5

El levante ha dado una tregua y la gente aprovecha para ocupar la playa en sus extremos, al abrigo del faro y en Zahora, donde se agrupan las sombrillas rojas del chiringuito. Aquí en La Aceitera apenas hay nadie, los muretes que la gente levanta con piedras para defenderse del viento son hoy inservibles y unos cuantos nudistas protagonizan la escena adánica y vulgar de los sexos al sol. Yo también estoy desnudo, tumbado sobre el pareo con el que después habré de cubrirme para volver a casa, sin pudor por mi incipiente barriga, por la ruina de mis cuarenta y siete años. Me he quedado tan solo que veo doble y hablo conmigo por dos. Bajo a la playa por la mañana temprano y a última hora de la tarde o cuando el viento lo permite, como ahora, ya casi mediodía. Desde que vine aquí a escribir esta historia, creo que no he cruzado una palabra con nadie.

Cuando mira uno atrás y ha vivido lo bastante, asombra lo elementales que son las reglas del juego de la vida y con qué ingenuidad lo jugamos sin embargo, otorgándole un misterio que sólo está en nuestra imaginación. El miedo y el dinero, eso explica todo. La cobardía y la codicia provienen al cabo de un mismo egoísmo, jugamos a ser gente sin muchos escrúpulos y, cuando llegó la hora, se demostró que no teníamos ninguno. Ahora soy un hombre muy distinto del joven que hacía nudismo en esta misma playa o poco más allá, en las calas de Los Caños o en Zahara, al final de los Alemanes, con un cuerpo flexible y delgado, hace quince, veinte años. Distinto también del hombre que volvió a Londres hace once, dejando atrás la juventud como una piel de serpiente, dispuesto a iniciar una nueva vida, deseando en vano ser otro, al tiempo que era incapaz de comprender lo mucho que había cambiado y en qué me había convertido.

Abandoné los paseos por los jardines y traté de centrarme en escribir una novela al tiempo que acompañaba a Elisa en sus múltiples actividades sociales.

Me sentía un renacido e iba a todas partes con una sonrisa beatífica en la cara: entregar aquel dinero me había redimido a mis propios ojos y pensaba en mis compañeros con virtuosa indignación mientras gastaba sin mayor escrúpulo la parte que me había quedado. Todo aquello no era sino una fuga, una evasión, pretendía alejarme de un hombre que ya no era y emprendí una huida hacia ninguna parte. De pronto empecé a escribir varias páginas al día y me mostraba más suelto entre los amigos de Elisa, fotógrafos, pintores, escritores, con los que mantenía conversaciones etílicas hasta altas horas de la madrugada. Nos acompañaba un permanente olor a marihuana, porque entre mis propósitos de enmienda ese no llegó a figurar más que unos breves días y Elisa era una fumadora entusiasta. Mi inglés mejoró sustancialmente y poco a poco dejé de sentirme un visitante y de prestar atención a edificios, parques y museos para convertirme en un londinense más, otro expatriado. Todas las noches había sitios a los que ir y todos los días mil cosas que hacer, aunque ninguna de provecho.

Procuraba reservar las mañanas para la escritura. Escribía sobrio, con la excepción de un té verde muy cargado, al contrario que en Sevilla, donde lo hacía de noche buscando la inspiración en el hachís. Me volví correcto donde antes era anárquico: si antes escribía lo que acababa de oír por las calles, en los bares, ahora buscaba mi alimento en los libros y aquellas frases mías que habían sido indóciles y sucias pero vivas se volvieron agradables y limpias pero muertas, como un encaje de piedra sobre una tumba. Hasta entonces había escrito por intuición verbal, como si fuera un médium del lenguaje que me rodeaba, dejándome llevar por la exageración y la truculencia para componer mis historias. Y mi metamorfosis en un escritor «serio» o, por decirlo de mejor manera, mi intento de convertirme en un autor racional, determinado, resultó un fiasco. Estaba (y estoy) muy lejos de ser un Flaubert. Podía haberme dado cuenta a los cuatro días, pero tardé cuatro años.

Elisa lo supo mucho antes. La suya fue una decepción prolongada, acumulativa, que empezó minando su confianza en mí como escritor para abarcar todo el conjunto de mi persona. Ella era vital, enérgica, se había enamorado de un joven descarado y brillante, de un buscavidas con talento, pero yo no era ya nada de eso: en un santiamén había pasado de joven promesa a vieja gloria y mi osadía juvenil desapareció en aquellos días de pánico y vergüenza. Se había hecho añicos la imagen que tenía de mí mismo y no sabía recomponerla más que tratando de pintar los trozos de rosa. Durante cinco años arrastramos aquella situación, lo que tardó en acabarse el dinero que nos mantuvo unidos mientras duró por conveniencia y comodidad. Al final, convivíamos como buenos vecinos, salvo cuando recordábamos que éramos amantes, lo que sólo servía para hacernos sufrir. Elisa era una mujer estupenda y creo que me quería de verdad, al menos al principio, lo cierto es que yo nunca la quise, no de ese modo que transforma y conmueve. Ella fue una muleta en la que me apoyé para no venirme abajo por completo. Ella creía que llevaba en volandas a un dios… hasta que el peso hizo que se diera cuenta de que soportaba a un inválido.

Por entonces me hice amigo de Marcus, un jamaicano que nos hizo una estantería. Marcus era un carpintero rasta que merecía el nombre de ebanista por lo bien que trabajaba la madera, pero su clientela se veía muy disminuida porque su aspecto desaliñado inspiraba poca confianza y sólo podía trabajar fumando grandes canutos de hierba. Marcus tenía un taller que le servía también de domicilio, en Raven Row, donde me instalé provisionalmente tras separarme de Elisa. Lo convencí de que se especializara en muebles para libros, no sólo librerías, que requerían ir a casa del cliente y otros engorros, también atriles, facistoles, anaqueles de mesa situados sobre un eje, ruedas de libros, marcapáginas en láminas de madera y otros muchos ingenios que buscaba en la galería de imágenes del Museo Británico. También le ayudaba en el taller y me dedicaba a vender por las tiendas. Llevaba un catálogo con fotografías y también algunas muestras en una maleta, marcapáginas, estuches de madera liviana para regalos y nuestra estrella de ventas, un atril plegable con asas para ponerlo en los brazos del sillón. Entraba en todas las librerías, galerías o tiendas de regalo que encontraba para ofrecer nuestros productos y trabajos a medida.

Peinaba las distintas zonas de Londres sistemáticamente, en metro y a pie, calle a calle. Lo que vendía era original y por primera vez en mi vida fui insistente.

No tardamos en hacernos con una clientela. Marcus tenía manos de artista y, como otros carpinteros, alma de filósofo. A él le gustaba estar en su taller, trabajando y escuchando música, le resultaba angustioso el trato con los clientes, así que le venía de perlas tener un socio como yo, necesitado de actividad, de ocuparse en algo. Aquella era la primera vez que trabajaba en mi vida y tenía cuarenta y dos años.

Aquel empeño me ayudó a recuperar la cordura, tiré a la basura aquella novela pedante y dejé de esforzarme en escribir y de considerarme un escritor.

Había purgado mi culpa durante años de negación de la realidad y volví a mi ser, no al que era ni al que había fingido para soportarme sino al de un hombre ya maduro y pateado por la vida que intentaba salir adelante. Llevaba una existencia afanosa y plácida, como suele ocurrir en Inglaterra. Cada vez teníamos mejores clientes, tiendas de más fuste y encargos más especializados, así que en pocos meses pude mudarme a un cómodo apartamento cerca del taller, para dejar sitio a Luisa Amalia o, sencillamente, Marly, la novia venezolana que se había echado Marcus gracias a nuestras conversaciones en español y cuyas conmociones sexuales hacían temblar el edificio.

Retomé la afición por los jardines para llenar el ocio de los fines de semana.

Soy muy mal fotógrafo, pero llevaba una cámara y un cuaderno en el que apuntaba cualquier sensación, cualquier pensamiento que me pasara por la mente. Y de ese modo empezaron a venirme palabras nuevas a la mano, sin yo buscarlas, y empezó a gestarse un libro. No había olvidado lo sucedido en Zahara, pero ya no era un aguijón. A menudo me preguntaba qué habría sido de aquella muchacha, de Ana María, y en más de una ocasión estuve tentado de llamar a Arce para preguntarle por ella, pero no lo hice.

En diciembre de 2003 murió mi padre. Fue algo repentino, un infarto. Volé a Sevilla lo más rápido que pude y me quedé hasta después de Navidades. Creo que sentí menos su muerte, natural, a una edad avanzada, que la de aquel muchacho. Más que causarme dolor, la muerte de mi padre me entristeció, no por él, que había vivido feliz por haber sabido no extralimitar sus expectativas, sino por mí, por mi definitiva madurez: yo era el siguiente en el frente de las generaciones, en primera línea de fuego. Al funeral acudió mucha gente, rostros envejecidos que no veía desde hacía años, antiguas amistades y enemistades.

Teresa y Julián acudieron cada uno por su lado o eso me pareció. No habíamos vuelto a vernos en todos esos años. Teresa me abrazó y derramó unas lagrimitas, emocionada por volver a verme, eso me dijo. Estaba cambiada, más gruesa, aunque lo llevaba bien por su altura. Bajo el cariño superficial, vi recelo en sus ojos o tal vez sólo lo imaginé. Se movía con lentitud, muy consciente de sí misma y de los murmullos que levantaba a su paso. A Teresa la acompañaba su antiguo amante, el senador socialista ya enviudado y que ahora era su pareja oficiosa, porque no se habían molestado en casarse. A su sombra, ella aún se las apañaba para mantenerse como una joven promesa y aparecía a menudo en los periódicos y en televisión, pero yo podía percibir hasta qué punto había envejecido su mirada, opaca, vuelta hacia sí misma. Me mantuve correcto, pero no amistoso, de hecho noté con asombro que aunque en mi fuero interno me había convencido de que era estúpido guardarles rencor, su presencia me resultaba profundamente desagradable y me costó un auténtico esfuerzo adoptar una expresión cortés. Me retuvo unos instantes, estrechando el abrazo, como si quisiera recuperarme, pero se apartó de mí al notar mi frialdad dirigiéndome una furtiva mirada de reproche antes de correr su turno en la cola del pésame. Con Julián me pasó lo mismo poco después, pero él no hizo amago de abrazarme, me tendió la mano y yo se la estreché, no tenía motivos para hacer otra cosa, pero me repugnaba su contacto, la ostentación de su riqueza, patente hasta en un momento así, su cateto Rolex de oro, su traje oscuro demasiado caro, el acabado general de triunfador con el que se mostraba al mundo. Julián estaba considerablemente más gordo, siempre había sido chaparro y se le notaban más los kilos, pero conservaba la expresión osada y saludable. Se disculpó en nombre de Federico, quien estaba fuera de Sevilla y no había podido acudir. No se emocionó, me dijo que lo sentía y que se alegraba de verme después de tanto tiempo. Si buscaba mi complicidad, no la encontró y se despidió con una sonrisa burlona, como diciendo: «¿Dónde quedaron tus escrúpulos? Te haces la víctima y eres el peor de todos».

A Arce, en cambio, me alegró verlo y, aunque apenas pudimos hablar entonces, quedamos para el día siguiente. Acudí a la cita con más curiosidad que otra cosa. Deseaba saber qué había sido de aquella muchacha, en qué había empleado el dinero, pero no quería preguntarlo de sopetón. Arce me puso al tanto de los cotilleos literarios, de las vicisitudes de amigos comunes y yo esperaba el momento adecuado disimulando lo poco que me interesaban aquellas noticias. De pronto, pasó a la crónica política y me comentó que había visto a Teresa en el funeral, «tu amiga de Zahara», dijo acompañando sus palabras con una mirada significativa que no supe bien a qué atribuir, quizá a que suponía que era un ligue de aquel verano. «Un valor en alza, pero es de las que suben pisoteando cabezas con zapatos de tacón», añadió. Me eché a reír, más por nervios que por otra cosa.

—Sí, no me extraña. La verdad es que ahora tenemos poco contacto. Oye, ahora que has dicho Zahara, he recordado aquella muchacha, la de la última vez que hablamos.

—Tienes buena memoria, de eso hace ya no sé cuántos años. ¿Cómo te va en Londres, Andrés?

¿Había un tono sobrentendido en esa alusión a la memoria? ¿Y por qué se salía por la tangente con lo de Londres? Sin saber adónde quería llevarme, le respondí que bien y le di detalles, de mi trabajo, que le pareció prodigioso, del piso que acababa de estrenar.

—Verás, esa muchacha por la que me preguntas, Ana María, ha estudiado Bellas Artes estos años y acaba de irse a Londres con una beca.

Abrí la boca y la cerré moviendo la cabeza, absolutamente desconcertado. No sé por qué pensaba que habría estudiado Magisterio o Graduado Social, algo así, que ejercería en algún pueblo, y tal vez la tenía a cuatro pasos de casa.

Podía cruzarme con ella por la calle sin reconocerla.

—Eso… Eso está muy bien —acerté a decir por toda respuesta—. Y ¿cómo…?

—Es una historia que no sé si debo contarte, porque ella me hizo prometer que jamás se lo diríamos a nadie, pero ahora… creo que ya no importa.

—Puedes contarme lo que sea, Diego. Yo no…

—Lo sé, lo sé. Pero creo que tienes un interés literario en el asunto, por algo se te debe de haber quedado en la mente, ¿no?

No podía decirle que la literatura no tenía nada que ver con mi interés y tuve que contemporizar.

—En principio te confieso que sí. Toda aquella historia que me contaste, lo que salió en el periódico, y ella, tal como la describiste… me pareció un buen tema para una novela y le di algunas vueltas, pero he abandonado la literatura, ahora sólo escribo sobre jardines, así que ya es sólo, bueno, curiosidad.

—Lo que mató al gato. A mí me pasa casi al contrario, me acerqué a esa familia por interés humano, porque su historia me conmovió, pero ahora, como sólo puedo tantearla con la imaginación, estoy pensando escribirla como una novela.

Le dirigí una mirada de interrogación sin tapujos, ¿estaba jugando conmigo?

Él, sin embargo, no se lo tomó de ese modo.

—No te pongas celoso, no lo haré —prosiguió—. ¿Y sabes por qué? Porque soy una persona poco imaginativa, confío en los hechos, demasiado, y si no los tengo…

—No, no son celos —sonreí aliviado—, no creo que yo la escriba tampoco.

Prefiero escribir sobre flores y plantas o estatuas, también son hechos y mejor conocidos.

—Bien, de todos modos no te dejaré con la intriga.

Yo no se lo había pedido. Ya me había dicho cuanto necesitaba saber, que aquella joven a la que le habíamos destrozado la vida había logrado salir adelante, pero él quería contarlo y no pude impedírselo.

—Un día, hará seis o siete años… —se detuvo, como si de pronto reparara en algo que acababa de pensar—, coincidiendo precisamente con tu última visita… —y me miró a punto de caerse del guindo, pero no lo hizo, debió de parecerle inimaginable—. Pues alguien llamó a la puerta de la casa de Zahara donde Ana María vivía con su madre, dejó una bolsa con diez millones de pesetas y se fue antes de que pudieran verlo. Era parte del botín por el robo que condujo a la muerte de su hermano y una prueba de que quienes lo habían cometido un año antes no eran de una banda rival, unos delincuentes, sino gente que se lo había encontrado por casualidad, tal vez unos veraneantes.

Hizo otra pausa, yo era uno de esos veraneantes. Arce tenía delante la solución del enigma y vi en sus ojos que aquella posibilidad aparecía por primera vez en su mente como algo factible, pero era sólo una suposición que no podía comprobar, una sospecha con la que sólo podría ofenderme, así que él no dijo nada y fui yo quien rompí el silencio.

—Podría haber sido yo mismo —dije con naturalidad, sonriendo— o cualquier otro de los miles que había en ese momento en Zahara. También hay que tener valor para una cosa así, yo no habría sido capaz.

Lo dije con toda la sinceridad de un mentiroso, porque era cierto que nunca lo habría hecho solo, tampoco los otros: esas son cosas que se hacen en grupo, diluyendo en el conjunto la responsabilidad de cada uno, dándose ese valor que te ves obligado a mostrar ante los demás y que no tienes ante ti mismo.

Él también sonrió, como bromeando por las dudas que acababa de concebir sobre mí, incluso aliviado de no tener que pensar eso de alguien que consideraba un amigo, pero yo sabía que la sospecha había arraigado en su mente. Siempre lo había tenido delante, y habiéndolo ya entrevisto…

—Sí, podrías haber sido tú… No te creo capaz de una locura tan grande, pero sí de sentir arrepentimiento y tratar de paliarlo de algún modo. Estoy seguro, sin embargo, de que no habrías sido tan rácano. Le dejaron diez millones de los cien que por lo visto valía el alijo, un diez por ciento es lo que costó lavar una conciencia, o varias, por la muerte de un joven, casi un niño.

—La verdad es que es muy poco —dije con tristeza por la mezquindad de todo aquello—. Sin duda se trataba… de unos miserables. Y, en cualquier caso, ¿ese dinero sirvió para algo? —pregunté agarrándome a aquel clavo ardiendo.

—Bueno, se podría decir que sí, que sirvió para algo. Desde luego no evitó que la madre muriera a los pocos meses. Se murió de pena, creo yo, y también por no convertirse en una carga que impidiera volar a su hija, como esas personas que más que por una enfermedad se van porque saben que deben irse.

La casa se vendió, pero casi todo se lo quedó el banco, aún no estaba pagada la hipoteca, y con lo que quedó y la limosna de los ladrones, ella pudo trasladarse a estudiar a Sevilla.

—¿No tiene más familia? —pregunté, aunque sabía que mientras menos supiera de ella más fácil sería olvidarla.

—No. Bueno, una tía que vive en Barcelona y a la que no ve desde hace quince años. Pero lo lleva bien, es independiente, tiene carácter.

—Si no fuera precisamente por eso, por la edad, diría que estás colado por ella.

Esas palabras eran una pequeña maldad, pero se lo tomó bien.

—Y lo estoy, pero emocionalmente, no la miro como a una mujer, más bien como a una hermana menor o una sobrina. Quizá por autoprotección, no creas.

Son demasiados años. Me preocupo por ella y la aconsejo en lo que puedo. Le gusta mucho leer y a veces escribe algún poema, sobre todo dibuja y pinta muy bien. Tiene un don. La beca no es de mucha cuantía, prácticamente le cubre el curso y poco más, pero estaba decidida a irse a Londres, porque aunque tenga que trabajar media jornada, es mejor que quedarse aquí con una beca más cómoda o preparándose una oposición. Es valiente, sabe que tiene que enfrentarse sola a la vida. No es una chica muy alegre, es más bien taciturna, le da muchas vueltas a las cosas, pero eso poco importa, porque cuando sonríe, luce el sol.

Volví a verla caminando por la calle con la cesta de la compra, una chica de pueblo, con ropas modestas y gafas, más guapa que fea, pero sin nada destacable. ¿Cuánto habría cambiado? La voz de Arce me sustrajo de esa visión con unas palabras que me desconcertaron por completo.

—Quiere conocerte.

—¿Cómo? —exclamé, aunque quería decir por qué.

—Leyó tu novela y le gustó mucho, le dije que te conocía y que vivías en Londres, así que ahora que va para allá, me preguntó si podría quedar contigo o pasarse a verte. En realidad, cuando falleció tu padre, estaba pensando en llamarte, por comentártelo y, no sé, quizá puedas echarle una mano en esa ciudad que no conoce, en caso de que lo necesite. Aunque no sé si quieres recibir admiradoras.

—Hace mucho que no recibo a ninguna —le dije para contemporizar. No sabía qué contestarle. Traté de eludir la cuestión, no quería conocerla porque eso significaría mentirle y ese era un trago por el que no quería pasar—. Me temo que no soy ya el tipo que escribió esa novela. Seguro que la defraudaría.

No permitió que fuera más allá en la negativa.

—Bueno, le daré tu teléfono y, si te llama, tú ya te entiendes con ella.

A eso no podía decir que no. De cualquier forma, no me faltarían excusas para esquivarla. Recibirla y que me ofreciera su admiración o su amistad me parecía un ejercicio de cinismo para el que no me sentía con fuerzas. La conversación derivó felizmente hacia el nuevo periódico de la ciudad, en el que Arce trabajaba desde hacía un año. Ahí podían abrirse oportunidades para mí, eso me dijo, y me animó a visitarlo al día siguiente para presentarme al director, pero no fui. Me quedé hasta Nochebuena para pasarla con mi madre y la familia cada vez más numerosa de mi única hermana. Después volví a Londres.