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Durante semanas oí con aprensión el teléfono y no respondía antes de haber fabricado alguna excusa (un súbito viaje, un enclaustramiento total), por si se trataba de ella, pero nunca era ella. Acabé por contestar con ansiedad deseando que llamara. Después recobré la cordura y me sentí aliviado. Por último, con el paso de los días y el comienzo de la primavera, relegué aquella amenaza que podía volverse tentación y si bien no llegué a olvidarla, sí la metí debajo de la alfombra para no verla. Desde mi separación de Elisa, sólo había mantenido relaciones esporádicas, evitando cualquier continuidad, pero en aquellos días empecé a salir con Michelle, una amiga de Marly, la novia de Marcus. Íbamos los cuatro al parque los domingos y salíamos viernes y sábado por la noche.

¡Deliciosa Michelle! Sólo le gustaba follar, bailar y tomar el sol. Según ella el clima inglés no predisponía a ninguna de las tres cosas y había que adoptar una actitud militante al respecto. Había que aprovechar cada rayito… La amistad de Marly y de Marcus y esas tres aficiones era lo único que teníamos en común.

Bien es verdad que la primera en buena parte y la segunda por completo las renové gracias a ella. Hacerle el amor era agotador y exultante, nunca he tenido entre mis brazos una amante más ansiosa y más dulce. Sin bailar llevaba una década, desde lo de Zahara más o menos, aunque antes me gustaba mucho, y gracias a Michelle el baile volvió a ser para mí una liberación muscular y espiritual y limpió resortes de mi organismo paralizados desde entonces.

Michelle era caribeña, antillana, hacía collares y zarcillos de piedras semipreciosas que vendía en puestos de Portobello, Camden y otros mercadillos. Solíamos vernos en mi casa, ella tenía alquilado un apartamento diminuto que compartía con una amiga. Hablaba mucho, parloteando sin sentido y sin esperar respuesta por mi parte. Para ella la poesía se reducía a la letra de las canciones y quizá tuviera razón. Leer tenía que ser estupendo, me decía, pero le resultaba absolutamente imposible estar tanto tiempo quieta y se admiraba de que yo me pasara así, sin más, horas y horas. Los museos, por supuesto, estaban llenos de cosas muertas y, en el cine, sólo soportaba comedias, cuanto más tontas mejor, en las que sus risas contagiaban la sala, o melodramas en los que se echaba a llorar a moco tendido. Me gustaba estar con ella, entrar en trance bailando juntos, que me calentara la cama mientras yo revisaba mis notas sobre jardines, despertar a su lado las noches en que se quedaba a dormir. Tenía diez años menos que yo. Creo que esperaba que la invitara a mudarse conmigo y estaba dispuesto a hacerlo, pero no quería precipitarme, estaba demasiado acostumbrado a mi comodidad de solitario.

Ana María llamó a mediados de mayo. Me quedé tan sorprendido que al principio no acertaba a comprender quién era. Su voz juvenil, femenina pero ronca como la de un muchacho, me dejó confuso y tuvo que repetirme dos veces el nombre de Arce. Balbucí alguna palabra de reconocimiento, mientras ella me decía que mi novela era una de sus preferidas y que mi amistad con Arce… Hablaba con determinación, sin titubeos. Le dije que sí, que Arce me había hablado de ella, y tosí para disimular el temblor de mi voz, añadí que estaba resfriado, en previsión de que me solicitara un encuentro inmediato, pero no lo hizo. Se alojaba en una residencia en Nothing Hill que sufragaba su beca. Se iba haciendo a la ciudad y al idioma. Tenía mucho interés en conocerme, aseguró, y cuando le di largas con diversos pretextos, lo aceptó sin problemas al tiempo que le quitaba importancia, como dando por hecho que de un modo u otro tendríamos que encontrarnos. Casi todo lo dijo ella, con un extraño aplomo. Colgué tras alguna expresión de cortesía, dejándolo todo en el aire. Tenía que evitarla, eso era lo mejor. La idea de recibir su admiración sólo podría avergonzarme, aquella voz aún adolescente, dijera lo que dijese, me recordaría que yo era un canalla. Y más aún si se comportaba conmigo con la ingenua devoción con que miramos a los escritores cuando somos jóvenes.

¿Cómo aceptar eso de la hermana del hombre que dejé matar? Tenía que olvidar aquello, definitivamente, y me prometí ser descortés, desagradable incluso, la próxima vez que llamara, convencido de que lo haría. Aquella seguridad en su voz indicaba que era una chica tozuda.

Por entonces los blogs acababan de hacer su aparición, algo que yo ignoraba porque aunque tenía ordenador y conexión, eso que llamaban navegar por Internet me parecía aburrido. Una de mis clientas, sin embargo, era una internauta apasionada. Grace tenía una tienda de artículos de jardinería y le hacíamos un tipo de mueble entre estantería y aparador, con cajoncitos, donde podían ponerse tanto libros como guardar semillas o colgar las tijeras de podar.

Solía enseñarle las fotografías que tomaba de los jardines de Londres y le traducía los textos que las acompañaban, pues yo los escribía en español. Grace era una mujer de unos cincuenta años, regordeta y sonriente como un hada madrina, toda entusiasmo y generosidad. Le gustaban mucho mis reflexiones y hasta las fotografías y yo le pedía ayuda a menudo para identificar flores y arbustos que me resultaban desconocidos. No dejaba de insistirme en lo interesantes que eran los blogs y en que yo debía tener uno. Cuando alegué mi torpeza ante las pantallas y mi escasa disposición para pasarme horas ante ellas, se ofreció a hacerlo ella misma, siempre que le proporcionara los textos también en inglés. No me gustaba traducirme a mí mismo, pues mis notas eran más literarias que informativas, pero acabé cediendo a su insistencia y creó un rudimentario blog patrocinado por su establecimiento.

Jardines de Londres tuvo un éxito inmediato, las bitácoras eran un fenómeno reciente, iniciaban su expansión, y había un público ávido de participar en aquella novedad. Las visitas se contaban por miles y generaban todo tipo de comentarios y hasta subieron las ventas de la tienda. De todos modos, eso ocurría sin afectarme ni alterar mi rutina: todas las semanas «hacía» un jardín, pero a menudo volvía a los que más me habían gustado, a mis preferidos, para verlos desde otro punto de vista. Podía hacerlo desde la perspectiva de uno de los árboles del lugar o narrando las historias, en algunos casos verdaderas y en otros imaginadas, de los bancos dedicados a la memoria de seres queridos.

También adoptaba la voz de viajeros de distintos países, gentes que veía en esos mismos jardines y a los que inventaba una biografía. No había método alguno, tampoco un recorrido.

Por aquellos días de primavera estaba fascinado por mi último descubrimiento, un pequeño jardín privado llamado Phoenix Garden, un increíble remanso silvestre junto a una de las calles más concurridas de Londres, Charing Cross. Allí no se podía entrar con drogas ni con perros, rezaba un cartel a la entrada. Tampoco se usaban pesticidas, sólo abonos naturales, algo evidente en el zumbido de toda clase de insectos y en el aroma denso, meloso del aire. Había escrito ya en dos ocasiones sobre ese jardín pero no lo había desentrañado por completo y seguía volviendo a él siempre que visitaba las librerías de la zona. A pesar de ser pequeño estaba admirablemente dispuesto para que ofreciera un trazado sinuoso y ramificado que desembocaba en un montículo verde bajo el que había un banco de madera oculto a la vista en el que podías tumbarte como si estuvieras en medio del campo, rodeado sin embargo por millones de personas.

Un día que fui a Blackwell para ver los libros de una editorial, para mí desconocida, que nos había ofrecido publicar el blog en su catálogo, pasé al Phoenix, extasiado ante la luminosidad de una de esas mañanas que, por ser tan raras en esa ciudad, resultan sublimes. Recorrí todo el trazado atento a los cambios desde mi última visita y, cuando llegué al final, al escondido banco que consideraba mío, lo encontré ocupado por una joven con el pelo recogido en una boina que leía absorta un libro. Nunca había encontrado a nadie en ese banco y me extrañó, también me desagradó, aunque componía una hermosa estampa: la lectora. Iba a darme la vuelta y sentarme en otro sitio del jardín cuando pensé que podía escribir sobre ella en una especie de homenaje a todas las personas que en cuanto hace un poco de buen tiempo salen con sus libros a leer bajo el sol y, en lugar de irme, me senté a su lado.

Quien lea estas líneas ya sabrá que era Ana María, pero a mí ni se me pasó por la cabeza. Habían pasado varias semanas desde su llamada y mi inquietud se había disipado. Tampoco era realmente consciente de que mis vagabundeos por Londres se habían convertido en un asunto público. Yo estaba muy lejos de suponer que aquel encuentro no era casual. Trataba de atisbar el título que leía cuando me miró dirigiéndome una sonrisa burlona y me sentí pillado en falta.

Era joven, guapa y supongo que debí de mirarla con la sonrisa boba que se nos pone a los hombres en esos casos.

—Por fin nos conocemos —me dijo en español sin abandonar la sonrisa, pero la mía se me borró de la cara porque supe al instante quién era. Por su voz más que por su aspecto: ya no llevaba gafas y la niña triste de la fotografía del periódico, a la que vi durante unos segundos ante la puerta de su casa un año más tarde, estaba oculta tras la apariencia de una joven llena de vida que se echó a reír con desenfado al ver cómo había cambiado mi expresión del arrobo al desconcierto en un segundo.

—Perdona que me ría, pero es que… tu cara. No quería… Perdona, soy Ana María, la amiga de Arce.

Además de asustado, me sentí ridículo, sonreí como pude mientras trataba de recomponerme.

—Ah, sí, sí, claro, me habló de ti. Es que… no esperaba que me hablaras en español y así de pronto me has pillado por sorpresa.

No sabía qué disculpa ofrecer a mi extraña reacción. Se me ocurrió eso porque era verdad. Detecto a los españoles a la legua y los evito siempre que puedo, pero ella no lo parecía, podía ser de cualquier parte, es decir, de Londres: Ana María era una londinense más con el pelo negro apareciendo en rizos bajo la boina y la piel blanca, como de cera, un abrigo azul con botones blancos, una bufanda naranja.

—Sí, como llevo aquí ya unos meses, me he mimetizado con el ambiente.

—Ya, ya veo… Y qué casualidad, ¿no? —quería aparentar desenvoltura y no podía estar más torpe. Hasta se me trababa la lengua, pero lo que me dijo me dejó sin habla.

—De casualidad, nada. El otro día me pareció que eras un escritor huidizo, pero yo no estaba dispuesta a que te escaparas y he seguido tu rastro hasta encontrarte.

—¿Mi… rastro?

—Pues claro, si ha sido muy fácil. Tan sólo he tenido que leer tu blog. Y esperarte en tu lugar favorito.

—¿Y por qué has hecho eso?

—Bueno, me gustó mucho tu novela y eres amigo de Arce, vives aquí en Londres, como yo ahora; además veraneabas en mi pueblo, ¿no? Ya sabes lo chica que es Zahara, seguro que nuestros caminos se han cruzado alguna vez, ¿no crees? Sentía curiosidad por todo eso y no me rindo fácilmente.

La alusión a Zahara no me hizo dar un respingo, pero casi. ¿Se trataba de alguna especie de mensaje? ¿O no era sino lo que parecía, una muchacha aficionada a los libros que deseaba conocer a un escritor? De todos modos, qué más me daba, nada tenía que perder, ni la vergüenza, o quizás sólo eso.

—Me temo que te has tomado muchas molestias para nada.

—No, qué va. Este sitio me encanta. Vengo a diario desde hace una semana.

—No me digas. Creo que voy a defraudar tanto interés.

—Yo estoy segura de que no. Antes no lo estaba, pero después de verte… Me resultas, no sé…, familiar, como si ya nos conociéramos. ¿Crees que puede una fiarse de las apariencias?

—No, no lo creo, y menos en este caso.

—¿Y eso por qué?

—No sé qué apariencia tengo, pero seguro que es falsa. En cuanto escritor, al menos.

—Yo en cambio creo que como escritor eres transparente. Puede que en tu vida haya un misterio, al fin y al cabo todo el mundo los tiene, pero en tu escritura no.

¿Estaba jugando conmigo? ¿Por qué decía que nos conocíamos? ¿Por qué hablaba de un misterio en mi vida? Mientras tanto sonreía animada, disfrutando de llevar la iniciativa, obviamente encantada de haber escapado del pueblecito marinero de los cojones y estar allí, en el vórtice de millones de acontecimientos, tratando de tú a tú a un escritor que le llevaba veinte años.

—¿Algún misterio en mi vida? —dije—. Sí, claro que sí, secretos, alguno habrá. ¿Por qué dices que mi escritura es transparente?

—Por lo repentina. Tanto tu novela como lo que escribes ahora tomando como pretexto los jardines son instantáneas, creaciones del momento en las que no hay previsión ni cálculo alguno. Tus personajes llegan, se van y llegan otros, pero ninguno concluye la historia que cuenta. Todo sigue en un presente desde el que no se puede tomar perspectiva para percibirlo en conjunto, con sus hilos hacia el pasado y el futuro. Es en ese sentido en el que digo que es transparente, sincero.

Desde luego no tenía un pelo de tonta, ese era mi mayor problema como escritor precisamente: siempre que trataba de ampliar el campo, el encanto de escribir se evaporaba como un perfume y sólo quedaba un trabajo agotador e ingrato para el que no me sentía capacitado.

—Sí —reconocí—, así es, más o menos, pero tal como lo has dicho, no sé si es un elogio o una crítica.

—Bueno, las dos cosas, la vida no es en blanco y negro, ¿no te parece?

—Según, según qué vida. ¿Y tú, qué me dices de ti? No vamos a hablar sólo de mí.

Me resultaba atractiva e inquietante, como si, en efecto, supiera de mí tanto o más que yo de ella, pero eso era imposible. De cualquier modo, Ana María estaba dispuesta a sorprenderme.

—No sé… ¿Recuerdas tu novela, el principio de tu novela? Seguro que sí. Yo también, me lo sé de memoria: «Yo no creo en Dios —dijo Cristino—. ¿Sabes por qué? Porque Él no cree en mí».

Me gustó oír aquellas palabras ya casi olvidadas en su voz fresca y ronca, de hecho me emocioné, pero no comprendía qué tenía que ver eso con ella.

—Yo soy como ese Cristino en el que Dios no cree, como esos a los que Dios no mira con ese único ojo que es el de la riqueza, la fama, la felicidad, esa luz que te distingue y te salva. Como los sin suerte que siguen adelante sin creer en ese Dios ingrato, creyendo sólo en ellos mismos y sólo a veces. Yo no creo en un mundo en el que sólo soy una sombra, pero tengo que vivir en él.

—A la sombra quizá se viva mejor, sin que ningún Dios te mire.

—Bueno, en eso estamos.

Seguimos hablando un buen rato. Estudiaba en el Saint Martins College of Art, en King’s Road, un lugar magnífico por lo que contaba y donde estaba aprendiendo mucho. La beca le cubría el importe del máster y el alojamiento, así que los fines de semana trabajaba de refuerzo en un pub, pero no me dijo por dónde. Debía de vivir como los pajarillos, de agua. El libro que tenía en las manos era una colección de relatos de un autor italiano, Dino Buzzati. Le dije que de ese autor había leído El desierto de los tártaros, pero no los relatos e insistió en prestármelo y, aunque me negué, insistió de modo que acabé aceptándolo, con la promesa explícita de volver a vernos para devolvérselo. La aprensión que sentía hacia ella se había disipado a pesar de las alusiones equívocas que creía haber entrevisto en sus palabras y que no atribuí sino a mi paranoia. Lo cierto es que deseaba verla de nuevo.

Se fue dejándome a solas en el jardín con una sensación agridulce, con un vacío en la boca del estómago. Volví a casa con el libro en el bolsillo del abrigo.

Durante el resto del día estuve distraído, no dejaba de pensar en ella, de rememorar nuestra conversación. Michelle notó mi retraimiento, hizo mil diabluras para animarme… y lo consiguió.