol me envolvía en una neblina protectora, anestesiándome.
—Creo que es mejor que ahora nos despidamos —dijo Arce levantándose de pronto—, tengo que pensar en todo esto. Doy por sentado que te quedarás aquí, que no saldrás huyendo a Londres.
Le aseguré que me quedaría todo el tiempo que fuera necesario y, la verdad, de todos modos, no podía volver, no podía presentarme ante Ana María sin haber resuelto nada.
—Ya te llamaré —me espetó antes de irse.
En lugar de pedir la cuenta pedí un whisky. Llamé a Ana a casa y al móvil, pero no contestó.