Estuve menos de una semana en Sevilla antes de marcharme a Londres con Elisa. De pronto la echaba de menos: la indiferencia con la que la había tratado en los últimos meses cedió a la necesidad de refugiarme en alguien, de marcharme lejos, de huir hacia algún otro lugar por no poder huir de mí mismo. Ya nada se podía hacer, eso era lo que me repetía insistentemente para aliviar mi culpa. Hasta entonces, si ellos o al menos Teresa me hubieran secundado, habría estado dispuesto a entregarme, pero la responsabilidad era demasiado grande y rezaba porque nunca se conociera mi participación en aquel asunto. Las culpas se llevan mejor a solas. Debía tomarlo como lo tomaban los demás y procurar que mi vida fuera mejor en adelante.
Las mismas palabras, los mismos argumentos que tan cínicos me parecían en boca de ellos, en la mía me sonaban razonables y yo mismo me engañaba como el mayor de los hipócritas, convenciéndome de que era un irresponsable, no un criminal. Aun así, no podía dormir si no caía borracho y todas las noches me despertaba con sudores fríos, muerto de miedo. Teresa me visitó dos veces para saber cómo me encontraba. Ni Fede ni Julián se pusieron en contacto conmigo y fui yo quien los llamé para decirles que me iba al extranjero pero que volvería pasado un año. No quise leer los periódicos, apenas salí de casa. El dinero lo oculté en la de mis padres, en unas cajas de libros que había dejado en el trastero.
Me quedé con una parte, para las necesidades inmediatas. En aquel momento me resultaba imposible escribir y tuve que renunciar a una columna semanal que tenía en el periódico y dejé sin entregar dos artículos que, en consecuencia, no cobré. Además, mudarme a Londres significaba abandonar todos los trabajillos que me mantenían y mi novela ya no me reportaba al año más que unos cuantos miles de pesetas. No quería usar aquel dinero, pero lo necesitaba.
Elisa me recibió con los brazos abiertos. Desde el primer momento notó que algo había cambiado en mí, pero no me preguntó nada, comprendió que estaba destrozado y que su tarea era ayudarme a recomponer los pedazos. Vivía en un apartamento en Curtain Road, en Shoreditch, que por entonces iniciaba su despegue como barrio alternativo. El clima frío, la lluvia y la novedad de calles y gentes fueron apaciguando mi ánimo. Llevaba vida de convaleciente, no hacía nada, ni pensaba en escribir, sólo leía o me quedaba sumido en un estupor de marihuana que Elisa compraba regularmente para ambos o daba paseos, al principio cortos, sólo por los alrededores, después más largos, durante horas en esa inacabable ciudad.
Elisa era hija de un profesor de español y debía su nombre a Garcilaso, aunque en Inglaterra todo el mundo la llamaba Liz y yo acabé haciendo lo mismo. España era su especialidad como periodista y traductora, sobre todo Andalucía, donde había pasado todos los veranos desde niña. Cuando nos conocimos trataba de establecerse en Sevilla, pero le resultaba más fácil ganarse la vida en Londres como free lance de revistas de lo más variado: gastronomía, música, incluso inmobiliarias con oportunidades en Mijas y cosas así, y alguna literaria, donde publicaba reseñas de novedades editoriales españolas. También le llegaban algunos encargos de traducción en los que yo procuraba ayudarla.
Nunca le conté la verdad de lo que había sucedido, pero se lo dejé entrever con medias palabras. Sabía que había conseguido dinero ilegalmente, por algún trapicheo de droga, y creía que había perdido a un amigo, a alguien muy importante para mí. A ella nada de eso le importaba, más que sórdido le parecía romántico. Estaba encantada de tenerme allí, de mostrarme su ciudad y presentarme a sus amigos, le parecía un milagro mi sustancial contribución a su maltrecha economía. Cada noche insistía en arrastrarme a la inauguración de alguna de las galerías, las librerías, las enotecas, los clubes y las boutiques que florecían como setas en Hoxton y Shoreditch y yo me excusaba siempre que podía y me quedaba en casa. Mi inglés no era tan bueno como habría deseado y a menudo perdía el hilo de las conversaciones, tan animadas como poco interesantes para mí. No tenía cuerpo para tanta fiesta.
Me dedicaba a no hacer nada e, incapaz de concentrar la voluntad en ningún empeño, pasaba las horas y los días en los museos o caminando por Londres de jardín en jardín, pasatiempo que me gustó tanto que me propuse visitarlos todos, a sabiendas de que son tantos que me resultaría seguramente imposible.
Me consolaba pensar que aquella tarea podría durar años, tiempo era lo único que tenía. Elisa me urgía a escribir y, aunque comprendía la necesidad de un período de silencio en lo que ella llamaba «proceso creativo», insistía en que debía ir soltando la mano en textos menores, cosas de Londres para revistas o diarios españoles o una guía, antes de revolucionar definitivamente la novela.
Tenía una confianza en mí completamente absurda. Que estuviera tan ciega con respecto a mis posibilidades se debía a que estaba enamorada, desde luego, pero también a que le gustaba el papel de descubridora de talentos y había hecho una apuesta por el mío. No quería que le fallara, pero pedía un imposible.
El estilo que había usado hasta entonces, lleno de expresiones coloquiales y descaro juvenil, me resultaba insoportable. Ya no podía escribir con esa despreocupación, con esa irresponsabilidad: la inocencia que lo permitía había quedado enterrada en Zahara y no tenía con qué sustituirla. Me preciaba de escribir contra la retórica, pero cuando quise abandonar la jerga y la inmediatez del habla, comprobé que la escritura era un oficio más difícil de lo que había supuesto y que todo aquel atrevimiento se debía a la bendita ignorancia. No sabía cómo hacer fluir en conjuntos armoniosos las palabras, reptaba por cada frase tratando de acompasarla con las demás en un ejercicio atroz, una tortura autoimpuesta a la que me sometía lo menos posible a pesar de los ánimos, consejos y puyas de Elisa. Escribir, además, ¿sobre qué? Había perdido toda confianza en mí mismo porque se había hecho trizas la estima en que me tenía.
¿Qué importaba lo que pudiera decir alguien como yo?
En ese estado de ánimo, pasé el año, más sereno y melancólico conforme transcurrían los días, y finalmente llegué a un pacto conmigo mismo: volvería a Sevilla, cumpliríamos lo acordado y entregaríamos el dinero a aquella familia, después dejaría todo eso atrás y empezaría en Londres, con Elisa, una nueva vida sin reservas ni penas inútiles. Durante ese tiempo apenas tuve contacto con ellos, en una o dos ocasiones hablé con Teresa y ninguna con Fede o Julián. Les sorprendió que volviera, que quisiera remover el asunto. Ninguno pareció entusiasmado con la idea de vernos. Sevilla me pareció pequeña, gritona, sucia, inmersa en la habitual ola de calor de principios de julio. Eché de menos Londres desde el primer día. Nos vimos cuando ya llevaba una semana en la ciudad, prácticamente oculto en casa de mis padres. Todos estábamos incómodos, habíamos quedado en casa de Fede, en la que se notaba un cambio evidente a mejor, como en la ropa de Teresa o en el teléfono, uno de los primeros móviles, que llevaba Julián. No quería fijarme en esos detalles, no quería detestarlos, no más de lo que ya me detestaba a mí mismo. Yo les resultaba molesto porque era patente que no había olvidado, que me negaba a olvidar. Desconfiaban de mí y yo también desconfiaba de ellos, pero la conversación era cortés y por momentos disipaba los recelos; les conté por encima la vida que llevaba en Londres, ellos me hablaron de que había sido un año muy duro antes de contarme sus planes de vacaciones a lugares exóticos, cada uno por su lado, para desconectar de verdad, pero cuando abordé el pacto que habíamos hecho de entregar dinero a la familia, el ambiente, que no había llegado a ser cálido, se heló por completo, llegó de repente a su punto álgido, el más frío. Nadie decía nada. De pronto hablaron los tres casi a la vez. Tenía que dejar aquello atrás de una vez por todas. Era peligroso y estúpido. ¿Cómo lo haríamos sin correr ningún riesgo?
—Yo lo he invertido todo —dijo Julián—, así que tendría que pedirlo prestado.
Acababa de decir hacía un momento, como el que no quiere la cosa, que se iría unos días a las islas Fidji.
—Deberías dar gracias a Dios de que hayamos salido bien de esta y no insistir en que nos busquemos problemas —masculló Federico.
—¿Qué pretendes? ¿Ir allí y dejar el dinero en la puerta? ¿Ponerle un giro? Y, aunque logremos hacerles llegar el dinero sin que nos descubran, ¿no crees que llamarán a la policía? Hasta ahora piensan que el robo fue algo entre bandas rivales. Si hacemos eso, les revelaremos que es cosa de aficionados. No veranea en Zahara tanta gente y son muy pocos quienes estaban tan cerca y lo tenían tan fácil. Empezarán a buscar y darán con nosotros. Darán con nosotros. Eso hay que olvidarlo, olvidarlo para siempre, ¿lo oyes?, para siempre.
Teresa estaba al borde de la histeria. Fede la tranquilizó mientras me lanzaba una mirada asesina y Julián, más suave, dijo que no podíamos hacerlo, no por el dinero sino por la seguridad. Tenían miedo, mucho miedo y un único deseo: dejarlo atrás, olvidarlo para poder entregarse al disfrute del botín obtenido.
Comprendí que por más que insistiera no los convencería y, cuando dije que entonces no me sentía incluido en el pacto que habíamos hecho, amagando con romper la baraja, se rieron de mí. Ninguno me creía capaz de acudir a la justicia y perder la linda vida que llevaba en Londres para ir a parar a una cárcel los próximos años. Sabían que no era mejor que ellos y tenían razón. Tan sólo me puse en ridículo lanzando aquel farol. Les aseguré que entonces lo haría yo solo y tampoco me creyeron. Nos despedimos entre semblantes hoscos. Pasaron años antes de volver a vernos.
La mayor parte de la noche la pasé pensando en lo que debía hacer y llegué a la conclusión de que no podía quedarme con aquel dinero ni tampoco podía prescindir de él, ¿de qué iba a vivir…? Llegué a un término medio. Entregaría a la familia la mitad, sólo así podría quedarme con el resto. Esa fue la transacción a la que llegué con mi conciencia. Al día siguiente, metí diez millones en una bolsa de deporte, dos más de los ocho que habíamos acordado poner entre todos, y me dirigí a Zahara en un coche alquilado. En el reportaje de Diego Arce había una fotografía de la casa y, en el pie de foto, la calle en la que se encontraba, en un extremo del pueblo, cerca de la desembocadura del río.
Aparqué en una calle contigua, con una salida fácil al puente por el que se accede al pueblo. Reconocí la casa comparándola con la del reportaje y, cuando estuve seguro, me aposté en un bar que había en la esquina. Ya había empezado la temporada y no llamaba la atención. Llevaba allí más de una hora fingiendo leer el periódico sin perder de vista la puerta cuando la chica llegó por la acera de enfrente caminando hacia su casa con una bolsa de la compra. La reconocí de inmediato, la veía en mis pesadillas casi todas las noches con su mirada fija, desesperanzada. Sólo pude observarla un momento, parecía abstraída, de pronto volvió la cara hacia mí, justo antes de entrar en su casa. Apenas fue un instante. Esperé unos minutos, las ventanas siguieron con las persianas corridas, tras la puerta había un pequeño zaguán y otra puerta de forja y cristal opaco. Entré, dejé la bolsa en el suelo, llamé al timbre y salí. En la calle no había nadie en ese momento, doblé la esquina, subí al coche y conduje sin parar hasta Sevilla.
Pasé un miedo espantoso y sólo en el camino de vuelta pensé en cuántas cosas podrían haber salido mal. Todo había ocurrido, sin embargo, a pedir de boca. Quería creer que aquella muchacha con pinta de juiciosa aprovecharía el dinero y no acudiría a la Guardia Civil, que lo requisaría e iniciaría una investigación. Confiaba en que le sirviera para ir a la universidad, por ejemplo, pero eso seguramente nunca lo sabría. Me sentía aliviado de un gran peso, ligero. Había lavado mi conciencia, que es lo que necesitaba. Yo por lo menos había tratado de hacer algo, al contrario que ellos.
Me sentía reconfortado. Aquella noche salí por primera vez desde que había llegado a la ciudad. Fui a mis sitios de costumbre, abracé a un montón de amigos, me reí a carcajadas, llamé a Elisa, ya casi borracho, para decirle que la quería y que en dos días estaría de vuelta.
Al día siguiente me levanté temprano dispuesto a aprovechar la jornada. Me acerqué a los dos periódicos que tenía entonces la ciudad para ofrecer mis servicios. En uno había estado publicando una columna semanal durante varios meses, pero mi ausencia había durado demasiado y Sevilla padecía una depresión. Estaban echando gente, así que me desearon suerte, ya veríamos más adelante. Me fui a la competencia, el diario mayoritario y carca en el que antes ni se me habría pasado por las mientes escribir. Tenía allí algunos conocidos, entre ellos Diego Arce, con el que temía y deseaba encontrarme a partes iguales, pero afortunadamente no estaba en la redacción. Un amigo me llevó hasta el subdirector, quien me escuchó y me despidió muy cortésmente insistiendo en que se pensarían mi propuesta: una guía de Londres para andaluces con miras a publicarla por entregas. A Arce lo vi después, por la tarde, en una librería a la que había entrado a aprovisionarme de lecturas que no encontraba fácilmente en las librerías del Soho o del Strand que frecuentaba.
Si hubiera podido, seguramente lo habría evitado, pero oí su voz a mi espalda cuando estaba absorto ante los títulos de una mesa de novedades.
—Ahí debería haber un libro tuyo, Andrés.
Supe que era él antes de volverme, ya no temía traicionarme y lo saludé con cariño. Le conté que vivía en Londres y me dijo que ya lo sabía, que había preguntado por mí. No quise saber por qué y desvié la conversación hacia los libros que teníamos delante, hablamos de unos autores, de otros, de que yo llevaba dos años sin publicar, algo que no quise atribuir más que a la pereza ayudada por la inseguridad. Eran causas más que suficientes, según él, que llevaba años luchando contra lo mismo. Había publicado también una novela hacía casi una década y había disfrutado de sus minutos de fama, pero después no había sido capaz de concluir ninguna otra. Era todo demasiado largo, demasiado falso, un tremendo empeño para contar a la postre una mentira. El ejercicio del periodismo le ofrecía en cambio historias inmediatas y mucho más interesantes que las que a él podían ocurrírsele. En esta conversación habíamos salido de la librería y estábamos en la terraza de un bar cercano tomando una cerveza.
—Como el secuestro aquel en Zahara, el pasado verano, cuando nos vimos, ¿te acuerdas? —claro que me acordaba—. Pues me extraña, porque llevabas una resaca de caballo. ¿Te enteraste de cómo acabó todo?
Le dije que había leído su reportaje, que sabía que había acabado mal.
—Sí, el chaval murió… o lo mataron entre unos y otros. Al final, nada se supo.
Lo de esa madre y su hija partía el corazón. Es una de esas historias que te decía, te las ofrece la vida sin necesidad de imaginarlas y sólo hay que saber leerlas comprendiendo que no puedes hacerlo por entero, porque están incompletas y porque se prolongan en el tiempo como si no tuvieran fin.
No sabía si aquellas alusiones eran directas o sólo formaban parte de una divagación literaria. Estaba alerta y al mismo tiempo relajado, en una conversación amistosa sobre las novelas y la vida.
—¿Y qué pasó con ellas, la madre y la hija? —le pregunté—. ¿Siguió la historia, volviste a verlas?
—Sí, he vuelto a lo largo del año en dos o tres ocasiones. Me he convertido en… un amigo de la familia. Bueno, la madre es una mujer que ya no volverá a vivir, tan sólo espera la muerte. La hija se ha hecho cargo de la casa. Una muchacha extraordinaria, Ana María, le gusta mucho leer y dibuja muy bien.
Podría llegar lejos, pero no va a tenerlo nada fácil, no tiene un duro y además cuida de su madre, en Zahara. La verdad es que le he cogido cariño…
De modo que se llamaba Ana María, en el periódico sólo figuraban sus iniciales. Arce seguía hablando, no parecía que tuviera sospechas, me contaba aquello sin segunda intención.
—Ayer mismo me llamó. Le había ocurrido algo muy bueno, pero no quiso contármelo por teléfono. No imagino qué puede ser. Iré a verlas el fin de semana y así me doy una vuelta por la playa.
Así que había recibido el dinero y si no lo comentaba por teléfono es que no pensaba acudir a la policía. Como aseguraba Arce, Ana María era una chica lista. Pedí dos cervezas más. Me alegraba ver que alguien como él pudiera aconsejarla, que la hubiese tomado bajo su protección. La conversación volvió de nuevo a la literatura, a las relaciones entre la verdad y la realidad, entre la mentira y la ficción, que no son equivalentes y se entrecruzan a veces unas con otras, la mentira en la realidad, la verdad en la ficción. Conversamos hasta tarde, Arce disertaba incluyéndome entre los jóvenes, pero yo me sentía mucho más viejo que él, como si hubiera cumplido cien años.
Al día siguiente, volví a Londres pensando en que me despedía de una etapa de mi vida y empezaba una nueva que no guardaría relación con la anterior, con aquella tragedia que creía dejar definitivamente atrás y con todo lo que había conducido a ella. Quería reinventarme, ser otro, recuperar una inocencia que sólo podía resultar un engaño, una impostura.