A la mañana siguiente me levanté de buen humor, me sentía limpio, fresco.
Michelle se había quedado a dormir y reposaba entre dormida y despierta a mi lado. Le gustaba remolonear en la cama, le costaba despertarse y abandonar el «lindo mundo de los sueños», en su propia expresión. Michelle era hermosa, con pestañas grandes y piel color café con leche. Le di un beso en la mejilla y trató de atraparme, pero me zafé, no quería perder un minuto del día que comenzaba. Hacía tiempo que no me sentía tan bien y sabía por qué era, la conversación con Ana María me había convencido de que algo al menos había salido bien de todo aquello, que el dolor que había causado se había paliado en parte al ayudar a aquella joven que poseía un talento fuera de lo común. Me sentía redimido, al fin mi cuenta estaba saldada, o eso creí aquella mañana grisácea y feliz y también los días que siguieron. Michelle notó mi cambio de ánimo, eso la complacía porque yo estaba más alegre, mejor dispuesto, pero al tiempo sabía que la causa no era ella y eso la inquietaba.
Yo deseaba que Ana María llamara de nuevo, pensaba a menudo en qué estaría haciendo, dónde se encontraría. Quería volver a verla, ya no la temía o, mejor dicho, ya no me temía a mí mismo. Ella nunca sabría el papel terrible que había jugado en su vida. Tampoco que el dinero que le había permitido llegar hasta allí era la expresión de mi arrepentimiento. Todo al fin y al cabo era ya agua pasada, de nada serviría contarle la verdad y negarle mi amistad era una cobardía mayor que engañarla. Al fin llamó, a las dos semanas más o menos, y me preguntó si ya había leído el libro. Lo cierto es que lo había olvidado tras dejarlo sobre mi mesa y traté de disimularlo, pero me pilló la mentira. No eran muchas páginas, así que me comprometí a leerlo aquella misma tarde y quedamos en que nos veríamos al día siguiente en el Phoenix Garden, en nuestro rincón.
El libro se llamaba Los siete mensajeros y otros relatos. Tenía un marcapáginas en el comienzo de uno de ellos, no me había fijado hasta entonces. Me pregunté si sería casual o me estaba señalando ese relato en concreto. De todas formas, decidí empezar por ahí en vez de por el principio. El cuento se llamaba «La chaqueta embrujada» y fue el único que leí. No podía ser casualidad, el marcapáginas estaba puesto a propósito, quería que lo leyera, por eso había insistido. Trataba de un hombre que compra una chaqueta de la que puede sacar un billete cada vez que mete la mano en el bolsillo y no importa cuántas veces meta la mano, siempre encuentra un billete, pero ese dinero «milagroso» tiene un coste: cada vez que saca dinero y en la misma cuantía en que lo hace, se produce un robo, acontece una ruina, se comete un crimen, catástrofes tanto mayores cuanto lo son las cantidades que saca de la chaqueta. A él no le afectan, sin embargo, sólo es el beneficiario indiferente de esa fortuna labrada en la desgracia ajena.
¿Cómo no reconocerme en ese personaje? ¿No era eso lo que yo había hecho?
Lo sabía, ignoraba cómo podía haberlo averiguado, pero ella lo sabía, y ese relato era su manera de decírmelo. Las alusiones que me inquietaban en nuestra conversación eran todas ciertas: Zahara, un misterio en mi vida… Sí que había estado jugando conmigo, pero ¿por qué? Ana María era muy lista, aquel relato era su manera de abofetearme sin poner la mano, de herirme con un puñal más afilado que cualquier reproche, pero también de hacerme saber que me comprendía más allá del odio y el desprecio que debía inspirarle.
El protagonista del cuento decide quemar al final la chaqueta diabólica, satisfecho con lo que ya tiene y aterrado por las consecuencias de continuar.
Cuando le está prendiendo fuego, oye una voz a su espalda: «Demasiado tarde, demasiado tarde» y con la chaqueta desaparece el dinero y todo lo que obtuvo con él y todo lo que hasta entonces había tenido. Se queda sin nada, en la ruina, más escarmentado que sabio. También eso me había pasado a mí: aquella riqueza manchada de sangre había sido mi ruina moral durante años. ¿Debía de pensar que con aquel relato llegaba la acusación y el perdón al mismo tiempo, aunque fuera «demasiado tarde»? ¿Cuál era su mensaje y qué quería, si es que quería algo?
Aquella noche le dije a Michelle que prefería estar solo, no estaba de humor para otra cosa. La pasé fumando y bebiendo, escuchando música triste, deshojando la margarita de mi vida cuyo último pétalo decía que no, que ya era tarde. Tarde tal vez incluso para confesar, aunque era lo único que podía hacer, lo que le debía más que ninguna otra cosa y, en cualquier caso, con lo único que podía pagarle. Aunque de poco serviría pasados tantos años. ¿Y Arce, lo sabría también? Pensé en Teresa, en Federico, en Julián, tan ajenos, tan seguros de haberlo dejado todo atrás, tan satisfechos de haberse salido con la suya. No dejaba de evocar a Ana María, de representármela en la memoria, oyéndola hablar, reír con el hombre que sabía responsable de la muerte de su hermano, buscando a toro pasado un doble sentido a sus palabras. ¿Qué quería en realidad? ¿Por qué no me había escupido directamente a la cara? En algún momento me quedé tan profundamente dormido que no me desperté hasta una hora antes de nuestra cita. Se me pasó por la cabeza no acudir, dejarlo correr y mandarle el libro por correo, quizá con una carta, pero sabía que ella no se conformaría con eso, ni yo tampoco.
Cuando salí a la calle, caía la pertinaz llovizna londinense, mi rostro resultaba taciturno y gris hasta para el metro, tan atestado a esas horas que llegué unos minutos tarde. Apenas había una o dos personas en el Phoenix, la lluvia había cesado, al menos de momento, pero aún flotaba en el aire del jardín como un rocío y dejaba en el ápice de las hojas gotas que se resistían a caer, con forma de lágrimas. Me esperaba en nuestro rincón, estaba de espaldas, con la misma boina y la misma bufanda de la vez anterior, pero llevaba una gabardina negra en lugar del abrigo. Sobre el banco había extendido un periódico gratuito para poder sentarse evitando la madera mojada.
En realidad, tenía poco que decirle: para las mentiras hacen falta muchos circunloquios, a la verdad le bastan pocas palabras. Se volvió hacia mí y me saludó con un gesto, sus ojos me miraron serios y en sus labios había una sonrisa entre el reconocimiento y el sarcasmo.
—¿Qué te ha parecido el libro? —me preguntó mientras se sentaba sobre el periódico.
Aquella pregunta era una burla, pero su tono era amistoso, como si quisiera quitarle hierro al asunto. Le contesté que sólo había leído un cuento, el relato que ella quería que leyera.
—¿Desde cuándo lo sabes? —le pregunté sin rodeos.
—Desde aquel día. Yo volvía de la plaza hecha polvo. Quería morirme. Te vi de lejos, estabas sentado medio de espaldas en el bar, podía ver tu perfil, hojeando el periódico. Una buena camisa, las piernas cruzadas, pertenecías a ese mundo de riqueza y cultura del que yo estaba excluida y que contemplaba envidiosa cada verano. Me pareciste guapo, por eso no quise volver la cara al pasar frente a ti, pero sentí tu mirada siguiendo cada uno de mis pasos. Cuando llegué a la puerta, me volví y te miré, tú no me habías quitado el ojo de encima, tenso, y desviaste la mirada. Después, cuando oí el timbre y encontré el dinero, supe que habías sido tú. ¿Quién si no? Me asomé con la bolsa en la mano y ya no estabas en el bar. Aquel día rezaba para que ocurriera algo que me sacara de aquella vida miserable, ni siquiera sabía qué, porque no veía ninguna salida. Y entonces… Lo primero que pensé fue que eras un ángel, pero después caí en la cuenta de que sólo podías ser un diablo, un diablo al que le quedaba un poquito de conciencia. Lo cierto es que aquel dinero cambió mi vida. Sin él, no sé qué habría sido de mí.
Recordaba ese momento en que me miró, aquel día de principios de verano, no lo había olvidado, pero nunca pensé que ella pudiera recordarlo.
—Claro que no sabía quién eras. No le conté a nadie que te había visto, ni a mi madre ni a Arce. Tres años después, cuando ya mi madre había muerto y yo estaba estudiando en Sevilla, Arce me regaló tu novela, presumiendo de conocer al autor y allí, en la contracubierta, estaba tu foto. Te reconocí al instante pero no le dije nada: él te aprecia y esto tenía que ser entre tú y yo.
Estaba segura de que acabaría conociéndote.
—Muy bien. Aquí me tienes. ¿Qué es lo que quieres?
—La verdad. ¿Qué voy a querer? ¿Dinero? ¿Temes eso?
Ni se me había pasado por la cabeza.
—No, no es algo que tema, quizá porque no lo tengo.
—Porque ya no lo tienes, quieres decir, porque te lo has gastado.
—Sí, pero no era tanto como tú supones. Yo sólo tenía una cuarta parte.
Asintió como si no le sorprendiera.
—Arce siempre decía que no podía haberlo hecho una sola persona.
Demasiados kilos, demasiado atrevimiento. Nunca supimos lo que pasó. En aquellos días horribles habría dado cualquier cosa por tener una respuesta.
La verdad… ¿Qué otra cosa podía darle?
—Fuimos cuatro. Nos lo encontramos por casualidad. Nos lo llevamos por travesura, si se puede emplear esa palabra infantil para un acto como ese… O por juego, más que por interés, sin pensar que aquel robo podría tener consecuencias para nadie. De todos modos, a los dos días ya teníamos comprador, uno de nosotros disponía de esos contactos. Iban a darnos mucho dinero, más de lo que habíamos pensado, en realidad no lo habíamos pensado, al menos yo no. Un día o dos antes de que vinieran a comprarnos el alijo, leí en el periódico lo del secuestro de tu hermano. No hicimos nada, creo que es inútil referir lo que hablamos, lo que… No hicimos nada, por miedo, por interés… Ya qué importa. Nos convencimos de que todo se arreglaría, vendimos el hachís y nos repartimos el dinero.
—¿Cuánto?
Me sorprendió su pregunta, pero era justa: la cantidad agravaba la infamia en cada billete, como en el cuento de la chaqueta.
—Ochenta millones de pesetas, unos quinientos mil euros de hoy. Lo repartimos equitativamente, veinte para cada uno. Y después, al día siguiente, nos enteramos de la muerte de tu hermano. Y tampoco hicimos nada, porque nuestro robo se había convertido en un crimen y ya no había vuelta atrás.
Huimos… y creo que desde entonces he seguido huyendo.
—¿Y por qué volviste un año más tarde para dejarnos aquella… ¿indemnización? ¿Debo llamarla así?
—Sí, con sarcasmo incluido. Habíamos quedado en hacer llegar a tu familia parte del dinero, como compensación, sí, antes de saber que el final sería tan trágico. Y también acordamos dejar pasar un año para que se aquietara un poco todo, para correr menos riesgos. No volvimos a hablar del asunto, ni de nada en realidad, pero yo volví al año para cumplir con nuestro trato. Ellos no quisieron poner su parte, dos millones cada uno, y por eso… por eso fui yo.
—Pero dejaste diez, no ocho.
—Sí, dejé la mitad de lo que me había correspondido. No pude, no quise renunciar a la otra mitad, aunque debería haberlo hecho, tú la has aprovechado mejor que yo. A mí me pasó como al de la chaqueta. Esa es la verdad.
Se quedó pensativa unos minutos. El zumbido de los insectos, incansables en el aire húmedo, se confundía con el ruido en sordina del tráfico.
—No, esa no es la verdad —dijo al fin—, sólo es un resumen. Eso es una sinopsis, sólo la trama. La verdad es otra cosa.
—¿Otra cosa?
—Sí, la verdad es más honda, más completa, la verdad es decirlo todo, contarlo. Lo que te pido, lo que te exijo a cambio del daño que nos causaste es que lo escribas con nombres y apellidos, de verdad, con todo lo que pasó, lo que dijisteis y lo que hicisteis cada uno. Y lo que ha hecho cada uno después. Quiero saber si ellos, tus cómplices, esa mujer que sé por Arce que te acompañaba aquel verano… quiero saber si han quemado la chaqueta como tú o si siguen sacando dinero. No pagaron entonces, pero quiero que ahora por lo menos paguen con la vergüenza.
Permanecí callado, no quería remover o revivir todos aquellos sentimientos dañinos, quería un punto final, no un punto y seguido ni un punto y aparte.
Podía decirle que no, sencillamente. Ya le había dicho la verdad, no tenía por qué perjudicarme haciéndola pública, ignoraba qué problemas legales podrían derivarse de aquello a pesar de los años transcurridos. Una cosa era confesar ante ella y otra muy distinta hacerlo ante un juez. Notó mi reticencia, pero no me presionó. Había empezado a lloviznar de nuevo sin que ninguno nos diéramos cuenta. El jardín respiraba a nuestro alrededor con mil sonidos tenues.
—¿Sabes lo que pensé al leer ese cuento, además de en ti? —prosiguió ante mi silencio, indiferente a la lluvia que mojaba sus mejillas con gotas diminutas como cabezas de alfiler, realzando su expresión emocionada, ávida—. Que sacamos dinero de la chaqueta cada vez que lo hacemos de un cajero. Y no podemos evitarlo, eso es lo terrible, por eso no te guardo rencor.
—Lo he lamentado siempre, desde entonces, lo he lamentado todos los días.
Te lo juro. Esa es la verdad.
—Lo sé. Lo supe al verte el otro día, no tenías el aspecto que luce un triunfador, no parecías ser un cínico. Si no hubieras sentido remordimiento, no habrías dejado el dinero. La muerte de mi hermano es lo que me ha permitido llegar aquí. Así de puta es la vida. No nos llevábamos bien. Francisco era inculto, machista, violento. Mi madre siempre se ponía de su parte. No me di cuenta de que lo quería hasta que pasó aquello. Y es curioso, pero… si nada hubiera sucedido, tal vez a mí me habría ido peor. De alguna manera, yo también he acabado beneficiándome de su muerte.
—No debes pensar de ese modo, habrías hecho tu vida de cualquier forma.
Fuimos otros los que nos aprovechamos de aquella desgracia, no tú.
—¿Hacer mi vida, con un hermano traficante de droga, una madre enferma, en un pueblo de dos mil habitantes y sin un duro? Sí, tal vez… Por entonces tenía un novio que ahora es pescadero. Pude llevar el dinero a la Guardia Civil, contarle lo del hombre sentado en el bar, seguro que habrían dado contigo, pero no lo hice porque temía que lo decomisaran y yo lo necesitaba para escapar de aquella perra vida. Eso pesó más que averiguar lo que había pasado, más que la justicia o la venganza. De esa manera me convertiste en tu cómplice. Llevamos años compartiendo este secreto.
—¿Cómplices? —exclamé sorprendido—. Jamás lo habría mirado de esa manera. Tú deberías odiarme.
—Nunca te he odiado, o quizá sí, un poco, cuando supe quién eras, que vivías aquí, libre, rico, al menos a los ojos de un pobre, pero es difícil odiar a alguien a quien al mismo tiempo estás agradecida y por eso traté de comprenderte, para no tener que odiarte.
Aquello me arrancó una sonrisa, triste, pero una sonrisa. Había pensado tanto en ella, en su mirada de incomprensión en aquella fotografía del periódico, más allá del dolor, con ojos agrandados por el espanto. Esos mismos ojos que me miraban ahora sin patetismo, más serios que tristes, pensativos, en los que el dolor había dejado paso a una irónica amargura pero en los que la pena aún brillaba como un rescoldo sepultado bajo el hielo. Me conmovieron sus palabras porque suponían un perdón que anhelaba hacía mucho, pero aún más me conmovió aquella mirada serena en su rostro juvenil lleno de vida que entraba en mi alma para despertar ese nudo del corazón donde se mezclan la culpa, la protección y el deseo.
—Con el cuento tuve la sensación de que me acusabas y me absolvías al mismo tiempo —le dije en una afirmación que era una pregunta.
—Esa era mi intención, pero en realidad yo no puedo acusarte ni absolverte, sólo tú puedes hacerlo. Una cosa y la otra son la misma. Sólo cuando lo cuentes quemarás de verdad la chaqueta.
—Y entonces lo perderé todo.
—Creí que ya lo habías perdido.
—Podría ir a la cárcel. Esa confesión que me pides sólo tendría sentido ante un juez.
—No. No pretendo que nadie vaya a la cárcel, ni acudir a la justicia ni poner una denuncia… Ya hace mucho tiempo y todo habrá prescrito. Nunca he hablado con un abogado ni pienso hacerlo. Lo que quiero es que se sepa, que se haga público. Hazlo como creas que debes hacerlo, pero hazlo. Te lo debes a ti mismo y me lo debes a mí, como yo se lo debo a mi hermano, a mi madre. ¿O es que no quieres delatar a tus amigos?
—No. Hace mucho que no lo son. La verdad es que los detesto. De sobra se lo merecen.
—Me alegra que digas eso. Tú no eres así, siempre lo he sabido. ¿Lo harás?
¿Estarás de mi lado? ¿Estarás contra ellos?
No podía negarme. No podía decirle que no mirándola a la cara y en aquel instante comprendí que tampoco deseaba hacerlo. No importaba cuántos problemas me trajera.
—Lo haré. Tendrás que darme tiempo, pero lo haré.
Acababa de sellar un pacto que no sabía si podría cumplir y vi destellar en sus ojos una expresión de triunfo.
—Es lo justo —dijo—, lo justo.
—No sé dónde leí que sólo es justo lo que conduce a algún bien. Esperemos que sea así. Oye, no sé si te has dado cuenta, pero estamos chorreando.
La lluvia me había empapado el pelo y me bajaba por la cara. A ella la protegía algo la boina, pero tenía el rostro, con las mejillas rojas por la excitación, como bañado en un caudal de lágrimas. Sin embargo, se echó a reír al reparar en nuestro aspecto y recordé que Arce decía que su risa era luminosa y tenía razón: yo también me eché a reír, contagiado Por su repentina alegría.
—Ni me había dado cuenta de que llovía —dijo apartándose el agua de la frente sin dejar de reír. Después se aproximó, su cara estaba a un centímetro de la mía—. Si esto te sirve de algo, te perdono de todo corazón —y entonces, con sus labios mojados, besó mis labios.