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Se fue tras darme aquel único beso, dejándome en la boca un sabor agridulce porque supe desde el primer momento que con aquel beso santificado por la lluvia me ligaba a su designio con más fuerza que un pacto de sangre. A pesar de que mi razón lo rechazaba, aquel sabor me acompañó el resto del día y se infiltró en mi sueño como un enemigo que toma un castillo por una puerta vendida. Mi voluntad inició entonces un combate contra el deseo en las que tenía todas las de perder, porque al apetito por su juventud se sumaba, y en mayor medida, el nudo emocional que nos ataba y que había condicionado decisivamente tanto su vida como la mía. Con ella compartía lo que jamás había compartido con nadie, éramos cómplices, en efecto, y con el cuento de la chaqueta había calado en lo más hondo de mi ser. ¿En qué ojos sino en los suyos podría mirarme para verme completo sin sentir vergüenza, con toda mi sucia y anhelante humanidad? Mirar y aceptar la verdad de otra persona como te miras y te aceptas tú mismo, ¿no es eso lo que deseamos, no es eso el amor?

Ese amor sólo ella podía dármelo. No su perdón, su amor, sólo eso supondría una auténtica redención para mí. No podía renunciar a lo que me ofrecía en aquel beso, aunque traté de hacerlo, horrorizado ante la posibilidad de una relación con aquella víctima de mi cobardía a la que le llevaba más de veinte años y estaba tan fascinado al mismo tiempo que lo que más temía es que todo fuera una artimaña por su parte, una manera de obligarme a lo que me exigía más segura que cualquier coacción. ¿Por qué lo hacía? Tal vez a esa pregunta contestó mi vanidad.

No podía dejar de pensar en ella, de considerar sus motivos, de rememorar nuestra conversación. Cerraba los ojos para sentir de nuevo el sabor de aquel beso. Trataba de ponerme en su lugar, de verla como ella se veía, más que una víctima, una beneficiaria de aquella tragedia, aun en contra de su voluntad. En todo momento esperaba una llamada que se demoró dos semanas, al límite de lo soportable. Ni siquiera en el trabajo, cuyos afanes habían sosegado tanto mi espíritu, lograba escapar a su influencia y hasta el flemático Marcus notó mi despiste. Mucho más, claro, lo notaba Michelle, a quien esquivaba con pretextos tan poco convincentes para ella como para mí.

Me atormentaba también la promesa que había contraído, unida sin remedio a la que Ana María había dejado en mis labios. Dudaba si consultar primero a un abogado, si acudir a la policía o a la prensa, un momento me dominaba la tentación de darle largas al asunto dilatándolo a la española y al minuto me acometía la urgencia de resolverlo cuanto antes. Deseaba denunciar a mis antiguos amigos, cuya impunidad me resultaba repugnante, mucho más, claro, que la mía, y al tiempo me preguntaba si tenía derecho a hacerlo pasados tantos años, si no haría con una delación tan tardía más daño que justicia. Y además no me gustaba el papel de traidor, aunque estuviera más que justificado, y temía su respuesta, pues no ignoraba que habían seguido ascendiendo puestos en la política y la economía y que lanzarían un torrente de injurias y denuncias contra mí. Eso si no conseguían silenciarme presionando a los medios.

La primavera dejaba paso entre tanto al pálido verano británico, Michelle me abrazaba los pocos momentos que pasaba a mi lado temiendo perderme, percibía la sombra de otra mujer, decía que me habían hecho vudú. Tenía pocos años más que Ana María, eran bellezas muy distintas, Michelle era más carnal.

Cualquier hombre habría dado saltos de júbilo con una mujer así en la cama, pero yo no era cualquier hombre, nadie lo es. A veces lograba sacarme de mi murria, me arrastraba a bailar, me hacía reír, me hacía el amor, pero a la mañana siguiente encontraba a su lado un ser apático y desconocido.

La voz de Ana María al teléfono me sorprendió de nuevo, aunque llevaba dos semanas esperándola, como si supiera elegir el momento en que pillarme desprevenido. Quedamos de nuevo en el Phoenix, pero con el buen tiempo el pequeño jardín se había llenado de gente y nos sentamos en el césped del cercano St Giles-in-the-Fields, bajo la mirada indiferente de unos vagabundos.

Evitamos ambos referirnos a nuestro drama particular, por un acuerdo espontáneo y tácito que nos permitió hablar de otras cosas, de Londres, que a ella le gustaba tanto como a mí, de un libro, una «biografía» de la ciudad, escrita por Peter Ackroyd, de la que me servía a menudo para el blog y que ella estaba leyendo aquellos días. De otros libros, de la fatuidad y la necesidad del arte, de los gustos de cada uno, pero sin entrar en nada demasiado personal.

Hablamos y caminamos desde St Giles hasta Covent Garden. Ella me abrazó y yo me atreví a buscar sus labios sin que me los negara. Se me entregaba sin condiciones explícitas, pero a sabiendas de que aquel vínculo sería más poderoso que cualquier otro. Acabamos en mi casa entre susurros o con esas medias palabras incoherentes que pronuncias cuando te acucia el deseo. No permití que hiciera nada y ella me dejó hacer, tal vez intimidada y excitada, como yo mismo, por aquel extraño incesto entre verdugo y víctima en el que tan fácilmente se podían cambiar los papeles.

Su cuerpo delgado, frágil, de líneas imprecisas como si no estuviera acabado todavía, reaccionaba inexperto y trémulo a las caricias de mis dedos, de mis labios. Cuando entré en ella, exhaló un gemido que llevó al paroxismo mi ternura y se aferró a mí con las piernas, con los brazos, arañándome la espalda, mordiéndome el cuello.

Después, mientras reposaba en la cama, confundido y exhausto, se levantó para inspeccionar mis libros, en un acto tan íntimo como el que acabábamos de ejecutar porque ella no ignoraba que eran las páginas de mi alma las que abría en mi biblioteca. Desnuda, al contraluz de la tarde que se marchaba a otros cielos, leía en voz alta frases subrayadas y olvidadas hacía días, meses o años que sonaban en su voz ronca y fresca con una nueva vida, como si acabaran de nacer y sólo hubieran existido para ese momento. También revolvió mis cosas, como si todo lo que había allí y yo mismo fuéramos suyos. Dejé que hiciera lo que quisiera y me levanté para poner música y servir dos copas de vino, aunque ella prefería cerveza. Leyó la carta que había dejado por descuido abierta sobre la mesa de estudio.

La había recibido por la mañana. La carta era lo que me tenía distraído cuando ella me llamó. La editorial concretaba su oferta para publicar Jardines de Londres. Me abonarían un generoso anticipo, al menos para lo habitual en España, pero querían otro tipo de ilustración, no las fotografías del blog, condición muy razonable. Proponían dibujos que participaran del espíritu del texto, hechos también a vuelapluma, y añadían los nombres de varios ilustradores e indicaciones para consultar su obra en la web. A mí me gustaba la idea siempre que el ilustrador, fuera el que fuese, trabajara a partir de las fotografías o los textos sin necesidad de importunarme.

—Yo puedo hacerlo —dijo Ana María—. Dibujo bien y he leído todo lo que llevas publicado en el blog, he visitado todos los jardines que mencionas… bueno, quizá me falte alguno.

Sonrió y me hizo sonreír. Ya me había dicho que llevaba tiempo siguiendo mis pasos y sólo podía atribuirlo a una obsesión enfermiza, como la que yo también sentía por ella. Había adquirido tal ascendiente sobre mí que me parecía normal que se tomara aquellas libertades. Recordé que Arce me había dicho que tenía un don y por algo le habrían dado la beca. Decidí ponerla a prueba y le pedí que dibujara un boceto del Phoenix. Se puso seria, me lanzó una mirada insondable, como esa mirada fija que te dirige un niño pequeño desde su carrito o en brazos de su madre, que no sabes de dónde viene, una mirada sin origen, como la de un alienígena. Después cogió un bolígrafo y un folio y se sentó en el suelo junto a la ventana para aprovechar el último rescoldo de luz.

Dibujó de memoria un detalle, el banco que, semioculto entre la yedra está consagrado a la memoria de Oscar Moore, que vivió de 1960 a 1996. Lo trazó en perspectiva, con la yedra oscura en primer plano, logrando dar la sensación de que alguien estaba allí sentado y acababa de irse o estaba a punto de llegar.

Para el libro sería una ilustración excelente porque el texto aludía al banco y, de hecho, en él la memoria de Oscar Moore y el espíritu de aquel jardín iban unidos, se le adjudicaba incluso una inventada biografía. Lo importante es que su dibujo acertaba a evocar esa invitación al descanso, aceptada por tantos, que es la base de esa costumbre de dedicar bancos en jardines y plazas a la memoria de seres queridos, tanto más reconfortante y práctica que el descanso eterno de las lápidas. Si yo hubiera tenido que escoger un motivo para ilustrar el Phoenix, habría sido precisamente ese, por encima incluso del lugar donde solía sentarme, donde la había encontrado.

Miraba por la ventana mientras yo examinaba el dibujo, con una expresión soñadora, como si atisbara un horizonte que no estaba en este mundo. Si no me hubiese enamorado de ella antes, lo habría hecho en ese momento.

No quiso quedarse a dormir, tenía una cita, no me dijo con quién, quizá con otro hombre, alguien de su edad, pero me prometió que en unos días volveríamos a vernos y que me traería más dibujos, en buen papel, a lápiz, para que los llevara a la editorial. Antes de irse, mientras se vestía despreocupada de lo que había sucedido entre nosotros, me preguntó si había tomado una decisión. Le dije que sí, pero en realidad la tomé en ese mismo momento. Le prometí que bajaría a Sevilla para hablar con Arce y me sinceraría con él Para que contara la historia en su periódico y le pusiera punto y final dando así respuesta a sus preguntas de entonces, ya hacía diez años. No me importaba a qué pudiera conducir aquello. Lo haría aunque me costara la cárcel. Me abrazó al oírme pronunciar esa promesa. «Hazlo como quieras, pero hazlo», me dijo, y después dejó reposar un momento su cabeza en mi pecho. Se fue, dejando en ese mismo lugar un vacío que no pude llenar en los días siguientes.

Ni siquiera con Michelle, ni siquiera teniéndola en mis brazos, en mi cama, dos noches más tarde. No nos separamos de una manera abrupta, no hubo drama. Dejó de llamarme cuando constató que yo había dejado de llamarla, que nunca se mudaría conmigo y podría abandonar el diminuto apartamento que compartía con una amiga. El cuarteto que formábamos con Marly y Marcus se rompió, se fueron al garete nuestras salidas de los sábados y aquello acabó por indisponerme con mi socio. Aquel fue un proceso lento que no concluyó sino a mi vuelta de España, pasado el verano.

Ana volvió a los pocos días. Apareció en casa, sin necesidad de que quedáramos antes en alguna otra parte. Traía estampas de distintos jardines y todas eran magníficas, captaban con fidelidad el espíritu de cada texto, la atmósfera de cada lugar y, al mismo tiempo, añadían algo indefinible que no estaba antes pero que ya formaba parte indisoluble del conjunto. Me juré a mí mismo que el libro no se publicaría más que con aquellas ilustraciones.

Aquella noche sí se quedó a dormir y al día siguiente me acompañó a presentar sus bocetos a la editorial. Iba preparado para encontrar cierta resistencia, pero la calidad de los dibujos hizo su defensa innecesaria. Gustaron mucho y el diseñador del libro se interesó por los estudios de Ana María en el Saint Martins y le vaticinó un gran futuro. La directora de la editorial, una mujer madura que nos abrumó con esa cortesía británica fría y empalagosa como un merengue helado, fue de la misma opinión y avanzó que no tenían mucho presupuesto para ilustración, aliviada por lo que se ahorraría contratando a una artista desconocida. Las pupilas le brillaban cuando examinaba los bocetos. Confiaba tanto en la capacidad de ventas de Jardines de Londres que estaba impaciente por publicarlo y le agradó que Ana María asegurara que no tardaría ni dos meses en concluir todas las ilustraciones. Se dedicaría en cuerpo y alma, su máster podía esperar, pues de todos modos no era sino un pretexto para vivir en Londres, aunque fuera con lo mínimo. Tras su cortesía, la editora no dejó de observarnos con interés profesional y se mostró convencida de que el libro se beneficiaría de nuestra complicidad evidente. Al parecer, no podíamos disimular el vínculo que nos unía. Firmé el contrato en esa misma visita y Ana hizo lo propio con el suyo unos días más tarde. Le daban también un adelanto y el resto a la entrega del material. No se trataba de gran cosa, pero aquel era el primer dinero que ganaba en su vida.

Ana estaba radiante y la llevaba de mi brazo orgulloso de su belleza y su juventud. Insensiblemente fue quedándose en casa y acabó instalándose de manera permanente, o casi, porque desaparecía los fines de semana, no quería perder el trabajo en aquel pub del que jamás me dio la dirección. Nunca me dijo adónde iba ni yo se lo pregunté. Estaba encantado con su presencia cotidiana en mi casa, con las horas que pasábamos hablando o los silencios en que simplemente la observaba trabajar, volcada sobre el bloc de dibujo. Además, aquello era lo más conveniente para el libro porque la ayudaba que visitáramos juntos los jardines: Postman’s Park, Riverside, Bunhill Fields, Queen Square y tantos otros. Quería saber dónde me había sentado en cada uno de esos lugares, qué había hecho más allá de lo que contaba en el texto o que evocara de viva voz a la gente a la que había descrito en el papel. Luego prefería que la dejara sola, algo de agradecer porque así yo podía dedicar algún tiempo al trabajo.

Tenía a nuestros clientes, en realidad más de Marcus que míos, cada día más descuidados. También tenía que preparar los textos Para su publicación, aunque eso no era gran cosa, puesto que no pensaba modificar nada, ya que se publicaría solo en inglés a partir de las traducciones del blog.

Fueron días en que casi olvidé la razón por la que estábamos juntos. Sobre Londres se derramaba un sol mediterráneo y recorríamos la ciudad de jardín en jardín como en el juego de la oca. Aquellos eternos paseos duraron todo el mes de junio, hasta que una noche, el mismo día en que había entregado los textos definitivos a la editorial, cenando en casa, me preguntó que cuándo pensaba ir a Sevilla. Lo hizo bruscamente, sin andarse con rodeos, dando por hecho que de no ser por mi promesa de confesar lo que había ocurrido y delatar a mis cómplices, ella y yo no estaríamos allí cenando a la luz de las velas.

—¿Vendrás conmigo? —al instante me arrepentí de haberle hecho esa pregunta. No debía inmiscuirla en aquello, no debía exponerla.

—No —me dijo tranquilamente—, no creo que convenga y, además, tengo que acabar los dibujos, ya sólo quedan veinte días para entregarlos. Y creo que si vas a hablar con Arce es mejor que yo no esté presente. Os conocéis desde hace mucho, debéis arreglarlo entre vosotros.

—¿De verdad que él no sabe nada?

—Por mí no —respondió—, pero después de haber hablado contigo en Sevilla me dijo que se le había pasado por la cabeza que podías estar implicado en el caso, lo dijo riéndose, como si fuera una tontería, porque todo encajaba, tus vacaciones en Zahara aquel verano y luego tu llegada de Londres al año siguiente, también lo del dinero, pero era para él algo impensable y lo atribuía sólo a coincidencias.

—¿Y no se lo contaste entonces?

—No. Ya estaba aquí, pero yo aún no te conocía y prefería hablar primero contigo. Te corresponde a ti contarle lo que hiciste.

Yo había visto germinar esa sospecha en la mente de Arce, aunque se negara a darle crédito. Seguro que cuando se lo contara, no se sorprendería demasiado.

—¿Sabe lo nuestro? —le pregunté. Eso me incomodaba tanto o más que confesar mi antiguo crimen. Sabía lo protector que era con ella y dudaba mucho de que aprobara aquella relación en la que sólo vería una canallada por mi parte.

—No. Hace un mes que no hablo con él. Le dije que te había conocido y que nos habíamos entendido muy bien. Nada más.

No sería un encuentro agradable, pero comprendí que debía afrontarlo cuanto antes, esa misma semana. De nada serviría postergarlo y algo me dijo en su actitud que ella no lo consentiría. No habría más aplazamientos, tenía que ir, cumplir con lo que había prometido y completar mi expiación, sólo así podría volver redimido a sus brazos.

Al día siguiente saqué un billete de avión, le dejé las llaves de casa para que completara allí el trabajo y el jueves ya estaba en Sevilla. El PSOE había ganado hacía año y medio las elecciones, aunque en Andalucía no había llegado a perderlas nunca. Si antes España iba bien, ahora parecía que iba aún mejor. El aeropuerto estaba lleno, pero no de extranjeros sino de sevillanos, porque eran muchos más los vuelos que salían que los que llegaban, cosa antes rara en un mes de vacaciones. Desde el taxi que me llevaba al deshabitado piso de mis padres, que mi hermana se obstinaba en vender por una fortuna sin que de momento hubiera encontrado comprador, la ciudad parecía pujante como nunca. Había obras de todas clases y por todas partes, parecía que a todo el mundo le había dado por restaurar y vender y comprar todas las casas al mismo tiempo. El taxista comentó lo que estaban subiendo los precios de la vivienda, pero no con pena sino con un indisimulado orgullo. Hacía poco había adquirido un apartamento en la playa y ya valía casi el doble de lo que había pagado por él.